12

Hambrientos de lucha

—Si rezamos juntos, una sola descarga del rayo de la mano de Dios los destruirá —propuso un joven monje que había participado en la expedición a Aida y también en la batalla a las afueras de la aldea alpinadorana.

Maese De’Unnero frunció el entrecejo mientras observaba al joven y los gestos de asentimiento de los otros monjes, hombres que habían oído el relato de la gran victoria en las tierras del norte, el relato de dedos chispeantes que emergían de las filas de los monjes para derrotar a los enemigos.

De’Unnero reconocía que había algo más que inspiraba aquellos gestos: el miedo. Querían un ataque limpio y rápido contra la fuerza de los trasgos que se iban acercando, porque temían enzarzarse con aquellos seres relativamente desconocidos en una lucha cuerpo a cuerpo. El futuro abad se acercó resueltamente al monje que había tomado la palabra y lo miró de tal forma que lo dejó sobrecogido y con las mejillas sin color.

—Sólo maese Jojonah utilizará la magia —espetó; torció la cabeza de un lado a otro para que todos pudieran ver su expresión, para que nadie se atreviera a rechistar—. Es demasiado viejo y está demasiado enfermo para pelear.

Al mirar al perverso monje, Jojonah sintió un deseo poco menos que irresistible de lanzarse contra él y demostrarle que estaba equivocado.

—Por lo que concierne a los demás —prosiguió De’Unnero en un tono muy brusco—, considerémoslo como un ejercicio de gran valor formativo; es posible que todavía tengamos que luchar en nuestro nuevo hogar de Palmaris.

—Ese «ejercicio» podría resultar mortal —puntualizó maese Jojonah, subrayando el sarcasmo con la serenidad de su pausada voz.

—En tal caso, mayor será su valor formativo —repuso sin vacilar De’Unnero. Al ver que Jojonah negaba con la cabeza, se precipitó hacia él en actitud desafiante cruzando sus poderosos brazos sobre su bien torneado pecho.

Maese Jojonah se repitió a sí mismo que no era momento de enfrentamientos, pues no deseaba poner a De’Unnero en una situación embarazosa que sólo hubiera servido para que su enemigo se empecinara aún más.

—Te pido que actuemos frente a esa banda que se acerca con eficacia y destreza —dijo Jojonah—. Derribémosla con una sola descarga de un rayo y veamos quién está al otro lado de esa ladera —señaló por detrás de De’Unnero un penacho de humo negro que se elevaba perezosamente en el aire.

Como respuesta, De’Unnero le entregó una sola piedra, un trozo de grafito.

—Utilízala bien, hermano —ordenó—, pero no demasiado bien, pues quiero que mis nuevos asistentes reciban un entrenamiento adecuado con los placeres de la batalla.

—¿Placeres de la batalla? —repitió Jojonah pero en voz baja, mientras De’Unnero se alejaba precipitadamente y gritaba a los hermanos que prepararan los arcos.

El anciano padre se limitó a mover la cabeza con incredulidad. Frotó el grafito sobre la palma de la mano con intención de atacar violenta y rápidamente a la horda de trasgos, a fin de matarlos o ponerlos en fuga, para que sólo unos pocos jóvenes monjes, o ninguno, se vieran envueltos en un verdadero combate. Cuando el explorador delantero hizo señas de que los trasgos se estaban acercando, maese Jojonah frotó la piedra con mayor insistencia pues todavía no sentía el poder del grafito.

El padre se concentró para buscar el lugar especial de la magia en su mente, aquel lugar especial de Dios. Procuró no pensar en De’Unnero, convencido de que tales pensamientos negativos podrían tener un efecto adverso. Frotó el grafito entre los dedos y percibió hasta el menor de sus surcos.

Pero no su magia. Jojonah abrió los ojos y vio que estaba solo en la carretera. Al borde del pánico, echó un vistazo alrededor y se tranquilizó en cierto modo al ver que De’Unnero había dispuesto a los demás entre la maleza que había a los lados. Avistó a los trasgos de cabeza que aparecieron corriendo por un viraje de la carretera. Jojonah miró el grafito, con incredulidad, sintiéndose traicionado.

Los trasgos atacaban; su carrera dejó de ser una huida para convertirse en una hambrienta carga.

Jojonah levantó el brazo y cerró los ojos invocando a la piedra.

Nada, ningún rayo se descargó, ni siquiera una chispa; los trasgos ya estaban muy cerca: Jojonah lo intentó otra vez, pero no encontró ninguna fuente de magia en el grafito. Entonces comprendió qué ocurría: aquella piedra no estaba encantada, era sólo un vulgar pedrusco. El miedo lo paralizó; ¡De’Unnero lo había enviado a la muerte, allí en la carretera! Era un anciano desarmado y no tenía la menor posibilidad de hacerles frente. Soltó un grito, se dio la vuelta y echó a andar, cojeando, tan rápido como le permitieron las gruesas piernas que lo sostenían.

Oía los gritos de los trasgos que se acercaban más y más. Sabía que en cualquier momento una lanza se le clavaría en la espalda.

Pero entonces De’Unnero y los hermanos atacaron con decisión a la turba de trasgos: los monjes saltaron desde la maleza que había a ambos lados de la carretera disparando pesadas ballestas, diseñadas para abatir powris, o incluso gigantes, a corta distancia. Gruesos cuadrillos desgarraron la carne de los trasgos, abrieron agujeros en aquellos seres pequeñajos y, algunas veces, incluso en trasgos situados detrás de la primera víctima. La turba de trasgos saltaba, giraba, caía; los gritos de ataque de los monstruos no tardaron en convertirse en chillidos de sorpresa y dolor.

Jojonah se atrevió a aminorar el paso y a echar una ojeada hacia atrás: la mitad de los trasgos habían sido derribados; algunos se retorcían, otros estaban muertos, y maese De’Unnero había saltado a la carretera justo en medio de los que quedaban. Se había convertido en una perfecta máquina de matar y daba saltos y giros con gran precisión. Con los dedos extendidos y la mano rígida pegó un golpe seco en la garganta de un trasgo. Se dio la vuelta cuando otro enemigo intentaba partirle la cabeza con un palo: De’Unnero levantó los brazos y formó con ellos una firme cruz por encima de la cabeza, deteniendo el golpe con los antebrazos. Lanzó los brazos hacia fuera y consiguió que el asustado trasgo soltara el palo; se apoderó del arma mientras giraba y la descargó con fuerza contra la cara de la criatura; el segundo golpe fue un revés potente, aún más demoledor que el primero.

De’Unnero siguió corriendo y, sirviéndose del palo, desvió una lanza dirigida contra él; luego se dio la vuelta de nuevo para atizar por tercera vez al primer trasgo, que aún estaba de pie pero casi inconsciente, y lo derribó al suelo.

Volvió a la carga, arrojó el palo contra el portador de la lanza y, siguiendo el vuelo del arma con un rápido desplazamiento, se coló en el radio de acción de la lanza, la apartó y con la mano libre descargó una pesada lluvia de golpes sobre la cara y la garganta de la criatura.

Ya había otros monjes en la carretera, que arrollaron a los trasgos y dividieron al grupo. Unos pocos monstruos, gimoteando, huyeron precipitadamente hacia un lado, pero De’Unnero había apostado allí a varios guerreros que ya tenían las ballestas perfectamente preparadas.

Y entonces, con la horda de trasgos ya muy desmoronada, sobrevino quizás el peor ataque de todos. El brutal De’Unnero se sumergió en su gema favorita, la zarpa de tigre, y sus brazos, normalmente ya temibles, se transformaron en los terribles miembros de un tigre y empezaron a destrozar a los trasgos más cercanos.

Antes de que maese Jojonah llegara a reunirse con sus compañeros, todo había acabado.

Cuando regresó, resoplando ostensiblemente, encontró a De’Unnero en un estado de gran excitación, casi frenético; el hombre iba de un lado a otro de la hilera de jóvenes monjes, dándoles fuertes palmadas en la espalda, realmente trastornado por la gran victoria.

Sólo unos pocos monjes habían resultado heridos; el más grave había recibido un cuadrillo desde el otro lado de la carretera, disparado por un monje que no calculó bien el ángulo de tiro. Varios trasgos todavía permanecían con vida en la carretera, pero no estaban en condiciones de continuar la lucha, y un grupo más numeroso había escapado a toda carrera por los prados a ambos lados del camino.

A De’Unnero no parecía importarle. El hombre incluso fue capaz de sonreír a Jojonah.

—No podía haber sido más rápido, ni siquiera con la utilización de magia —dijo el futuro abad.

—Algo que obviamente nunca te propusiste hacer, exceptuando, claro está, tu piedra personal —replicó Jojonah en tono áspero, mientras le tiraba el grafito inservible—. No me gusta servir de cebo, maese De’Unnero.

De’Unnero echó una ojeada a los jóvenes monjes, y a Jojonah no le pasó inadvertida la sonrisa burlona que apareció en su cara.

—Desempeñaste un papel necesario —arguyó De’Unnero, sin molestarse en reprenderlo por haberse referido a él como a un simple maese.

—Con una gema auténtica podría haber sido más útil.

—No es cierto —replicó De’Unnero—. La descarga de tu rayo podía haber matado a unos pocos, pero el resto habría huido y habría hecho mucho más difícil nuestra tarea.

—También ha habido monstruos que han conseguido escapar —le recordó Jojonah.

—No los suficientes como para causar daños sustanciales —repuso De’Unnero rechazando su argumento.

—O sea que querías verme asustado y corriendo.

—Para atraerlos —argumentó De’Unnero.

—¿A mí? ¿Un padre de Saint Mere Abelle? —insistió Jojonah, comprendiendo el verdadero y sutil motivo de Marcalo De’Unnero. El hombre lo había humillado delante de los monjes jóvenes y, de esa forma, reforzaba su propio rango entre ellos; mientras Jojonah había corrido como un chiquillo asustado, De’Unnero había saltado en medio de los enemigos y había matado como mínimo a un buen puñado con sus propias manos.

—Perdóname, hermano —dijo De’Unnero sin ninguna sinceridad—. Eres el único que tiene un aspecto suficientemente achacoso para atraer a los trasgos. Si hubieran visto a un hombre más joven y vigoroso, como yo mismo, habrían huido.

Jojonah se calló y lo miró fijamente: sería su venganza. Un acto semejante, una humillación semejante a un padre abellicano, podía llevarse ante autoridades superiores; sin duda, como resultado, De’Unnero sería severamente castigado por su presunción y por haberlo humillado de aquel modo. Pero ¿a qué autoridades superiores podía acudir?, se preguntó maese Jojonah. ¿Al padre abad Markwart? Desde luego que no.

De’Unnero aquel día había ganado, aceptó Jojonah, pero allí y en aquel preciso momento también decidió que su batalla personal sería una lucha larga, muy larga.

—La hematites, por favor —pidió a De’Unnero—. Los heridos necesitan asistencia.

De’Unnero echó un vistazo alrededor; no parecía impresionado por la gravedad de las heridas.

—De nuevo demuestras servir para algo —dijo, mientras entregaba la piedra a Jojonah.

El padre Jojonah se limitó a alejarse.

—Se la enseñaste —declaró Juraviel, sentado en un árbol, en tono acusador cuando Elbryan volvió de la sierra después de completar satisfactoriamente su cacería.

Al guardabosque no le hizo falta preguntar de qué estaba hablando el elfo, pues sabía que Juraviel había contemplado su danza con Pony y que ninguna pareja de humanos podía alcanzar aquel grado de gracia y armonía sin la bi’nelle dasada. Sin réplica alguna, Elbryan pasó por alto la acusación. Miró al círculo de carruajes y vio a Pony que se movía entre los mercaderes para ayudarlos.

Juraviel dejó escapar un profundo suspiro y se apoyó en el tronco.

—¿Ni siquiera vas a admitirlo? —preguntó.

Ahora el guardabosque clavó la mirada en el elfo.

—¿Admitirlo? —repitió con incredulidad—. Hablas como si se tratara de un delito.

—¿Acaso no lo es?

—¿No es digna de ello? —disparó Elbryan como respuesta, mientras señalaba con la mano hacia los carruajes donde estaba Pony.

El enfado del elfo disminuyó en cierto modo; pero siguió insistiendo:

—¿Y quién es Elbryan para juzgar quién es digno y quién no lo es? —argumentó—. ¿Es Elbryan, entonces, el que se ha convertido en profesor en lugar de los Touel’alfar, que perfeccionaron la bi’nelle dasada cuando el mundo todavía era joven?

—No —repuso con severidad el guardabosque—, Elbryan no, pero sí el Pájaro de la Noche.

—Eso es mucho suponer —replicó Juraviel.

—Vosotros me disteis ese nombre.

—Te dimos la vida y mucho más —dijo con aspereza el elfo—. Ten cuidado de no abusar de los dones que te hemos dado, Pájaro de la Noche. La señora Dasslerond no toleraría semejante afrenta.

—¿Afrenta? —repitió el guardabosque, como si todo aquello fuera ridículo—. Considera la situación en la que yo, mejor dicho, nosotros nos encontramos. Pony y yo habíamos destruido al Dáctilo y, para abrirnos paso, tuvimos que luchar contra hordas de monstruos, eso sólo para poder llegar hasta Dundalis. Por lo tanto, sí, compartí con ella el don que me disteis, tanto en su honor como en el vuestro, del mismo modo que ella compartió conmigo el don que le había dado Avelyn, en honor de ambos.

—Te enseñó a utilizar las piedras —dedujo Juraviel.

—Estoy muy lejos del grado de conocimiento que ella tiene —admitió el guardabosque.

—También ella está muy lejos de tu capacidad de lucha —dijo el elfo.

Elbryan estuvo a punto de responder con agresividad, pues no podía tolerar semejante insulto a Pony, especialmente uno tan ridículo, pero Juraviel continuó hablando.

—No obstante, un humano que puede moverse con tanta gracia, que puede acoplarse tan maravillosamente con otro adiestrado por los Touel’alfar, es desde luego algo insólito —prosiguió el elfo—. Jilseponie danza como si hubiera pasado años en Caer’alfar.

La cara de Elbryan se iluminó con una sonrisa.

—La enseñó un experto —dijo con expresión burlona.

Juraviel ni siquiera hizo caso de aquella broma jactanciosa.

—Hiciste bien —decidió el elfo—. Sí, Jilseponie es digna de la danza, tan digna como el humano que más lo haya sido.

Satisfecho con el resultado de la charla, el guardabosque miró valle abajo hacia el este.

—Un grupo numeroso se va por allí —comentó.

—Probablemente se encontrarán con los monjes que vienen en dirección contraria.

—A menos que los monjes decidan esconderse y dejar que los trasgos pasen de largo —sugirió Elbryan.

Juraviel comprendió la indicación.

—Reúnete con tu compañera y cuida de los mercaderes —propuso—. Iré a explorar por el este y averiguaré qué ha sido de nuestros amigos trasgos.

El guardabosque condujo a Sinfonía ladera abajo hasta los carruajes. Un hombre asustado alzó un arma como si quisiera hacer retroceder al recién llegado, pero otro le pegó un cachete.

—¡Eh, estúpido! —exclamó el segundo hombre—. Precisamente este tipo ha salvado tu apestosa vida. ¡Él solito se ha cargado a la mitad de los trasgos!

El otro tiró el arma al suelo e inició una serie de ridículas reverencias. Elbryan se limitó a sonreír e hizo que Sinfonía pasara por delante de él y entrara en el anillo de los carruajes. De repente vio a Pony y bajó del caballo; confió las riendas a una mujer joven, casi una chiquilla, que se le acercó apresuradamente para ayudarlo.

—Hay muchos con heridas graves —explicó Pony, sin dejar de ocuparse de un hombre que parecía herido de muerte—. Lo hirieron en la primera lucha, no en la última.

Elbryan levantó la vista y dirigió una mirada inquieta hacia el este.

—Los monjes no están lejos, me temo —dijo con calma. Cuando volvió la vista hacia Pony, advirtió que la joven se mordía el carnoso labio superior y lo interrogaba con sus ojos azules muy abiertos. Sabía qué se proponía hacer su amada, tanto si él argumentaba en contra como si no, y se dio cuenta de que ella sólo esperaba que él le expusiera su punto de vista sobre la cuestión.

—Deja la piedra del alma —le indicó—. Cuida las heridas de forma convencional, y utiliza la gema sólo…

Elbryan se detuvo al ver cómo cambiaba la expresión de Pony. La mujer quería saber su opinión, por respeto, pero no necesitaba sus órdenes. Entonces el guardabosque se calló y bajó la cabeza para mostrar que confiaba en su criterio.

La miró mientras ella sacaba la Piedra Gris de la bolsa, la apretaba con fuerza y se inclinaba sobre el hombre herido. El guardabosque se agachó, tomó una venda y empezó a envolver la herida del hombre: una cuchillada en el costado derecho del pecho, entre las costillas, bastante profunda, que quizás incluso afectaba al pulmón. Elbryan vendó firmemente la herida; no quería causar más dolor a aquel hombre, pero era necesario que llorara un poco para disimular el trabajo secreto de Pony.

El hombre jadeaba, y Elbryan le dirigía palabras de consuelo. En cuestión de segundos, el hombre se tranquilizó y miró hacia el guardabosque con aire burlón.

—¿Cómo? —preguntó sin aliento.

—Tu herida no era tan mala como parecía —mintió Elbryan—. La hoja no atravesó el hueso de la costilla.

El hombre lo miró con incredulidad, pero lo dejó correr, aliviado por la desaparición del dolor, o poco menos, y porque empezaba a respirar con normalidad.

Elbryan y Pony recorrieron luego el campamento en busca de heridos a los que no bastaran los métodos convencionales. Sólo encontraron otro más, una anciana herida en la cabeza; tenía la mirada perdida y la boca babeante.

—Está sin sentido —dijo un hombre que la atendía—. Lo he visto antes; el trasgo le rompió la cabeza con el palo. Morirá esta noche mientras duerma.

Pony se inclinó y examinó la herida.

—No ocurrirá tal cosa —replicó—. No, si la vendamos adecuadamente.

—¿Qué? —preguntó con escepticismo el hombre, pero se calló enseguida cuando vio que Pony y Elbryan se ponían a trabajar.

El guardabosque aplicó unos vendajes alrededor de la cabeza de la mujer, mientras Pony, con la piedra del alma escondida bajo la palma de la mano, colocaba las manos cerca de la herida como si estuviera sujetando la cabeza mientras se la vendaban.

Pony cerró los ojos, se concentró en la piedra y envió la magia curativa a través de sus dedos. Sintió las punzadas de dolor, las partes sensibilizadas y tumefactas, pero se había ocupado de heridas mucho peores en las batallas del norte.

Cuando salió del trance, al cabo de unos instantes, la herida se había reducido hasta el punto de no representar un peligro para la vida de la mujer. Entonces se oyeron gritos:

—¡Se acercan! ¡Por el este!

—¡Trasgos! —chilló un mercader asustado.

—¡No! —gritó otro—. ¡Hermanos! ¡Saint Mere Abelle ha venido en nuestra ayuda!

Elbryan lanzó una mirada nerviosa a Pony, que enseguida guardó la gema.

—No sé cómo lo hiciste, pero has salvado la vida a Timmy —dijo una mujer, precipitándose hacia Elbryan. El guardabosque y Pony siguieron la mirada de la mujer que se dirigía al hombre herido en el pecho, que ahora estaba de pie hablando tranquilamente e, incluso, sonriendo.

—No era tan grave —indicó Pony.

—Llegaba hasta el pulmón —insistió la mujer—. Yo misma lo comprobé, y estaba convencida de que no llegaría a la cena.

—Estabas nerviosa y sobresaltada —sugirió Pony— y, además, angustiada pues sabías que los trasgos volverían.

La cara de la mujer se iluminó con una sonrisa conciliadora. Era mayor que ellos dos, tal vez de unos treinta y cinco años, con el porte fatigado pero agradable de una trabajadora honrada que había tenido una vida dura pero satisfactoria. Dejó de mirarlos para dirigir la vista hacia la anciana herida, que estaba sentada en el suelo y cuyos ojos ya mostraban de nuevo señales de vida.

—No tan sobresaltada —repuso con suavidad—. He visto muchas cosas en las batallas estas últimas semanas, y he perdido a un hijo, aunque mis otros cinco están bien, gracias a Dios. Me pidieron que me uniera a la caravana que se dirige a Amvoy sólo por mi fama en reparar huesos rotos.

El guardabosque y Pony intercambiaron miradas de preocupación, algo que no pasó inadvertido a la mujer.

—Ignoro lo que estáis ocultando —siguió diciendo con calma—. Pero no me voy a ir de la lengua. Os he visto en lo alto de la colina luchando por nosotros, aunque, por lo que he oído, no conocéis a nadie del grupo. No os traicionaré.

Para acabar, les guiñó el ojo y se alejó para unirse al tumulto que se había formado ante la inminente llegada de los monjes por la carretera del este.

—¿Dónde está nuestro hijo? —preguntó Pony a Elbryan con una sonrisa satisfecha.

El guardabosque miró alrededor, aunque, naturalmente, no se veía a Juraviel por ningún lado.

—Probablemente detrás de los monjes —contestó secamente—, o debajo de uno de sus hábitos.

Pony, nerviosa al pensar que el empleo de las piedras podía haber atraído a aquellos monjes y que la búsqueda podía pronto llegar a su fin, agradeció la broma. Puso la mano en la de su amado y lo condujo hacia donde estaba todo el mundo.

—Soy el abad De’Unnero, en viaje de Saint Mere Abelle a Saint Precious —dijo el monje que encabezaba el grupo, un hombre rebosante de energía, como expresaba claramente el brillo de sus ojos—. ¿Quién manda aquí? —inquirió.

Antes de que nadie pudiera contestar, la perspicaz mirada de De’Unnero se fijó en Elbryan y en Pony. Su modo de andar, a grandes zancadas, y sus armas los distinguían del resto. El futuro abad se dirigió hacia ellos, mirándolos con insistencia.

—Somos unos recién llegados al grupo como vosotros, querido fraile —dijo el guardabosque con humildad.

—¿Y os encontrasteis con ellos por pura casualidad? —preguntó De’Unnero con aire de sospecha.

—Vimos la columna de humo, del mismo modo que vosotros la habéis visto en el este —respondió Pony en tono cortante y mostrando con claridad que no estaba intimidada—. Y como somos gente de buen corazón, nos apresuramos para ver si podíamos ayudarlos; cuando llegamos se estaba preparando la segunda lucha, de modo que participamos en ella como si fuera nuestra propia batalla.

Los oscuros ojos de De’Unnero centellearon, y tanto a Pony como a Elbryan les pareció que el abad ardía en deseos de pegar a la chica por la acusación implícita. En efecto, era evidente que Pony había preguntado al monje por qué él y sus compañeros no se habían dado prisa para reunirse con ellos.

—Nesk Reaches —dijo la voz de un hombre corpulento, vestido elegantemente, el mismo que había hablado con Pony cuando la muchacha se había acercado por primera vez a la caravana antes de la lucha. El mercader avanzó con presteza y extendió la mano izquierda, pues la derecha la llevaba vendada—. Nesk Reaches, del municipio de Dillaman —dijo—. Esta es mi caravana, y nos alegramos de veros.

De’Unnero hizo caso omiso de la mano que le tendía el hombre; su mirada afilada todavía escrutaba a Elbryan y a Pony.

—Maese De’Unnero —interrumpió un anciano y gordo fraile, mientras se acercaba para situarse junto al forzudo hombre—, hay personas heridas; te ruego me des la piedra del alma para poder atenderlos.

Elbryan y Pony se dieron perfecta cuenta del destello de desprecio que cruzó por el rostro aguileño de De’Unnero; era obvio que no le había gustado que el otro monje ofreciera ayuda tan abiertamente y, además, ayuda mágica. Pero, para evitar ser puesto en evidencia delante de todos los mercaderes y de su propia comitiva, De’Unnero no tuvo más remedio que meter la mano en su bolsa, sacar una hematites y entregársela.

—Abad De’Unnero —corrigió.

El monje gordo se inclinó y se apartó de él; miró y sonrió a Pony y a Elbryan mientras avanzaba en medio del grupo.

Como Pony había previsto, pues ya se había formado una idea de la personalidad de aquel hombre, Nesk Reaches se dirigió hacia el monje gordo y levantó la mano levemente contusionada, fingiendo que la herida requería los mayores cuidados.

De’Unnero, sin embargo, no estaba dispuesto a dejar marchar al jefe de los mercaderes tan fácilmente; agarró a Reaches bruscamente por el hombro y lo obligó a darse la vuelta.

—¿Admites que esta es tu caravana? —preguntó el abad. El mercader bajó la cabeza con humildad—. ¿Cómo puedes ser tan insensato para exponer a tu gente a semejante peligro? —lo riñó De’Unnero—. Esta zona está infectada de monstruos, y son cazadores hambrientos. Se ha avisado por todo el país, y aquí estáis vosotros, solitarios y sin apenas protección.

—Por favor, buen hermano —tartamudeó Nesk Reaches—, necesitábamos provisiones; no teníamos muchas alternativas.

—Probablemente lo que necesitabas eran unas buenas ganancias —le espetó De’Unnero—. Pensabas obtener algunas monedas de oro en unos tiempos en que circulan pocas caravanas y las provisiones son más caras.

Las murmuraciones de la gente indicaron a Elbryan y Pony, y también a De’Unnero, que aquel razonamiento estaba bien fundado.

Entonces De’Unnero dejó que Nesk Reaches se fuera y llamó al monje gordo.

—¡Date prisa! Ya nos hemos retrasado demasiado —dijo. Se dirigió a Reaches y añadió—: ¿Adónde vais?

—A Amvoy —tartamudeó el mercader completamente intimidado.

—Pronto seré consagrado abad de Saint Precious —explicó De’Unnero en voz alta.

—¿Saint Precious? —repitió Nesk Reaches—. Pero el abad Dobrinion…

—El abad Dobrinion murió —aclaró con crudeza De’Unnero—. Y yo lo sustituiré. Dado que estáis en deuda conmigo, mercader Reaches, espero que tú y tu caravana asistáis a la ceremonia. Insisto en ello, y te recuerdo que sería prudente que fueras generoso con tus ofrendas.

Se dirigió hacia su comitiva e hizo seña a los monjes para que abandonaran el anillo de carruajes.

—Apresúrate —ordenó a maese Jojonah dándose la vuelta—. No voy a perder un día entero en esto.

Elbryan aprovechó la distracción para dirigirse hacia los caballos, pues se acordó de que Sinfonía llevaba una gema en el pecho que podría ser altamente significativa y reveladora para los monjes de Saint Mere Abelle.

Entretanto, Pony no apartaba la vista del monje gordo que atendía cuidadosamente a los numerosos heridos. Cuando el grupo de De’Unnero estuvo lo bastante lejos, la mujer se acercó a aquel hombre y le ofreció ayuda con métodos convencionales como vendajes y cosas por el estilo.

El monje miró la espada de la chica y la sangre que le salpicaba los pantalones y las botas.

—Tal vez deberías descansar —sugirió—. Por hoy, tú y tu compañero habéis trabajado bastante, por lo que he oído.

—No estoy cansada —respondió Pony con una sonrisa, mientras experimentaba una creciente simpatía hacia aquel hombre, inversamente equiparable a la progresiva antipatía que le había suscitado De’Unnero. No pudo menos que establecer una comparación entre él y el abad Dobrinion, al que al parecer iba a sustituir, y el contraste le produjo un escalofrío en la espalda. En cambio, aquel otro monje, tan sinceramente entregado a su trabajo para aliviar el dolor de los heridos, le pareció mucho más parecido al antiguo abad de Saint Precious, con quien Pony había coincidido en un par de ocasiones. Se inclinó y tomó la mano del hombre que el fraile estaba atendiendo, apretando en el punto exacto para detener la pérdida de sangre de su mano desgarrada.

Observó que el monje no la miraba ni tampoco miraba al hombre herido, sino que observaba a Elbryan y a los caballos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó a Pony, mirándola fijamente.

—Carralee —mintió Pony, utilizando el nombre de una prima suya que había muerto en el primer asalto a Dundalis.

—Soy maese Jojonah —repuso el monje—. Me parece que ha sido un feliz encuentro. Esa pobre gente ha tenido suerte de que nosotros, y en particular tú y tu compañero, pasáramos por aquí en el momento preciso.

Pony apenas oyó las últimas palabras. Miró fijamente al monje gordo. Jojonah. Conocía aquel nombre, el nombre de uno de los padres de quien Avelyn le había hablado con cariño, la única persona de Saint Mere Abelle, a juicio de Avelyn, que lo había comprendido. Avelyn no había hablado mucho con Pony sobre sus colegas de la abadía, pero aquel había sido el tema de conversación una noche después de demasiadas «pociones de coraje», como Avelyn llamaba a su licor. La conversación se había centrado exclusivamente en Jojonah. Ese solo hecho revelaba a la mujer lo mucho que Avelyn había llegado a querer al anciano.

—Tu trabajo es realmente asombroso, padre —observó mientras maese Jojonah utilizaba una piedra del alma con un hombre herido.

En realidad, Pony había advertido enseguida que ella tenía más poder con las gemas que aquel padre de la abadía, cosa que le recordó vivamente lo poderoso que Avelyn Desbris había sido con las gemas.

—Es una herida de poca monta —respondió maese Jojonah cuando la cuchillada del hombre estuvo curada.

—No para mí —dijo el hombre, y se rio aunque más bien pareció que tosiera.

—¡Qué bondadoso eres al dedicarte a estas tareas! —exclamó Pony con entusiasmo. Se comportaba con total espontaneidad, seguía los dictados de su corazón, aunque su razón le gritaba que fuera prudente y se callara. Echó una ojeada nerviosa alrededor para asegurarse de que ningún otro monje andaba dentro del círculo de carruajes, y continuó en voz baja.

—En una ocasión encontré a otro miembro de tu iglesia… Saint Mere Abelle, ¿no es cierto?

—Así es —respondió maese Jojonah con aire ausente, mientras miraba en derredor en busca de algún otro que necesitara sus habilidades curativas.

—Era un buen hombre —prosiguió Pony—. ¡Oh, qué hombre más bondadoso!

Maese Jojonah sonrió con educación, pero se dispuso a marcharse.

—Se llamaba Aberly, creo —dijo Pony.

El monje de detuvo en seco y se dio la vuelta para mirarla mientras su expresión cambiaba de educada tolerancia a sincera intriga.

—No, Avenbrook —fingió Pony—. ¡Oh!, me temo que no conseguiré recordar su nombre; hace muchos años, ¿sabe? Y aunque no puedo recordar su nombre, jamás olvidaré al monje. Lo conocí en una oportunidad en que estaba ayudando a un pobre pordiosero en las calles de Palmaris, como tú has ayudado a ese hombre. Y cuando el pobre hombre quiso pagarle con unas monedas que sacó del bolsillo de sus harapos, Aberly o Avenbrook, o cualquiera que fuera su nombre, aceptó gentilmente, pero se las apañó para que aquellas monedas, junto con algunas suyas, volvieran al pordiosero de forma apenas visible.

—Vaya —murmuró Jojonah, que había asentido con la cabeza a cada palabra de la chica.

—Le pregunté por qué lo había hecho, lo de las monedas, quiero decir —prosiguió Pony—. Podía simplemente haber rehusado que le pagara, después de todo. Me respondió que era tan importante preservar la dignidad del hombre como su salud —añadió, y acabó su relato con una amplia sonrisa. La historia era auténtica, aunque había ocurrido en una pequeña aldea lejana del sur, y no en Palmaris.

—¿Estás segura de que no puedes recordar el nombre del hermano? —preguntó Jojonah.

—Aberly, Aberlyn, algo así —respondió Pony sacudiendo la cabeza.

—¿Avelyn? —inquirió Jojonah.

—Podría ser, padre —replicó Pony, sin querer ser todavía demasiado explícita. Sin embargo, se sentía animada por la cálida expresión del rostro de Jojonah.

—¡Dije que te dieras prisa! —ladró ásperamente la voz del nuevo abad de Saint Precious desde fuera del anillo de los carruajes.

—Avelyn —repitió maese Jojonah a Pony—. Era Avelyn. —Echó a andar y, dándole una palmada en el hombro, añadió—: Nunca olvides ese nombre.

Pony lo observó mientras se iba y, por alguna misteriosa razón, se sintió un poco más reconciliada con el mundo. Entonces se dirigió hacia donde estaba Elbryan; el guardabosque se hallaba todavía junto a Sinfonía para ocultar la reveladora turquesa.

—¿Ya podemos irnos? —preguntó con impaciencia a la mujer.

Pony asintió con la cabeza y montó a Piedra Gris; la pareja agitó las manos para despedirse de los mercaderes y salió trotando del círculo de carruajes. Se dirigían de nuevo hacia el sur, ladera arriba, alejándose de los monjes, que habían vuelto a la carretera y se encaminaban hacia el oeste. Una vez en lo alto de la sierra, Elbryan y Pony encontraron a Juraviel; enseguida se encaminaron hacia el este y pusieron entre ellos y los monjes la mayor distancia posible.

De’Unnero empezó a reprender a maese Jojonah tan pronto como el anciano se unió a la comitiva de monjes. La diatriba se prolongó muchísimo, hasta mucho después de que el grupo saliera del valle.

Jojonah la olvidó casi inmediatamente, pues sus pensamientos seguían con la mujer que lo había ayudado a atender a los heridos. En su interior se sentía reconfortado, en calma y lleno de confianza en que el mensaje de Avelyn sin duda había sido escuchado. El relato de la mujer lo había impresionado profundamente, había reforzado la buena opinión que tenía de Avelyn, le había recordado una vez más todo lo que era justo —o todo lo que podría serlo— en su iglesia.

Mientras consideraba aquel relato, su sonrisa, naturalmente, no hizo más que enfurecer aún más a De’Unnero, pero a Jojonah no le importaba en absoluto. Al menos, con aquella diatriba —que parecía rozar la anormalidad psíquica— De’Unnero mostraba abiertamente su temperamento a los impresionables monjes más jóvenes. Podían sentir respeto ante las proezas del hombre en las batallas, incluso Jojonah estaba asombrado por ello, pero sus latigazos verbales contra un anciano impasible probablemente habían agriado no pocos estómagos.

Por fin, al advertir que la serenidad de Jojonah era demasiado firme como para alterarla, el inestable abad abandonó sus improperios y la comitiva prosiguió su camino; maese Jojonah se situó a la cola de la hilera de monjes con aire ausente, mientras intentaba conjurar las imágenes de la labor del hermano Avelyn con aquel pobre enfermo. Pensó de nuevo en la mujer y se alegró; pero a medida que analizaba lo que ella le había contado, a medida que consideraba el temible papel que aquella chica y su compañero habían tenido en la batalla, su alegría se transformó en curiosidad. Tenía poco sentido que un hombre y una mujer, que sin duda eran poderosos guerreros, se encaminaran hacia el este desde Palmaris, en lugar de formar parte de la vigilancia de alguna de las escasas y valiosas caravanas que intentaban cruzar el país. La mayoría de los héroes conseguían fama y renombre en el norte, donde los frentes de batalla estaban más definidos. Maese Jojonah pensó que aquella circunstancia necesitaba una ulterior investigación.

—¡La piedra! —le gritó el abad De’Unnero desde la cabeza de la comitiva.

Como el hombre apenas le prestaba atención, Jojonah se agachó y, tranquilamente, recogió una piedra de tamaño similar y la metió en la bolsa, en lugar de la hematites. A continuación, se apresuró a reunirse con De’Unnero con aire obediente y le entregó la bolsa. Suspiró aliviado cuando el perverso monje, al que no le importaba otra magia más que la zarpa de tigre, cogió la bolsa sin mirarla.

Continuaron la marcha hasta la puesta de sol; cuando montaron el campamento, habían recorrido bastantes quilómetros. Plantaron una tienda individual para De’Unnero, y este, inmediatamente después de comer, entró en ella con pergaminos y tinta, con objeto de ultimar los planes para la gran ceremonia de su nombramiento como abad.

Maese Jojonah casi no habló con sus compañeros; se apartó en silencio y se acomodó entre unas cuantas mantas gruesas. Esperó hasta que el campamento estuviera totalmente tranquilo, hasta que los hermanos roncaran a gusto, y entonces sacó la hematites de su bolsillo. Echó un último vistazo alrededor para estar seguro de que nadie lo observaba y se concentró en la piedra; conectó su espíritu a la magia de la gema y luego utilizó esa magia para liberar su espíritu de su forma corpórea.

Desprovisto de las limitaciones físicas de su viejo y pesado cuerpo, el padre recorrió una gran distancia en cuestión de minutos. Pasó por delante de la caravana de mercaderes, que seguía todavía formando un círculo en el valle.

La mujer y su compañero no estaban allí. El espíritu de Jojonah no se quedó con los mercaderes, sino que se elevó en el aire por encima de los altozanos. Atisbó un par de fuegos de campamento, uno en el norte y otro en el este, y por puro azar decidió investigar primero el del este.

En absoluto silencio y totalmente invisible, el espíritu se escurrió hacia allí. No tardó en divisar dos caballos, el gran semental negro y otro caballo musculoso y dorado; más allá de las monturas, en torno al fuego, vio a los dos guerreros que hablaban con alguien que no conocía. Con suma cautela y con el debido respeto se acercó aún más y describió un círculo en torno al campamento para observar mejor al tercer personaje del grupo.

Si hubiera estado con su forma corporal, el grito sofocado de Jojonah al ver la diminuta figura de facciones angulosas y alas translúcidas, sin duda, habría sido perceptible.

¡Un elfo! ¡Un Touel’alfar! Jojonah había visto esculturas y dibujos de aquellos diminutos seres en Saint Mere Abelle, pero los escritos sobre los Touel’alfar que había en la abadía eran poco precisos en cuanto a sus características reales e, incluso, llegaban a preguntarse si no eran más que una leyenda. Después de haber tropezado con trasgos y powris y de oír historias sobre gigantes fomorianos, Jojonah no se sorprendió lógicamente de la existencia real de los Touel’alfar, pero ver a uno de ellos le causó una profunda impresión. Pasó un buen rato rondando el campamento sin dejar de mirar ni un momento a Juraviel ni de escuchar la conversación.

Estaban hablando de Saint Mere Abelle, de los prisioneros que Markwart tenía encerrados, y en particular del centauro.

—El hombre era eficiente con la hematites —estaba diciendo la mujer.

—¿Podrías ganarle en una batalla con magia? —preguntó el corpulento hombre.

Jojonah tuvo que tragarse su orgullo cuando la mujer asintió con la cabeza confiadamente; pero la menor expresión de enfado que hubiera podido tener desapareció tan pronto como ella empezó a explicarse:

—Avelyn me enseñó bien, mejor de lo que me había imaginado —dijo—. Ese hombre era un padre, sin duda el que Avelyn consideraba su mentor, la única persona a quien Avelyn había querido en Saint Mere Abelle; Avelyn hablaba siempre con grandes elogios de maese Jojonah, pero, en realidad, la destreza del hombre con las piedras no era tanta, por lo menos comparada con la de Avelyn o con la mía.

No lo había dicho con altivez, sino como una simple constatación de hechos, por lo que Jojonah no se sintió ofendido. En lugar de eso, consideró las interesantes y profundas implicaciones de todo aquello. ¡Avelyn la había adiestrado! Y bajo su tutela, aquella mujer, que todavía parecía estar lejos de cumplir los treinta, era más poderosa que un padre de Saint Mere Abelle. Aquella constatación —el tono de la mujer reflejaba sin la menor duda que creía en lo que decía— le sirvió para fortalecer el respeto que sentía por Avelyn, un sentimiento que no cesaba de crecer.

Sintió deseos de quedarse allí y continuar escuchando a escondidas, pero se le había acabado el tiempo y aún tenía que recorrer un buen trecho antes del amanecer. Su espíritu se sumergió de nuevo en su cuerpo; cuando recuperó otra vez su forma corporal, suspiró aliviado al comprobar que su excursión espiritual no había sido advertida. El campamento estaba absolutamente en calma.

Jojonah miró la piedra del alma y se preguntó cómo proceder. Podría necesitarla, pero, si se quedaba con ella, De’Unnero probablemente consideraría su persecución una prioridad aún mayor que la del viaje a Saint Precious. Por otra parte, si no se la llevaba, podrían utilizarla de forma similar a como él lo había hecho esa noche, para buscarlo.

Jojonah encontró una tercera opción. Sacó un pergamino y tinta de entre los pliegues de su voluminoso hábito y se puso a escribir una breve nota, donde explicaba que había decidido regresar con la caravana de mercaderes para escoltarlos hasta Palmaris. Explicó que se llevaba la piedra del alma pues, sin duda, la necesitarían mucho más que los monjes, especialmente —Jojonah puso gran esmero en que esa idea quedara bien destacada— porque los monjes tenían a la cabeza a maese De’Unnero, seguramente el mejor guerrero salido de Saint Mere Abelle. Asimismo, Jojonah aseguraba a De’Unnero que se encargaría de conseguir que los mercaderes y el mayor número de compatriotas posible asistieran a la ceremonia de Saint Precious y aportaran valiosas ofrendas. Para terminar, escribió: «Mi conciencia no me permite dejar a esas personas solas allí. Es un deber de la iglesia ayudar al necesitado y, al hacerlo, ganamos para la grey colaboradores bien dispuestos».

Esperaba que aquel énfasis en la riqueza y el poder calmaría la reacción previsible del malvado De’Unnero. En realidad, ahora ya no tenía que preocuparse porque estaba muy cerca de aquellas tres personas tan importantes para conseguir cualquiera de sus objetivos más queridos. Cogió sólo la piedra del alma y un pequeño cuchillo y abandonó sigilosamente el campamento para que nadie advirtiera su marcha; se dirigió de nuevo hacia el este, tan rápidamente como le permitía su viejo corpachón.

Su primer destino era el valle donde los mercaderes se habían instalado, para conseguir orientarse y también por un deseo sincero de incorporarse a la maltrecha caravana. Cuando llegó cerca del lugar, se le ocurrió otra posible ventaja. Cortó un trozo de tela de su hábito, cosa que no le resultó difícil dado el desgaste que había sufrido después de tantos días de viaje. Rompió unas ramas bajas y arrastró los pies de un lado a otro para simular que se había producido una pelea; seguidamente se hizo un corte en el dedo y, con mucho cuidado, empapó de sangre la tela cortada y procuró que el lugar quedara salpicado de manchas rojas por todas partes. Enseguida cerró la herida con la hematites. Coronando la sierra, se dirigió hacia la ladera que dominaba el valle. El campamento parecía bastante tranquilo; había un par de fuegos ardiendo y varias figuras se movían de un lado a otro en perfecta calma, por lo que el monje se detuvo un momento para calibrar su situación; acto seguido reemprendió la marcha.

Antes del amanecer apareció ante su vista el mortecino fuego del campamento, al que se acercó sigilosamente. No quería asustar a aquella gente, ni mucho menos alarmarlos, pero pensó que lo mejor que podía hacer era aproximarse lo suficiente para que la mujer pudiera reconocerlo.

No tardó en llegar a los arbustos que rodeaban el pequeño campamento; el fuego apareció claramente ante su vista. Creía no haber hecho el menor ruido y se alegró al ver los dos sacos de dormir llenos con figuras humanas. ¿Cómo despertarlos, se preguntó, sin alarmarlos peligrosamente?

Decidió esperar hasta el alba y dejar que se despertaran por su cuenta, pero en el preciso instante en que se disponía a instalarse para esperar tal vez durante una hora, se dio cuenta de que alguien lo vigilaba.

Maese Jojonah se dio la vuelta mientras una figura enorme chocaba contra él. Aunque maese Jojonah, al igual que todos los monjes de Saint Mere Abelle, era un diestro luchador, en un abrir y cerrar de ojos se encontró tumbado de espaldas y con la punta de una afilada espada contra la garganta; el forzudo guerrero que tenía encima lo sujetaba sin dejarle posibilidad de réplica.

Jojonah no se resistió y el hombre, después de reconocerlo, retrocedió unos pasos.

—No hay nadie más —pronunció una voz melódica.

Jojonah supuso que era el elfo.

—Maese Jojonah —dijo la mujer apareciendo ante él. Se acercó con presteza y puso una mano sobre el poderoso hombro del guardabosque; con una mirada y una inclinación de cabeza, Elbryan se separó del monje y le tendió la mano.

Jojonah la cogió y se encontró de pie con tal facilidad que quedó asombrado de la fuerza y la agilidad de aquel hombre.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la mujer.

Jojonah la miró fijamente a los ojos, cuya belleza y profundidad no habían disminuido bajo aquella incipiente luz.

—¿Y vosotros? —preguntó.

Su tono, lleno de comprensión, dio que pensar tanto a Elbryan como a Pony.