Iluminada desde atrás por el sol naciente y envuelta por un velo de niebla matinal, la imponente fortaleza de Saint Mere Abelle surgió en la lejanía extendiéndose por el acantilado que dominaba la bahía de Todos los Santos. Sólo entonces, al contemplar las enormes dimensiones y la solidez antigua del lugar, Elbryan, Pony y Juraviel llegaron a apreciar realmente el poder de sus enemigos y la magnitud de su tarea. Habían informado a Jojonah de su empresa al rato de que llegara al campamento.
Y entonces el anciano había contado a Pony la muerte de Grady, su hermano.
La noticia la impresionó mucho, pues había pasado muchos años a su lado, aunque ella y el joven nunca estuvieron muy unidos. Aquella noche no durmió bien, pero antes del alba estaba perfectamente preparada para el viaje, un viaje que los había llevado hasta allí, hasta aquella fortaleza que parecía inexpugnable y que ahora servía de prisión a sus padres y a su amigo el centauro.
Las grandes puertas estaban cerradas a cal y canto, las murallas eran altas y gruesas.
—¿Cuántos vivirán aquí? —preguntó Pony a Jojonah sin aliento.
—Sólo los hermanos ya llegan a setecientos —respondió—. E incluso los de la última promoción, la que entró la pasada primavera, han sido adiestrados en la lucha. No entraríais en Saint Mere Abelle utilizando la fuerza, ni aunque contarais con el apoyo del ejército del rey. En tiempos más tranquilos, quizá podríais encontrar la manera de entrar fingiendo ser campesinos o trabajadores, pero ahora, eso no es posible.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó el guardabosque, pues parecía evidente que si maese Jojonah no conseguía hacerlos entrar, su misión no saldría adelante.
Después de reunirse con ellos en el bosque, Jojonah les había prometido precisamente hacer eso, y les había asegurado que él no era enemigo suyo sino un muy valioso aliado. Los cuatro habían partido muy temprano al día siguiente; Jojonah encabezó la marcha hacia el este, hacia el lugar que había considerado su hogar durante muchas décadas.
—Hay pocas maneras de entrar en una construcción de esas dimensiones —respondió Jojonah—. Yo conozco una.
El monje los condujo hacia el norte; era un camino tortuoso que los llevó lejos, hacia el extremo norte de la gran construcción, y luego hacia abajo, a través de un saliente rocoso castigado por el viento, hasta una estrecha playa. El agua llegaba hasta las rocas, las olas lamían la base de las piedras, una danza que continuaba desde tiempos inmemoriales. Pero la playa era sin duda transitable, por lo que el guardabosque metió un pie en el agua para comprobar la profundidad.
—Ahora no —explicó el monje—; la marea está subiendo y, aunque podríamos pasar antes de que el agua llegara muy arriba, dudo de que tuviéramos tiempo de regresar. Cuando la marea baje, hoy mismo pero más tarde, podremos recorrer la orilla hasta la zona del muelle de la abadía, un lugar poco utilizado y poco vigilado.
—¿Y entretanto? —preguntó el elfo.
Jojonah señaló una concavidad junto a la que habían pasado, y los cuatro estuvieron de acuerdo en que podía servirles de refugio para descansar después de un largo día y una larga noche de duro viaje. Montaron un pequeño campamento al abrigo de la fría brisa marina, y Juraviel preparó la comida, su primera comida en muchas horas.
La conversación en aquellas circunstancias fue ágil; Pony era la que más hablaba para contar al impaciente padre detalles de su viaje con Avelyn y para repetir episodios una y otra vez a petición de Jojonah. El monje parecía no cansarse nunca de escuchar sus historias, pues se entretenía con el menor detalle y no cesaba de solicitar a la mujer que profundizara más y más con objeto de añadir sus propios sentimientos y observaciones, para que le contara todo sobre Avelyn Desbris. Cuando Pony al fin llegó al punto en que ella y Avelyn se habían encontrado con Elbryan, el guardabosque la ayudó con sus propias observaciones, y también Juraviel añadió abundantes pormenores sobre las luchas contra los monstruos en Dundalis y sobre el inicio del viaje a Barbacan.
Jojonah se estremeció cuando el elfo describió su encuentro con Bestesbulzibar, y luego otra vez cuando Pony y Elbryan le relataron la batalla en el monte Aida, la caída de Tuntun y la final y brutal confrontación con el demonio Dáctilo.
Entonces le tocó a Jojonah el turno de hablar, entre bocado y bocado, pues el elfo había preparado una suculenta comida. Habló de cuando descubrieron a Bradwarden, del lastimoso estado en que se encontraba el centauro, que, sin embargo, se había recuperado increíblemente bien gracias a la influencia del brazal élfico.
—Ni siquiera yo, y sospecho que ni siquiera la señora Dasslerond, conocía el poder real de ese brazal —admitió Juraviel—. Se trata de una magia muy rara, de lo contrario todos nosotros llevaríamos uno.
—¿Como este? —dijo Elbryan con una sonrisa, y se dio la vuelta para mostrar claramente su brazo izquierdo con el brazal élfico de color verde que le ceñía los músculos.
Por toda respuesta, Juraviel se limitó a sonreír.
—Hay una cosa que todavía no he entendido —interrumpió Jojonah, mientras dirigía su mirada a Pony—. ¿Avelyn te ofreció su amistad?
—Tal como te dije —respondió la mujer.
—Y cuando murió, ¿cogiste las gemas?
Pony se sintió incómoda y miró a Elbryan.
—Sé que las piedras se las había llevado Avelyn —prosiguió el monje—. Cuando buscaba su cuerpo…
—¿Lo exhumasteis? —preguntó, horrorizado, Elbryan.
—¡Jamás! —exclamó Jojonah—. Lo busqué con la piedra del alma y con el granate.
—Para detectar la magia —dedujo Pony.
—Y había muy poca magia en torno —dijo Jojonah—, aunque estoy seguro, y más aún después de vuestros relatos sobre el viaje, de que fue a aquel lugar con un buen alijo de gemas. Sé por qué tenía la mano levantada hacia lo alto y sé quiénes fueron los primeros en encontrarlo.
De nuevo Pony miró a Elbryan; la expresión de su amado no era menos insegura que la suya.
—Me gustaría verlas —indicó Jojonah de forma terminante—. Quizá para llevarlas en la próxima batalla, si la hay. Soy muy diestro con las gemas y las utilizaré con mucha eficacia, os lo aseguro.
—No tanta como Pony —replicó Elbryan, y provocó una mirada de sorpresa del monje.
A pesar de todo, Pony cogió su bolsa, sacó una bolsita de su interior y la abrió.
Los ojos de Jojonah chispearon al contemplar las piedras: el rubí, el grafito, el granate —que habían cogido del hermano Youseff—, la serpentina y todas las demás. Extendió la mano hacia ellas, pero Pony apartó la suya para poner la bolsita fuera del alcance del monje.
—Avelyn me las dio y, por consiguiente, son responsabilidad mía —explicó la mujer.
—¿Y si puedo utilizarlas mejor que tú en la próxima lucha?
—No puedes —repuso Pony sin inmutarse—. Avelyn en persona fue mi maestro.
—He pasado años… —empezó a protestar Jojonah.
—Vi cómo te desenvolvías en la caravana de mercaderes —le recordó Pony—. Las heridas no eran de consideración, pero te costó un esfuerzo tremendo curarlas. He medido tus poderes, maese Jojonah, y te hablo sin la menor intención de ofenderte o de fanfarronear. Pero soy más poderosa con las piedras, no lo dudes, pues Avelyn y yo encontramos una conexión, una unión de nuestros espíritus, y en ese enlace llegué a un altísimo grado de conocimiento.
—Gracias al uso de la magia Pony me salvó la vida y salvó la de muchos otros en repetidas ocasiones —añadió Elbryan—. No está alardeando; se limita a decir la pura verdad.
Jojonah los miró, uno después de otro, y luego miró a Juraviel, que asentía con la cabeza.
—No las utilicé para defender la caravana de mercaderes porque sabíamos que había muchos monjes en la zona y temíamos que nos detectaran —explicó Pony.
Jojonah alzó la mano para indicar que no necesitaba más explicaciones; había oído aquella misma historia antes, cuando espiritualmente estuvo espiándolos.
—Muy bien —admitió—, pero no creo que debas llevarlas al interior de Saint Mere Abelle, por lo menos no todas.
Pony miró otra vez a Elbryan; el joven se encogió de hombros y luego asintió con la cabeza; pensaba que el razonamiento del monje, que se basaba en los mismos argumentos que Juraviel y él mismo habían explicado a Pony, era sensato.
—No sabemos si podremos salir de nuevo —razonó Juraviel—. Pero ¿es preferible que las piedras estén escondidas aquí que en manos de los monjes de tu abadía? —preguntó a Jojonah.
Jojonah ni siquiera había pensado en ello.
—Sí —dijo con firmeza—. Es preferible lanzarlas al fondo del mar que permitir que caigan en manos del padre abad Markwart. Por lo tanto, os ruego que las dejéis aquí, del mismo modo que abandonaremos a esos magníficos caballos.
—Ya veremos —fue todo lo que Pony prometió.
La conversación giró entonces en torno a cuestiones más prácticas e inmediatas; el guardabosque preguntó qué cabía esperar de los guardianes en la puerta del lado mar.
—Dudo que haya alguno allí abajo —respondió Jojonah con confianza. Prosiguió con la descripción de la puerta maciza, protegida por un enorme rastrillo e incluso por otra puerta maciza, aunque esta última habitualmente se dejaba abierta.
—No parece precisamente una entrada para nosotros —comentó Juraviel.
—Es posible que por aquí haya accesos más pequeños —repuso Jojonah—, dado que esta es una parte muy antigua de la abadía y antes los muelles se utilizaban con mucha frecuencia. Las puertas grandes son bastante recientes, no tienen más de dos siglos, pero en otros tiempos había muchas otras maneras de entrar en el edificio desde los muelles.
—Y tú esperas encontrar una de esas maneras en una noche oscura como esta —dijo, incrédulo, el elfo.
—Es posible que pueda abrir las puertas grandes con las gemas —dijo Jojonah, mientras miraba a Pony—. Saint Mere Abelle no ha tomado muchas precauciones frente a ataques mágicos. Si estuvieran esperando un barco, el rastrillo, que constituye el único obstáculo ante una utilización satisfactoria de las piedras, podría estar abierto.
Pony no contestó.
—Tenemos la barriga llena y la hoguera nos calienta —dijo el guardabosque—. Intentemos descansar un poco hasta que llegue la hora.
Jojonah miró a Sheila, la brillante luna, e hizo esfuerzos por recordar lo último que había oído relativo a las mareas. Se levantó y pidió al guardabosque que lo acompañara a la orilla del mar; una vez allí, vieron que el agua estaba mucho más calmada y casi al nivel de la base de las rocas.
—Dos horas —dedujo Jojonah—. Y entonces dispondremos del tiempo suficiente para entrar en Saint Mere Abelle y acabar nuestro trabajo.
Elbryan observó que en boca del anciano todo parecía muy fácil.
—No deberías venir aquí —dijo Markwart al hermano Francis cuando el hombre se presentó en las habitaciones privadas del padre abad, un lugar que había frecuentado a menudo en las últimas semanas—. Todavía no.
El hermano Francis abrió y extendió las brazos, realmente perplejo por aquella actitud hostil.
—Debemos concentrar toda nuestra atención en la asamblea de abades —explicó Markwart—. Estarás allí, y también estará el centauro, si tenemos éxito.
La cara del hermano Francis se arrugó todavía más por la confusión.
—¿Yo? —preguntó—, pero si no tengo derecho a ello, padre abad. Ni siquiera soy inmaculado y no voy a conseguir esa dignidad hasta la próxima primavera, cuando todos los abades hayan regresado a sus respectivas abadías.
En el arrugado y marchito rostro del padre abad se dibujó una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué ocurre? —preguntó el hermano Francis en un tono que reflejaba excitación.
—Estarás allí —dijo de nuevo Markwart—. El hermano inmaculado Francis estará junto a mí.
—Pero… pero… —tartamudeó Francis, abrumadísimo—. Pero no he llegado a mis diez años. Mi preparación para promocionar a hermano inmaculado es correcta, te lo aseguro, pero esa dignidad no puede alcanzarla alguien que no lleve una década completa…
—Del mismo modo que maese De’Unnero se convirtió en el abad más joven de la iglesia moderna, tú te convertirás en el hermano inmaculado más joven —repuso, flemático, Markwart—. Vivimos tiempos peligrosos, y a veces las reglas deben flexibilizarse para adaptarse a las necesidades inmediatas de la iglesia.
—¿Qué pasará con los demás de mi promoción? —preguntó Francis—. ¿Qué pasará con el hermano Viscenti?
Markwart se rio ante aquella idea.
—Muchos alcanzarán la nueva categoría en primavera, como estaba previsto. En cuanto al hermano Viscenti… —hizo una pausa y su sonrisa se ensanchó aún más—. Bueno, digamos simplemente que las compañías que tiene bien podrían determinar su futuro. Pero por lo que a ti concierne —prosiguió el padre abad—, no puede haber demoras. Debo promocionarte a inmaculado antes de que pueda ascenderte a padre; la doctrina de la iglesia es inflexible en este punto, independientemente de cualquier circunstancia.
Francis se tambaleó y se sintió desfallecer. Por supuesto, había pronosticado aquello a Braumin Herde aquel día en el corredor de la muralla del lado mar, pero no tenía la menor idea de que su mentor fuera a darse tanta prisa. Y ahora que había oído su nombramiento de viva voz, que había oído de labios del padre abad Markwart que en efecto tenía intención de promocionarlo a una de las dos plazas de padre vacantes, estaba ciertamente abrumado.
El hermano Francis se sintió como si estuviera reconstruyendo el pedestal de la santidad que había roto al matar a Grady Chilichunk, como si, por el mero hecho de ascender dentro de la orden, se estuviera redimiendo a sí mismo o, incluso, no tuviera necesidad de redención alguna, como si aquella muerte no hubiera sido más que un infortunado accidente.
—Pero debes permanecer alejado de mí hasta que finalice tu promoción —explicó el padre abad Markwart—. Es mejor para el protocolo. En cualquier caso, tengo para ti un trabajo muy importante: vencer la resistencia de Bradwarden. El centauro hablará a nuestro favor, en contra de Avelyn y en contra de esa mujer que ahora tiene las gemas.
El hermano Francis negó con la cabeza.
—Los considera como si fueran familiares suyos —dijo atreviéndose a discrepar.
Markwart echó por tierra esa idea.
—Todos los hombres, todas las bestias, tienen un límite —insistió—; dado que Bradwarden dispone del brazal mágico puedes infligirle torturas tan horrorosas que implorará que lo mates y considerará a sus amigos como enemigos de la iglesia ante la simple promesa de que lo matarás enseguida. ¡Ten imaginación, hermano inmaculado!
Aquel título era en efecto incitante, pero la cara de Francis, en cualquier caso, se ensombreció ante la perspectiva de aquel desagradable trabajo.
—No me falles en esto —dijo con tono severo Markwart—. Esa bestia horrible puede ser la piedra angular de nuestra declaración contra Avelyn, y no dudes que esa declaración es vital para la supervivencia de la iglesia abellicana.
Francis se mordió el labio, visiblemente angustiado por sus emociones.
—Sin el testimonio del centauro contra Avelyn, maese Jojonah y otros se nos opondrán y, en el mejor de los casos, podremos esperar que el proceso de confirmación como hereje de Avelyn Desbris se tome en consideración —explicó Markwart—. Tal «consideración» significará un proceso que se prolongará durante años antes de llegar a su fin.
—Pero si realmente fuera un hereje, y lo era —añadió enseguida Francis, al ver los ojos del padre abad desorbitados por la cólera—, el tiempo es nuestro aliado. Las propias acciones de Avelyn lo condenarán tanto a los ojos de Dios como a los de la iglesia.
—¡Imbécil! —le espetó Markwart. El padre abad se dio la vuelta como si no pudiera soportar verlo, gesto que causó un gran impacto en el joven monje—. Cada día que pasa juega en nuestra contra, en mi contra, si no recuperamos las gemas. Y si Avelyn no es públicamente declarado hereje, entonces el populacho y el ejército del rey no nos ayudarán en nuestra búsqueda para encontrar a la mujer y llevarla ante los tribunales.
Francis escuchó aquel razonamiento; cualquiera oficialmente tachado de hereje se convertía en un proscrito no sólo para la iglesia sino también para el reino.
—¡Tendré de nuevo las gemas! —exclamó Markwart—. No soy un hombre joven; ¿te gustaría que me fuera a la tumba sin resolver este asunto? ¿Te gustaría ver mi mandato en Saint Mere Abelle mancillado por esa mancha negra?
—Por supuesto que no, padre abad —respondió Francis.
—Entonces, ocúpate del centauro —dijo Markwart con tal frialdad que a Francis se le pusieron los pelos de punta—. Reclútalo.
El hermano Francis salió tambaleándose de la habitación, estremecido como si Markwart le hubiera pegado físicamente. Se pasó la mano por los cabellos y bajó a las mazmorras inferiores, decidido a no defraudar al padre abad.
Markwart fue hasta la puerta y la cerró con llave; se reprendió a sí mismo en silencio por haber dejado su despacho abierto con aquel secreto y revelador dibujo en el suelo de la sala adjunta. Se dirigió a aquella sala y admiró su obra. La estrella de cinco puntas era perfecta, exactamente igual a la que aparecía en el libro; estaba grabada en el suelo y las rayas estaban rellenas de ceras de colores.
El padre abad hacía más de un día que no dormía, dedicado por completo al trabajo y a los misterios que el extraño tomo le revelaba. Tal vez los Chilichunk también podrían asistir a la asamblea de abades; Markwart podía invocar espíritus y conseguir que volvieran a sus cuerpos, y con la hematites casi podía eliminar la natural putrefacción.
Sabía que era una jugada arriesgada, pero había precedentes. Los encantamientos de brujería explicaba con todo detalle una argucia similar utilizada contra la segunda abadesa de Saint Gwendolyn. Dos de los padres de Saint Gwendolyn se habían alzado contra la abadesa, arguyendo que ninguna mujer podía detentar semejante posición de poder; en efecto, con excepción de la abadía de Saint Gwendolyn, las mujeres tenían puestos de poca importancia en la iglesia. Cuando uno de esos padres se encontró con que el otro había muerto de viejo, comprendió que se hallaba en serios apuros, pues sabía que en solitario no podía enfrentarse a la abadesa. Sin embargo, gracias a la utilización prudente de Los encantamientos de brujería, el padre no había estado solo. Había invocado un espíritu malévolo menor para que habitara el cuerpo de su amigo, y juntos habían emprendido una guerra contra la abadesa durante casi un año.
Markwart regresó al escritorio, pues necesitaba estar sentado para analizar la situación. Bastaba con que los falsos Chilichunk estuvieran un breve lapso de tiempo ante la asamblea; era factible que el engaño surtiera efecto, ya que sólo él y Francis sabían con certeza que la pareja había muerto; eso significaría que dispondrían de dos sólidos testigos contra la mujer.
¿Pero cuál sería el precio que deberían pagar si la argucia salía mal? Markwart no pudo menos que preguntárselo y, en efecto, las posibles consecuencias presentaban mal cariz.
—Pero no las conoceré hasta que vea cómo se mueven los cuerpos —dijo en voz alta asintiendo con la cabeza.
Decidió seguir adelante con su idea. Haría que los Chilichunk volvieran —por lo menos, sus cuerpos—, bajo su control, y comprobaría la verosimilitud del truco. Entonces podría decidir, en función de los progresos del interrogatorio de Bradwarden, si los presentaba o no ante la asamblea.
Sonriendo y frotándose las manos con impaciencia, Markwart se levantó, tomó el libro negro y un par de velas y se dirigió a la sala contigua. Colocó las velas en las posiciones adecuadas y las encendió; luego utilizó la magia del diamante para cambiar su resplandor y consiguió que produjeran una luz negra en lugar de la amarilla. Se sentó entre las dos luces, dentro de la estrella, con las piernas cruzadas.
En una mano tenía la piedra del alma, y en la otra, Los encantamientos de brujería; a continuación se liberó de su cuerpo.
La sala adquirió unas dimensiones raras: con sus ojos espirituales la veía alabeada y torcida. Vio la salida física, luego otra: una trampilla en el suelo que conducía a una galería larga, en pendiente.
Tomó aquel oscuro pasadizo; su alma bajaba más y más.
Sheila se hallaba en línea recta por encima de la abadía y el agua estaba lejos, pues el nivel había bajado, cuando Jojonah condujo al guardabosque y a sus compañeros hacia los muelles y las puertas inferiores. Habían dejado a Sinfonía y a Piedra Gris muy atrás, al igual que la mayor parte de las gemas; Pony había cogido sólo las que podrían ser imprescindibles. Se quedó con la malaquita, la piedra de la levitación y la telequinesia, y con una piedra imán.
Jojonah abría la marcha hacia las grandes puertas frente a los muelles; tras examinarlas con detalle tomó la espada del guardabosque y la deslizó por debajo de una parte desgastada; mientras movía la hoja hacia atrás y hacia adelante percibió la barrera: el rastrillo estaba bajado.
—Deberíamos buscar por el sur a lo largo de la parte frontal del acantilado —razonó Jojonah, hablando con susurros y señalando la posible presencia de vigilantes en lo alto de la muralla, aunque esta se encontraba muchas decenas de metros por encima de ellos—. Es el lugar más adecuado para encontrar una puerta más accesible.
—¿No temes que haya algún vigilante en ese portal? —preguntó Pony.
—A esta hora de la noche no creo que haya ninguno por debajo del segundo nivel de la abadía —replicó con confianza Jojonah—. Salvo, tal vez, los vigilantes que Markwart haya apostado cerca de los prisioneros.
—En ese caso vamos a intentarlo por aquí —repuso Pony.
—El rastrillo está bajado —explicó Jojonah, intentando por todos los medios, pero vanamente, mantener una punta de esperanza en su voz.
Pony sacó la malaquita, pero la expresión del monje fue de completa incredulidad.
—Demasiado grande —explicó—, quizá mil cuatrocientos quilos; esa es la razón por la que esta entrada apenas está vigilada. Las hojas de la puerta frontal se abren hacia dentro, pero no pueden hacerlo si el rastrillo está bajado. Y, desde luego, mientras la sólida puerta esté cerrada, el rastrillo es inaccesible a cualquier palanca que pudiéramos construir.
—Pero no inaccesible a la magia —argumentó Pony. Antes de que el padre pudiera protestar, extrajo la piedra del alma y no tardó en salir del cuerpo y colarse por la rendija que había entre las dos hojas para inspeccionar el rastrillo. Enseguida regresó a su soporte corporal, pues no quería gastar demasiada energía—. Ese es el camino —anunció—. La puerta interior no está cerrada, y no he visto ningún vigilante en el vestíbulo situado más allá.
Jojonah no dudó de sus palabras; había practicado suficientes salidas espirituales para conocer su poder y saber que incluso en los túneles más oscuros la mujer era capaz de «ver» con bastante claridad.
—Además del rastrillo, las puertas frontales están protegidas con una barra —explicó Pony—. Preparad una antorcha, acercaos a la puerta y escuchad con suma atención para percibir cuando se levanten la barra y el rastrillo; cuando oigáis que suben, tenéis que daros prisa pues no sé cuánto podré resistir.
—No podrás levantarlo… —empezó a protestar Jojonah, pero Pony ya había alzado la mano con la malaquita y se había sumergido en las profundidades de la piedra verdosa.
Elbryan se acercó al padre y apoyó la mano en su hombro invitándolo a estar tranquilo y a observar.
—Oigo cómo sube el rastrillo —susurró Juraviel al cabo de unos instantes; el elfo tenía el oído pegado contra la enorme puerta.
Elbryan y un asombrado Jojonah se apresuraron a acudir a su lado y, a pesar de las protestas de incredulidad del monje, él mismo pudo oír el chirriante ruido de la gran verja subiendo hacia el techo.
Pony experimentaba una tremenda tensión. Antes había levantado gigantes, pero nada parecido a aquello. Se concentró en su imagen de aquel rastrillo y descendió profundamente, muy profundamente, dentro del poder de la piedra, para encauzar su energía. Le pareció que el rastrillo se levantaba lo suficiente, por encima de la parte superior de las dos hojas de la puerta; pero todavía tenía que concentrarse más profundamente para agarrar la barra que las bloqueaba y, de alguna manera, levantarla.
Su cuerpo temblaba; el sudor le bañaba la frente, y los ojos le empezaron a parpadear aceleradamente. Se imaginó la barra, la encontró en su representación mental y la agarró con toda la fuerza que le quedaba.
Juraviel apretó aún más la oreja contra la puerta y oyó el desplazamiento de la barra y cómo se levantaba por uno de los extremos.
—¡Ahora, Pájaro de la Noche! —dijo.
El guardabosque apoyó el hombro contra la enorme puerta y empujó con todas sus fuerzas. La barra ya no la bloqueaba y las hojas giraron; Elbryan se introdujo en el pasadizo apoyando una rodilla en el suelo y se dispuso a encender su antorcha.
—El mecanismo de bloqueo está en un chiribitil a la derecha —dijo el monje al elfo, mientras Juraviel se adelantaba a Elbryan.
Un instante después, la antorcha reapareció y el elfo anunció que el rastrillo estaba fijado. Jojonah, de nuevo al lado de Pony, sacudió bruscamente a la mujer para sacarla del trance. La muchacha lo consiguió y empezó a tambalearse e incluso estuvo a punto de caerse, falta de fuerzas.
—No he visto jamás a nadie con semejante poder, salvo a una persona —admitió Jojonah mientras la conducía por el pasadizo.
—Esa persona está conmigo —respondió con calma Pony.
El padre sonrió sin dudar de aquella afirmación, sintiéndose reconfortado ante tal posibilidad. En silencio, cerró las puertas interiores y explicó que el agua llegaría a alcanzar gran profundidad en el interior de la abadía si el pasadizo se dejaba abierto al mar.
—¿Adónde vamos? —preguntó el guardabosque.
—Puedo llevaros a las mazmorras —dijo Jojonah tras reflexionar un momento—, pero hay que subir varias plantas para luego en otro punto volver a bajar.
—Llévanos allí —dijo Elbryan.
Pero el monje sacudió la cabeza.
—El riesgo es grande —explicó—. Si encontramos a cualquier hermano, dará la alarma.
La idea de toparse con gente de Saint Mere Abelle le produjo auténtico pánico, no por los tres duros luchadores y por su misión, sino por los infortunados hermanos con los que podían tropezarse.
—Os pido que no matéis a nadie —dijo de pronto Jojonah. Al ver las miradas de curiosidad de Elbryan y Pony se apresuró a explicar—: A ningún hermano, quiero decir. La mayoría de ellos son, en el peor de los casos, peones de Markwart sin saberlo y no se merecen…
—No hemos venido aquí a matar a nadie —le interrumpió Elbryan—, y no lo vamos a hacer, te doy mi palabra.
Pony asintió con la cabeza y Juraviel hizo otro tanto, aunque el elfo no estaba demasiado seguro de que el guardabosque hubiera hablado con sensatez.
—Puede haber un camino mejor para llegar a las mazmorras —dijo Jojonah—. Hay antiguos túneles laterales, a unos treinta metros; casi todos están bloqueados, pero podemos cruzar esas barreras.
—¿Y sabes cuáles hay que tomar? —preguntó el guardabosque.
—No —admitió Jojonah—, pero todos comunican las zonas más antiguas de la abadía, y estoy convencido de que cualquier itinerario que elijamos acabará conduciéndonos bastante pronto a un lugar que podré reconocer.
Elbryan miró a sus amigos en busca de una confirmación, y ambos asintieron con la cabeza, pues preferían recorrer pasadizos en desuso a una alternativa que probablemente los haría topar con otros monjes. De entrada, a indicación de Juraviel, también cerraron el rastrillo para no dejar señal alguna de que la seguridad de la abadía había sido vulnerada.
No tardaron en encontrar el antiguo pasadizo y, como Jojonah había pronosticado, no tuvieron problema alguno para atravesar la barrera que los monjes habían construido. Pronto se encontraron recorriendo los antiguos pasadizos y salas de Saint Mere Abelle, unas zonas que no se habían utilizado durante siglos. Los suelos y los muros estaban en pésimo estado: desiguales ángulos de piedra proyectaban grandes y alargadas sombras a la luz de la antorcha. En muchos lugares el agua les llegaba hasta la pantorrilla, y las lagartijas corrían con sus patitas mullidas por muros y techos. En un momento dado, Elbryan tuvo que desenvainar Tempestad para abrirse paso a través de miríadas de espesas telarañas.
Eran unos intrusos, como cualquier otra persona lo hubiera sido en aquel lugar, pues aquella zona había sido abandonada a las lagartijas y a las arañas, a la humedad y al mayor adversario: el tiempo. Pero los compañeros siguieron avanzando penosamente a través de los a menudo estrechos y siempre tortuosos corredores, espoleados por la preocupación por Bradwarden y los Chilichunk.
El túnel era oscuro y no podía distinguirse detalle alguno, sólo una masa arremolinada, gris y negra. Alrededor del espíritu del errante Markwart se levantaba una espesa niebla y, a pesar de su estado no corpóreo, sintió el frío contacto de la bruma.
Por primera vez en mucho, muchísimo rato, Markwart consideró su rumbo y se preguntó si no se estaría alejando demasiado de la luz. Recordó la ocasión en que, siendo muy joven, entró por vez primera en Saint Mere Abelle hacía medio siglo. Había alcanzado tal plenitud de idealismo y fe que esas cualidades lo llevaron a ascender por las distintas categorías y a conseguir la dignidad de inmaculado en el décimo aniversario de su entrada en la orden, y la de padre apenas tres años después. A diferencia de muchos padres abades anteriores, Markwart nunca había abandonado Saint Mere Abelle para ejercer de abad en otras abadías, y había pasado todos aquellos años en presencia de las gemas, en la más sagrada de las casas de la iglesia abellicana.
Y ahora, razonaba, las gemas le habían mostrado un nuevo e impresionante camino. Había sobrepasado los límites de sus predecesores, vagando por regiones inexploradas e inexplotadas. Y así, después de un breve instante de duda, se sintió de nuevo lleno de orgullo, animado por su inexorable confianza en sí mismo, y continuó su descenso por el oscuro y frío túnel. Comprendió los peligros que allí acechaban, pero estaba seguro de que sería capaz de aprovechar cualquier maldad que encontrara y transformarla para la gracia del bien, convencido de que el fin justificaba los medios.
El túnel se ensanchó en una zona plana y negra llena de arremolinada niebla gris, y por entre aquellas masas onduladas y brumas hediondas, Markwart vio unas formas amontonadas, unas sombras encorvadas y retorcidas que destacaban por su mayor negrura en aquella oscuridad.
Varias sombras cercanas percibieron el espíritu de Markwart y se le aproximaron con cara de hambre, extendiendo hacia él sus garras.
Markwart levantó la mano y les ordenó que retrocedieran; con gran satisfacción comprobó que le obedecían; luego, formaron un semicírculo en torno a él y sus ojos voraces y de brillo rojizo lo miraron fijamente.
—¿Queréis volver a ver el mundo de los vivos? —preguntó el espíritu a los dos que tenía más cerca.
Ellos saltaron hacia adelante y con sus manos frías agarraron las fantasmales muñecas de Markwart.
Un sentimiento jubiloso llenó el espíritu del padre abad. ¡Qué fácil! Se dio la vuelta y ascendió por el túnel, seguido de cerca por los espíritus de los demonios. Luego abrió los ojos, los ojos físicos, parpadeó ante la repentina luz de las dos velas gemelas que resplandecían con rara intensidad; todavía conservaban su brillo negro, pero no por mucho tiempo, pues de repente se volvieron rojas y enormes: grandes llamaradas que surgían de las pequeñas velas oscilando, danzando, llenando toda la sala con una luz rojiza que aguijoneaba los ojos de Markwart.
Pero él no apartó la vista, no podía apartar la vista de allí, hechizado por aquellas formas negras que componían, dentro de las llamas, figuras humanoides, encorvadas y retorcidas.
Las dos hediondas figuras emergieron, una junto a otra, con sus ojos voraces de resplandor rojizo clavados en el padre abad. Las velas llamearon por última vez y volvieron a su estado normal; toda la sala quedó en absoluto silencio.
Markwart sintió que aquellos seres demoníacos podían abalanzarse sobre él y destrozarlo, pero no tenía miedo.
—Venid —les ordenó—. Os mostraré a vuestros nuevos huéspedes.
Se sumergió de nuevo en la hematites y su espíritu se liberó del cuerpo otra vez.