Todos se apearon del taxi, y el conductor llamó a alguien que atendía por el curioso nombre de Cazurro.
—¡Eh, oye, Cazurro! Ven a coger estas cosas, ¿quieres? Han llegado tus huéspedes.
Los tres niños se detuvieron a contemplar la «Posada de los Tres Hombres en una Cuba». Campeaba una enseña antigua, pero si en ella aparecían los tres hombres dentro de una cuba, o cualquier otra cosa, era imposible decirlo, tan sucia y deslucida estaba.
La posada parecía propia de un cuento.
—¡Sí me dijeran que habíamos vuelto a la Edad Media lo creyera! —dijo la niña contemplándola—. ¡Cuando la miro me parece haber retrocedido cientos de años!
Era una posada antiquísima que se apoyaba contra el acantilado, casi metiéndose en él. Los cristales de sus ventanas en forma de diamante brillaban resplandecientes. Tenía chimeneas muy altas y el tejado tan cubierto de musgo verde grisáceo, que sus tejas, de color rojo, sólo asomaban en algunas partes.
¡La puerta principal era digna de haber pertenecido a un castillo! Era enorme, muy fuerte y maciza, con un gran picaporte en forma de carabela. Chatín, naturalmente, en el acto quiso ir a tocarlo, pero antes de que pudiera hacerlo se abrió la puerta, por la que se asomó un rostro de ojos redondos y boca de piñón.
Al principio los pequeños pensaron que era el rostro de un niño, pero cuando fue apareciendo el resto del cuerpo, vieron que se trataba de una persona mayor. No tan alto como Roger, y con la cabeza demasiado grande para su cuerpo, le hacía parecer una extraña mezcla de niño y de hombre.
—Vamos, Cazurro, muévete —le dijo el taxista desatando algunas maletas, y aquel personaje corrió con aire desmañado. Iba vestido con el uniforme de portero…, pantalones gruesos color azul marino con un galón en las costuras laterales, un delantal de cuero y chaleco sobre camisa negra. Sonrió a los niños ladeando la cabeza con aire tímido.
¡Parecía muy fuerte! Levantó el baúl con gran facilidad, lo puso encima de su hombro y volvió a entrar en la posada.
—¡Ése es Cazurro —les explicó el taxista—. Un buen muchacho que no ha llegado a crecer del todo. Es fuerte como un toro y dulce como un niño… a menos que le dé uno de sus arranques de genio, y entonces, les aseguro que preferiría habérmelas con un león, que con Cazurro.
—Me gusta —dijo la niña—. Tiene una sonrisa muy simpática.
—Se lleva muy bien con los niños —continuó el taxista—. Pero cuando las personas mayores se meten con él por ser algo lento, empieza a gruñir, a murmurar y refunfuñar como si quisiera arrojarles por el acantilado. Y procurad entonces no burlaros nunca del pobre Cazurro. He oído decir que todo el que se ríe de él, termina mal.
La señorita Pimienta opinó que el taxista había hablado bastante y que Chatín absorbía cada una de sus palabras con avidez y estaba a punto de preguntar por las personas que «habían terminado mal».
—Creo que ya está todo —le dijo la señorita abriendo el bolso—. Gracias por haber venido a esperarnos.
El taxista se llevó la mano a la gorra mientras con la otra se guardaba en el bolsillo la espléndida propina que le acababan de entregar, y luego se marchó en su viejo coche.
Cazurro volvió a aparecer para entrar el resto del equipaje, y con él venía la mujer del posadero que era una mujer corpulenta y rechoncha con una cara bastante melancólica. Tenía tantas sotabarbas que Chatín quedó admirado, y llevaba los cabellos levantados sobre su cabeza dándole un aire muy majestuoso.
—Buenas tardes —dijo acercándose al grupo—. El tren ha debido llegar hoy puntual. Suele hacerlo tan tarde que no les esperaba hasta dentro de media hora. Vengan por aquí. Sus habitaciones ya están preparadas.
—Oh, gracias, señora… er… señora —dijo la señorita Pimienta sorprendida al ver una posadera tan rolliza.
—Mi nombre es Gordi —repuso aquella mujer—. Señora Gordi.
—¡Qué nombre más estupendo! —murmuró Diana cuando la siguieron hasta el oscuro vestíbulo—. ¿Y verdad que le sienta bien?
—Sí, es el principio de «gordinflona» —dijo Chatín riendo por lo bajo—. Quisiera saber si tiene niños. Vamos, hay que subir escaleras. Vaya unos escalones más desiguales y altos.
—Tengan cuidado —les dijo la señora Gordi con su voz altisonante—. ¡Oh, Dios mío!… ¿Qué es esto?
Esto era «Ciclón», que escapándose del lado de Chatín, subió la escalera como una exhalación, y al pasar junto a la señora Gordi había rozado sus piernas. Le gustaba aquel sitio. Allí encontraría muchos aromas nuevos y desconocidos.
—Lo siento… ¿Le ha asustado? —dijo Chatín con su tono más amable—. Es mi perro. Está excitado por verse en un sitio nuevo. A usted no le molestarán los perros, ¿verdad? La señorita Pimienta dijo que usted los aceptaba.
—Acepto a los bien educados —dijo la señora Gordi conduciéndoles por un corredor serpenteante, al que se abrían varias puertas de aspecto macizo—. Yo tengo un perro muy bien enseñado y muy obediente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Roger.
—Le llamamos señor «Cubita», recordando lo de «Tres Hombres en una Cuba» —replicó la señora Gordi—. Es una broma de mi marido. Me costó mucho entenderla, pero ahora que está viejo y gordo, me refiero al perro, debo confesar que el nombre le sienta admirablemente.
Subieron algunos escalones más y llegaron a un rellano cuadrado al que daban varias puertas.
—Aquí es donde les he instalado —dijo abriendo una de las puertas—. Ésta es la mejor habitación. Espero que le guste, señorita Pimienta.
—¡Oh, ya lo creo! —exclamó el aya entusiasmada—. Si estuve en ella cuando era niña. Oh… y la vista… ¡es exactamente la misma de entonces!
Y acercándose a la ventana con cristalera, la abrió de par en par. Los niños se agruparon a su lado.
Aquella habitación daba a una parte escarpada del acantilado dominando las doradas arenas de la playa. El mar tenía un color azulado en aquel día de agosto, y el sonido de las olas que rompían debajo, llegaba suavemente hasta la ventana.
«Parecen suspiros —pensó Diana—, pero supongo que en los días de tormenta el ruido de las olas será ensordecedor. ¡Oh, ojalá mi habitación tenga una vista igual a ésta!»
Y así era. Su dormitorio era menor y con un extraño techo inclinado, cruzado por grandes vigas que iban de una pared a otra. Tenía la misma vista que el de la señorita Pimienta, aunque estaba orientado un poco más hacia el oeste.
Los niños dijeron que su habitación era «súper estupenda», y llamaron a Diana para que fuera a verla. Era un gran dormitorio con un armario de roble empotrado en la pared, una doble cama con aspecto de haber tenido cuatro columnas, que luego debieron quitar, y un suelo desigual en el que los niños habrían de tropezar cientos de veces durante su estancia.
—Este lugar tiene un ambiente encantador —dijo Diana—. ¿No os parece, chicos?
—Mucho —replicó Roger—. Como Hampton Court, o la Torre, o algo así de antiguo. Puede uno comprender que aquí han ocurrido muchas cosas… y las paredes todavía las recuerdan.
—Es curioso. A mí también me da esa sensación —dijo Chatín bastante perplejo—. Y presiento además que éste ha sido un lugar feliz… con grandes banquetes y fiestas.
—No es extraño que a ti se te ocurra eso —dijo la niña—. Si las paredes pudieran hablar, sólo querrías que te contaran las comidas que se hacían abajo.
—No me importaría comer ahora —dijo Chatín—. ¿Deshacemos las maletas? ¿Dónde está ahora la señorita Pimienta?
El aya fue a ver la habitación de los niños, e inmediatamente echó a «Ciclón» de la cama.
—Chatín, ya oíste lo que dijo la señora Gordi acerca de los perros bien educados, ¿no? Pues, por amor de Dios, dile a «Ciclón» que aquí no puede portarse como en casa, o la señora Gordi va a tener mucho que decir.
—Es un nombre maravilloso, Gordi —dijo Chatín—. Es tan regordeta, rechoncha y gordinflona…
—Oh, no seas tonto, Chatín —dijo el aya—. Date prisa en deshacer las maletas y baja a merendar. La señora Gordi dijo que lo tendría todo a punto cuando nosotros estuviéramos listos.
—Bueno, pues yo ya lo estoy —replicó Chatín al punto.
—No. No lo estás. Tienes que lavarte y cepillarte el pelo. Parece un estropajo colorado, y por lo que más quieras, cepíllate también los pantalones. Parece como si te hubieras restregado por debajo de todos los asientos del tren.
—Me pondré triste si empieza a reñirme en cuanto llegamos —se quejó Chatín—. Ya me siento apesadumbrado.
Diana lanzó una serie de carcajadas.
—Oh, Chatín… qué palabra tan bonita. Es mucho mejor que triste. ¿Tienes pesadumbre?
—No mucha, la verdad —replicó su primo—. Eh, «Ciclón», baja de la cama. ¿No has oído lo que dijo ese tarro de pimienta?
—Vas a hacer enfadar a la señorita Pimienta si empiezas a llamarla así —dijo Roger—. No te consentirá que te burles. Oye, es una vergüenza que nuestra habitación no dé al mar, ¿no te parece?
—Sí. Pero es una vista muy interesante —dijo Chatín asomándose a la pequeña ventana—. Se ven chimeneas, tejados, y las ventanas de las otras casas.
Realmente era una vista curiosa. Aquella parte de la posada era más alta que la otra y podían ver un mar de tejados desiguales y las ventanas de las buhardillas, así como las chimeneas alzándose hacia el cielo, de una de las cuales brotaba un penacho de humo.
—No me importaría explorar este tejado alguna vez —comentó Chatín lavándose la cara enérgicamente—. Lo sé hacer muy bien, eso de explorar tejados. Nunca se sabe qué clase de conocimientos pueden llegar a resultar útiles.
—Eres un tontaina, Chatín —exclamó su primo Roger—. Mira, tu perro ha vuelto a subirse a la cama. Creo que lo mejor sería cubrirla con una alfombra vieja o algo por el estilo. No veo cómo evitar que se suba. Vamos, «Ciclón»… es hora de merendar.
Llamaron a Diana y a la señorita Pimienta, y bajaron por la escalera serpenteante con grandes precauciones, ya que donde ella torcía, los escalones se estrechaban por un lado. «Ciclón», desde luego, se cayó de cabeza rodando felizmente de escalón en escalón.
—¿Es que no sabes portarte como es debido, «Ciclón»? —le susurró Chatín—. ¿Qué pensará de ti el señor «Cubita»?