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En busca de respuestas

—Hermano Talumus —prosiguió el barón de Bildeborough lenta y pausadamente en un tono que intentaba en vano ocultar la agitación que hervía en su interior—, cuéntame otra vez la visita de Connor a este lugar, dime exactamente dónde se detuvo, todo lo que examinó.

El joven monje, completamente confuso, pues era evidente que no estaba facilitando al barón la información que quería, empezó a hablar tan rápido y de tantas cosas a la vez que sólo emitió un revoltijo de palabras incomprensible. Una palmada del barón para calmarlo le permitió hacer una pausa y respirar profunda y regularmente.

—Primero estuvo en la habitación del abad —dijo despacio Talumus—. No le gustó que la hubiéramos limpiado, pero ¿qué podíamos hacer? —Mientras acababa la frase, volvió a elevar la voz a causa de la excitación—. El abad debe ser una dignidad accesible, la tradición así lo exige. Y si teníamos que recibir invitados en la abadía, ¡montones de invitados!, no podíamos dejar la habitación ensangrentada y revuelta.

—Desde luego que no. Desde luego que no —repitió el barón Bildeborough con ánimo de tranquilizar al monje.

Roger observaba detalladamente a su nuevo mentor; le impresionaba su paciencia, su forma de mantener controlado de algún modo al lloriqueante monje. Pero Roger percibía la tensión que subyacía en el rostro de Rochefort, pues el hombre ahora comprendía, al igual que Roger, que en la abadía iban a obtener pocas respuestas y satisfacciones a sus inquietudes. En Saint Precious, sin ningún padre que pudiera suceder al abad Dobrinion, reinaba un absoluto desorden; los monjes iban cada uno por su lado y discutían sobre tal o cual rumor incluso en las horas de oración. Una noticia confirmada había resultado especialmente preocupante para Roger y Rochefort: Saint Precious no tardaría en disponer de un nuevo abad, un padre de Saint Mere Abelle.

Para Roger y Rochefort aquel hecho parecía otorgar mayor credibilidad a las sospechas de Connor de que el padre abad en persona había estado detrás del asesinato.

—No obstante, dejamos al powri —prosiguió Talumus—, al menos hasta que se hubiera ido maese Connor.

—¿Y después Connor se fue a la cocina? —inquirió Rochefort amablemente.

—Sí, donde estaba Keleigh Leigh —respondió Talumus—. Pobre chica.

—¿Y no tenía otras lesiones aparte de las causadas por el ahogamiento? —osó preguntar Roger sin dejar de mirar a Rochefort, aunque era obvio que la pregunta iba dirigida a Talumus. Roger había explicado previamente a Rochefort que la ausencia de cortes en el cuerpo de Keleigh Leigh había sido una pista básica para Connor, que le indicó que los powris no habían cometido aquellos crímenes, puesto que ello significaba que no habían cumplido el rito de empapar con sangre sus gorras.

—No —respondió Talumus.

—¿No había sangre de la mujer por ningún lado?

—No.

—Vete y busca a la persona que descubrió el cuerpo —ordenó el barón Bildeborough—. Y date prisa.

El hermano Talumus se apresuró a ponerse en pie, saludó, se inclinó y salió corriendo de la habitación.

—El monje que descubrió el cadáver de la chica probablemente tendrá poco que decirnos —comentó Roger, sorprendido por la petición del barón.

—Olvídate del monje —repuso Rochefort—. Sólo quería que el hermano Talumus nos dejara solos unos minutos. Tenemos que decidir qué vamos a hacer, amigo mío, y sin tardanza.

—No deberíamos mencionarles las sospechas de Connor, ni tampoco su muerte —señaló Roger tras una breve pausa. Mientras el barón Bildeborough hacía un gesto de asentimiento, el joven prosiguió—: Frente a este asunto se encuentran desvalidos. Ni un solo monje, si Talumus es el de mayor rango de los que quedan, puede hacer nada contra el padre que venga de Saint Mere Abelle.

—Al parecer, el abad Dobrinion descuidó el desarrollo de las cualidades de sus inferiores —declaró Rochefort soltando un bufido—. Aunque me gustaría ver el tremendo alboroto que se produciría si les contáramos a Talumus y a los demás que Saint Mere Abelle asesinó a su querido abad.

—No se armaría demasiado barullo —puntualizó Roger secamente—. Por lo que Connor me contó sobre la iglesia, Saint Mere Abelle desmantelaría enseguida la orden en Saint Precious y, después, el padre abad se atrincheraría en Palmaris aún más de lo que estará cuando llegue el nuevo abad.

—Es cierto —admitió el barón Bildeborough con un suspiro.

Su mirada se iluminó inmediatamente al ver que entraban en la habitación dos monjes inquietos, Talumus y el primer testigo. Decidió seguir con el interrogatorio, pero sólo para guardar las apariencias, ya que tanto él como Roger sabían que no sacarían nada en claro ni de aquel monje ni de ningún otro de Saint Precious.

Poco después, ambos estaban de regreso en Chasewind Manor; Rochefort paseaba de un lado a otro, mientras Roger permanecía sentado en su silla acolchada favorita.

—El viaje a Ursal es largo —dijo Rochefort—. Desde luego, quiero que vengas conmigo.

—¿Es cierto que nos reuniremos con el rey? —preguntó Roger un poco desbordado ante tal posibilidad.

—No te preocupes, Roger, el rey Danube Brock Ursal es muy amigo mío —respondió el barón—. Un buen amigo. Me concederá audiencia y me creerá, no lo dudes. Si será capaz, o no, de emprender alguna acción pública dada la ausencia de pruebas…

—¡Yo fui testigo! —protestó Roger—. Vi cómo el monje mataba a Connor.

—Quizá tu testimonio sea falso.

—¿Acaso no me cree?

—¡Claro que te creo! —replicó el barón, y otra vez dio su habitual palmada en el aire con su rechoncha mano—. Por supuesto, muchacho. En caso contrario, ¿por qué me habría buscado tantos problemas? ¿Por qué te habría dado Piedra Gris y Defensora? Si no confiara en ti, muchacho, estarías encadenado y te torturaría hasta convencerme de que decías la verdad. —El barón hizo una pausa. Miró a Roger con mayor atención y luego preguntó—: ¿Dónde está la espada? —preguntó.

Roger se rebulló incómodo. ¿Había traicionado aquella confianza?, se preguntó.

—Tanto la espada como el caballo están en buenas manos —explicó.

—¿En manos de quién? —exigió el barón.

—De Jilly —se apresuró a contestar Roger—. Su viaje es todavía más tenebroso que el nuestro y, me temo, plagado de batallas. Se los entregué pues no soy ni un buen jinete ni un buen espadachín.

—Las dos cosas pueden aprenderse —gruñó el barón.

—Pero no tenemos tiempo —respondió Roger—. Y Jilly puede utilizarlos a la perfección enseguida. No dude de su destreza… —Roger hizo una pausa para evaluar la reacción del hombre.

—Una vez más confío en tu buen criterio —dijo el barón al fin—. De modo que no volveremos a hablar de este tema. Ocupémonos ahora de lo que nos importa de verdad. Te creo, por supuesto que te creo. Pero la aceptación de Danube Brock Ursal será más cautelosa, no lo dudes. ¿Te das cuenta de lo que implica nuestra denuncia? Si el rey Danube la acepta como verdadera y la hace pública, podría empezar una guerra entre la iglesia y el estado, un baño de sangre no deseado por ningún bando.

—Pero que el padre abad Markwart habría iniciado —recordó Roger.

El rostro del barón Bildeborough se ensombreció y Roger lo encontró muy viejo y cansado.

—Así pues, parece que tenemos que ir hacia el sur —admitió el noble.

Alguien llamó a la puerta e interrumpió en seco la respuesta de Roger.

—Barón —dijo un asistente mientras entraba—, acabamos de saber que el nuevo abad de Saint Precious ha llegado; se llama De’Unnero.

—¿Sabes algo de él? —preguntó el barón a Roger, que se limitó a negar con la cabeza.

—Ya ha solicitado audiencia —prosiguió el asistente—. En Saint Precious esta misma tarde, para tomar una merienda-cena.

Bildeborough hizo un gesto de asentimiento y el asistente salió de la habitación.

—Parece que debo darme prisa —observó el barón, mientras echaba un vistazo por la ventana hacia un sol ya ubicado en el oeste.

—Lo acompañaré —anunció Roger, mientras se levantaba de la silla acolchada.

—No —respondió Bildeborough—. Aunque por supuesto me gustaría conocer qué impresión te causa ese hombre, si el alcance de su atroz conspiración es tan amplio como me temo, es mejor que vaya solo. Dejemos que el nombre y la cara de Roger Billingsbury permanezcan desconocidos para el abad De’Unnero.

Roger sintió deseos de discutir, pero sabía que el noble tenía razón, y también sabía que la respuesta de Bildeborough para no llevarlo con él expresaba sólo la mitad de sus motivos. Roger comprendió que era todavía muy joven y falto de experiencia en asuntos políticos, y que Bildeborough temía —y Roger sabía honestamente que sus temores no eran errados— que el nuevo abad obtuviera demasiados datos de la merienda-cena.

Así pues, Roger se sentó y esperó en Chasewind Manor durante el resto de la tarde.

Faltaba poco para llegar a mitad de Calember cuando el padre abad Markwart comenzó los preparativos necesarios para la trascendental proclamación que se había propuesto. El anciano y arrugado hombre iba de un lado a otro de su despacho en Saint Mere Abelle y cada vez que pasaba ante la ventana se detenía para ver el verdor estival. Los acontecimientos de las últimas semanas, en particular el descubrimiento de Barbacan y los problemas en Palmaris, lo habían obligado a cambiar de idea en muchos temas o, por lo menos, a acelerar las maniobras tendentes a la consecución de sus objetivos a largo plazo.

Una vez eliminado Dobrinion, la composición de la asamblea de abades había cambiado sustancialmente. Aunque De’Unnero sería un abad novato, por el mero hecho de presidir Saint Precious contaría con una voz potente en la asamblea, posiblemente la tercera, por detrás sólo de Markwart y de Je’howith de Saint Honce. Eso daría a Markwart un gran poder para atacar a fondo.

El anciano clérigo sonreía perversamente mientras fantaseaba con aquella reunión. En la asamblea de abades desacreditaría a Avelyn Desbris para siempre, lo tacharía inexorablemente de hereje. Sí, se trataba de algo importante, advirtió Markwart, pues si no sancionaba a Avelyn de ese modo, los actos del monje quedarían sujetos a múltiples interpretaciones. Mientras no fuera formalmente acusado de hereje, todos los monjes, incluidos los hermanos de primer año, serían libres de discutir lo sucedido en ocasión de la huida de Avelyn, y aquello era algo peligroso. ¿Se mostraría alguien comprensivo con él? ¿Se pronunciaría la palabra «escapada» en tales discusiones en lugar de las habituales de robo y asesinato?

Sí, cuanto antes hiciera la declaración de herejía y consiguiera la aprobación de los jerarcas de la iglesia, mucho mejor. Una vez formalizada la acusación, no se toleraría discusión alguna sobre Avelyn Desbris en términos no condenatorios en ninguna abadía ni en ningún templo. Una vez que Avelyn fuera declarado hereje, su mención en los anales de la historia de la iglesia se habría completado con una condena definitiva.

Markwart suspiró al considerar el camino por recorrer hasta aquel codiciado objetivo. Suponía que tropezaría con la oposición del tozudo maese Jojonah, si es que todavía estaba vivo.

Markwart descartó la posibilidad de un asesinato más; si todos sus enemigos conocidos empezaban a morir, probablemente comenzarían a lloverle sospechas. Además, sabía que más de uno compartía los principios de Jojonah. No podía atacar tan duramente. Todavía no.

No obstante, tenía que estar preparado por si estallaba la batalla. Tenía que ser capaz de demostrar su tesis acerca de la herejía de Avelyn, pues la devastación de Barbacan ciertamente se prestaba a múltiples interpretaciones. Era una verdad indiscutible que habían matado a Siherton la noche que Avelyn huyó de Saint Mere Abelle, pero también en ese punto Jojonah podría ser capaz de encontrar algún argumento. La intención, y no sólo la pura acción, determinaba qué era pecado, y sólo un auténtico pecado podía hacer que se tachara a un hombre de hereje.

Por consiguiente, Markwart se dio cuenta de que tenía que demostrar algo más que su interpretación de los hechos ocurridos la noche en que Avelyn se fugó con las piedras. Para conseguir una completa confirmación de la acusación —una acusación que la iglesia jamás había llevado a cabo con rapidez— tendría que demostrar que Avelyn había utilizado posteriormente aquellas piedras con propósitos malignos y había caído en el abismo más tenebroso de la naturaleza humana. Pero Markwart era consciente de que nunca conseguiría hacer callar a Jojonah. En la cuestión de Avelyn Desbris, Jojonah lucharía contra él, rechazaría hasta el último de sus planes. Sí, lo veía claro; Jojonah volvería a la asamblea de abades y se enfrentaría con él. Hacía mucho tiempo que tenían aquella confrontación pendiente. De modo que Markwart decidió que tendría que destruir al padre, y no sólo sus argumentos.

Sabía exactamente dónde podía encontrar aliados para aquella causa, para asestar un golpe a Jojonah con objeto de impedir su posterior ataque. El abad Je’howith, de Saint Honce, ostentaba el cargo de asesor de confianza del rey y tenía acceso a ese poder a través de la fanática Brigada Todo Corazón. Lo único que tenía que hacer, pensaba Markwart, era preparar adecuadamente a Je’howith, hacerle aportar unos cuantos de aquellos despiadados guerreros…

Satisfecho, el padre abad volvió sus pensamientos a la cuestión de Avelyn. Disponía de un testimonio de los actos del monje: Bradwarden; sin embargo, tras los interrogatorios del centauro, tanto verbales como mediante la piedra del alma, concluyó que aquella bestia tenía una considerable fuerza de voluntad y, probablemente, no cedería, por brutales que fueran las torturas a que lo sometiera.

Con esa idea en la cabeza, el padre abad se dirigió a su escritorio y preparó una nota para el hermano Francis, en la que le indicaba que debería trabajar sin cesar con el centauro hasta que fuera convocada la asamblea. Si no podían conseguir doblegar a Bradwarden y hacer que dijera lo que ellos querían, entonces tendrían que matar al centauro antes de la llegada de los distinguidos invitados.

Mientras escribía aquella nota, Markwart se dio cuenta de otro problema: Francis era un hermano del noveno año, pero sólo inmaculados y abades estaban autorizados a asistir a la asamblea. Y Markwart quería que Francis participara en ella; era un hombre con algunas limitaciones, pero muy leal.

El padre abad rompió una esquina del pergamino, anotó un recordatorio para sí mismo, «HFI», y luego lo ocultó. Así como se había saltado el protocolo a causa de la emergencia de la guerra al nombrar abad de Saint Precious a De’Unnero y al enviar a Jojonah a la abadía de Palmaris para servirle de segundo, promocionaría al hermano Francis a la dignidad de inmaculado.

El inmaculado hermano Francis.

A Markwart le gustaba cómo sonaba, le gustaba pensar en el creciente poder de aquellos que lo obedecían sin cuestionar nada. Su explicación ante ese nombramiento prematuro sería sencilla y, sin duda, aceptada: al haber enviado dos padres a Saint Precious, Saint Mere Abelle se había quedado desguarnecida en los rangos más altos de la jerarquía. Aunque la abadía contaba con numerosos inmaculados, pocos habían conseguido los requisitos necesarios para promocionar a la dignidad de padres, e incluso pocos continuaban esforzándose para alcanzar tal rango; Francis, dado el trabajo de vital importancia que había desempeñado en la caravana a Barbacan, fortalecería aquella categoría considerablemente.

Sí, rumió el padre abad. Promocionaría a Francis antes de la asamblea, y luego otra vez, poco después, lo promocionaría al rango de padre, para sustituir a…

A Jojonah, decidió, en lugar de a De’Unnero. Para sustituir a De’Unnero elegiría alguno de los numerosos inmaculados, tal vez incluso se decidiría por Braumin Herde, que se lo merecía, a pesar de que la elección de sus mentores había dejado mucho que desear. Pero, dado que Jojonah se hallaba tan lejos y que su retorno no era nada probable —salvo para las tres semanas de la asamblea—, Markwart imaginaba que podría atraerse a Braumin tentándolo con aquella dignidad tan codiciada.

Los pasos del padre abad se agilizaban a medida que vadeaba los problemas y se iban clarificando las soluciones. Aquella nueva introspección que había alcanzado, aquel nuevo nivel de guía interior, parecía tener algo de milagroso. Los muros de incertidumbre parecían haberse derrumbado proporcionándole respuestas de pureza cristalina.

«Excepto en la cuestión de la acusación rápida de Avelyn», se recordó a sí mismo, y pegó una palmada de frustración sobre el escritorio. No, Bradwarden no cedería, permanecería desafiante hasta el amargo final. Por primera vez, Markwart lamentó la pérdida de los Chilichunk, pues le constaba que ellos habrían sido mucho más fáciles de controlar.

Entonces le apareció la imagen de un librito en el que Jojonah había estado buscando información sobre el hermano Allabarnet. Markwart vio con toda claridad aquella habitación en su imaginación y no pudo comprender por qué… hasta que un lugar en la esquina del fondo, una repisa alejada y recóndita, se hizo claramente perceptible en la imagen.

Markwart siguió sus instintos, siguió su guía interior; primero se dirigió a su escritorio para buscar algunas gemas, y luego bajó desde su despacho por la escalera húmeda y oscura que conducía a la antigua biblioteca. Ya no había ningún guarda apostado allí, pues se suponía que Jojonah estaba muy lejos; Markwart, con un reluciente diamante en la mano, entró cautelosamente en la sala. Pasó delante de los estantes de libros y se dirigió hacia una repisa situada en la esquina del fondo, donde se hallaban los libros que la iglesia había prohibido muchos años antes. Sabía, lógicamente, que incluso él, el padre abad, no debía examinarlos, pero aquella voz interior le prometía respuestas a su dilema.

Examinó la repisa durante unos minutos; echó un vistazo a todos los tomos, a las etiquetas de todos los pergaminos enrollados, y luego cerró los ojos y reprodujo aquellas imágenes.

Permaneció con los ojos cerrados, pero levantó la mano confiando que había sido guiado hasta el libro que necesitaba. Lo cogió delicada pero firmemente, lo ocultó debajo del brazo y se fue arrastrando los pies; llegó de nuevo a la intimidad de su despacho sin siquiera haber ojeado la obra, Los encantamientos de brujería.

Roger suponía que el barón estaría fuera hasta última hora de la tarde, por lo que le sorprendió bastante verlo de regreso mucho antes de que el sol hubiera tocado la línea del horizonte. Fue a su encuentro confiando plenamente en que todo habría ido bien, pero sus esperanzas se desvanecieron de inmediato al ver al corpulento hombre resoplando, con la cara roja y a punto de explotar de rabia.

—¡En toda mi vida jamás me he encontrado con un hombre, y mucho menos con un supuesto hombre de Dios, más desagradable! —exclamó enfurecido Rochefort Bildeborough, abandonando bruscamente el vestíbulo para entrar en la sala de audiencias.

Roger fue tras él, aunque en aquella ocasión tuvo que buscarse otra silla pues el barón se instaló en la acolchada, favorita del muchacho. Pero el corpulento noble no tardó en ponerse de nuevo en pie y andar de un lado a otro ansiosamente; Roger se apresuró a ocupar el que se estaba convirtiendo en su asiento habitual.

—¡Se atrevió a hacerme advertencias! —exclamó enfurecido el barón Bildeborough—. ¡A mí! ¡El barón de Palmaris, amigo del mismísimo Danube Brock Ursal!

—¿Qué dijo?

—Oh, empezó bien —explicó Bildeborough dando una palmada con las dos manos—. Con mucha corrección, De’Unnero expresó su confianza en que el período transitorio mientras él se hacía cargo de la abadía de Saint Precious sería muy tranquilo. Dijo que podríamos trabajar juntos… —Bildeborough hizo una pausa y Roger contuvo el aliento al presentir que estaba a punto de formular una declaración importante—, a pesar de los evidentes defectos y de la conducta delictiva de mi sobrino —acabó diciendo de forma explosiva el barón, mientras pateaba el suelo con rabia y daba puñetazos en el aire.

No tardó en verse desbordado por la excitación, por lo que Roger se apresuró a acudir a su lado y lo ayudó a acomodarse en la confortable silla.

—¡Perro sarnoso! —prosiguió Bildeborough—. Estoy seguro de que ignora que Connor ha muerto, aunque sin duda no tardará en saberlo. Prometió perdonar a Connor, si yo le daba mi palabra de que mi sobrino enmendaría su conducta en el futuro. ¡Perdonarlo!

Roger intentó calmar al noble, pues temía que aquel ataque de cólera le ocasionara la muerte. El noble tenía la cara congestionada y enrojecida de sangre, y los ojos desorbitados.

—Lo mejor que podemos hacer es ir a visitar al rey —dijo Roger con calma—. Contamos con aliados que el nuevo abad no puede superar; podemos limpiar el nombre de Connor y, por supuesto, culpar de todos esos desastres a quien realmente corresponde.

La exposición clara de los hechos calmó considerablemente al barón.

—Vámonos —dijo—. Hacia el sur, a toda marcha; diles a mis asistentes que preparen mi carruaje.

De’Unnero no subestimó en absoluto al barón Bildeborough. En la reunión había mantenido deliberadamente una actitud implacable con objeto de obtener información acerca del barón y de sus posibles apoyos políticos, y para la aguda perspicacia de De’Unnero la conversación había sido en extremo provechosa en ambos aspectos. La era de Bildeborough demostraba que también él podría ser un enemigo declarado de la iglesia, más temible incluso que su sobrino o que el abad Dobrinion.

Y De’Unnero era suficientemente inteligente para darse cuenta de quién era el verdadero responsable de aquellos problemas.

Pues, a pesar de lo que dijo en la reunión, De’Unnero por supuesto sabía que Connor Bildeborough había muerto y también sabía que un joven había llevado su cuerpo a Palmaris junto con el de un hombre vestido con el hábito de los monjes abellicanos. De nuevo, el airado abad se lamentó de que el padre abad Markwart hubiera cometido el error de no enviarlo a él a la misión más importante para la recuperación de las piedras. Si él hubiera ido en busca de Avelyn, aquel asunto se habría solucionado mucho tiempo atrás, habrían sido recuperadas las gemas y Avelyn y todos sus amigos estarían muertos. ¡Qué insignificante problema sería entonces Bildeborough para él y para la iglesia!

Pues ahora, en opinión de De’Unnero, Markwart y la iglesia tenían un problema, un gran problema. Según los monjes de Saint Precious con quienes De’Unnero ya había hablado, y según los de Saint Mere Abelle que habían sido testigos del conato de pelea en el patio de Saint Precious, el barón Bildeborough había reaccionado como si Connor fuera su hijo. La acusación de asesinato había caído, sin duda alguna, sobre la iglesia, y Bildeborough, cuya influencia iba mucho más allá de Palmaris, no permanecería de brazos cruzados en aquel asunto.

El nuevo abad no se sorprendió cuando uno de los suyos, un monje que había hecho el viaje con él desde Saint Mere Abelle, regresó de su puesto de explorador para informar de que un carruaje había salido de Chasewind Manor, se dirigía hacia el sur y abandonaba Palmaris por la carretera del río.

Pronto regresaron otros espías del nuevo abad y confirmaron el relato; uno de ellos insistía en que el barón Bildeborough en persona iba en el carruaje.

De’Unnero no dejó que lo traicionaran las emociones; permaneció en calma y se ocupó de los pocos ritos pendientes de la tarde como si nada importante sucediera. Se retiró temprano a su habitación con la excusa de que estaba fatigado por el viaje, un pretexto perfectamente verosímil.

—Esta es la razón por la que incluso tengo ventaja sobre ti, padre abad —dijo el abad de Saint Precious mientras miraba por la ventana hacia la noche de Palmaris—. No necesito lacayos para mis trabajos sucios.

Se quitó el revelador hábito y se puso un traje holgado de tela negra, luego empujó e hizo rechinar la ventana para abrirla, se deslizó muro abajo y desapareció en la noche. Momentos después, el nuevo abad de Saint Precious se encontraba agazapado en un callejón; en la mano tenía su piedra favorita.

De’Unnero se sumergió en la piedra, sintió el exquisito dolor en los huesos mientras las manos y los brazos empezaban a cambiar de forma y a torcerse. Espoleado por la absoluta excitación de la inmediata cacería, por el absoluto éxtasis que le producía pensar que al fin iba a entrar en acción, se sumergió más profundamente, y rápidamente se quitó los zapatos con los pies, mientras también las piernas y los pies se transformaban en las patas traseras y en las zarpas de un tigre. Se sintió como si él mismo se hubiera perdido dentro de la magia, como si él y la piedra fueran una misma cosa. Todo el cuerpo se retorció y se contrajo espasmódicamente. Se pasó una zarpa por el pecho causándose un gran desgarrón en la ropa.

Entonces se encontró en cuatro patas y, cuando iba a protestar, un gran gruñido salió de sus felinas fauces.

¡Jamás había llegado tan lejos!

¡Pero era maravilloso!

¡El poder, oh, el poder! Su cuerpo era el de un tigre cazador y todo aquel enorme poder estaba bajo su absoluto control. No tardó en echar a correr silenciosamente con sus pies mullidos. Saltó la alta muralla de Palmaris con facilidad y se lanzó a la carrera por la carretera del sur.

Bastaron las primeras páginas, el resumen global del libro, para que el padre abad comprendiera. Sólo unos meses antes, el padre abad Dalebert Markwart se habría horrorizado al pensarlo.

Pero eso era antes de que hubiera encontrado la «guía interior» de Bestesbulzibar.

Con gran reverencia colocó en libro en el cajón inferior de su escritorio y lo cerró con llave.

—Procedamos por orden —dijo en voz alta, mientras sacaba de un cajón un pergamino sin usar y, de otro, un frasco de tinta negra. Desenrolló el pergamino, fijó sus esquinas con pesos y se quedó mirándolo fijamente intentando determinar la mejor manera de redactar el escrito. Tras un gesto de asentimiento escribió el siguiente título:

Promoción del hermano Francis Dellacourt a hermano inmaculado de la orden de Saint Mere Abelle

Markwart pasó mucho rato en la preparación de aquel importante documento, aunque la versión definitiva no tenía más de trescientas palabras. Cuando acabó, el día estaba llegando a su fin y los monjes se reunían para cenar. Markwart salió rápidamente de su despacho y se fue hacia el ala de Saint Mere Abelle que servía de residencia a los estudiantes más nuevos. Encontró a los tres que quería y se los llevó a una habitación privada.

—Cada uno de vosotros me proporcionará cinco copias de este documento —explicó; uno de los jóvenes hermanos se movía nerviosamente.

»Di lo que piensas —indicó Markwart.

—No estoy muy versado, ni soy muy hábil en iluminación, padre abad —tartamudeó el hombre con la cabeza inclinada. De hecho, los tres estaban abrumados por aquel encargo. Saint Mere Abelle contaba con muchos de los mejores copistas de todo el mundo. La mayoría de los inmaculados que no alcanzarían nunca la dignidad de padres habían elegido la carrera de copistas.

—No os he preguntado si sois hábiles —replicó Markwart dirigiéndose a los tres—. ¿Sabéis leer y escribir?

—Desde luego, padre abad —afirmaron.

—Entonces haced lo que os he pedido —dijo el anciano—. Sin rechistar.

—Sí, padre abad.

Markwart dirigió una mirada agresiva a cada uno de ellos, uno tras otro, y entonces, después de lo que parecieron largos minutos de silencio, los amenazó:

—Si alguno de vosotros dice una sola palabra de esto, si alguno se atreve a la mínima insinuación sobre el contenido de este documento, los tres seréis quemados en la hoguera.

De nuevo se hizo un profundo silencio, mientras Markwart los observaba fijamente. Había decidido utilizar estudiantes del primer año, y en concreto a aquellos tres, porque estaba seguro de que tales amenazas producían un efecto considerable. Luego se marchó con la convicción de que no se atreverían a desobedecer su mandato.

La siguiente parada de Markwart fue la habitación del hermano Francis. El monje ya se había ido a cenar, pero el anciano no se desalentó y deslizó por debajo de la puerta las instrucciones relativas a Bradwarden.

Poco después, de nuevo en sus aposentos particulares, en una sala poco usada al lado del dormitorio, el padre abad se dispuso a preparar su próxima acción. En primer lugar quitó de la habitación todos los objetos, incluidos los muebles. Luego fue en busca del libro antiguo, un cuchillo y velas de colores y regresó a la sala; allí empezó a trazar en el suelo de madera un dibujo que estaba descrito con gran detalle en el viejo tomo.

El bosque parecía un lugar tranquilo, lleno de calma y paz, pensó Roger. Había algo en el aire que era distinto allí que en las tierras del norte, una serenidad, como si todos los animales de las tierras boscosas, todos los árboles y todas las flores supieran que no había monstruos alrededor.

Roger se había apartado del pequeño campamento al lado del carruaje para hacer sus necesidades, pero se había demorado mientras transcurrían los minutos, ensimismado en sus pensamientos, bajo el firmamento repleto de estrellas. Intentó no pensar en la próxima reunión con el rey Danube; ya había ensayado muchas veces su discurso. Intentó no preocuparse por sus amigos, aunque sospechaba que en aquellos momentos probablemente debían de estar muy cerca de Saint Mere Abelle, tal vez ya habían entrado en combate con la iglesia a causa de los prisioneros. Por el momento, Roger tenía ganas de descansar, de gozar de la calmada paz de una noche de verano.

¿Cuántas veces había apoyado la cabeza en una rama en el bosque cercano a Caer Tinella, solo, en la quietud de la noche? Muchas veces, si el tiempo era agradable. La señora Kelso lo veía a la hora de la cena y después volvía a verlo durante el desayuno, y aunque la mujer creía que pasaba la noche confortablemente acurrucado en el granero, a menudo el chico pasaba la noche en el bosque.

Pero ahora Roger no pudo encontrar, por mucho que lo intentó, aquella calma, aquella profundidad, aquella serenidad introspectiva. En los rincones de la conciencia se arrastraban demasiadas preocupaciones: había visto y vivido demasiado.

Se apoyó pesadamente contra un árbol y miró las estrellas lamentando la pérdida de la inocencia. Durante el tiempo que había estado con Elbryan, Pony y Juraviel, ellos habían celebrado su maduración, le habían mostrado su aprobación a medida que sus decisiones iban siendo más responsables. Ahora Roger comprendía que, al aceptar esas responsabilidades, había pagado un peaje, pues las estrellas ya no titilaban con tanto brillo y su corazón sin duda se había vuelto menos ligero.

Suspiró de nuevo y se dijo a sí mismo que las cosas irían mejor, que el rey Danube enderezaría el rumbo del mundo, que los monstruos serían expulsados muy lejos y que podría volver a su hogar y a su vida anterior en Caer Tinella.

Pero no lo creía. Se encogió de hombros y se dispuso a regresar al carruaje para discutir otra vez de temas importantes, para retomar otra vez sus responsabilidades.

Antes de llegar al campamento se detuvo; se le erizaron los pelos de la nuca.

El bosque se había quedado extrañamente tranquilo y misterioso.

Entonces llegó hasta él un grave y atronador gruñido, como jamás había oído. El joven se quedó helado, escuchando con suma atención, para intentar determinar su dirección, aunque el sonoro rugido parecía llenar el aire, como si llegara a la vez de todas partes. Roger permaneció inmóvil y contuvo el aliento.

Oyó que desenvainaban una espada, oyó otro rugido, en esta ocasión más enérgico, y luego unos chillidos horribles. Echó a correr a ciegas, tropezó con raíces y muchas ramas le golpearon la cara. Vio el resplandor del fuego del campamento, y unas siluetas que se movían precipitadamente delante del fuego de un lado a otro.

Los chillidos continuaban: gritos de miedo y después de dolor.

Roger se acercó al campamento y vio a los guardianes: los tres yacían en torno al fuego desgarrados y destrozados. Sin embargo, apenas se fijó en ellos, pues el barón estaba con medio cuerpo dentro del carruaje y medio cuerpo fuera, haciendo denodados esfuerzos para conseguir entrar del todo y así poder cerrar la puerta.

Aunque lo hubiera logrado, Roger sabía que la puerta no serviría para nada frente a aquel ser, un felino gigantesco anaranjado con rayas negras, que había clavado su garra en la bota del noble.

El barón se dio la vuelta y pegó una patada, y el tigre le dejó el tiempo suficiente para que el hombre consiguiera entrar. Pero nunca iba a conseguir cerrar la puerta del carruaje, pues el felino sólo lo había soltado para afirmarse sobre sus patas; antes de que Bildeborough hubiera cruzado siquiera el umbral de la puerta, el tigre saltó al interior del carruaje y se le echó encima con las garras extendidas.

El carruaje sufrió una violenta sacudida y el barón soltó un horrible chillido, mientras Roger miraba sin poder hacer nada. Tenía un arma, una pequeña espada, apenas mayor que una daga, pero sabía que no podía llegar hasta Bildeborough a tiempo de salvarle la vida, y que en cualquier caso tampoco podría vencer, ni siquiera herir de gravedad, al enorme felino.

Se dio la vuelta y echó a correr; por su cara bajaban torrentes de lágrimas y su respiración se convirtió en difíciles y forzados jadeos. ¡Había vuelto a ocurrir! ¡Exactamente igual que en el caso de Connor! De nuevo se vio reducido al papel de impotente espectador, de testigo de la muerte de un amigo. Corrió a ciegas tropezando con ramas y arbustos durante interminables minutos; después de más de una hora cayó rendido e incluso entonces continuó avanzando a rastras, demasiado aterrorizado para mirar atrás con objeto de comprobar si lo perseguían.