Capítulo 9- Una tarde apacible

Nabé se sintió feliz cuando hubo contado sus temores y problemas a sus tres amigos. Les había recordado mucho después de su enfermedad y no pudo nunca apartarlos de su pensamiento.

—Pero ahora que nos lo has contado todo, y que estamos dispuestos a hacer todo lo posible por solucionar tus problemas, ¿no es cierto que te sientes más tranquilo? —le dijo Diana que no podía ver a nadie triste.

—Ya lo creo —repuso Nabé semi-avergonzado de haberles contado todas sus cosas—. Esta noche me arrepentiré de haber hablado tanto.

—Bueno, ¿y de qué sirve tener amigos si no compartes con ellos tus preocupaciones? —exclamó Roger muy sensatamente—. Eso demuestra que confías en nosotros.

—Sí. Eso es cierto —repuso Nabé—. Pero vosotros no compartís vuestros problemas conmigo… parece que no los tenéis nunca. Tal vez los que tienen familia carecen de problema.

—Oh, claro que los tenemos —exclamó Chatín con sentimiento—. Espera a que tengas los que tengo yo con tío Ricardo… y te dedique una buena reprimenda. Eso sí que es un problema. Y desgraciadamente no puedo pedir a nadie que lo comparta conmigo.

—No olvidéis que los amigos comparten lo mismo las cosas buenas que las preocupaciones —intervino la señorita Pimienta—. Y pues que todos sois amigos, ¿qué os parece si compartierais la merienda y los helados?

—Troncho… ¿ya es hora de merendar? —exclamó Chatín incorporándose apresuradamente—. Figuraos… estoy tan contento de volver a ver al bueno de Nabé, ¡que me he olvidado hasta de la merienda!

—Qué cumplido para Nabé —dijo Diana acariciando a «Miranda», quien en aquellos momentos sentíase la mónita más feliz del mundo—. Nunca hubiera creído que existiera alguien capaz de hacerte olvidar la merienda.

Nabé se echó a reír. Aquella clase de bromas eran las que le encantaban, y nunca las tuvo, excepto cuando hallábase con sus tres amigos. Aquellas puyas, chistes y rápidas respuestas… le parecían deliciosas, aunque la señorita Pimienta estuviera cansada de ellas, como es lógico.

Los niños se habían llevado la merienda a la playa, preparada por la gentil señora Gordi, quien les proveyó de gran cantidad de bocadillos, bollos, pedazos de pastel y galletas, hechas por ella, que se deshacían en la boca.

—¡Esto es una merienda! —dijo Chatín en tono de aprobación—. No imaginaba que la señora Gordi nos tratara tan bien, y no me resulta tan displicente como parece.

—Probablemente creerá que dándote mucha merienda cenarás menos —replicó la señorita Pimienta, divertida.

—¡Qué esperanza! —exclamó Chatín—. Por lo que a mí respecta eso no tiene la menor importancia. Ya sabe que siempre he compadecido a las personas mayores, señorita Pimienta. Debe ser terrible no darse nunca un atracón por temor a parecer grosero o glotón.

—No te gustaría ser mayor, ¿verdad, Chatín? —dijo la niña—. Nada de banquetazos, ni media docena de helados uno tras otro… ni de tomar pastillas de chocolate continuamente, ni…

—¡Qué horror! —repuso Chatín alarmado—. Vamos, Nabé, toma otro bocadillo.

Pero el apetito de Nabé ya no era el de antes, y la señorita Pimienta pensó que debía haber estado muy enfermo. ¿Qué pensaría hacer ahora? Hubiera deseado poderle tener en la posada y alimentarle y cuidarle un poco, pero aquello era imposible. En primer lugar no querrían admitir a «Miranda», y Nabé no consentía en separarse de ella.

Además, iba muy raído y descuidado. Había hecho todo lo posible por aparecer limpio y aseado ante sus amigos, pero no había tenido dinero durante algún tiempo, y le fue imposible comprarse unas sandalias nuevas. Así que iba descalzo. Su camisa estaba rota y no tenía botones, y sus pantalones de franela gris, estaban deshilachados en los bordes y remendados en las rodillas.

Pero además de atractivo era guapo, honrado, inteligente y sincero; cualquier padre habría de sentirse orgulloso de un hijo así. La señorita Pimienta miró a Nabé suspirando. Estaba convencida de que nunca lograría encontrar a su padre, pero no tuvo valor para decírselo.

—Nabé, ojalá pudieras quedarte en la posada con nosotros —exclamó Diana.

—Es imposible —repuso Nabé—. Ya lo sabes. De todas maneras ya he encontrado trabajo.

Todos le contemplaron admirados. ¡Ya tenía trabajo! ¿Cómo lo conseguía?

—¿Qué clase de trabajo? —quiso saber Roger.

—Pues, hay una especie de feria en el pueblo —empezó a decir Nabé—. Con autos de choque y otras cosas.

—¡Oh, sí! ¡Anoche fuimos a verla! —exclamó Diana—. ¿Has encontrado trabajo allí, Nabé?

—Sí. Ya sabéis que soy un buen mecánico —continuó Nabé—. Me han encargado de los coches… de engrasar la maquinaria, cuidar de que todos funcionen, y demás. Es un trabajo fácil para mí. Además me gustan las ferias…, es la vida que siempre he vivido… yendo de feria en feria y de circo en circo.

—Bueno, entonces podrás estar con nosotros bastante tiempo, ¿no es cierto? —preguntó Chatín—. La feria no se abre hasta después de las cinco.

—Sí, podré estar con vosotros muchos ratos —dijo Nabé complacido—. Aunque no iré a la posada. Me mirarían por encima del hombro… y de momento no estoy muy presentable. Pero en cuanto gane algún dinero veréis qué guapo me pongo.

Los tres sintieron al punto el impulso de ofrecer a su amigo hasta el último céntimo, como regalo o como préstamo… pero nada dijeron. Nabé era muy orgulloso, y pudiera sentirse humillado o violento si le ofrecían demasiado entre todos.

Sin embargo, la señorita Pimienta le hizo un ofrecimiento que fue aceptado.

—Hay una cosa que sí puedes hacer, Nabé. Que Roger te preste uno de sus trajes de baño… y mientras te bañas yo puedo coserte los botones de la camisa y remendar tus pantalones. Están muy limpios de manera que no habrá necesidad de lavarlos.

—Pues… gracias —replicó Nabé enrojeciendo—. No hago muy bien esas cosas.

Roger corrió a buscarle un traje de baño a la posada, y Nabé fue a ponérselo tras de unas rocas y luego entregó su camisa y sus pantalones a la señorita Pimienta con mucha timidez.

—Muchísimas gracias —le dijo—. Es usted muy amable. ¡Cascaras, qué maravilloso es volver a estar con ustedes! ¡Y con «Ciclón» también… el loco de «Ciclón»!

«Ciclón» estaba rebosante de alegría al ver a Nabé y «Miranda» de nuevo con sus amigos, y corría por la playa a toda velocidad ladrando al pasar junto a ellos, y al oído de «Miranda», y echaba a correr otra vez a cien kilómetros por hora.

—Está haciendo el tren —dijo Chatín—. Dentro de un minuto estará cansado y vendrá a tumbarse al lado de «Miranda»… y ella le gastará alguna de sus bromas.

Y ocurrió exactamente como había dicho. «Ciclón», completamente exhausto y jadeando como un tren al subir una colina, se dejó caer sobre la arena junto a los otros. «Miranda» saltó sobre él tirándole de las orejas. Él se levantó tratando de sacudírsela, pero ella se agarraba con fuerza, parloteando, excitada.

«Ciclón» saltaba tratando de quitársela de encima ante el regocijo de todos los que estaban en la playa, pero «Miranda», que disfrutaba inmensamente, seguía montada sobre la espalda del perro cual si fuera un caballo de carreras.

¡De pronto «Ciclón» recordó cómo librarse de la impertinente mónita! Y echándose al suelo comenzó a rodar haciendo huir a «Miranda», que temerosa de que la aplastara, se abrazó al cuello de Nabé antes de que «Ciclón» pudiera alcanzarla.

Un hombre se fue acercando lentamente hacia ellos… un hombre alto y delgado que los niños reconocieron en seguida. Era el mago perteneciente a la compañía de artistas, que al contemplar a «Miranda» y Nabé tuvo una idea repentina. Al ver a Nabé vestido pobremente adivinó que tendría que trabajar para ganarse la vida.

—Tú, muchacho —le dijo al acercarse señalando a Nabé—. ¿Quieres trabajar? Soy mago y malabarista y actúo en la compañía de artistas del muelle. Si quieres trabajar conmigo como ayudante con tu mono, te pagaría bien, ¿qué me dices, chico?

—Lo siento, señor, pero ya tengo trabajo —repuso Nabé—. En el Auto-Choque, pero si no me agradase, le avisaría. Aunque tengo que quedarme por lo menos una semana.

El mago hizo un gesto de asentimiento y se alejó, mientras Nabé se volvía para decir a sus amigos:

—¿Os fijasteis en sus ojos? Apuesto a que es un tipo extraño. Me parece que no me gustaría trabajar teniendo esos ojos fijos en mí. Me darían escalofríos. ¡Es de esa clase de personas que ven por la espalda!

—¡De todas formas, encuentro maravilloso que le ofrezcan a uno trabajo de esta manera! —exclamó Chatín con envidia—. ¿A que nadie vendrá a ofrecerme trabajo a mí? Estoy seguro de que tardaría meses en encontrar un empleo.

Fue una tarde magnífica. A las seis la señorita Pimienta se marchó a dar un paseo dejándoles solos, y estuvieron hablando a Nabé de los huéspedes de la posada, y en especial de la señorita Pío. Cuando le llegó el turno al extraño portero, Cazurro, Nabé alzó la cabeza sorprendido.

—¿Cazurro? ¿Qué tal es? Contadme.

Se lo describieron.

—Es bajito… con una cabeza muy grande y ojos redondos y azules… una boca de piñón… y terriblemente fuerte —dijo Roger—. Creo que es algo retrasado… medio niño y medio hombre. Me es simpático. El taxista nos dijo que algunas veces le dan ataques de ira. ¿Por qué… es que le conoces?

—Pues… tiene que ser el Cazurro que yo conocí una vez —dijo Nabé—. Estuvo conmigo en un circo hace varios años. Quería mucho a mi madre, que siempre fue amable con él. Cuando dejé aquel circo no volví a saber de él. ¡Pobrecito Cazurro! Le quería y apreciaba mucho… en realidad era como un niño grande… pero sí que le daban ataques de furor. Entonces era peligroso, debido a su fuerza extraordinaria. ¡Yo le he visto coger a un hombre y lanzarlo al aire!

—¡Cielo santo! —exclamó Roger sobresaltado al conocer aquel nuevo aspecto de Cazurro—. Bueno/ tendrás que ir a ver si es el mismo que tú conocías. Le hablaremos de ti.

La señorita Pimienta había regresado y les llamaba.

—Es hora de comer —les dijo. ¡Aquella era una noticia que siempre les hacía correr!

—Adiós, Nabé, te veremos mañana —gritó Chatín—. ¡Cuídate mucho!