10

La escapada

—¿Se han ido? —preguntó el padre abad Markwart al hermano Francis aquella misma tarde.

El anciano había permanecido en su habitación privada la mayor parte del día, pues no quería discutir con maese Jojonah, al que creía a punto de explotar. Él mismo lo había llevado a ese estado adrede y luego lo había quitado de en medio, pues temía que al anciano padre aún le quedara cierta capacidad de lucha, y lo que el abad no quería en modo alguno era una confrontación pública. ¡Que Jojonah se fuera a Palmaris y se peleara con De’Unnero!

—El padre… el abad De’Unnero encabezaba la marcha —explicó el hermano Francis.

—Tal vez ahora podamos empezar el interrogatorio a fondo de los prisioneros —dijo Markwart, con tal frialdad que el hermano Francis sintió que un escalofrío le recorría el espinazo—. ¿Tienes el brazal encantado que le quitamos al centauro?

El hermano Francis se metió la mano en un bolsillo y sacó la cinta élfica.

—Bien —señaló Markwart mientras inclinaba la cabeza—. Lo necesitará para sobrevivir al interrogatorio.

El padre abad se dirigió hacia la puerta, mientras Francis se apresuraba tras él para no rezagarse.

—Me temo que los otros prisioneros lo necesitarán aún más —explicó el joven monje—, en particular la mujer, pues parece gravemente enferma.

—Ellos lo necesitan, pero nosotros no los necesitamos a ellos —declaró Markwart con tono feroz, mientras se daba la vuelta hacia el joven.

—Quizás alguien podría atenderlos con la piedra del alma —tartamudeó Francis.

La carcajada de Markwart le rompió el corazón.

—¿Es que no me has oído? —le preguntó—. No los necesitamos.

—Sin embargo, todavía no los dejaremos marchar —razonó el hermano Francis.

—Por supuesto que sí —corrigió Markwart. Antes de que se dibujara una sonrisa en el rostro del joven hermano, añadió—: Dejaremos que se marchen a enfrentarse con la cólera de Dios; los abandonaremos en sus oscuros agujeros.

—Pero padre abad…

La mirada de Markwart le impuso silencio.

—Te preocupas por unos simples individuos, cuando está en juego la iglesia entera —lo reprendió el anciano.

—Si no los necesitamos, ¿por qué los mantenemos en prisión?

—Porque si la mujer que buscamos cree que los tenemos en nuestro poder, quizá venga en su busca y caiga en nuestras manos —explicó Markwart—. Poco importa que estén vivos o muertos si la mujer que buscamos cree que están vivos.

—En tal caso, ¿por qué no los mantenemos con vida?

—¡Porque podrían contar lo que han vivido! —gruñó el padre abad, mientras acercaba su arrugada cara a la del hermano Francis, de forma que sus narices casi se tocaban—. ¿Cómo sería interpretado su relato? ¿Comprenderían quienes los escucharan que sus sufrimientos servían a un interés superior? ¿Y qué ocurriría cuando se conociera el destino del hijo de la mujer? ¿Acaso te gustaría tener que defenderte de todos esos cargos?

El hermano Francis dejó escapar un profundo suspiro e intentó tranquilizarse; una vez más recordó la magnitud de la obsesión del anciano padre abad y la de su propia implicación. De nuevo el joven monje se encontraba en una encrucijada, ya que en su corazón, a pesar de lo que le dictaba la obediencia al padre abad y a la iglesia, sabía que las torturas infligidas a los Chilichunk y al centauro eran algo perverso. Pero él mismo también formaba parte insoslayablemente de esa perversidad y, a menos que Markwart triunfara, su complicidad sería desvelada ante los ojos de todo el mundo. La mujer estaba enferma como consecuencia de la muerte de su hijo durante el viaje, que le había destrozado el corazón.

—Lo único que importa es lo que crea la joven —prosiguió Markwart—; tanto da que sus padres estén realmente vivos o muertos.

—Que estén vivos o hayan sido asesinados —corrigió Francis tartamudeando y en un tono demasiado bajo como para que el padre abad, que se dirigía con paso airado hacia las escaleras, pudiera oírlo.

El joven monje suspiró una vez más, pero, al exhalar el aire, la vacilante llama de la compasión que había brillado en su corazón ya se volvió a apagar. Era un asunto desagradable y repugnante, decidió, pero el fin que se perseguía era bueno, y él se limitaba a cumplir los edictos del padre abad de la iglesia abellicana, el hombre más cercano a Dios de todo el mundo.

El hermano Francis avivó el paso y se adelantó a Markwart para abrirle la puerta que daba al hueco de la escalera.

—¿Pettibwa? ¡Oh, Pettibwa!, ¿por qué no me respondes? —gritaba Graevis Chilichunk una y otra vez. La noche anterior había hablado con su esposa a través de los muros de sus celdas contiguas y, aunque no había podido verla pues la oscuridad era absoluta, su voz le había servido de consuelo.

No habían sido las palabras de Pettibwa las que lo habían consolado, sino el simple hecho de oírla; en efecto, Graevis sabía que la pena por la muerte de Grady había crecido como un cáncer en el corazón y en el alma de su mujer, y aunque a él le había tocado la peor parte de las torturas, aunque se encontraba maltrecho y medio muerto de hambre y le dolían los huesos al menor movimiento —estaba seguro de que tenía varios rotos—, su esposa se encontraba sin duda en mucho peor estado.

La llamó una y otra vez, implorando una respuesta.

Pettibwa no podía oírlo, pues sus pensamientos y su sensibilidad se habían replegado en su interior, se habían bloqueado con la imagen de un largo túnel y una luz brillante al final de él: la imagen de Grady de pie a la salida del túnel, saludándola con la mano.

—¡Lo veo! —gritó la mujer—. Es Grady, mi hijo.

—Pettibwa —repitió Graevis de nuevo.

—¡Me está indicando el camino! —exclamó Pettibwa con una energía mayor que la que había mostrado durante muchos, muchísimos días.

Graevis comprendió lo que ocurría y, presa del pánico, abrió los ojos desmesuradamente. ¡Pettibwa se estaba muriendo, estaba abandonándolo de buen grado, a él y a todo aquel horrible mundo! Su primera idea fue llamarla a gritos, hacer que regresara a él, implorarle que no lo dejara.

Pero permaneció en silencio; acertó a darse cuenta que tal conducta habría sido muy egoísta por su parte. Pettibwa estaba lista para irse, y eso es lo que debía hacer, pues seguro que la otra vida sería un lugar mejor que aquel.

—Vete con él, Pettibwa —gritó el anciano con voz temblorosa, mientras de sus ojos embotados corrían lágrimas de dolor—. Vete con Grady y abrázalo y dile que yo también lo quiero.

Luego se quedó tranquilo; el mundo entero parecía guardar silencio para que Grady pudiera oír la respiración rítmica de la mujer en la celda contigua.

—Grady —murmuró Pettibwa una o dos veces más. Luego se oyó un gran suspiro, y luego…

Silencio.

El magullado cuerpo del anciano se vio sacudido por los sollozos. Tiró de las cadenas con todas sus fuerzas hasta que una de las muñecas se descoyuntó y el intenso dolor lo obligó a apoyarse contra la pared. Se llevó una mano a la cara para enjugarse las lágrimas y los mocos. Luego, con una energía que jamás hubiera creído conservar, se irguió por completo. Comprendió que sería su último acto de rebeldía.

Se concentró conjurando imágenes de su mujer muerta para darse ánimos y tiró con toda su alma del grillete que le aprisionaba la mano herida; haciendo caso omiso del dolor, intentó deslizar la mano por el interior del grillete con reiterada insistencia. Ni siquiera oyó el crujido del hueso, sino que se limitó a seguir tirando como un animal salvaje, mientras la piel se le desgarraba y la mano se le aplastaba contra el grillete.

Al fin, después de unos minutos de horrendo dolor, la mano quedó libre; entonces, las piernas empezaron a flaquearle.

—No lo hagáis —las riñó, incorporándose para emprenderla con la cadena que aún lo sujetaba.

Mediante un solo movimiento saltó por encima de la mano extendida, se torció y giró y se pasó el brazo con el grillete por encima de la cabeza, de forma que cuando hubo terminado el salto, la cadena le quedó enlazada en el cuello. Como quedó de pie, de puntillas, la cadena no le oprimía la garganta.

Pero no por mucho rato, pues de nuevo empezaron a flaquearle las piernas. Su cuerpo se desplomó y la cadena lo estranguló.

Quería encontrar aquel túnel, quería ver a Pettibwa y a Grady haciéndole señas.

—¡Te dije que era un malvado! —rugió el padre abad Markwart al hermano Francis cuando llegaron junto al hombre colgado—. Pero, por lo visto, ni siquiera supe comprender hasta qué punto. ¡Quitarse la vida! ¡Qué cobardía!

El hermano Francis quería manifestar su más sincero acuerdo, pero una persistente parte de su conciencia no se dejaba neutralizar tan fácilmente. En la celda contigua habían encontrado a la mujer, Pettibwa, muerta, y no por sus propias manos. Francis no pudo menos que suponer que el anciano y maltrecho Graevis se había enterado de la muerte de su mujer; aquello había sido superior a sus fuerzas y lo había llevado más allá de los límites de la cordura.

—No importa —manifestó Markwart con desdén, algo calmado ahora que la primera impresión había menguado un poco. ¿Acaso no habían hablado, él y Francis, precisamente de aquella probabilidad?—. Tal como te expliqué arriba, ninguno de los dos tenía nada importante que decirnos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —se atrevió a preguntar Francis.

—Porque eran débiles —le espetó Markwart—. Y esto… —señaló con la mano la inerte figura colgada junto al muro— lo demuestra. Débiles. Si hubieran tenido alguna cosa que decirnos, habrían cedido a la presión de nuestros interrogatorios hace mucho tiempo.

—Y ahora están muertos, los tres, la familia de esa mujer, de Pony —dijo con tono sombrío el hermano Francis.

—Pero mientras ella no sepa que han muerto, siguen siéndonos útiles —dijo el padre abad con total insensibilidad—. No hablarás a nadie de su muerte.

—¿A nadie? —repitió Francis con incredulidad—. ¿Tendré que enterrarlos yo solo? ¿Como hice con Grady en la carretera?

—Grady Chilichunk fue responsabilidad tuya por tus propias acciones —le espetó Markwart.

El hermano Francis tartamudeó, mientras buscaba sin éxito una respuesta.

—Dejémoslos donde están —añadió Markwart tras considerar que el joven monje ya había sufrido bastante—. Los gusanos se los comerán aquí igual que si estuvieran bajo tierra.

Francis se disponía a intervenir para mencionar el problema del hedor, pero se detuvo en seco al considerar las características del lugar. En aquellas olvidadas mazmorras el olor de un par de cadáveres putrefactos apenas sería percibido y, ciertamente no alteraría el repugnante ambiente. Pero la idea de dejar a aquellos dos seres sin enterrar y sin la pertinente ceremonia, en particular a la mujer, que no había hecho nada para propiciar su muerte, causaba en Francis una fuerte impresión.

Pero el monje se dijo también que él ya no estaba en un pedestal sagrado. No tenía las manos limpias y, por lo tanto, al igual que hizo con otras contradicciones que asaltaron al hombre que sería el protegido de Markwart, quitó importancia al asunto, lo apartó de la mente y apagó una vez más la vela de la compasión.

Markwart señaló hacia la puerta y Francis notó que lo hacía con cierto nerviosismo. Primero habían ido a las celdas de los Chilichunk y, por lo tanto, les quedaba por comprobar si aún estaba vivo Bradwarden, que según la opinión de Markwart era el prisionero más importante. Francis se apresuró a salir de la celda y a bajar por el ahumado y sucio corredor de piedra rebuscando entre sus llaves al acercarse a la celda del centauro.

—¡Vete maldito perro! ¡No voy a decirte nada! —gritó una voz desde dentro en tono desafiante, mientras Francis, un Francis muy aliviado, ponía la llave en el cerrojo.

—Ya veremos, centauro —murmuró con voz tranquila y perversa. Se dirigió a Francis y preguntó—: ¿Trajiste el brazal?

Francis empezó a sacar la prenda de su bolsillo y, de repente, vaciló.

Pero demasiado tarde, pues Markwart vio el gesto y alargó el brazo para coger el brazal.

—Ocupémonos de nuestro deber —dijo el padre abad, al parecer muy divertido.

Su tono festivo produjo un escalofrío al hermano Francis, pues sabía que con la cinta encantada atada en torno al brazo, el centauro sufriría una larga y terrible experiencia.