El viento soplaba con fuerza por las extensas aguas del Masur Delaval cuando Elbryan, Pony y un disfrazado Juraviel embarcaron en el transbordador de Palmaris; el elfo provocaba miradas de curiosidad entre los viajeros. Sin embargo, Pony se mantenía junto a él y simulaba que era hijo suyo, su hijo enfermo; como las enfermedades eran algo muy común y muy temido en Honce el Oso, nadie se atrevía a acercárseles demasiado.
De hecho, los gemidos de Juraviel eran convincentes, puesto que la pesada manta que le envolvía le doblaba dolorosamente las alas.
Las enormes velas se desplegaron y el barco de cuatro cubiertas zarpó del puerto de Palmaris mientras las maderas crujían y las olas chocaban contra la parte baja de los costados de la embarcación. En la amplia y plana cubierta había más de cincuenta pasajeros y siete tripulantes que trabajaban lenta y metódicamente: habían realizado aquel trayecto dos veces por día, siempre que el tiempo lo permitía, durante muchos años.
—Dicen que un transbordador es un buen sitio para obtener información —susurró Juraviel a Elbryan y a Pony—. La gente que cruza el río a menudo está asustada, y la gente que tiene miedo con frecuencia repite en voz alta sus propios temores con la esperanza de que otro le ofrezca palabras de consuelo.
—Me voy a pasear entre ellos —propuso Elbryan, y se alejó de su «familia».
—¿Tu chico está enfermo? —le preguntó casi inmediatamente una voz cuando el guardabosque se acercó a un grupo de cinco adultos, tres hombres y dos mujeres, que por el aspecto parecían pescadores.
—Hemos estado en el norte —explicó el guardabosque—. Saquearon nuestra casa, así como todo el pueblo; durante más de un mes hemos estado ocultándonos de powris y trasgos, comiendo lo que podíamos, pasando hambre la mayoría de las veces. Mi hijo Belli… Belli comió algo malo, supongo que una seta, y todavía no se ha recuperado y puede que no lo haga nunca.
Aquello provocó comprensivas inclinaciones de cabeza, particularmente en las mujeres.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó el mismo hombre.
—Al este —contestó crípticamente Elbryan—. ¿Y vosotros? —se apresuró a preguntar antes de que el hombre le pidiera más precisiones sobre su destino.
—Hasta Amvoy —respondió el hombre refiriéndose a la ciudad situada al otro lado del río, el puerto de llegada del transbordador.
—Todos nosotros vivimos en Amvoy —puntualizó una de las mujeres.
—Sólo hemos ido a visitar a unos amigos en Palmaris, ahora que ya todo está en calma —añadió el hombre.
Elbryan asintió con la cabeza y dirigió la vista hacia las extensas aguas; los muelles de Palmaris se iban alejando deprisa mientras el pesado barco encontraba fuertes y favorables vientos.
—Tened cuidado si vais más allá de Amvoy —indicó la mujer.
—Vamos más allá.
—A Saint Mere Abelle —dedujo el pescador.
Elbryan lanzó una mirada de incredulidad hacia el hombre, pero fue suficientemente prudente para disimular enseguida, pues no quería revelar nada concreto.
—Allí es donde iría si tuviera un hijo enfermo —prosiguió el hombre; ni él ni sus compañeros habían advertido la expresión del guardabosque—. ¡Dicen que los monjes disponen de remedios para todo, aunque no se dan mucha prisa en distribuirlos!
Aquel comentario provocó risas entre sus compañeros, excepto en la mujer que había estado hablando, que permaneció mirando al guardabosque con aire severo.
—Ten cuidado si vas al este de Amvoy —dijo de nuevo, con mayor énfasis—. Hay noticias de bandas de powris que recorren esas tierras, y no lo dudes, a esos monstruos les trae sin cuidado si tu hijo está enfermo.
—Y una repugnante banda de trasgos —añadió el hombre—. Según se rumorea, fueron abandonados por los powris y ahora huyen asustados.
—No hay nada más peligroso que trasgos asustados —intervino otro hombre.
—Os aseguro —dijo el guardabosque sonriendo agradecido— que he tenido abundantes encontronazos con powris y trasgos.
Dicho esto, se inclinó y se alejó por la cubierta. Oyó de nuevo cómo la gente expresaba su preocupación acerca de las bandas que recorrían el este, pero no consiguió ninguna información verdaderamente interesante.
Completó su vuelta y se reunió de nuevo con Pony y Juraviel; el elfo estaba recostado, cobijado en la manta, mientras Pony se ocupaba de atender a los caballos, en especial a Piedra Gris pues el nervioso corcel se encontraba muy incómodo en el transbordador que surcaba las encrespadas aguas. El caballo pateó repetidas veces, soltó bufidos y relinchó en varias ocasiones, y el musculoso cuello empezó a empaparse de sudor.
Elbryan fue hacia él y lo cogió con firmeza por la brida. Le dio un poderoso tirón hacia abajo y consiguió calmarlo. No obstante, Piedra Gris tardó poco en volver a patear y a sacudir la cabeza.
Entretanto, Sinfonía permanecía bastante tranquilo. Elbryan observó al semental y a Pony, que estaba inclinada sobre el cuello del caballo con la mejilla junto a la turquesa mágica, y comprendió la razón. Pony había establecido comunicación con Sinfonía, una especie de empatía, y se las había arreglado para infundir al bravo semental la calma necesaria.
Piedra Gris dio un tirón brusco y poco faltó para que Elbryan saliera despedido; el caballo intentó piafar, pero el guardabosque le retuvo y tiró de él con todas sus fuerzas.
Otras personas, entre ellas un par de tripulantes, se acercaron con intención de ayudarlo a calmar al animal, pues el nervioso caballo en la cubierta abierta de un barco era sin duda un peligroso compañero.
Pero entonces Sinfonía se hizo cargo de la situación; se abrió paso hasta situarse ante Elbryan y apoyó su cabeza sobre la parte superior del cuello de Piedra Gris. Los dos caballos resoplaron y relincharon; Piedra Gris pateó de nuevo la cubierta e intentó piafar, pero Sinfonía no estaba dispuesto a permitírselo y lo empujó hacia abajo con fuerza e incluso puso una pata delantera sobre el lomo del semental, con objeto de mantenerlo en su sitio.
A continuación, para asombro de todos los curiosos, Elbryan y Pony incluidos, Sinfonía bajó la pata del lomo de Piedra Gris y lo acarició con el hocico, resoplando y sacudiendo la cabeza. Piedra Gris emitió algunas protestas, pero sonaron poco convincentes.
Y entonces ambos caballos se quedaron calmados.
—Buen caballo —murmuró un hombre a Elbryan mientras se disponía a alejarse.
Otro preguntó al guardabosque si quería venderle a Sinfonía.
—Las piedras de Avelyn demuestran su utilidad de vez en cuando —comentó Pony cuando los tres amigos se quedaron de nuevo solos con los caballos.
—Comprendo la comunicación entre Sinfonía y tú, pues ya lo hemos conseguido anteriormente cada uno por nuestro lado —declaró el guardabosque—, pero ¿me equivoco si creo que realmente Sinfonía transmitió tu mensaje a Piedra Gris?
—Algo por el estilo, me parece —respondió Pony, sacudiendo la cabeza, pues realmente no sabía qué contestarle.
—¡Qué arrogantes podéis llegar a ser los humanos! —observó Juraviel, atrayendo las miradas de ambos—. ¿Qué tiene de sorprendente que los caballos puedan comunicarse entre ellos, al menos de forma rudimentaria? ¿Cómo habrían sobrevivido durante tantos siglos de no ser así?
Vencidos ante tan simple lógica, Elbryan y Pony se limitaron a reír y dejar la cuestión en aquel punto. La expresión del guardabosque, no obstante, cambió rápidamente para volverse seria de nuevo.
—Se dice que hay una banda de powris que recorre las tierras más orientales del reino —explicó— y una banda de trasgos particularmente conflictiva.
—¿Qué menos podíamos esperar? —replicó Juraviel.
—Por lo que he averiguado, nuestros enemigos al este del río se encuentran en la misma situación caótica que los del norte —prosiguió el guardabosque—. Se rumorea con insistencia que los powris abandonan a los trasgos, y que estos están desbocados tanto por miedo como por su propia naturaleza perversa.
Juraviel asintió con la cabeza, pero Pony añadió enseguida:
—Hablas como si algunos de nuestros enemigos estuvieran desorganizados. Y, por lo que yo creo, ni trasgos ni powris en este momento se cuentan entre nuestros principales enemigos.
El doloroso recuerdo de su destino y el posible desastre que podían encontrar en aquel lugar los dejó sin palabras y tendió un manto sombrío sobre los tres. Pasaron la siguiente y última hora de viaje en relativo silencio, atendiendo a las necesidades de los caballos, y se alegraron cuando el transbordador atracó al fin en la pequeña ciudad de Amvoy.
El capitán del barco, de pie junto a la plancha de acceso, reiteraba las advertencias relativas a trasgos y powris a todos los pasajeros mientras desembarcaban y les pedía que tuvieran mucho cuidado si salían fuera de la ciudad.
Dado que no necesitaban provisiones, los tres amigos atravesaron la amurallada ciudad hacia la puerta este, donde de nuevo los alertaron del peligro que representaba aventurarse por aquellas tierras. No obstante, no les impidieron el paso; por consiguiente, salieron de Amvoy aquella misma tarde y en poco tiempo los dos caballos se habían alejado muchos quilómetros.
El terreno era mucho menos boscoso que al norte de Palmaris. La tierra estaba más cultivada, surcada por anchas carreteras, algunas cubiertas de guijarros, aunque realmente no hacían falta en ningún caso, pues los campos herbosos eran fáciles de atravesar. Aquel mismo día pasaron por un pueblo avanzando en paralelo a la carretera pero a una distancia prudencial de ella; aunque el pueblo no estaba amurallado, comprobaron que se encontraba bien defendido, ya que disponía de arqueros en los tejados e incluso de una catapulta en la plaza.
Los campesinos que trabajaban estoicamente en los campos hacían una pausa al verlos pasar; algunos incluso agitaban la mano o les gritaban para invitarlos a comer. Pero los tres amigos no se detuvieron y, cuando el sol empezaba a declinar, apareció ante su vista otro pueblo; era mucho más pequeño que el anterior, pues la región estaba menos poblada a medida que se alejaban del gran río.
Viraron hacia el este de aquel enclave y acamparon en un lugar desde donde se distinguían las negras siluetas de los edificios en lontananza, decididos a montar guardia aquella noche para proteger a los aldeanos.
—¿Cuánto nos queda de viaje? —preguntó Juraviel cuando se sentaron a cenar en torno a una fogata.
Elbryan miró a Pony, que había pasado varios años en aquella región.
—No más de un par de días —respondió. Cogió una rama del fuego y esbozó un tosco mapa en el suelo en el que se veían el Masur Delaval y la bahía de Todos los Santos—. Saint Mere Abelle está a unos ciento sesenta quilómetros del río, si recuerdo bien —explicó. Dibujó una zona más al este e hizo una marca para señalar la aldea de Macomber y, finalmente, otra para Pireth Tulme—. Estuve aquí, en Pireth Tulme, pero después de encontrarme con Avelyn nos volvimos al río por un itinerario al sur de la abadía, evitando pasar cerca de Saint Mere Abelle.
—Dos días —refunfuñó Elbryan—, tal vez tres. Deberíamos empezar a trazar planes.
—Hay poco que decidir —dijo Juraviel con arrogante intuición—. ¡Llegaremos a las puertas de la abadía y exigiremos que nos devuelvan a nuestros amigos. Y, si no lo hacen enseguida, la derribaremos!
Aquel conato de humor provocó sonrisas, pero nada más, pues todos, incluido Juraviel, empezaban a reconocer lo arriesgado de su empresa. Sabían que Saint Mere Abelle era el hogar de cientos de monjes, muchos de ellos expertos en el uso de las gemas mágicas. Si Elbryan y sobre todo Pony eran descubiertos y reconocidos, la expedición fracasaría enseguida.
—No deberíamos entrar en la abadía con las gemas —sugirió Elbryan.
Pony lo miró boquiabierta; su habilidad con las piedras era una de sus mejores armas, y también un eficaz medio de exploración e infiltración.
—Pueden detectar el menor uso que hagamos de ellas —explicó el guardabosque—; podrían incluso ser capaces de percibir la presencia de las piedras aunque no las utilizásemos.
—Un ataque por sorpresa es nuestra única posibilidad —declaró Juraviel.
Pony inclinó la cabeza para manifestar su acuerdo; en aquellos momentos no quería discutir ese punto.
—Y si nos descubren —prosiguió el guardabosque en tono severo, dedicando su observación especialmente a Pony—, tú y yo nos rendiremos, de forma pública y notoria, y pediremos un canje.
—Nosotros dos a cambio de la libertad de los Chilichunk y de Bradwarden —dedujo Pony.
—Entonces Juraviel recuperará las piedras de Avelyn y conducirá a todos hacia el oeste —continuó Elbryan—; luego volverá a Dundalis con Bradwarden y llevará las piedras a Andur’Blough Inninness y le pedirá a la señora Dasslerond que las ponga a buen recaudo.
Juraviel sacudió la cabeza antes de que Elbryan acabara.
—Los Touel’alfar no se involucrarán en el asunto de las piedras —dijo.
—¡Ya estáis involucrados! —insistió Pony.
—No es así —contradijo Juraviel—; yo ayudo a mis amigos para pagar deudas pendientes, nada más.
—Entonces, ayúdanos en este asunto —continuó Pony, pero Elbryan, que comprendía mejor las reservas de los elfos, no quiso entrar en la discusión.
—Exiges un compromiso político —explicó Juraviel—; eso no podemos hacerlo.
—Te pido que defiendas la memoria de Avelyn —arguyó Pony.
—Ese es un tema que la iglesia tiene que resolver —respondió enseguida Juraviel—. Ellos, y no los Touel’alfar, deben decidir su propio rumbo.
—Es, en efecto, un tema que tienen que resolver los humanos —asintió Elbryan, poniendo la mano sobre el brazo de Pony para tranquilizarla. La mujer lo miró fijamente a los ojos y él sacudió la cabeza lentamente, de forma deliberada, admitiendo la desesperanza de semejante argumento. El guardabosque se dirigió entonces al elfo y añadió—: Tengo que pedirte, pues, que recuperes las piedras y se las des a Bradwarden. Que él se las lleve lejos y las entierre a mucha profundidad.
Juraviel inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo.
—Y luego devuelve Piedra Gris a Roger —prosiguió Pony—, y Sinfonía al bosque allende Dundalis, su hogar.
De nuevo el elfo inclinó la cabeza. Se produjo un largo silencio, que no se quebró hasta que Juraviel de repente se echó a reír.
—¡Ah, vaya moral de victoria tenemos! —dijo el elfo—. Estamos planificando nuestra derrota, no nuestro triunfo. ¿Esto es lo que te enseñamos, Pájaro de la Noche?
La barba de tres días ensombreció la amplia sonrisa de Elbryan.
—Me enseñasteis a ganar —afirmó— y encontraremos la manera de entrar en Saint Mere Abelle y salir con Bradwarden y los Chilichunk antes de que los monjes se enteren siquiera de que hemos estado allí.
Festejaron aquel pronóstico con una ración extra de comida y bebida; luego terminaron de cenar y organizaron el campamento y su defensa; Juraviel salió para efectuar una exploración nocturna y dejó solos a Pony y Elbryan.
—Tengo miedo —admitió Pony—. Siento como si fuera el final de un largo viaje que empecé cuando encontré a Avelyn Desbris por primera vez.
A pesar de su reciente bravuconada, Elbryan no pudo discrepar. Pony se le acercó y él la rodeó con los brazos. La mujer lo miró a los ojos, se puso de puntillas y lo besó con ternura. Luego Pony, retrocedió paralizándolo con su mirada, mientras la excitación crecía; se le acercó y lo besó de nuevo, de modo más apremiante, y él le devolvió el beso: deslizó sus labios sobre los de ella y sintió la firme espalda de la mujer bajo la presión de sus brazos, mientras sus manos le acariciaban los músculos.
—¿Qué pasa con nuestro pacto? —empezó a preguntar el hombre. Pony puso un dedo sobre los labios para acallarlo. Lo besó de nuevo, una y otra vez, y suavemente lo empujó hacia el suelo hasta recostarlo junto a ella.
A Elbryan le pareció que estaban los dos solos en el ancho mundo, bajo las estrellas titilantes mientras la suave brisa del verano soplaba a través de sus cuerpos, les acariciaba la piel, les hacía cosquillas y los refrescaba.
Al día siguiente se pusieron en marcha temprano; sus caballos ya corrían raudos cuando el alba teñía de rosa la parte este del cielo, a sus espaldas. Las discusiones sobre cómo entrarían en Saint Mere Abelle fueron aplazadas tácitamente, puesto que no tendrían un conocimiento empírico del lugar hasta que echaran una ojeada a la abadía y vieran sus fortificaciones y el grado de alerta de la vigilancia. ¿Estaban abiertas las puertas para los refugiados de los pueblos cercanos, o estaban cerradas a cal y canto y disponía la abadía de docenas de vigilantes armados que patrullaban las murallas?
No podían saberlo y, por consiguiente, aplazaron la discusión hasta que de ella se pudiera derivar alguna conclusión práctica; apretaron el paso, decididos a llegar a la abadía a la mañana siguiente.
Pero entonces vieron humo que emergía como los dedos del demonio por encima de una sierra coronada por una hilera de árboles. Los tres habían visto semejantes penachos anteriormente y sabían que no se trataba de fuegos de campamento ni de chimeneas.
A pesar de la urgencia de su misión y de la dificultad de la empresa, ninguno de ellos dudó ni un segundo. Elbryan y Pony dirigieron sus monturas hacia el sur y corrieron a toda prisa hacia la sierra; luego subieron por la pendiente herbosa hasta una hilera de árboles. Juraviel, con el arco en la mano, agitó las alas y despegó de Piedra Gris tan pronto como llegaron para ganar altura y explorar mejor la zona.
Elbryan y Pony aminoraron la marcha, desmontaron y echaron a andar por el borde de la sierra con gran cautela. Allá abajo, esparcidos a lo largo de la carretera que atravesaba un valle en forma de cuenco, vieron los carruajes de una caravana, cargados de mercancías y dispuestos en una formación defensiva, vagamente circular. Varios carruajes estaban ardiendo, y Elbryan y Pony oyeron los gritos de hombres pidiendo agua o tratando de organizar la defensa. La pareja vio, también, mucha gente en el suelo: los chillidos de dolor de los heridos resonaban en todo el valle.
—Mercaderes —comentó el guardabosque.
—Deberíamos bajar e intentar ayudarlos —dijo Pony—. O, por lo menos, debería ir yo con la piedra del alma.
Elbryan la miró con aire escéptico; no quería que utilizara aquella piedra ni ninguna otra tan cerca de Saint Mere Abelle.
—Espera a que regrese Juraviel —le pidió—. No veo monstruos muertos en torno al anillo y, por lo tanto, es probable que la lucha no haya hecho más que empezar.
Pony movió la cabeza en un gesto de asentimiento, aunque los gemidos de los heridos la apenaban profundamente.
Juraviel no tardó en regresar agitando las alas sobre la rama de un árbol justo encima de sus cabezas.
—El panorama es a la vez bueno y malo —explicó—. En primer lugar, y como punto más importante, los atacantes son trasgos y no powris, un enemigo mucho menos temible. Pero son unos ochenta y preparan un segundo asalto —añadió señalando al otro lado del vallecito, hacia la sierra sur—. Más allá de los árboles.
Elbryan, siempre encargado de la táctica y buen conocedor de las artimañas de los trasgos, exploró la zona.
—¿Están confiados? —preguntó al elfo.
Juraviel asintió con la cabeza.
—He visto pocos heridos, y nadie parece oponerse a un ulterior asalto.
—Entonces atacarán justo por encima de aquella sierra —dedujo el guardabosque— y bajarán por la ladera para cargar con más violencia contra los mercaderes. Los trasgos nunca se han preocupado de sus bajas. No van a perder el tiempo en coordinarse para efectuar un ataque más eficaz.
—Ni falta que les hace —añadió Juraviel mientras observaba los carruajes y los lamentables intentos defensivos.
—Los mercaderes y sus guardias no tienen ninguna posibilidad de rechazarlos.
—A menos que los ayudemos —se apresuró a puntualizar Pony, mientras su mano se deslizaba inconscientemente por el interior de la bolsa de las piedras, gesto que no pasó inadvertido a Elbryan.
El guardabosque miró a Pony a los ojos y negó con la cabeza.
—No utilices las piedras a menos que sea estrictamente imprescindible —ordenó.
—Son ochenta —señaló Juraviel.
—Pero son sólo trasgos —dijo el guardabosque—. Si podemos matar a uno de cada cuatro, los demás seguramente huirán enseguida. Vamos a prepararnos para la batalla.
—Me voy a vigilar a los trasgos —dijo el elfo, y desapareció de la vista tan rápidamente que Elbryan y Pony parpadearon con incredulidad.
Los dos condujeron a los caballos dando un rodeo: bajaron y atravesaron la carretera fuera de la vista de los carruajes de los mercaderes y luego subieron por la ladera sur hasta la hilera de árboles.
—Tienen hambre y miedo —observó Elbryan.
—¿Los mercaderes o los trasgos?
—Ambos, probablemente —repuso el guardabosque—. Pero me refería a los trasgos; están hambrientos, asustados y desesperados, lo cual los hace doblemente peligrosos.
—Bueno, pero si matamos a uno de cuatro, los demás huirán, ¿no? —preguntó Pony.
El guardabosque se encogió de hombros.
—Están demasiado lejos de su casa y sin perspectivas de regresar; sospecho que los rumores son ciertos y que los powris los han abandonado aquí, en unas tierras llenas de enemigos.
—¿Pretendes perdonarlos? —preguntó Pony, mirándolo de soslayo.
El guardabosque soltó una risita ante la pregunta.
—No hay perdón para los trasgos —repuso con firmeza—. No después del desastre de Dundalis. Ojalá no puedan huir, pues vivirían para causar más desgracias; que los ochenta vengan por encima de la colina y que los ochenta mueran en nuestras manos.
Por aquel entonces ya habían alcanzado la parte superior de la sierra y los trasgos ya estaban ante su vista, amontonados en una ladera a algo menos de un quilómetro hacia el sur. No había muchos árboles entre ellos y los trasgos, pero tanto Pony como Elbryan enseguida descartaron cualquier posibilidad de ver al elfo mientras bajaba hacia ellos. Se dieron la vuelta hacia la hilera de árboles, para ver qué sorpresas podrían preparar los dos juntos contra la horda que no tardaría en atacar. Pony se dirigió hacia el sotobosque en busca de árboles jóvenes que fueran adecuados para construir trampas, mientras el guardabosque centró su atención en un grueso olmo muerto, precariamente colgado del mismo borde de la sierra.
—Si pudiéramos arrojarlo encima de ellos, causaríamos una gran confusión —comentó el guardabosque cuando Pony se reunió con él.
—Si tuviéramos un equipo de caballos de tiro, sin duda lo conseguiríamos —respondió Pony con sarcasmo, pues el árbol muerto era desde luego enorme.
Pero Elbryan tenía una respuesta: introdujo su mano en el bolsillo y sacó un paquete de gel de color rojo.
—Un regalo de los elfos —explicó—. Y creo que el tronco estará suficientemente podrido para que esto funcione.
Pony asintió con la cabeza. Ya había visto a Elbryan utilizar el mismo gel en Aida para debilitar una barra metálica y luego partirla limpiamente con un simple corte de su espada.
—Ya he preparado una trampa, y veo factible preparar algunas más —anunció la mujer—. Asimismo, algunos palos afilados ocultos entre la maleza podrían causarles algún disgusto.
El guardabosque asintió con aire ausente, demasiado inmerso en su propio trabajo para darse cuenta siquiera de que Pony había vuelto al suyo.
Elbryan encontró el punto más débil del tronco y examinó su anchura y resistencia. Estaba convencido de que con varios golpes enérgicos de Tempestad podía abatir el árbol, pero aquello no bastaría, pues no tendría tiempo de lanzarlo en medio de la horda de trasgos. Pero, si antes pudiera prepararlo adecuadamente…
Levantó la espada y propinó un golpe ligero; con cautela se agachó para escuchar los crujidos de la madera al ceder. De nuevo encontró el lugar más adecuado y pegó un golpe cortante, y luego otro. Después tomó el paquete, lo abrió y untó con la sustancia rojiza —una mezcla que los elfos utilizaban para debilitar objetos— la zona crítica, alineándola con un par de árboles situados ladera abajo.
Cuando estaba acabando, Pony regresó junto a él, montada en Piedra Gris.
—Deberíamos avisarles —dijo la mujer, señalando hacia la caravana de mercaderes.
—Ya saben que hay alguien aquí arriba —respondió el guardabosque.
—Pero deberían conocer nuestros planes para ayudarlos —razonó Pony—, para preparar adecuadamente una defensa complementaria; no podemos confiar en que detendremos a todos los trasgos, independientemente de la eficacia de nuestras trampas y nuestras espadas —añadió, mientras señalaba hacia la parte baja de la ladera, donde había un tocón que apenas emergía por encima de la hierba alta—. La pendiente allí es pronunciada, y los trasgos bajarán de cabeza a toda velocidad y estarán al alcance de los arcos que los mercaderes puedan tener —explicó—. Ese es un punto crítico; si pudiera tender una cuerda de viaje, podríamos aminorar la velocidad de los trasgos y permitir que los mercaderes tengan ocasión de efectuar más disparos.
—Unos cien metros —respondió Elbryan calculando la distancia entre el tocón y el lugar protegido más cercano.
—Es muy probable que los mercaderes dispongan de una cuerda de esa longitud —razonó Pony; esperó a que el hombre asintiera, volvió grupas a Piedra Gris y bajó con cautela por la ladera. Había recorrido dos tercios del camino y se encontraba desprotegida en medio del prado, a menos de cincuenta metros de la caravana, cuando advirtió muchos arcos apuntados hacia ella, pero uno tras otro fueron bajando al darse cuenta los arqueros de que no se trataba de un trasgo.
—Buenos días —saludó la mujer, mientras se acercaba a los carruajes y se dirigía hacia un hombre robusto elegantemente vestido que parecía por su actitud uno de los jefes del grupo de batalla—. No soy enemiga vuestra, sino aliada.
El hombre inclinó la cabeza con cautela, pero no respondió.
—Los trasgos no están lejos y se están preparando para volver —anunció Pony dándose la vuelta para señalar hacia lo alto de la ladera—. Desde allí —explicó—. Mi amigo y yo les estamos preparando algunas trampas, pero me temo que no podremos detenerlos del todo.
—¿Desde cuándo habéis considerado esta batalla como propia? —preguntó, desconfiado, el mercader.
—Siempre consideramos como propias las batallas contra trasgos —respondió la joven sin vacilar—. A menos que prefiráis que no os ayudemos y dejemos que los ochenta trasgos caigan sobre vosotros.
Aquella respuesta eliminó buena parte de la jactancia del hombre.
—¿Cómo sabéis que vendrán desde el sur? —preguntó el desconfiado mercader.
—Conocemos a los trasgos —repuso Pony—. Conocemos sus tácticas, y también su falta de tácticas. Se han reunido en el sur y no tienen paciencia para dar un rodeo y coordinar un ataque desde diferentes direcciones; no cuando están convencidos de que su presa está acorralada y derrotada.
—¡Les haremos frente! —declaró un arquero, mientras agitaba el arco en el aire. Ese movimiento fue seguido con poco entusiasmo por los aproximadamente diez hombres que disponían de arcos.
En resumidas cuentas, la caravana contaba con menos de cuarenta hombres capaces de pelear, supuso Pony, y con unos veinte arcos, aunque manejados por arqueros sin adiestramiento ni experiencia, por lo que apenas harían mella en la embestida de los trasgos antes de que el combate cuerpo a cuerpo se iniciara en torno a los carruajes. Elbryan podía luchar contra tres trasgos a la vez, incluso contra cuatro, con una razonable esperanza de vencerlos, pero para mujeres y hombres normales un solo trasgo podía resultar un enemigo demasiado duro.
Pony lo sabía y, al parecer, también el mercader, pues se le hundieron los hombros de abatimiento.
—¿Qué nos propones? —preguntó.
—¿Tenéis una cuerda?
El mercader hizo una señal hacia un hombre que estaba cerca, y este corrió hasta un carruaje y apartó la lona: apareció un considerable acopio de cuerda enrollada, de buena calidad, delgada y fuerte. Pony le indicó que la trajera.
—Intentaremos equilibrar las fuerzas —explicó—. Frenaré su carga allí, a la altura de aquel tocón, al alcance de vuestros arcos. Disparad bien.
Cogió la cuerda que le llevó el hombre, la puso en la silla, detrás de ella, e hizo que Piedra Gris se pusiera en marcha.
—Mujer, ¿cómo te llamas? —preguntó el mercader.
—Ya tendremos tiempo de hablar de eso más adelante —respondió ella espoleando al caballo para que se dirigiera a medio galope hacia el tocón.
En lo alto de la colina, Elbryan daba los últimos toques a su conjunto de trampas. Hizo un lazo y lo pasó por la parte superior de las ramas del árbol muerto, consiguiendo con gran destreza enlazarlo con la cuerda; luego la ató en la silla de Sinfonía. Seguidamente, el guardabosque guio al caballo hasta un espeso bosquecillo bastante apartado y se dispuso a disimular la cuerda, pues no quería que los trasgos la vieran.
—Tenemos más compañía —oyó la voz de Juraviel desde lo alto cuando Elbryan ultimaba su trabajo.
Miró hacia arriba explorando con atención y, al fin, descubrió la ligera figura del elfo.
—Por el este —explicó Juraviel—. Un grupo de monjes, tal vez una docena, se acercan cautelosamente.
—¿Llegarán a tiempo para la batalla?
Juraviel echó una ojeada hacia el sur.
—Los trasgos ya han empezado a moverse —comunicó—. Quizá los monjes llegarían a tiempo si se dieran prisa, pero no creo que se propongan hacerlo. No pueden no haber visto el humo, pero no sé si están muy ansiosos por entrar en combate.
Elbryan sonrió sin sorprenderse en cierto modo.
—Avísale a Pony —le pidió—. Dile que mantenga las piedras bien guardadas y que no las utilice.
—Si la situación lo exige, no dejará de hacerlo —razonó Juraviel—, ni debería dejar de hacerlo.
—Pero si las utiliza, me temo que poco después de haber despachado a los trasgos, nos tocará pelear con una docena de monjes —replicó el guardabosque con un gesto severo.
El elfo se apresuró a lo largo del borde de la sierra procurando quedar fuera de la vista de los hombres del círculo de carruajes. Comunicó el mensaje a Pony y luego corrió hasta alcanzar una posición adecuada en un árbol —medio volando y medio trepando, pues sus alas delgadas y frágiles estaban cada vez más fatigadas—, mientras los trasgos de cabeza se iban aproximando. Con cierto alivio, aunque con escasa sorpresa, Juraviel se dio cuenta de su caótica formación: no eran más que una turba impaciente por entrar en combate. Como habían imaginado los tres amigos, los trasgos no se detuvieron al coronar la sierra, sino que siguieron adelante e iniciaron la carga ladera abajo, sin preocuparse ni siquiera por evaluar las defensas de la presa que codiciaban.
Y sin apenas darse cuenta de sus propios infortunios, ya que uno de los trasgos, advirtió el elfo, cayó en una de las trampas de Pony al pisar y liberar el arbolito inclinado. El chillido del monstruo apenas se oyó en medio de los gritos de batalla de sus compañeros, y el trasgo fue lanzado al aire girando cabeza abajo hasta quedar colgado e indefenso a poco más de un metro del suelo.
Varios trasgos pasaron por delante de su compañero atrapado sin hacerle caso, mientras otros se burlaron de su infortunio.
En otro lugar, un trasgo chilló de susto y dolor mientras caía en una de las pequeñas y peligrosas zanjas que Pony había excavado y disimulado a toda prisa. La pierna de la criatura se puso súbitamente rígida y luego se dobló hacia adelante, quebrándole el hueso justo por debajo de la rótula. El trasgo cayó hacia atrás mientras con las manos intentaba detener el temblor de la pierna y aullaba furiosamente, pero tampoco esta vez sus camaradas se detuvieron a auxiliarlo.
Un tercero quedó atrapado rugiendo de dolor al clavarse en el pie una puntiaguda estaca cuidadosamente escondida.
Confiado en la falta de atención de los trasgos, Juraviel tomó el pequeño arco y empezó a disparar sus flechas. Un infortunado trasgo se detuvo justo al pie del árbol del elfo y se apoyó en el tronco mientras recobraba el aliento; la flecha de Juraviel lo alcanzó en pleno cráneo y, tras dejarlo sin sentido, lo hizo caer de rodillas agarrado todavía con una mano al tronco. Murió en esa posición.
Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, sólo habían conseguido frenar a uno de cada veinte trasgos y los que corrían en cabeza continuaban avanzando por la ladera herbosa. Juraviel disparó de nuevo y paralizó a otro trasgo que se le puso a tiro; miró entonces hacia el oeste, a cierta distancia, donde había un par de árboles en la parte baja de la colina y donde el Pájaro de la Noche preparaba la mayor de las sorpresas.
Con una rodilla apoyada en tierra, detrás de la protección que le proporcionaban los árboles, el guardabosque sostenía el arco en posición horizontal, entre los troncos. Dejó que los trasgos de cabeza rebasaran la trampa, pues quería atrapar al grueso del grupo. Además de causarles un daño mayor, esperaba que tal estrategia pondría a los trasgos al alcance de los mercaderes de forma más repartida, unos pocos cada vez.
Una docena de trasgos pasó a la vez por los árboles y, detrás de ellos, seguían otros doce.
El Pájaro de la Noche disparó, pero su acertada flecha fue interceptada en el último momento por un desprevenido trasgo que fue alcanzado en el costado. Impertérrito, pues había previsto que ocurriera algo por el estilo, el Pájaro de la Noche disparó inmediatamente una segunda flecha, que esta vez atravesó la multitud y fue a clavarse con fuerza en el tronco preparado.
En ese preciso momento, el guardabosque llamó con un silbido al caballo, en quien tanto confiaba; Sinfonía dio un brusco salto hacia adelante y la cuerda se tensó.
El árbol muerto emitió una serie de tremendos crujidos, como si protestara sonoramente, y muchos trasgos se quedaron paralizados por el pánico.
Entonces, toneladas de madera con docenas de largas y gruesas ramas puntiagudas se precipitaron sobre ellos.
Los trasgos se echaron de cabeza a derecha e izquierda, chillaron e intentaron escapar, pero la sincronización del guardabosque había sido perfecta. Tres murieron en el acto, y muchos más, unos dieciséis, sufrieron graves heridas a causa de las astillas o resultaron aplastados contra el suelo y aprisionados por intrincadas ramas. Aproximadamente una cuarta parte de los trasgos ya había conseguido rebasar la zona de la trampa y seguía avanzando hacia los carruajes a todo correr. La mayoría de los trasgos que habían quedado atrapados por el árbol caído o se hallaban detrás de él se limitaron a saltar aquel obstáculo surgido de súbito, demasiado sedientos de sangre humana para ni siquiera pararse a considerar que podía tratarse de una emboscada; otros, confusos y cautos, se dispersaban por doquier o intentaban ponerse a cubierto. Aquella confusión, aquella falta de cohesión en las filas enemigas, era exactamente el resultado esperado por el Pájaro de la Noche.
Dispuesto a aprovechar la oportunidad, el guardabosque tomó de nuevo Ala de Halcón y disparó una flecha a un trasgo que se había aventurado demasiado cerca; acto seguido el guardabosque disparó otra vez y alcanzó a un trasgo que trataba de librarse de las punzantes ramas.
En lo alto de la colina, Sinfonía dio repetidos tirones hasta conseguir romper la parte del tronco enlazada por la cuerda. Un trasgo se acercó a la espesa maleza que ocultaba al imponente semental para averiguar la causa del estruendo, pero el Pájaro de la Noche de un solo tiro lo abatió al instante.
Sinfonía salió del bosquecillo, pero varios trasgos lo avistaron y se pusieron a aullar. El caballo se lanzó ladera abajo, deseoso de reunirse con el guardabosque.
El Pájaro de la Noche, blandiendo Tempestad, salió corriendo al encuentro del semental, llegó junto a la cuerda y la cortó de un solo tajo con la espada mágica. Se encaramó a la silla, cruzó Tempestad sobre el regazo, empuñó de nuevo Ala de Halcón y le puso una flecha mientras se acomodaba en la silla.
¡Había que ver cómo salieron corriendo los trasgos más cercanos cuando vieron que el arco se levantaba de nuevo!
El Pájaro de la Noche derribó a uno y, con un rugido de desafío, espoleó a Sinfonía para que se lanzara a una corta carrera que le llevó a campo abierto; sobre la marcha, el guardabosque hizo volar otra flecha y consiguió otra diana.
Los trasgos más cercanos se detuvieron bruscamente; algunos le arrojaron lanzas, pero el Pájaro de la Noche era demasiado rápido para ser alcanzado: hizo girar Ala de Halcón en sus manos y lo utilizó como un palo, moviéndolo de un lado a otro para desviar los proyectiles de los trasgos que, sin causar daño alguno, iban cayendo a los lados.
Con un rápido gesto, levantó el arco sujetándolo firmemente por el centro con la mano izquierda, mientras con la derecha colocaba otra flecha. Una fracción de segundo después, otro trasgo se retorcía en el suelo.
El guardabosque se lanzó a la carga. Disparó una vez más, luego colgó Ala de Halcón en la silla, empuñó Tempestad y avanzó amenazadoramente hacia un grupo de tres enemigos.
En el último segundo hizo virar a Sinfonía bruscamente hacia un lado y saltó de la silla; aterrizó dando una voltereta, cargó con una corta carrera y aprovechó el tremendo impulso para atravesar con la espada el palo que un trasgo le interpuso y luego hundirla hasta la mitad en la cabeza de la criatura.
Un brusco movimiento de muñeca hizo volar al trasgo por los aires y devolvió Tempestad a la mano del Pájaro de la Noche tras describir un repentino giro. Inmediatamente, el hombre apuñaló hacia adelante y consiguió matar al segundo enemigo; luego desclavó la espada y la movió justo a tiempo para desviar un corte de la espada del tercero.
En una pelea singular, el trasgo no era rival para el Pájaro de la Noche. El guardabosque rechazó otro ataque, luego un tercero, al tiempo que golpeaba con tanta fuerza la espada del trasgo que la desvió hacia arriba. Aprovechando la ocasión, el Pájaro de la Noche avanzó un paso y, utilizando Tempestad para retener la espada del trasgo por encima de la cabeza del monstruo, con la mano libre lo agarró por el escuálido cuello.
El guardabosque forzó al trasgo a doblarse hacia atrás, y los poderosos músculos del brazo se le hincharon y se le pusieron tensos. Con un gruñido y una súbita y brusca sacudida, el Pájaro de la Noche rompió el cuello del monstruo, que cayó muerto al suelo.
Se le acercaron más trasgos; el guardabosque les dio la bienvenida.
El grupo de vanguardia de los trasgos oyó el fragor del combate, pero en ningún momento se molestó en mirar hacia atrás, ansioso por conseguir la aparentemente fácil presa que constituía la caravana de mercaderes. Bajaron corriendo por la ladera a toda velocidad, ululando ávida y salvajemente. Las flechas que les llovían —uno de ellos fue alcanzado— apenas consiguieron aminorar su marcha.
Pero entonces, de repente, los que iban delante fueron derribados; los que los seguían se tambalearon y el grupo entero se convirtió en un amasijo atascado en el lodo.
A un lado, en la maleza, Pony incitaba a Piedra Gris a avanzar manteniendo la cuerda tirante mientras un trasgo tras otro iban tropezando con ella. La muchacha había atado un extremo de la cuerda al tocón, y luego la había tendido por el prado hacia los árboles calculando el ángulo cuidadosamente para que, cuando el caballo tirara, la cuerda quedara justo a la altura de las rodillas de los trasgos. Antes de atar el otro extremo a su montura, la había enlazado a una raíz que sobresalía para impedir que los tirones de los trasgos atrapados en ella afectaran a Piedra Gris directamente. Ahora, el poderoso semental tiraba hacia adelante y mantenía la cuerda tensa.
Desde abajo, los cuarenta arqueros de la caravana tenían más tiempo para preparar los disparos y buscar objetivos relativamente fijos; la descarga siguiente fue mucho más efectiva. La situación se complicó aún más para los trasgos, pues los que conseguían levantarse habían perdido su impulso y tenían que empezar a correr a menos de cuarenta metros de los arqueros.
Aunque no eran verdaderos guerreros, los mercaderes y sus vigilantes no eran tontos, y varios de ellos no participaban en la lluvia de flechas, sino que reservaban sus disparos para los trasgos que lograban aventurarse demasiado cerca. Los monstruos llegaban a los carruajes de forma aleatoria, uno o dos a la vez, y sin inspirar el pánico de una llegada masiva. Por consiguiente, los arqueros eran capaces de concentrarse mucho más y la mayoría de sus tiros daban en el blanco.
Pony comprendió que allí ya había terminado el trabajo. Tomó de nuevo la espada y cortó la cuerda de la que tiraba Piedra Gris. Hizo dar la vuelta al caballo con la intención de cargar contra los trasgos que todavía se debatían entre la hierba, pero entonces miró hacia lo alto de la colina y vio a su amado en medio de un grupo de monstruos. Resistiendo la tentación de utilizar las gemas mágicas, hundió los talones en los flancos de Piedra Gris y el caballo salió corriendo, disparado hacia lo alto de la colina.
Mientras el grueso de la horda de trasgos avanzaba más allá de la sierra dejando tras de sí unos pocos muertos y heridos, Juraviel pudo seleccionar sus tiros con mayor libertad. Al principio se dedicó a las criaturas que luchaban con el guardabosque, pero cuando la magnitud del desastre empezó a hacer mella en los trasgos, varios se dieron la vuelta e intentaron huir. Se dirigieron de nuevo hacia lo alto de la colina y pasaron justo por debajo de la posición del elfo sin intención de detenerse ni de aminorar la marcha.
El arco de Juraviel silbaba sin parar: una flecha tras otra aguijoneaba a los monstruos que huían asustados. Disparó a todos los trasgos que vio y, cuando casi había vaciado su carcaj, una criatura se detuvo bruscamente al pie de su árbol y se puso a dar brincos con gran excitación y a señalarlo.
Juraviel se apresuró a disparar una flecha contra su repugnante cara, y el trasgo cayó derribado junto al cadáver de su compañero arrodillado. A continuación disparó contra otras dos criaturas que se habían acercado para averiguar por qué había gritado el trasgo.
Juraviel rebuscó metódicamente en su carcaj y comprobó que sólo le quedaba una flecha. Se encogió de hombros y disparó contra otro monstruo; luego colgó el arco en un saliente de una rama, desenvainó su ligera espada y bajó del árbol, buscando el momento adecuado para atacar con fuerza.
Sin embargo, se dio cuenta de que la pelea ya estaba tocando a su fin, pues más de veinte trasgos yacían muertos en la colina, otros veinte agonizaban frente a la caravana de los mercaderes, varios habían huido al otro lado de la sierra y otro grupo considerable bajaba corriendo por la ladera pero desviándose hacia el este. Al contemplar aquel panorama Juraviel se sintió lleno de esperanza, pues aquellos eran los trasgos de antaño: unos cobardes enemigos a los que era fácil desconcertar y que eran incapaces de mantener una formación ordenada ante una resistencia inesperada; aquellos eran los trasgos que, aunque mucho más numerosos que los humanos y los elfos de Corona, jamás habían supuesto una auténtica amenaza.
La impaciencia de los trasgos por abatir al guerrero que luchaba a campo abierto no tardó en desvanecerse, pues uno tras otro fueron cayendo muertos bajo la deslumbrante espada del Pájaro de la Noche.
Rodeado por cinco monstruos, el guardabosque avanzó con decisión; al ver que los que tenía delante retrocedían, se volvió bruscamente pues sabía que los que estaban detrás se abalanzarían sobre él; al girar sobre sí mismo, propinó un violento barrido con la espada y desvió hacia un lado un palo y una lanza dirigidos contra él. Con el perfecto equilibrio conseguido a lo largo de años de bi’nelle dasada, los pies del guardabosque se deslizaron con rapidez antes de que los trasgos que ahora habían quedado detrás de él pudieran atacarlo por la espalda y, al coger por sorpresa a los dos que tenía delante con su repentino desplazamiento, consiguió propinar un potente golpe de espada en el pecho del que llevaba el palo.
Mientras la criatura caía apretándose la herida en un vano intento de retener la vida que se le escapaba con la sangre que le brotaba a borbotones, su compañero echó la lanza hacia atrás y se la arrojó.
Fue un buen lanzamiento, bien dirigido a la cabeza del Pájaro de la Noche, pero el guardabosque torció y agachó la cabeza con gran astucia; su gesto, combinado con el movimiento transversal de Tempestad, hizo que la lanza se desviara por encima de su hombro y pasara sin rozarlo; el proyectil continuó su recorrido y obligó a los trasgos situados tras el guardabosque a echarse a un lado frenéticamente, lo cual frenó su avance y proporcionó al hombre tiempo suficiente para preparar un nuevo ataque.
El ahora desarmado trasgo levantó los brazos en una débil posición defensiva. Tempestad golpeó tres veces seguidas: la primera lo hirió en un brazo, la segunda en el otro hombro, inutilizándoselo para una posible defensa, y la tercera lo alcanzó en la garganta.
El Pájaro de la Noche se dio la vuelta a tiempo para rechazar la carga de los tres trasgos que quedaban y se agachó todo lo que pudo, pero en perfecto equilibrio, para adoptar una posición defensiva; entretanto, dos nuevos camaradas que sustituían a los caídos rodearon de nuevo al guardabosque, pero en esta ocasión parecían tener menos prisa en lanzar el primer ataque.
El Pájaro de la Noche continuó su giro, preparado para defenderse desde todos los ángulos. De vez en cuando atacaba de forma controlada con Tempestad, no para herirlos sino con objeto de provocar el ataque de los trasgos objeto de su embestida. Pensaba jugar con sus errores, dejar que dominaran y que, inevitablemente, cometieran alguna equivocación; pero entonces vio otra posibilidad y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa de confianza, lo cual desconcertó a los trasgos.
Comprendieron el motivo de su alegría poco después, cuando Piedra Gris irrumpió en medio de ellos con violencia y los arrojó hacia un lado, mientras Pony les provocaba terribles heridas con la espada y los derribaba al suelo uno tras otro. Al principio la mujer se dirigió apresuradamente hacia su amado e incluso soltó las riendas para tenderle la mano y ayudarlo a montar sobre el caballo, detrás de ella.
Pero el guardabosque le hizo señas para que desmontara y se uniera a la fiesta.
Pony pasó la pierna por encima de la silla y, con un movimiento rápido, intercambió la posición de los pies de forma que el pie más pegado al caballo fuera el que tenía metido en el estribo. Esperó a que otros dos trasgos se arrojaran de cabeza a un lado ante la temible embestida de Piedra Gris y entonces pegó una palmada al caballo para que continuara corriendo y saltó al suelo cargando con fiereza.
Entre ella y el Pájaro de la Noche había un trasgo con la espada preparada para atacar.
La embestida de Pony fue rapidísima. Se agachó y se levantó con la velocidad de un rayo y, blandiendo su espada, lanzó la del trasgo muy arriba y la hizo volar junto con dos dedos del monstruo. Continuó su carrera junto a la criatura y varió el ángulo de la espada para que se hundiera en el pecho del trasgo mientras lo adelantaba.
El trasgo pegó un chillido agudo y se tambaleó cuando Pony desclavó la espada; la mujer prosiguió la carga acuchillando con furia con la espada ensangrentada.
El Pájaro de la Noche no había estado ocioso, sino que, moviéndose con ferocidad, para asombro de sus enemigos, consiguió abrirse paso y alcanzar una posición a la que Pony podía llegar sin mayores dificultades. Al cabo de unos segundos, los dos amantes estaban espalda contra espalda.
—Creí que pelearías en la parte baja de la colina para ayudar a los mercaderes —dijo el Pájaro de la Noche, al parecer no demasiado contento de que Pony se encontrara con él en aquella peligrosa situación.
—Y yo pensé que ya era hora de que probara esa danza de la espada que me has estado enseñando —respondió ella con aire indiferente.
—¿Tienes las piedras preparadas?
—No las necesitaremos.
La determinación de su voz animó al guardabosque que, incluso, esbozó una sonrisa en su cara.
Los trasgos los rodearon con objeto de tantearlos. Los muchos compañeros muertos que yacían por doquier les recordaban las consecuencias de un ataque temerario. Pero seguían siendo superiores en número: ahora en una proporción de cinco a uno.
Una criatura ululó, avanzó precipitadamente y arrojó una lanza a Pony; la muchacha alzó su espada en el último momento y el arma del monstruo se desvió hacia arriba, por encima del hombro de la mujer, después de haber perdido casi todo el impulso. Pony no había gritado en absoluto, pero no era necesario, pues el Pájaro de la Noche sintió los músculos de la chica sobre su espalda y se dio cuenta de lo que hacía como si lo hubiera hecho él mismo. Dio media vuelta mientras la lanza rebotaba por encima del hombro de Pony y la atrapó con un rápido golpe seco de la mano; aprovechó el ágil movimiento para hacer que la lanza pasara por delante de él y arrojarla con fuerza contra el pecho de un trasgo que había osado acercarse demasiado.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Pony, aunque en ningún momento había mirado hacia atrás para ver qué hacía el guardabosque.
El Pájaro de la Noche se limitó a negar con la cabeza; Pony captó el gesto y también guardó silencio mientras ambos iban sintiéndose más cómodos en su postura defensiva. Notaban que entre ellos se desarrollaba una asombrosa simbiosis, como si a través de los músculos pudieran comunicarse con la misma claridad que con el lenguaje hablado. Pony percibía la mínima contracción, el mínimo cambio de posición del Pájaro de la Noche.
El guardabosque tenía la misma percepción y, sin duda, se sorprendía de aquella compenetración. A pesar de los lógicos temores, Elbryan sabía lo suficiente como para confiar en aquella extraña extensión de la bi’nelle dasada. Se preguntó si los elfos sabrían que la danza de la espada podía llevarse hasta aquel extremo. Su reflexión duró sólo un instante, pues los trasgos se estaban poniendo nerviosos, y algunos se iban acercando. Uno de ellos preparó una lanza para arrojarla, aunque a los trasgos del otro lado del camino, que habían sido testigos del desastre del primer intento, no pareció gustarles la idea.
Pony comprendió que el Pájaro de la Noche quería que ella fuera hacia la izquierda. Tras una rápida ojeada hacia allí, comprendió la razón: un trasgo particularmente atrevido necesitaba recibir una rápida y contundente lección. Respiró profundamente para eliminar cualquier vestigio de duda en su mente, pues sabía que la duda conllevaba vacilación y que la vacilación conducía al desastre. Se dio cuenta de que ese era el auténtico significado del rito matutino, una danza tan íntima como hacer el amor; había llegado el momento de poner a prueba su fe en aquella danza. Su amado quería que fuese hacia la izquierda.
El Pájaro de la Noche percibió la tensión en la espalda de Pony y luego el repentino empuje; mientras ella se movía, él se dio la vuelta en torno al pie más atrasado de ella, un giro completo que cogió totalmente desprevenidos a los trasgos que se apresuraban a atacar aprovechando la oportunidad. El trasgo más cercano dirigía una lanza contra Pony cuando Tempestad le cortó ambos brazos a la altura de los codos.
El segundo trasgo se las apañó para orientar su palo en la dirección adecuada, pero el guardabosque se limitó a apartar a un lado el arma que pretendía bloquearlo y apuñaló al monstruo en el vientre.
Luego Pony se dio la vuelta en torno al pie más atrasado del Pájaro de la Noche, del mismo modo que él lo había hecho antes alrededor del de la mujer. De nuevo, los trasgos que atacaban ante la aparente desprotección que les proporcionaba el movimiento del Pájaro de la Noche fueron cogidos por sorpresa y por la cortante espada de Pony. Uno de ellos cayó al suelo cubriéndose la desgarrada garganta con las manos, mientras otros dos pegaron un brinco y emprendieron una brusca y apresurada retirada.
Pony y el Pájaro de la Noche quedaron de nuevo espalda contra espalda, agachados en una perfecta postura defensiva y en perfecta armonía.
Desde la hilera de árboles, Belli’mar Juraviel observaba con satisfacción cómo Sinfonía llevaba a Piedra Gris, que iba sin jinete, a un lugar seguro. Muchas veces el elfo había sido testigo de la inteligencia de Sinfonía, y siempre, como en esa ocasión, experimentaba un gran respeto y una profunda emoción ante tal constatación.
Aún más impresionante fue el espectáculo que presenció Juraviel al mirar hacia atrás, hacia el lugar donde sus amigos humanos hacían gala de la armonía de sus movimientos: Pony y el Pájaro de la Noche se complementaban con absoluta perfección. Para el Touel’alfar, la bi’nelle dasada era una danza personal, la meditación privada de un guerrero, pero ahora, al verlos, Juraviel comprendió enseguida por qué el Pájaro de la Noche se la había enseñado a Pony y por qué danzaban juntos.
En aquel momento, en la herbosa ladera —una pendiente que se estaba tiñendo de rojo con la sangre derramada de los trasgos—, Pony y el Pájaro de la Noche eran como un único y singular guerrero.
Juraviel advirtió que su arco no podía descansar y que tenía que ayudar a sus amigos. No obstante, ellos apenas parecían necesitarlo, ya que sus movimientos eran tan ágiles y sincronizados que el círculo de trasgos se iba ensanchando en lugar de estrecharse, pues aquellas repugnantes criaturas iban cediendo más y más terreno.
Juraviel salió al fin de su pasmo con tiempo suficiente para coger una flecha: su disparo alcanzó a un trasgo en la nuca, justo debajo del cráneo.
La circunferencia de trasgos en torno al Pájaro de la Noche y a Pony era cada vez más delgada, y cada vez eran más numerosos los trasgos que se daban la vuelta y huían que los que caían ante la danza armoniosa de la pareja. Pony consiguió matar a uno, y el guardabosque derribó a otro que estúpidamente intentó atacarla de nuevo por la espalda cuando la mujer se dio la vuelta; luego todo pareció quedar en calma, sin monstruos dispuestos a atacarlos.
El Pájaro de la Noche percibió la tensión y el miedo crecientes de los trasgos, que miraban hacia atrás y hacia adelante. Todos, sin excepción, querían abandonar el ataque y huir; la batalla estaba a punto de entrar en la fase más crítica. Se dispuso a comunicárselo a Pony, pero, apenas hubo empezado, ella lo interrumpió enseguida:
—Ya lo sé —dijo simplemente.
El Pájaro de la Noche se dio cuenta de que, en efecto, lo sabía por los sutiles movimientos de los músculos de la chica al agacharse, buscar una postura equilibrada y preparar las piernas para un rápido desplazamiento.
Las lanzas les llovieron sin coordinación alguna; el primer trasgo arrojó una, se dio la vuelta y huyó; luego sobrevino una lluvia de proyectiles que los monstruos utilizaron para cubrir su retirada.
El Pájaro de la Noche y Pony giraron, se agacharon y luego se levantaron empuñando las espadas para desviar y esquivar las lanzas. No hubo un instante de tregua para el guardabosque ni para su compañera mientras se abrían paso a través de aquella peligrosa lluvia sin sufrir daño alguno, atacando a los trasgos más cercanos y derribándolos con certeros golpes para, acto seguido, avanzar hasta la siguiente hilera de enemigos. No tardaron en dejar de luchar de forma concertada, pero tampoco lo hacían los trasgos, por lo que la batalla se convirtió en una sucesión de peleas individuales. Pony manejaba la espada maravillosamente bien, dibujando círculos en torno a su oponente hasta encontrar una abertura; entonces atacaba con precisión con una firme estocada y su segundo o tercer golpe casi siempre acababa el trabajo.
El Pájaro de la Noche, más fuerte y más experto, iba más al grano y aprovechaba su impresionante fortaleza. Los trasgos levantaban las armas para rechazar su ataque y el hombre se limitaba a golpearlas; generalmente el mismo golpe fatal le permitía alcanzar al monstruo. Se lanzaba hacia atrás y hacia adelante, corría precipitadamente y daba vueltas completas, es decir, hacía todo lo necesario para alcanzar a su siguiente víctima; los trasgos hubieran tenido que serenarse y organizar una resistencia coordinada, pero eran seres estúpidos y, además, estaban asustados.
Pronto sucumbieron.
Los pocos que consiguieron llegar a lo alto de la colina, hasta la hilera de árboles situada frente al guardabosque, se encontraron con un enemigo inesperado, una criatura pequeña y ágil, apenas de la estatura de un trasgo, que empuñaba una espada tan diminuta que parecía más adecuada para una mesa de comedor que para el campo de batalla.
El trasgo que iba en cabeza se desvió bruscamente para enfrentarse a aquel nuevo enemigo creyendo que era un cachorro humano, convencido de que acabaría con él enseguida.
La espada de Juraviel golpeó la punta de la hoja del trasgo hasta cuatro veces seguidas con tal rapidez que el monstruo no tuvo tiempo de reaccionar; con cada golpe, el elfo avanzaba unos centímetros, de forma que cuando el asombrado trasgo tuvo que defenderse del cuarto golpe, Juraviel estaba sólo a un palmo y medio de él.
La espada del elfo se movió de nuevo con una serie rápida de golpes: uno, dos, tres; en el pecho del trasgo aparecieron tres mortales agujeros.
Juraviel siguió a la carga y alcanzó al siguiente; iba desarmado pues había tirado la lanza contra el guardabosque. El trasgo levantó las manos.
Pero Belli’mar Juraviel de los Touel’alfar no tenía piedad con los trasgos.
La fuga desordenada por la ladera terminó casi al mismo tiempo que la que se produjo junto a los carruajes. El grupo de cabeza de los trasgos, a los que Pony había hecho tropezar, cayeron muertos uno tras otro sin siquiera conseguir entrar en el anillo.
Sin embargo, el grupo más nutrido que quedaba, corrió carretera abajo hacia el este para salir del valle.
Pony divisó primero a Juraviel: estaba sentado tranquilamente en una rama baja en lo alto de la colina, limpiando la sangre de la espada con un trozo de vestido de un trasgo.
—He contado hasta cuatro que han pasado por delante de mí —les gritó a sus amigos—. Huían a todo correr por la ladera al otro lado de la sierra.
El Pájaro de la Noche silbó, pero Sinfonía ya iba hacia él antes de que lo hiciera.
—¿No dejaremos escapar a nadie para propagar la leyenda del Pájaro de la Noche? —bromeó Pony mientras el hombre se disponía a agarrarse a la silla. En la guerra del norte, el Pájaro de la Noche a menudo había dejado escapar a uno o dos monstruos, para que susurraran su nombre con pavor.
—Esos trasgos sólo causarán más desgracias —explicó el guardabosque, montando con un solo movimiento—. Hay demasiados inocentes por doquier a los que podrían causar daño.
Pony lo miró burlona, luego dirigió la vista hacia Piedra Gris, mientras se preguntaba si debería acompañarlo.
—Cuida de los mercaderes —indicó el guardabosque—. Probablemente necesitarán tus habilidades curativas.
—Si veo alguno en peligro de muerte utilizaré la piedra del alma —explicó Pony.
El guardabosque accedió.
—¿Y qué pasará con esos? —preguntó Pony, señalando a la banda que huía hacia el este—. Deben de ser como mínimo una veintena de criaturas, quizá treinta o incluso más.
El guardabosque examinó las alternativas y sonrió.
—Me parece que los monjes pueden encargarse de ellos —repuso—. Si no, daremos caza a la banda cuando acabemos aquí; en cualquier caso nuestro camino es hacia el este.
Antes de que Pony asintiera con la cabeza, el guardabosque ya se había marchado. Sinfonía coronó la sierra y bajó por el otro lado a la velocidad del rayo, mientras el hombre preparaba Ala de Halcón sobre la marcha. Divisó al primero de los trasgos, que corría entre la hierba; pronto acortó distancias con él, con la intención de rebasarlo y atacarlo con la espada. Entonces vio a un segundo monstruo que huía en otra dirección completamente distinta: el grupo se había dispersado.
No había tiempo para utilizar Tempestad, decidió el guardabosque, y levantó el arco.
Sólo quedaban tres.