15

La pesadilla de Pony

El guardabosque marcaba con sumo cuidado los muros de cada cruce, y había un gran número de ellos en aquel laberinto de antiguos corredores en desuso. Los cuatro vagaron durante más de una hora; en un momento dado tuvieron que pegar golpes cortantes contra una puerta y derribar una barrera de ladrillo para abrirse paso; al fin llegaron a una zona que maese Jojonah creyó reconocer.

—Estamos cerca del centro de la abadía —explicó el monje—. Al sur se hallan la cantera y las bibliotecas y criptas antiguas; al norte, los corredores que servían como habitaciones para los hermanos, pero que ahora sirven a Markwart como celdas para los prisioneros.

Sin más indicaciones, el padre prosiguió la marcha avanzando con cuidado y sigilo.

Poco después, Elbryan apagó la antorcha pues desde lejos les llegó el brillo mortecino de una llama.

—Algunas de las celdas están por allí —explicó Jojonah.

—¿Vigiladas? —preguntó el guardabosque.

—Es probable —respondió el monje—. Es posible que el padre abad en persona, o alguno de sus poderosos lacayos, esté allí, interrogando a los prisioneros.

Elbryan hizo una seña a Juraviel para que se adelantara a inspeccionar. El elfo se alejó y al cabo de unos instantes regresó y les contó que había dos hombres jóvenes montando guardia tranquilamente en la zona donde ardía la antorcha.

—No están alerta —explicó Juraviel.

—No sospechan que pueda haber algún problema aquí abajo —dijo con confianza maese Jojonah.

—Quédate aquí —le dijo Elbryan al monje—. No sería prudente que te vieran; Pony y yo despejaremos el camino.

Jojonah posó una angustiada mano en el antebrazo del guardabosque.

—No los mataremos —prometió Elbryan.

—Son luchadores bien adiestrados —advirtió Jojonah, pero el guardabosque apenas lo oyó, pues ya había echado a andar junto a Juraviel y Pony.

Cuando se hubieron acercado a la zona, Elbryan se adelantó, luego hincó una rodilla en el suelo y atisbó por el recodo.

Allí estaban los dos monjes jóvenes: uno desperezándose y bostezando, y el otro apoyado pesadamente en la pared, medio dormido.

De repente, el guardabosque apareció entre los dos y, con el codo, propinó un latigazo al monje medio dormido que lo estrelló contra la pared. Por el otro lado, Elbryan pegó un golpe de revés que derribó al monje que bostezaba sin ni siquiera darle tiempo a abrir los ojos ni a rechistar. El guardabosque se dio la vuelta de nuevo para encararse con el que había quedado tumbado contra el muro; lo rodeó con los brazos, le hizo dar la vuelta y lo puso boca abajo en el suelo, mientras Pony y Juraviel se ocupaban del otro, que estaba demasiado aturdido por el violento golpe para ofrecer resistencia alguna. Con el eficaz hilo élfico los ataron, los amordazaron y les vendaron los ojos empleando jirones de sus propios hábitos; luego el guardabosque los arrastró hasta dejarlos en un oscuro pasadizo lateral.

Cuando Elbryan regresó, Jojonah ya se había unido otra vez al grupo, y Pony examinaba atentamente la parte exterior de una puerta de madera. Tan pronto como Jojonah reconoció que era la celda de Pettibwa, Pony se precipitó hacia la puerta con la intención de abrirla de golpe. Pero no pudo.

El hedor le hizo ver la verdad, el mismo olor que había percibido en el saqueo de Dundalis hacía tantos años.

Elbryan acudió enseguida a su lado para calmarla; la mujer al fin levantó el pestillo y empujó la puerta para abrirla.

La antorcha desparramó su luz en la inmunda estancia: allí, en medio de sus propios desechos, yacía Pettibwa; la piel de sus gruesos brazos colgaba inerte, tenía la cara pálida y enormemente abotargada. Al verla, Pony se tambaleó, cayó de rodillas junto a ella y se dispuso a mover la cabeza de la mujer, pero el cuerpo no se flexionó; entonces Pony inclinó la cabeza hacia Pettibwa, mientras todo su cuerpo se estremecía por los sollozos.

La chica sentía un profundo amor hacia su madre adoptiva, la mujer que la había conducido a la edad adulta, que le había enseñado tantas cosas sobre la vida, sobre el amor y sobre la generosidad. Cuando la había recogido, hacía tanto tiempo, ningún interés material había inducido a Pettibwa a hacerse cargo de la huérfana Pony. Más aún, la había aceptado en su familia sin limitaciones, le había ofrecido tanto amor y soporte como a su propio hijo.

Y ahora estaba muerta, en gran parte a causa de aquel amor generoso. Pettibwa había muerto porque había sido buena con su chiquilla huérfana, porque había hecho de madre de quien se convirtió en una proscrita para la iglesia.

Elbryan se acercó a Pony y trató de contener las variadas emociones que se arremolinaban en su corazón: culpa y dolor, absoluta tristeza y una gran sensación de vacío.

—Necesito hablar con ella —no cesaba de repetir Pony; las palabras brotaban entre jadeos y sollozos—. Necesito…

Elbryan intentó consolarla, intentó que conservara la calma, y la agarró por el brazo cuando la joven se disponía a coger la piedra del alma.

—Se ha ido demasiado lejos —dijo el guardabosque.

—Puedo encontrar su espíritu y decirle adiós —razonó Pony.

—Aquí no, ahora no —respondió Elbryan suavemente.

Pony se disponía a protestar, pero, al fin, con mano temblorosa, devolvió la piedra a la bolsa, aunque no apartó la mano de la gema.

—Necesito hablar con ella —dijo con tono resuelto, y apartando la vista del guardabosque se volvió de nuevo hacia el cadáver; se inclinó sobre el cuerpo y susurró palabras de despedida a su segunda madre.

Jojonah y Juraviel observaban desde el umbral de la puerta; el monje estaba horrorizado, aunque seguramente no demasiado sorprendido de que la mujer no hubiera sobrevivido a la crueldad de Markwart. Asimismo, estaba avergonzado de que alguien de su orden, de hecho el más alto jerarca de su orden, hubiese hecho aquello a una mujer inocente.

—¿Dónde está el otro humano? —preguntó Juraviel.

Jojonah hizo un gesto con la cabeza para indicar la siguiente celda, y ambos se dirigieron rápidamente hacia allí; encontraron a Graevis muerto, colgado con la cadena todavía enlazada alrededor del cuello.

—Se escapó de la única manera que pudo —dijo sombríamente Jojonah.

Juraviel se acercó raudo hacia el ahorcado y, con cuidado, lo liberó de la cadena que lo oprimía. El cuerpo de Graevis se deformó de un modo raro al caer, el que le permitía la cadena que pendía de un solo grillete, pero era preferible que Pony lo viera así, y no en la posición en que encontró la muerte.

—Necesita estar sola —les dijo Elbryan reuniéndose con Jojonah en el umbral de la puerta.

—Qué tremendo golpe —señaló Juraviel.

—¿Dónde está Bradwarden? —preguntó el guardabosque a Jojonah en tono severo, lo que provocó que el monje, dominado por la culpa, diera un paso atrás. Elbryan se dio cuenta enseguida del horror de Jojonah y puso una mano en el ancho hombro del monje para reconfortarlo—. Son tiempos difíciles para todos nosotros —dijo en tono amable.

—El centauro está bastante lejos, siguiendo el corredor —explicó Jojonah.

—Si todavía vive —puntualizó Juraviel.

—Vamos a verlo —dijo el guardabosque al elfo, al tiempo que hacía una seña a Jojonah para que lo guiara—. Quédate con Pony; protégela de los enemigos y de su propia conmoción.

Juraviel asintió con la cabeza y salió de la celda, mientras Elbryan y Jojonah avanzaban sigilosamente por el corredor. Juraviel regresó junto a Pony y le dijo con delicadeza que también Graevis había muerto; luego la abrazó mientras la mujer rompía a sollozar.

Jojonah seguía al guardabosque por el corredor; lo guiaba a cada cruce con contenidos susurros. Tomaron una última curva y alcanzaron otra zona sombría iluminada por una antorcha, en la que vieron dos puertas: una en el muro situado a la mano izquierda y otra al final del corredor.

—¡Crees que ya se ha acabado, pero esto sólo es el principio! —gritó un hombre. Acto seguido oyeron el ruido de un latigazo y un ronco y bestial gruñido.

—Es el hermano Francis —explicó Jojonah—. Un lacayo del padre abad.

El guardabosque se disponía a avanzar, pero se detuvo en seco mientras Jojonah se camuflaba entre las sombras al advertir que la puerta empezaba a abrirse.

El monje, un hombre de aproximadamente la misma edad que Elbryan, avanzó látigo en mano y con una expresión agria en la cara. Se quedó helado y los ojos se le desorbitaron cuando advirtió la presencia de Elbryan, un desconocido que lo miraba impasible con la espada todavía envainada.

—¿Dónde están los guardianes? —preguntó el monje—. ¿Y tú quién eres?

—Un amigo de Avelyn Desbris —replicó Elbryan severamente y en voz alta—. Y un amigo de Bradwarden.

—¡Oh, por todos los dioses, bravo! —gritó una voz desde el interior de la celda. El corazón de Elbryan saltó de alegría al oír de nuevo la retumbante voz de su amigo centauro—. ¡Ahora te vas a llevar tu merecido, estúpido Francis!

—¡Cállate! —ordenó Francis al centauro. Se frotó las manos y extendió totalmente el látigo mientras Elbryan avanzaba un paso sin haberse molestado aún en desenvainar la espada.

Francis levantó el látigo de forma amenazadora.

—Tus amistades bastan para demostrar que eres un proscrito —dijo con un deje nervioso en la voz a pesar de que se esforzaba por aparentar tranquilidad.

El guardabosque se dio cuenta de sus esfuerzos, pero apenas le importaba si aquel hombre se sentía seguro o no. La voz de Bradwarden y el hecho de saber que el monje había utilizado el látigo contra su amigo el centauro consternaron al guardabosque y despertaron vertiginosamente su ardor guerrero. Continuó adelante.

Francis agitaba el brazo pero no llegaba a descargar ningún latigazo; se movía inquieto y miraba por encima del hombro tan a menudo como hacia adelante.

El Pájaro de la Noche siguió avanzando con Tempestad todavía en la cadera.

Entonces, un asustado Francis intentó descargar un latigazo, pero el Pájaro de la Noche se apresuró a meterse en el interior de la órbita del látigo y lo apartó hacia un lado. El monje arrojó el arma, se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta situada al final del corredor. Agarró la manilla y tiró con fuerza; la puerta se abrió un palmo y medio antes de que la mano del Pájaro de la Noche cayera encima de ella y la inmovilizara.

Con una férrea energía el guardabosque empujó la puerta hasta cerrarla.

Advirtiendo la situación desprotegida del guardabosque, Francis se dio la vuelta y lanzó un puñetazo, un directo de derecha, a las costillas del hombre.

Pero al tiempo que con la mano derecha empujaba la puerta, el Pájaro de la Noche puso rígida la mano izquierda, con los dedos extendidos y perpendiculares al cuerpo y a un palmo y medio de distancia de este. Un simple y ágil desplazamiento, perfectamente sincronizado, apartó con brusquedad la mano de Francis, y la izquierda del monje se desvió inofensivamente por debajo del brazo derecho del guardabosque.

Francis intentó conectar otro derechazo, pero de nuevo el guardabosque lo desvió apartándolo con la misma mano; en esta ocasión hizo continuar el movimiento manteniendo la parte posterior de los dedos en contacto con el brazo de Francis. A Francis todo le pareció demasiado lento y demasiado fácil, pero de repente el ritmo cambió: el Pájaro de la Noche pasó la mano por encima del antebrazo de Francis, lo agarró con fuerza y tiró de él hacia atrás. Lo cogió por la muñeca, abarcándosela con la mano derecha, y tiró con energía, con una temible e innegable potencia.

Francis dio un bandazo hacia un lado; tenía el brazo cruzado sobre el cuerpo y hacia abajo, y había perdido el aliento a causa de un golpe rápido que Elbryan le propinó sin extender el brazo, un puñetazo de increíble contundencia, dado que el puño recorrió menos de un palmo. Francis rebotó violentamente contra la puerta e intentó recuperarse, pero el Pájaro de la Noche, que sujetaba con fuerza el puño del monje, levantó su brazo por debajo del de Francis. Aquel súbito movimiento con un ángulo tan insólito provocó un sonoro crujido de los huesos del codo de Francis, y el monje se retorció de dolor. El brazo roto se torció hacia arriba mientras el monje se estrellaba de nuevo contra la puerta; el fornido guardabosque arremetió contra él y le golpeó el estómago con un derechazo que lo obligó a doblarse hacia adelante; a continuación, con un golpe de izquierda, de abajo arriba, contra el pecho, lo levantó en el aire.

Acto seguido un devastador vendaval de golpes, de izquierda y de derecha en rápida sucesión, arreció sobre Francis, que tan pronto se veía lanzado contra la puerta como volando por los aires.

Aquel vendaval finalizó con la misma brusquedad con la que había empezado: el Pájaro de la Noche dio un paso atrás y abandonó a Francis doblado ante la puerta; con una mano se sujetaba la barriga y la otra le colgaba inerte. Miró al guardabosque con el tiempo justo para ver el amplio gancho de izquierda que lo alcanzó en la parte lateral de la mandíbula, le desplazó con violencia la cabeza hacia un lado y lo derribó de espaldas sobre el duro suelo.

Francis se vio inmerso en una negrura que daba vueltas, mientras la corpulenta figura se le venía encima.

—¡No lo mates! —dijo una voz desde lejos, muy lejos.

El Pájaro de la Noche acalló a Jojonah inmediatamente, pues no quería que se reconociera su voz. Se tranquilizó cuando observó a su víctima con más detenimiento y comprobó que estaba inconsciente. Con movimientos rápidos, el guardabosque le puso un saco en la cabeza y pidió a Jojonah que se lo atara; luego se precipitó hacia la celda de Bradwarden.

—Te ha costado bastante encontrarme —dijo alegremente el centauro.

Elbryan se quedó abrumado al verlo, y conmovido, pues Bradwarden estaba bien vivo y en unas condiciones físicas que el guardabosque jamás hubiera sospechado.

—El brazal —explicó el centauro—. ¡Vaya pedazo de magia!

Elbryan corrió a abrazar a su amigo y luego, al recordar que el tiempo no jugaba precisamente a su favor, se ocupó de los grandes grilletes y cadenas.

—Espero que encuentres una llave —comentó el centauro—. ¡No podrías romperlos!

Elbryan metió la mano en su bolsa y sacó un paquete de una gelatina roja, la misma sustancia que había empleado en el árbol contra los asaltantes trasgos. Abrió el paquete y aplicó la gelatina rojiza sobre las cuatro cadenas que aprisionaban al centauro.

—Ah, todavía te queda sustancia de la que utilizaste en Aida —dijo, encantado, el centauro.

—Debemos darnos prisa —advirtió Jojonah al entrar en la celda. Al verlo Bradwarden se alarmó, pero Elbryan se apresuró a explicarle que no se trataba de un enemigo.

—Estaba con los que me cogieron en Aida —explicó Bradwarden—. Con los que me encadenaron.

—Y con los que tratan de liberarte de estas cadenas —se dio prisa en contestar el guardabosque.

El rostro de Bradwarden se suavizó.

—Bueno, es cierto —admitió—. Y me devolvió las gaitas durante el largo viaje.

—No soy tu enemigo, noble Bradwarden —dijo Jojonah con una reverencia.

El centauro inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo, y luego la giró y parpadeó extrañado cuando su brazo derecho se soltó del muro. Elbryan, empuñando Tempestad, se disponía a golpear la cadena que sujetaba la pata derecha trasera del centauro.

—Buena espada —observó Bradwarden, y con un solo movimiento su pata se vio de nuevo libre.

—Vete a ver cómo le va a Elbryan —dijo Pony, arrodillada todavía junto al cuerpo de Pettibwa, pero manteniendo erguida la espalda con resolución.

—No creo que necesite ayuda alguna —respondió el elfo.

Pony suspiró profundamente.

—Yo tampoco —dijo.

Juraviel comprendió que la chica quería estar sola. Observó que Pony había metido otra vez la mano en la bolsa y que apretaba una piedra, lo cual era sin duda alarmante, pero comprendió que tenía que confiar en ella. Le dio un amable beso en la parte superior de la cabeza, pasó por detrás de ella, se fue hacia la puerta y salió de la celda; pero no se alejó demasiado sino que se quedó de guardia en el corredor iluminado por la mortecina luz de una antorcha.

Pony trató de mantener la calma. Puso la mano sobre el pecho hinchado de Pettibwa y le dio unos golpecitos tiernos, cariñosos; entonces tuvo la impresión de que la muerta se sentía mejor, como si el pálido color de la muerte no fuera tan patente.

Entonces, sintió algo, una sensación, una urgencia, un cosquilleo. Confusa, se preguntó si en su ferviente anhelo por llegar hasta Pettibwa no había invocado sin querer el poder de la piedra del alma al poner la mano sobre la gema que apretaba con fuerza una vez más. Siguiendo con esa idea cerró los ojos e intentó concentrarse. Entonces los vio, o creyó verlos: tres espíritus, uno de ellos el de un anciano, revoloteaban por la habitación.

Tres espíritus: ¿Pettibwa, Graevis y Grady?

Pensar semejante posibilidad la sobrecogió tanto como la intrigó, pero seguía sin comprender; se asustó tanto que prudentemente rompió la conexión con la piedra del alma. Abrió los ojos y miró a Pettibwa…, y entonces vio que la mujer le devolvía la mirada.

—¿De qué magia puede tratarse? —murmuró Pony en voz alta. ¿Acaso de forma subconsciente había alcanzado tal poder con la piedra del alma que había atrapado el espíritu sin cuerpo de Pettibwa? ¿Era posible semejante resurrección?

Obtuvo una terrorífica respuesta al ver que los ojos de Pettibwa refulgían con rojas llamas demoníacas y la cara de la mujer se contorsionaba y de su boca abierta salía un gruñido gutural.

Pony se echó hacia atrás, demasiado confusa, demasiado abrumada, para poder reaccionar, y su horror no hizo más que aumentar cuando los dientes del cadáver se prolongaron hasta convertirse en afilados colmillos.

El cadáver se incorporó y se sentó bruscamente con los brazos rollizos extendidos hacia adelante, dirigidos con decisión y fuerza sobrehumana hacia la garganta de Pony. La horrorizada joven agitó los brazos con violencia, movió las manos en todas las direcciones posibles para asir algo, pero no consiguió desembarazarse de las poderosas garras del demonio.

Pero Juraviel no tardó en aparecer. Su ligera espada acuchilló con fuerza el hinchado antebrazo de Pettibwa, y de los amplios cortes manó pus y sangre.

Elbryan se disponía precisamente a cortar la última de las cadenas de Bradwarden cuando los gritos de Pony llegaron a sus oídos. Cortó violentamente la cadena con Tempestad, giró sobre sus talones y dio varias zancadas antes de que la cadena llegara al suelo; Jojonah lo seguía de cerca. El guardabosque dobló el recodo a toda velocidad, oyó ruido dentro de la celda donde estaba el cuerpo de Graevis y abrió la puerta de una patada.

Se detuvo, azorado: el cadáver estaba moviéndose. Se había mordido la muñeca encadenada hasta cortársela y avanzaba hacia él con un brillante fuego rojo en los ojos y con el brazo amputado por delante, chorreando sangre.

Elbryan quería reunirse con Pony —quería estar a su lado por encima de todo— pero no podría hacerlo inmediatamente, por lo que se consoló un tanto cuando vio a Jojonah corriendo a toda prisa hacia la celda de Pettibwa. El guardabosque desenvainó Tempestad y atacó; fue al encuentro de la criatura demoníaca acuchillando despiadadamente los brazos que trataban de alcanzarlo.

—Mamá —repitió Pony muchas veces, mientras retrocedía pegada al muro.

Juraviel seguía atacando a la criatura. La joven sabía, racionalmente, que debía acudir en ayuda de Juraviel o utilizar las piedras, quizá la piedra del alma, para expulsar el espíritu maligno del cuerpo de Pettibwa. Pero no podía hacer nada, no podía superar el horror de ver a Pettibwa, su madre adoptiva, en aquel estado.

Se obligó a sí misma a calmarse y se dijo repetidas veces que, si conseguía concentrarse en la piedra del alma, podría conocer la verdadera naturaleza de aquella criatura. Sin embargo, antes de que se hubiera empezado a mover, Juraviel lanzó una poderosa estocada por entre los brazos levantados del cadáver y le hundió profundamente la espada en el corazón; Pony se quedó helada al verlo.

El demonio soltó una salvaje carcajada y golpeó la mano del elfo que empuñaba la espada, consiguiendo que la soltara; luego golpeó a Juraviel con un revés que lo lanzó cabeza abajo.

El elfo encajó el golpe, pues se había movido antes de que se lo propinara, con lo que consiguió amortiguar el impacto en buena medida. Batió las alas, efectuó un perfecto giro en el aire y aterrizó de pie sin problemas frente a la demoníaca criatura, que aún tenía la espada clavada en el pecho.

Alguien más entró a la carga en la pequeña celda pasando veloz delante del elfo. Sin frenar su impulso, Jojonah se abalanzó violentamente contra el demonio enterrándolo bajo su inmenso corpachón y lo estrelló pesadamente contra el muro.

Y entonces entró Bradwarden, quedando la celda repleta hasta los topes.

—¿Qué pasa aquí? —masculló el centauro.

Con un rugido de ultratumba, el demonio se libró de Jojonah, pero Bradwarden no tardó en encontrar la forma de responderle; mientras la criatura se precipitaba hacia adelante, el centauro se dio la vuelta y le propinó una doble patada que la estrelló impetuosamente de nuevo contra la pared. Enseguida Bradwarden se encaró con aquel ser: los cascos delanteros lanzaron golpes por doquier y los puños pegaron con dureza; fue una lluvia de golpes tan repentina y brutal que no le permitió al demonio la menor ocasión de atacar.

—Sácala de aquí —indicó Juraviel a Jojonah y, mientras el monje se llevaba a Pony en brazos, el elfo apuntó el arco y esperó el momento de poder efectuar un buen disparo.

Todos los meses de frustración que Bradwarden había padecido afloraron en los siguientes segundos, durante los cuales el centauro descargó golpe tras golpe sobre el diabólico ser, machacándolo, desgarrando su carne hinchada, reduciendo sus huesos a pulpa. Pero, aunque realmente estaba destrozándolo, aquel ser no parecía afectado por los golpes y se limitaba a intentar agarrar al centauro.

Pero entonces una flecha se hundió en uno de aquellos ojos de rojo resplandor… y ¡cómo se puso a aullar el demonio!

—No te ha gustado esa flecha, ¿eh? —dijo el centauro, y aprovechó la oportunidad para girar sobre sí mismo y proyectar sus patas traseras contra la cara del demonio. Como el repugnante ser ya tenía la cabeza apoyada en el muro de piedra, el cráneo le estalló en una lluvia de sangre, pero el cuerpo seguía aún luchando y agitando los brazos salvajemente.

Jojonah llevó a Pony al vestíbulo y la recostó contra la pared.

—¡Maldito ser, cae y muérete! —dijo la voz de Elbryan en la celda vecina.

El monje corrió hacia la puerta; luego miró hacia atrás con expresión de asco e hizo señas a Pony para que no se acercara.

En la celda, Elbryan acuchillaba vigorosamente con Tempestad; había abandonado su habitual estilo de esgrima, ya que había pinchado a la criatura en diversas ocasiones, hundiéndole la punta de la espada profundamente en la carne y los órganos con escasas consecuencias. Por lo tanto, se había decidido por un estilo más convencional; empuñaba la temible espada con las dos manos y la movía propinando devastadores tajos. Uno de los brazos del demonio resultó amputado a la altura del codo, y un golpe de arriba abajo de Tempestad le cortó el otro por el hombro.

No obstante, la criatura volvió al ataque; pero un corte cruzado de Tempestad detuvo el impulso que llevaba y dio al guardabosque tiempo suficiente para equilibrarse y propinar un golpe de revés.

Jojonah desvió la mirada al comprender que el recorrido fulgurante de la enorme espada decapitaría a la criatura. Cuando el monje volvió a mirar, su repulsión fue todavía mayor, pues la cabeza, que yacía a un lado junto a la pared, aún estaba mordiendo el aire y tenía fuego en los ojos. Y el cuerpo continuaba luchando.

Elbryan le propinó un puñetazo que lo hizo retroceder, luego tomó Tempestad con las dos manos, dio un giro completo sobre sí mismo con la espada baja y le cortó una pierna. El cadáver se desplomó hacia un lado con una pierna destrozada y dando patadas con la otra, mientras la cabeza, a poco menos de un palmo de distancia, castañeteaba al aire vanamente.

Sin embargo, los ojos iban perdiendo fuego, y Elbryan no tardó en advertir que la lucha había llegado a su fin. Se apresuró a regresar al vestíbulo; al salir de la primera celda pasó ante Jojonah, Bradwarden y Juraviel, y tomó en sus brazos a Pony, que había sufrido un ataque de histeria.

—Todavía patea —explicó Bradwarden a Jojonah cuando el monje vio el cuerpo de Pettibwa; los restos ensangrentados de la cabeza oscilaban sobre los hombros golpeteando aún la pared y arañando la piedra.

—Pero no sabe hacia qué lado debe hacerlo —añadió el centauro, mientras cerraba la puerta.

Jojonah se reunió con el guardabosque y Pony. Sorprendentemente, la joven se estaba recuperando con rapidez.

—Espíritus demoníacos —explicó el monje mirando a Pony fijamente a los ojos—, no eran las almas de Graevis y de Pettibwa.

—Los vi —tartamudeó Pony—, los vi llegar, pero eran tres.

—¿Tres?

—Dos sombras y un anciano —explicó—. Pensé que era Graevis, aunque no pude verlo con claridad.

—Markwart —suspiró Jojonah—. Él los trajo aquí. Y si tú los viste…

—Entonces él también te vio —dedujo Elbryan.

—Debemos abandonar este lugar enseguida —gritó Jojonah—. ¡Markwart estará en camino, no lo dudéis, y con un ejército de hermanos tras de él!

—Corramos —dijo Elbryan mientras empujaba a Jojonah hacia los antiguos corredores que los habían llevado hasta aquel maldito lugar. Echó un vistazo al pasadizo lateral donde habían dejado a los vigilantes y luego se situó en retaguardia junto a Pony. Avanzaban tan rápido como les permitían los a menudo estrechos y retorcidos corredores, y no tardaron en llegar a las puertas del muelle de la abadía; estaban cerradas y con el rastrillo bajado, como las habían dejado.

Maese Jojonah se disponía a utilizar la manivela, pero Pony, ahora más tranquila, con una gran determinación reflejada en su rostro, lo detuvo. Sacó una vez más la malaquita y se sumergió en su magia; aunque se encontraba débil y afectada por las emociones vividas, extrajo de su corazón un enorme caudal de cólera y lo encauzó hacia la piedra. Sin apenas esfuerzo aparente, el rastrillo se deslizó hacia arriba y se encajó en la oquedad del techo.

Elbryan se precipitó raudo hacia la imponente puerta, levantó la barra bloqueadora y consiguió abrir una hoja. Cuando se disponía a apartar la barra, de nuevo intervino Pony, todavía bajo los influjos de la magia levitadora.

—Mantén la barra sobre el soporte —ordenó la joven—. Rápido.

Al percibir el enorme esfuerzo que reflejaba su voz, Bradwarden se apresuró a cruzar el umbral con maese Jojonah mientras Juraviel se quedaba atrás con Pony y, amablemente, también la ayudaba a salir. Mientras atravesaba la puerta y pasaba por delante de Elbryan, Pony puso la otra mano, con la que sostenía la magnetita, sobre la parte exterior de la puerta metálica y se sumergió en la magia de la piedra.

El rastrillo descendía peligrosamente hacia la cabeza de Elbryan, pero Jojonah, al darse cuenta de lo que se proponía la inteligente mujer, se acercó a ella, tomó la magnetita de su mano y fortaleció la atracción magnética, a través de la puerta y sobre la barra bloqueadora. De nuevo, Pony se concentró totalmente en la malaquita, consiguió detener el rastrillo y Elbryan pudo también salir al exterior.

El guardabosque cerró la puerta; Jojonah aflojó la magia magnética y exhaló un suspiro de satisfacción cuando oyó que la barra bloqueadora caía sobre los soportes de ambas puertas. Entonces Pony fue abandonando paulatinamente su magia, el rastrillo bajó con suavidad y, al fin, todo quedó como si por allí no hubiera pasado nadie.

La chica se dio la vuelta y parpadeó repetidas veces, lo mismo que los otros, pues tenía ante ella el sol lateral de la mañana, que les lanzaba rayos de luz a través de la densa niebla que ascendía de la bahía de Todos los Santos. Aunque la marea no estaba alta, estaba subiendo, por lo que se apresuraron a marcharse y, a paso ligero, se dirigieron hacia la playa para después, por el sendero, llegar hasta los caballos.

Gruñendo de rabia y pese a las protestas de las dos docenas de hermanos que corrían con él, el padre abad fue el primero en atravesar violentamente las puertas de la zona de las mazmorras de las plantas inferiores.

Allí encontró a un maltrecho hermano Francis, con la capucha todavía puesta en la cabeza, esforzándose por ponerse en pie con la ayuda de uno de los vigilantes que Elbryan había derrotado. Más adelante, en el corredor, en el interior de sus respectivas celdas yacían los cadáveres destrozados de los Chilichunk; Pettibwa aún se debatía en el suelo mientras el espíritu del demonio luchaba hasta el final.

Markwart naturalmente no se sorprendió, dado que él había visto a la intrusa, a la mujer arrodillada junto a Pettibwa, mientras acompañaba a los demonios; pero los demás monjes no podían esperarse tan horripilante escena. Algunos gritaron y se apresuraron a alejarse, otros se arrodillaron para rezar.

—Nuestros enemigos han enviado demonios contra nosotros —gritó Markwart, agitando la mano hacia el cuerpo rechoncho de la mujer—. ¡Buena pelea, hermano Francis!

Gracias a la ayuda de otro joven hermano, al fin Francis se desembarazó de la capucha y de las ataduras; se disponía a explicar que apenas había podido luchar, cuando la durísima mirada de Markwart le detuvo en seco. Francis no sabía exactamente qué estaba pasando, no había visto los cuerpos animados de los Chilichunk y no estaba seguro de quién había realmente destruido a los demonios. No obstante, tuvo una brillante idea y a partir de ella se le fueron ocurriendo muchas otras cosas.

Elbryan se sentía cada vez más incómodo, incluso asustado, mientras observaba cómo Pony avanzaba por el sendero. Los gruñidos de la mujer no eran de debilidad, aunque sin duda debía estar exhausta después de sus hazañas mágicas, sino de cólera, de rabia primigenia. El guardabosque iba a su lado y, cuando el sendero lo permitía, le cogía la mano, pero ella apenas lo miraba; se limitaba a parpadear para eliminar el menor resto de lágrimas, a mantener la barbilla erguida y la mirada al frente.

Cuando llegaron junto a los caballos, Pony metódicamente buscó las demás piedras.

Jojonah se ofreció para usar la curativa hematites con Bradwarden, si la mujer quería prestarle una, pero el centauro rechazó la idea antes de que Pony pudiera contestar.

—Sólo necesito comer un poco —insistió. Su aspecto era bastante bueno, aunque estaba considerablemente más delgado que la última vez que los otros lo habían visto. Se pasó la mano por el brazo, por el brazal rojo de los elfos que seguía bien atado en su sitio, y guiñándole un ojo al guardabosque dijo—: Me hiciste un buen regalo.

—Nuestro viaje será largo y rápido —avisó Elbryan, pero Bradwarden se limitó a pasarse la mano por su menos voluminosa barriga y se echó a reír.

—Correré todo lo que me permita mi falta de reservas —dijo alegremente.

—Entonces vámonos —ordenó el guardabosque—. Ahora mismo, antes de que los monjes salgan de la abadía en nuestra busca. Acompañaremos a maese Jojonah a Saint Precious para que llegue a tiempo.

—Monta a Piedra Gris —propuso Pony al monje, mientras le daba las riendas.

Jojonah las aceptó sin protestar, pues era lógico que la mujer, más ligera, subiera a lomos del centauro.

Pero Pony cogió a todos por sorpresa, cuando se dio la vuelta, no hacia Bradwarden, sino de nuevo hacia Saint Mere Abelle y echó a correr a toda velocidad con las gemas en la mano.

Elbryan la alcanzó después de unos veinte metros y tuvo que echársele encima para conseguir que se detuviera. La chica lloraba y todo su cuerpo se estremecía con los sollozos, pero luchó furiosamente para librarse de él, para conseguir volver a la abadía y vengarse de alguna manera.

—No podrás derrotarlos —dijo el guardabosque sujetándola con firmeza—. Son demasiados, y demasiado poderosos. Ahora no. —Pony continuaba resistiéndose, e incluso sin querer arañó la cara del hombre—. No puedes deshonrar a Avelyn de este modo.

Aquello la detuvo. Entre jadeos y torrentes de lágrimas que le bajaban por las mejillas, la chica miró a Elbryan con escepticismo.

—Te confió las piedras para que las conserves en lugar seguro —explicó Elbryan—. Pero si vuelves ahora a la abadía, te vencerán y las gemas caerán en manos de nuestros enemigos, de los enemigos de Avelyn. Se quedará con ellas el mismo que causó tanto tormento y dolor a los Chilichunk. ¿Es que quieres entregárselas?

Entonces fue como si todas las fuerzas la abandonaran, y la mujer cayó en brazos de su amado y hundió la cabeza en su pecho. Con ternura, el hombre la condujo de nuevo junto a los demás y la subió a lomos de Bradwarden, mientras Juraviel detrás de ella la ayudaba a mantenerse en equilibrio.

—Dame la piedra solar —pidió a la chica.

En cuanto tuvo la piedra en la mano, Elbryan se la entregó a Jojonah y le explicó que debían desplegar un poco de magia protectora alrededor de ellos para evitar que los localizaran por medios mágicos. Jojonah les aseguró que aquello era bastante fácil, así que el guardabosque se dirigió hacia Sinfonía y se puso a la cabeza del grupo, que se alejó a galope tendido; Saint Mere Abelle quedó atrás, muy atrás, antes de que el sol se elevara por la parte oriental del cielo.

—¡Encontradlos! —rugió el padre abad—. Buscad por todos los corredores y por todas las habitaciones. ¡Todas las puertas están bloqueadas y vigiladas! ¡Ya! ¡Ya!

Los monjes salieron a toda prisa, y algunos volvieron por donde habían venido para alertar a los que estaban en la biblioteca.

Cuando llegó hasta Markwart la noticia de que aparentemente las puertas del muelle no se habían abierto, se intensificó la búsqueda en la biblioteca y a media mañana se había escudriñado casi todos los rincones del gran edificio. El ultrajado Markwart estableció una zona central de información en la enorme iglesia de la abadía, en la que él mismo se instaló rodeado por los padres, cada uno de los cuales era responsable de un grupo de monjes encargados de la búsqueda.

—Tienen que haber entrado y salido a través de las puertas del muelle —dedujo uno de los padres, una opinión que compartieron otros muchos. Su jefe de búsqueda acababa de regresar para informarle de que ninguna otra puerta de la abadía presentaba la menor señal de haber sido forzada.

—Pero las puertas están cerradas y bloqueadas; es una proeza imposible desde fuera de la abadía —dedujo otro padre.

—A menos que utilicen magia —indicó alguien.

—O a menos que alguien desde el interior de la abadía estuviera allí en el momento de su llegada para abrirles las puertas y volver a cerrarlas —dedujo Markwart. Aquella idea provocó una sensación de incomodidad en todos los presentes.

Poco después, cuando ya era evidente que sus enemigos hacía tiempo que se habían ido de la abadía, Markwart ordenó que la mitad de los monjes se organizaran en grupos de búsqueda por el exterior y que otras dos docenas utilizaran la magia del cuarzo y de la hematites.

Sin embargo, el padre abad sabía que sus esfuerzos serían inútiles ya que había comprendido al fin la verdadera astucia y potencia de sus enemigos. Junto con aquella sensación de desesperanza, se sintió hundido en un profundo abismo de rabia, algo que jamás había experimentado y que con toda sinceridad creyó que lo abrumaría para siempre.

No obstante, se sintió reconfortado a media tarde, cuando hubo conversado con Francis y los dos monjes que habían montado guardia cerca de las celdas, y supo más cosas acerca de los intrusos que habían entrado en Saint Mere Abelle, incluyendo a uno que no era un extraño en aquel lugar.

Después de todo, tal vez, ni el centauro ni los Chilichunk le harían falta. Tal vez podría encontrar nuevos culpables, incluso para el robo de las gemas perpetrado por Avelyn, y podría formular la teoría de una gran conspiración en el seno de la orden. Ahora lo entendía todo. Ahora había encontrado una cabeza de turco.

Y Je’howith le aportaría un contingente de soldados de la Brigada Todo Corazón.

Aquella noche Markwart permaneció en sus aposentos privados mirando por la ventana.

—Ya veremos —dijo, y en su cara se insinuó una sonrisa burlona—. Ya veremos.

—¿Ni siquiera vais a preguntar por las piedras? —quiso saber Pony. Se hallaba con Elbryan y maese Jojonah en las calles de Palmaris. El grupo había desembarcado a primera hora de la mañana al norte de la ciudad, después de cruzar el gran río a bordo del Saudi Jacintha del capitán Al’u’met, a quien, por fortuna, todavía habían encontrado atracado en Amvoy. Al’u’met había atendido la petición de ayuda de Jojonah sin hacer preguntas y sin cobrarles nada, y además les prometió que no diría ni una palabra a nadie sobre la apresurada travesía.

Juraviel y Bradwarden se habían quedado en el norte, mientras Elbryan, Pony y Jojonah entraban en Palmaris: el monje para regresar a Saint Precious, y los otros dos para hablar con viejos amigos.

—Las gemas sagradas fueron depositadas en buenas manos —repuso Jojonah con una sonrisa sincera—. Mi iglesia os debe mucho, pero me temo que no conseguiréis recompensa alguna de parte del padre abad Markwart.

—¿Y tú? —preguntó Elbryan.

—Tengo que habérmelas con alguien menos astuto pero igualmente perverso —explicó Jojonah—. Hay que compadecer a los pobres monjes de Saint Precious por tener al abad De’Unnero en lugar del abad Dobrinion.

Luego se separaron amistosamente: Jojonah se retiró a la abadía y los otros dos recorrieron varias calles de la ciudad en busca de alguna información. Por pura casualidad, poco después, se cruzaron con Belster O’Comely, quien se puso a gritar de alegría al verlos vivos a los dos.

—¿Qué sabes de Roger? —preguntó el guardabosque.

—Se fue hacia el sur con el barón —explicó Belster—. Para visitar al rey, según he oído.

Aquella noticia los llenó de alegría y esperanza, puesto que la información de la muerte del barón aún no había llegado al pueblo llano de Palmaris.

Con Pony a la cabeza y Belster cerrando la marcha se dirigieron al Camino de la Amistad, la taberna que había sido el hogar de la joven durante los años difíciles que siguieron al primer saqueo de Dundalis. Pony sintió una pena muy profunda al contemplar aquel lugar; no podía resistirlo y pidió a Elbryan que se la llevara fuera de la ciudad, de nuevo hacia el norte, la tierra a la que ambos pertenecían.

El guardabosque se mostró de acuerdo, pero antes se volvió hacia Belster.

—Entra en el Camino —pidió al posadero—. Tienes intención de quedarte en Palmaris, según me dijiste. Necesitarán ayuda ahí dentro para mantener el negocio abierto y funcionando correctamente. No se me ocurre pensar en nadie mejor que tú para ese trabajo.

Antes de que el posadero rechazara la petición, fue lo bastante prudente como para examinar al guardabosque y advertir la mirada que dirigió a Pony.

Entonces comprendió.

—La mejor taberna en todo Palmaris, eso me han dicho —dijo.

—Lo era —añadió Pony con tristeza.

—¡Y lo será de nuevo! —exclamó Belster con entusiasmo. Dio una palmada a Elbryan en el hombro y un fuerte abrazo a Pony y se dispuso a entrar en la taberna, un hito importante en su vida.

Pony lo miró y consiguió sonreír; luego dirigió la mirada hacia Elbryan.

—Te quiero —dijo suavemente.

El guardabosque le devolvió la sonrisa y la besó con ternura en la frente.

—Ven —dijo—, nos esperan nuestros amigos en la carretera de Caer Tinella.