Un frustrado y furioso maese Jojonah caminaba arrastrando los pies por el corredor principal del nivel más alto de Saint Mere Abelle, un largo y amplio pasillo que recorría la parte superior de la muralla que daba al acantilado y desde la que se dominaba la bahía de Todos los Santos. A la derecha del monje había ventanas cada pocos palmos orientadas al este; en la pared de la izquierda había de vez en cuando puertas de madera en cuyos cuarterones se habían realizado tallas con intrincados detalles; cada una de las puertas narraba una historia distinta, leyendas que constituían la base de la iglesia abellicana. En otro momento Jojonah, que sólo había examinado en profundidad una veintena de las cincuenta puertas durante los años que llevaba en Saint Mere Abelle, se habría detenido a observar alguna de las que todavía le faltaban; después de una hora de cuidadoso examen, habría analizado concienzudamente un cuarterón de unos cuarenta centímetros cuadrados y habría reflexionado acerca de todos sus ocultos significados. No obstante, aquel día se sentía particularmente espeso y sin humor para reflexionar sobre su extraviada orden; por eso se limitó a bajar la cabeza y a seguir adelante, mientras se mordía los labios para evitar refunfuñar en voz alta.
Sumido en sus pensamientos, el hombre que le salió al paso lo cogió totalmente desprevenido. Jojonah dio un brinco hacia atrás, alarmado; al alzar la mirada vio la cara sonriente del hermano Braumin Herde.
—El hermano Dellman está evolucionando bien —le informó el joven monje—. Creo que vivirá y podrá andar de nuevo, aunque no con agilidad.
Maese Jojonah no parpadeó; sus ojos conservaban una expresión enojada y, casi sin quererlo, se clavaron en el hermano Braumin.
—¿Algo va mal? —inquirió Braumin.
—¿Por qué tendría que preocuparme? —dijo sin pensar, antes de poder meditar una respuesta.
Inmediatamente se culpó en silencio a sí mismo. Su áspera e irreflexiva respuesta le sirvió como lección personal, pues indicaba el nivel de descontrol y de cólera que había llegado a alcanzar. Había incurrido en un grave error porque aquella cólera y aquella frustración habían lanzado a Markwart demasiado lejos. ¡Naturalmente que estaba preocupado por el hermano Dellman! Naturalmente que se alegraba de que el sincero y joven monje se encontrara mejor. Y, por supuesto, maese Jojonah no quería que su malhumor explotara contra el hermano Braumin, que era, en efecto, su mejor amigo. Contempló la expresión herida y sorprendida de Braumin y le pidió perdón.
Sin embargo, maese Jojonah no tardó en interrumpir su discurso al recordar otra imagen del hermano Braumin: la de un hombre que yacía sin vida en una caja de madera. Aquella imagen sin duda impresionó al anciano con un dolor comparable al que un padre sentiría por un hijo.
—Hermano Braumin, asumes demasiadas responsabilidades —prosiguió Jojonah en voz alta e incisiva.
Braumin miró alrededor nerviosamente temiendo que alguien los estuviera escuchando a hurtadillas, pues, por supuesto, había otros monjes en el largo corredor, aunque ninguno cerca de ellos.
—El hermano Dellman sufrió heridas de mucha consideración —admitió Jojonah—. Por culpa de su propia insensatez, me han dicho. Bueno, los hombres mueren, hermano Braumin: esta es la mayor verdad, el único hecho inapelable de nuestra existencia. Y si el hermano Dellman hubiera muerto… bueno, así sea. Hombres mejores que él se han muerto antes.
—¿Qué despropósitos son esos? —se atrevió a preguntar el hermano Braumin, tranquilo, con calma.
—El despropósito de tu propio engreimiento —le espetó Jojonah con crudeza—. El despropósito de creer que cualquier hombre puede influir, influir de verdad, en el desarrollo de los acontecimientos humanos. —El padre soltó un bufido y agitó la mano en señal de despedida y se dispuso a partir. El hermano Braumin extendió el brazo para detenerlo, pero Jojonah con brusquedad lo rechazó—. Ocúpate de tu vida, hermano Braumin —lo reprendió—. ¡Encuentra el modo de asegurarte tu propio rinconcito en ese mundo demasiado grande!
Los pasos de Jojonah sonaron pesadamente en el corredor, mientras el pobre Braumin Herde se quedaba perplejo y con el corazón herido.
Y maese Jojonah también se sentía herido; a mitad de su breve discurso, poco había faltado para que sucumbiera a la desesperación que escupían sus palabras. Pero todo aquello lo hacía por una noble causa, se recordó entonces, recuperando de nuevo su punto de armonía interior y eliminando todas sus jactancias y buena parte de su cólera gracias a un ímprobo esfuerzo mental. Había reñido a Braumin, en voz alta, en público, porque lo apreciaba, porque quería mantenerlo suficientemente apartado de él para que el joven monje ni siquiera se imaginara que él se había ido cuando emprendiera el viaje con maese De’Unnero.
Jojonah sabía que era lo más prudente, dada la siniestra actitud de Markwart y su creciente paranoia. Braumin tenía que mantenerse en un segundo plano durante los próximos días, tal vez durante muchos días. Habida cuenta del «accidente» sufrido por el hermano Dellman, el rumbo que había hecho tomar a Braumin —al hablarle de Avelyn y de los errores de la iglesia y de su visita a la sagrada tumba de aquel monje—, de repente, le pareció una muestra increíble de egoísmo. Atormentado por su propia conciencia, había necesitado el soporte de Braumin, y así, en su desesperación, lo había implicado de lleno en su pequeña guerra secreta.
Las consecuencias para el hermano Braumin Herde que de ello podrían derivarse aguijoneaban a Jojonah profundamente. Markwart había ganado, y eso parecía, y él había sido un insensato al pensar que podría derrotar a un hombre tan poderoso.
La negrura de la desesperación lo invadió de nuevo. Se sintió débil y enfermo, aquejado de la misma enfermedad que había padecido en su viaje a Ursal, cuando lo abandonaron la energía y la justa determinación.
No estaba seguro de vivir para volver a ver las grandes puertas de Saint Precious.
En el largo corredor, el trato brutal de maese Jojonah dejó al hermano Braumin paralizado por la perplejidad. ¿Qué había ocurrido para que se produjera un cambio tan brusco de actitud?
Los ojos del hermano Braumin aún estaban abiertos como platos. Llegó a preguntarse si realmente había estado hablando con maese Jojonah o si tal vez Markwart o incluso Francis habían tomado el control del cuerpo del anciano.
Braumin se calmó enseguida y descartó aquella posibilidad: la posesión ya era bastante difícil de llevar a cabo con personas desprevenidas que jamás habían sido adiestradas en el uso de las piedras, y dado que Jojonah podía utilizar la piedra del alma y sabía hacerlo bien, sin duda habría aprendido a manipular su espíritu con el fin de impedir cualquier intrusión.
Pero entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Por qué el padre, después de todos aquellos días, le había hablado de forma tan colérica y ruda? ¿Por qué el padre había prácticamente abdicado de todo lo que ambos habían intentado conseguir, de todo lo que consideraban la herencia de Avelyn?
Braumin pensó en el pobre Dellman y en el desgraciado «accidente». Entre los monjes más jóvenes corrían rumores de que no había sido un accidente en absoluto, sino una maniobra coordinada por De’Unnero y los otros dos monjes que estaban trabajando en la rueda junto a Dellman. Siguiendo el hilo de este pensamiento, Braumin llegó a la única respuesta posible: tal vez Jojonah intentaba protegerlo.
Braumin era lo bastante sensato y comprendía suficientemente la sensibilidad de Jojonah para pasar por alto su enfado y creer que aquella era la causa real de la conducta del anciano. Pero seguía sin encontrarle sentido. ¿Por qué maese Jojonah había cambiado de opinión, precisamente en esos momentos? Habían hablado ampliamente del rumbo que la rebelión silenciosa tenía que tomar, y ese rumbo no suponía un gran riesgo para el hermano Braumin.
El monje seguía en el largo corredor mirando a través de una ventana las oscuras aguas de la fría bahía que se abría debajo, mientras pensaba qué hacer, cuando se alarmó al oír una voz aguda por detrás. Se dio la vuelta y se encontró frente al hermano Francis; al echar un vistazo alrededor, tuvo el presentimiento de que el monje había estado merodeando por allí desde hacía un buen rato. Quizá Jojonah había advertido que Francis los espiaba, confiaba Braumin.
—¿Te estabas despidiendo? —inquirió Francis, con un sonrisa afectada subrayando cada palabra.
Braumin miró de nuevo hacia la ventana.
—¿De quién? —preguntó—. ¿O de qué? ¿Del mundo? ¿Acaso crees que tengo intención de saltar? ¿O tal vez esperabas que lo hiciera?
El hermano Francis se rio.
—Ahora ven, hermano Braumin —dijo—. Realmente, no deberíamos discutir entre nosotros, no ahora que se vislumbran grandes posibilidades en un horizonte muy cercano.
—Admito que jamás te había visto de tan buen humor, hermano Francis —replicó Braumin—. ¿Se ha muerto alguien?
Francis hizo oídos sordos al sarcasmo.
—Es probable que tú y yo colaboremos juntos en los próximos años —manifestó—. Sin duda tendremos que conocernos mejor si queremos coordinar adecuadamente la formación de los estudiantes de primer año.
—¿Estudiantes de primer año? —repitió Braumin—. Ese es un trabajo de los padres, no de los inmaculados… —Tan pronto como oyó sus propias palabras, advirtió a dónde conducía todo aquello y no le preocupó en absoluto el camino por recorrer—. ¿Qué es lo que sabes? —preguntó.
—Sé que pronto habrá dos plazas de padre vacantes en Saint Mere Abelle —repuso Francis con aire de suficiencia—. Dado que pocos del grupo actual parecen merecer el cargo, el padre abad se encontrará con dificultades para decidir; quizás incluso espere hasta que aquellos de mi clase, que sí lo merecen, promocionen a inmaculados en primavera. Yo había creído que tu ascenso a padre era seguro, ya que eres el inmaculado de mayor rango y fuiste elegido segundo en la importantísima expedición a Aida; pero, sinceramente, parece un tanto dudoso —acabó por decir, soltó otra risita y se dio la vuelta para irse. Pero Braumin no quería dejarlo marchar tan fácilmente; lo agarró bruscamente por el hombro y lo obligó a girar—. ¿Otra marca en tu contra? —preguntó, mirando la mano de Braumin que lo sostenía por el hombro.
—¿Quiénes son los dos padres? —exigió Braumin; no era difícil adivinar que una de las vacantes sería la correspondiente a Jojonah.
—¿No te lo ha dicho tu mentor? —repuso el hermano Francis—. Te he visto hablando con él, ¿no es cierto?
—¿Quiénes son los dos padres? —exigió Braumin con más premura, tirando fuerte del hábito de Francis mientras hablaba.
—Jojonah —respondió Francis mientras lo apartaba.
—¿Cómo?
—Se va mañana a Saint Precious para acompañar a maese De’Unnero, que se convertirá en el nuevo abad —explicó Francis exultante de alegría, que aumentó al ver la alicaída expresión del hermano Braumin.
—¡Mientes! —gritó Braumin. Se esforzaba mucho para no perder el control, recordándose a sí mismo que no debía manifestar abiertamente su aflicción por la marcha de Jojonah, pero aquello era más de lo que podía soportar—. ¡Mientes! —repitió dándole un empujón que por poco lo tumba en el suelo.
—Ah, mi temperamental inmaculado hermano Braumin —lo reprendió Francis—. Me temo que esto significa otra marca en contra de tu hipotética promoción.
Braumin ni siquiera lo escuchaba. Empujó a Francis y avanzó por el corredor en dirección hacia donde Jojonah se había ido, pero, demasiado herido y ofuscado para pensar en una discusión con él, no tardó en dar media vuelta y dirigirse con paso rápido y luego a la carrera hacia su habitación.
El hermano Francis se relamió de gusto al ver su confusión.
A pesar de sus protestas, el hermano Braumin sabía que Francis no mentía; parecía que el padre abad había propinado un buen golpe a Jojonah, de una manera por lo menos tan efectiva como el accidente del hermano Dellman. Con maese Jojonah lejos, en Saint Precious, una abadía cuyo prestigio había disminuido muchísimo con la muerte del respetado abad Dobrinion, y bajo el ojo avizor del perverso De’Unnero, el padre abad Markwart lo tenía casi neutralizado.
Ahora Braumin comprendía mejor por qué maese Jojonah lo había tratado de aquella manera en el corredor y se explicaba la brusca abdicación de lo que ambos habían esperado conseguir. Consciente de que el anciano estaba derrotado y desesperado, Braumin hizo caso omiso de sus propias heridas y de su enfado y salió a buscarlo. Lo encontró en sus habitaciones particulares.
—Me cuesta trabajo creer que puedas ser tan estúpido como para venir aquí —dijo Jojonah con frialdad a modo de saludo.
—¿Debería abandonar a mis amigos cuando más me necesitan? —preguntó Braumin con escepticismo.
—¿Te necesitan? —repitió, incrédulo, Jojonah.
—Tu corazón y tu espíritu se han llenado de tinieblas —insistió Braumin—. Veo tu aflicción claramente dibujada en tu rostro, pues yo, mucho mejor que nadie, conozco ese rostro.
—Tú no conoces nada y parloteas como un tonto —lo riñó Jojonah. En verdad le dolía muchísimo hablarle así. Se recordó a sí mismo que era por el propio bien del joven monje y siguió insistiendo—. Ahora vete, vuelve a tus obligaciones antes de que informe de ti al padre abad y él te ponga aún más abajo en la lista de promocionables.
El hermano Braumin reflexionó y consideró aquellas palabras cuidadosamente; entonces comprendió algo nuevo: Jojonah le hablaba de la lista de promocionables y de su situación en ella, y relacionando esto con su última conversación antes de que se encontraran en el corredor, el hermano Braumin entendió que el anciano había emprendido un nuevo rumbo.
—Había creído que te había vencido la desesperanza —dijo con calma—. Sólo he venido a verte por esta razón.
El cambio de tono afectó profundamente a Jojonah.
—No se trata de desesperanza, amigo mío —dijo para reconfortarlo—. Es puro pragmatismo; al parecer, mi estancia aquí ha llegado a su fin y mi camino hacia el hermano Avelyn ha tomado un giro imprevisto. Este cambio puede hacer que mi viaje sea más largo, pero no dejaré de caminar. No obstante, nuestra oportunidad de caminar juntos parece que se ha terminado.
—Entonces ¿qué tengo que hacer? —preguntó Braumin.
—Nada —repuso maese Jojonah sombríamente pero sin vacilar, pues había meditado esa cuestión con sumo cuidado.
El hermano Braumin soltó un bufido incrédulo, incluso burlón.
—La situación ha cambiado —explicó maese Jojonah—. Ah, Braumin, amigo mío, es culpa mía. Cuando me enteré del inquietante estado de los desgraciados prisioneros del padre abad, no pude mantenerme al margen.
—¿Fuiste a visitarlos?
—Lo intenté, pero me impidieron el paso de forma brusca —explicó Jojonah—. Subestimé la reacción del padre abad; en mi insensata osadía he ido mucho más allá de los límites del sentido común y he empujado a Markwart a hacerlo también.
—Jamás la compasión puede calificarse de insensata osadía —se apresuró a puntualizar Braumin.
—Sin embargo, mis acciones han forzado a Markwart a actuar —respondió Jojonah—. El padre abad es demasiado poderoso y está bien atrincherado; no he perdido el coraje ni el propósito, te lo aseguro, y me lanzaré abiertamente contra el padre abad cuando lo considere oportuno, pero debes prometerme aquí y ahora que no tomarás parte en esta batalla.
—¿Cómo podría hacerte semejante promesa? —repuso con firmeza el hermano Braumin.
—Si alguna vez me has querido, encontrarás el modo —replicó maese Jojonah—. Si crees en lo que Avelyn nos dijo desde su tumba, encontrarás algún modo. Porque si no puedes prometerme eso, has de saber que mi viaje ha llegado a su fin, has de saber que no continuaré mi tarea de oposición a Markwart. Debo estar solo en esta misión; debo saber que nadie sufrirá a causa de mis actos.
Se hizo un largo silencio y, al fin, el hermano Braumin asintió con la cabeza.
—No voy a interferir, aunque me parece que tu exigencia es ridícula.
—No es ridícula, amigo mío, sino práctica —respondió Jojonah—. Iré contra Markwart, pero no puedo ganar. Lo sé, y tú también lo sabes, si eres capaz de apartar tu envalentonamiento y ser sincero contigo mismo.
—Si no puedes ganar, ¿para qué empezar la lucha?
Jojonah rio entre dientes.
—Porque eso debilitará a Markwart —explicó—, y saldrán a la luz cuestiones que pueden hacer germinar la verdad en los corazones de muchos miembros de la orden. Imagínate que soy el hermano Allabarnet plantando semillas con la esperanza de que un día, cuando ya no esté, vivan y fructifiquen para todos los que siguieron mis pasos. Imagínate que soy uno de los primeros constructores de Saint Mere Abelle, que eran conscientes de que no vivirían lo suficiente para ver terminada la abadía, pero que, a pesar de ello, se entregaron a su trabajo con enorme dedicación; algunos se pasaron la vida entera decorando los intrincados labrados de una sola puerta o cortando la piedra para los cimientos originales de esta magnífica construcción.
Aquellas poéticas palabras impresionaron profundamente a Braumin, pero no impidieron ni su deseo de participar en la batalla ni su aspiración a ganarla.
—Si creemos de verdad en el mensaje del hermano Avelyn, no podemos quedarnos aislados. Debemos emprender la lucha…
—Claro que creemos, y al final ganaremos —lo interrumpió maese Jojonah, al ver a dónde conducía aquel razonamiento y sabiendo que era una insensatez acabar de aquel modo—. Tengo que mantener mi fe en ese mensaje; pero si ahora ambos nos lanzamos contra Markwart, perjudicaríamos mucho, muchísimo, nuestra causa, tal vez para siempre. Soy un anciano y cada día me siento más viejo, te lo aseguro. Empezaré la guerra contra Markwart y contra el actual rumbo de la iglesia misma; eso hará, tal vez, que algunos miembros de la orden empiecen a mirar nuestras costumbres, nuestras supuestas tradiciones bajo una nueva luz.
—¿Y cuál es mi lugar en esta guerra sin esperanza? —preguntó Braumin intentando eliminar de su voz cualquier vestigio de sarcasmo.
—Eres joven y, sin duda, sobrevivirás a Dalebert Markwart —explicó maese Jojonah con calma—, si consigues evitar desafortunados accidentes, claro. —No le hizo falta mencionar el nombre de Dellman para conjurar en la mente de Braumin aquellas horribles imágenes.
—¿Y entonces? —preguntó Braumin en un tono cada vez más tranquilo.
—Difundirás serenamente el mensaje —respondió maese Jojonah—. A Viscenti Marlboro, al hermano Dellman, a todos los que quieran escucharlo. Despacito y con buena letra; así encontrarás aliados donde te hagan falta. Pero pon mucho cuidado en no crearte enemigos. Y por encima de todo —dijo Jojonah, mientras se dirigía hacia una esquina de la alfombra situada junto al escritorio y tiraba de ella para desvelar un secreto compartimiento en el suelo—, protegerás esto. —Sacó el antiguo texto del lugar donde lo había escondido y se lo entregó a Braumin, cuyos ojos estaban abiertos de par en par.
—¿Qué es esto? —preguntó el joven monje sin aliento. Comprendió que se trataba de algo de suma importancia, que aquel viejo libro tenía que ver con las sorprendentes decisiones de maese Jojonah.
—Es la respuesta —dijo crípticamente maese Jojonah—. Léelo tranquila y secretamente. Luego ponlo a buen recaudo y bórralo de tu mente, pero no de tu corazón —añadió, mientras le daba una palmada en su fuerte hombro—. Sigue la corriente al padre abad Markwart, si es preciso, incluso al ambicioso hermano Francis.
Braumin frunció el entrecejo.
—Cuento contigo para que llegues a ser padre de Saint Mere Abelle —declaró con firmeza maese Jojonah a la mirada del joven—. Y pronto, tal vez incluso como sustituto mío. No está descartado, porque Markwart quiere hacer ver que no está enzarzado en ninguna batalla contra mí, y nuestra amistad es ampliamente conocida. Debes encontrar la manera de alcanzar ese objetivo y dedicar tus años a consolidar tu posición de forma que tengas posibilidades de llegar a abad de alguna de las otras abadías o, quizás, incluso de llegar a padre abad. Apunta alto, joven amigo, porque los obstáculos son trágicamente altos. Tu reputación permanece intachable y excelente fuera de la camarilla de Markwart. Una vez que hayas alcanzado la cumbre de tu poder, por alta que haya sido, conserva a tus amigos y decide cómo continuar la sagrada guerra que empezó el hermano Avelyn. Esto puede significar que tengas que entregar el libro y los sueños a otro joven aliado tuyo, y que tengas que tomar un rumbo similar al mío. O, quizá, la situación puede llamaros a ti y a tus aliados a emprender la batalla abiertamente en el seno de la iglesia; sólo tú podrás juzgarlo.
—Me exiges mucho.
—No más de lo que me he exigido a mí mismo —repuso Jojonah con una risita sofocada y con aire de quitar importancia al asunto—. ¡Y creo que eres un hombre mejor de lo que Jojonah ha sido jamás!
El hermano Braumin se burló de aquel comentario, pero Jojonah sacudió la cabeza y no se retractó.
—A mí me costó seis décadas aprender lo que tú ya tienes sólidamente asentado en el corazón —explicó el anciano padre.
—Pero he tenido un buen maestro —replicó el hermano Braumin con una sonrisa.
Eso provocó otra sonrisa en la fláccida cara del angustiado Jojonah.
Braumin fijó su atención en el libro y lo alzó entre él y el padre.
—Cuéntame más cosas —insistió—, ¿qué es lo que contiene?
—La esencia del pensamiento del hermano Avelyn —respondió Jojonah—. Y la verdad sobre lo que ocurrió en otros tiempos.
Braumin bajó el libro y lo escondió debajo de su voluminoso hábito, cerca de su corazón.
—Recuerda todo lo que te he contado acerca del destino del Corredor del Viento, y compáralo con las normas de los primeros tiempos de nuestra orden —indicó Jojonah.
Braumin apretó el libro con más fuerza todavía e inclinó la cabeza con solemnidad.
—Adiós, amigo y maestro —dijo a Jojonah, temiendo que jamás volvería a verlo.
—No temas por mí —repuso maese Jojonah—, pues si tuviera que morirme hoy, me moriría contento; he encontrado mi esencia y mi verdad y he transferido esa verdad a manos muy capaces. Al final, la victoria será nuestra.
El hermano Braumin se adelantó de repente y lo estrechó con un fuerte abrazo que se prolongó durante mucho, mucho rato. Luego se dio la vuelta bruscamente, pues no quería que maese Jojonah viera la humedad que impregnaba sus ojos, y salió apresuradamente de la habitación.
Jojonah se enjugó las lágrimas y, en silencio, cerró la puerta de la habitación. Aquel mismo día, más tarde, él, De’Unnero y veinticinco monjes escoltas cruzaban la gran puerta de Saint Mere Abelle y se ponían en camino. Era una fuerza formidable para acompañar al futuro abad, advirtió Jojonah: veinticinco monjes, estudiantes de cuarto y quinto año, con pesadas protecciones de piel y armados con espadas y potentes arcos. El anciano suspiró al verlos; sabía que aquel grupo se dedicaría más a asegurar el dominio inmediato y absoluto de De’Unnero en Saint Precious que a proteger al futuro abad durante el viaje.
Pero ¿qué más daba? Jojonah no se sentía con mucha capacidad de lucha; el solo hecho de viajar a Saint Precious ya era suficiente para abrumarlo.
Mientras las puertas de la abadía giraban y se cerraban tras él, dudaba y se preguntaba si debía volver y enfrentarse abiertamente a Markwart, si debía aprovechar su última oportunidad y acabar con todo, porque aquel día se sentía por encima de todo, como si estuviera viviendo fuera del tiempo.
Pero también se sentía débil y enfermo, y no se dio la vuelta para ir al encuentro de Markwart.
Bajó la cabeza, avergonzado y abatido, y gradualmente fue prestando atención al discurso que la afilada lengua de De’Unnero dirigía a todo el grupo, incluido él mismo. El hombre estaba dando con brusquedad instrucciones acerca de cómo actuarían, del orden de la marcha, del protocolo del viaje, e insistía para que todos y cada uno de ellos, y particularmente Jojonah, pues acababa de avanzar hasta situarse frente al anciano, se dirigieran a él con el tratamiento de abad De’Unnero.
Aquello hirió profundamente la sensibilidad de Jojonah.
—Aún no eres abad —le recordó.
—Pero quizás alguno de vosotros necesite practicar para poder darme ese tratamiento —replicó con aspereza De’Unnero. Jojonah se mantuvo firme mientras el hombre se le acercaba agresivamente—. Es una disposición que viene directamente del padre abad —precisó De’Unnero, mientras desplegaba un pergamino con un gesto brusco. Allí estaba escrito el último edicto de Markwart, que proclamaba que en lo sucesivo, el hermano Marcalo De’Unnero sería llamado abad De’Unnero—. ¿Tienes algo más que objetar, maese Jojonah? —preguntó el hombre con presunción.
—No.
—¿Sólo no?
Maese Jojonah no contestó y tampoco parpadeó al perforar con la mirada aquel infausto documento.
—¿Maese Jojonah? —exclamó De’Unnero, en un tono que evidenciaba lo que estaba esperando.
Maese Jojonah levantó la vista y vio su perversa sonrisa. Comprendió el propósito de De’Unnero: ponerlo a prueba delante de los monjes jóvenes.
—No, abad De’Unnero —repuso Jojonah por fin, maldiciendo cada palabra pero consciente de que aquella no era la lucha que tenía que librar.
Una vez hubo puesto en su sitio a Jojonah, De’Unnero hizo una señal a la comitiva para que emprendiera la marcha, y en perfecto orden se dirigieron hacia el oeste.
A maese Jojonah le pareció que la carretera se había hecho muchísimo más larga.