Mientras se aproximaba a la puerta norte de la ciudad de Palmaris, Roger Descerrajador y su fúnebre equipaje habían llamado considerablemente la atención. Varios granjeros y sus familias, siempre alerta en aquellos tiempos peligrosos, ante el menor movimiento que se produjera en las cercanías, habían advertido el paso del joven y lo habían seguido, abrumándolo con múltiples preguntas.
Durante el camino hacia la puerta, Roger dio pocas explicaciones y contestó con gruñidos a las preguntas de carácter general, como «¿Viene del norte?» o «¿Hay trasgos por allá arriba?». Los granjeros aceptaron las vagas respuestas sin protestar, pero los guardianes de la puerta resultaron ser mucho más insistentes. En cuanto Roger se acercó y quedó claro que transportaba dos cuerpos humanos atravesados sobre el caballo renqueante, una de las dos grandes verjas de la ciudad crujió y dos soldados con armaduras se apresuraron a cerrarle el paso.
Roger estaba mucho más preocupado por el hecho de que otros guardianes lo vigilaban desde la muralla, con los arcos preparados apuntando a su cabeza.
—¿Te los has cargado tú? —le espetó uno de los soldados avanzando para inspeccionar los cuerpos.
—A ese, no —se apresuró a contestar Roger cuando el soldado levantó la cabeza de Connor y sus ojos se desorbitaron de horror al reconocerlo.
Al instante el otro soldado se acercó a Roger con la espada desenvainada y se la puso a la altura del cuello.
—¿Crees que entraría a plena luz del día en Palmaris con el cuerpo del sobrino del barón si lo hubiera matado yo? —preguntó Roger sin inmutarse, deseando que los soldados comprendieran que conocía la identidad del noble—. Me han llamado de muchas maneras, pero jamás me han tratado de bobo. Y, además, Connor Bildeborough era un buen amigo. Esta es la razón por la cual, aunque tengo otros asuntos urgentes, no podía abandonarlo en la carretera para que trasgos y aves depredadoras picotearan su cadáver.
—¿Y de dónde sale ese? —inquirió el soldado que estaba junto al caballo—. Es de la abadía, ¿no?
—No de Saint Precious —respondió Roger—. Es de Saint Mere Abelle.
Los dos soldados, visiblemente turbados, se miraron; a ninguno de ellos lo habían enviado a Saint Precious al iniciarse el conflicto con el padre abad, pero ambos habían oído hablar ampliamente del asunto; aquello daba sin duda un siniestro giro a las sospechas suscitadas por los dos cuerpos tumbados sobre el caballo de Roger.
—¿Mataste a ese otro? —preguntó el soldado.
—Sí, lo hice —replicó Roger prontamente.
—¿Te reconoces culpable? —se apresuró a interrumpir el otro soldado.
—Si no lo hubiera matado, me habría matado él a mí —concluyó por decir Roger, sin perder la calma, mientras miraba al soldado acusador directamente a los ojos—. Dada la identidad de los dos cadáveres, sugiero que lo más adecuado es sostener esta conversación en casa del barón. —Al ver que los soldados se miraban, sin saber qué hacer, Roger añadió con un deje cortante en la voz—: A menos que creáis más adecuado que el pueblo llano empiece a manosear a Connor Bildeborough. Tal vez alguien juzgue que es una buena ocasión para utilizar a Defensora. O podría ocurrir que los rumores de la turba llegaran hasta el barón o hasta el abad de Saint Precious; ¿quién puede predecir las intrigas que eso ocasionaría?
—Abrid las verjas —gritó el soldado que se hallaba junto al caballo a los guardianes de la muralla. Hizo una seña a su compañero, y este apartó la espada—. Volved a vuestros hogares —reprendió a los excitados y murmuradores curiosos. Él y su compañero escoltaron a Roger hacia la ciudad, seguidos por la fúnebre carga. Se detuvieron después de traspasar la puerta, mientras otros guardianes cerraban la verja tras ellos. Lejos de la vista de los granjeros, pues suponían que el extranjero podía contar con algún aliado entre ellos, agarraron bruscamente a Roger, lo lanzaron contra el muro, lo cachearon sin olvidar un milímetro de su cuerpo y le quitaron todo lo que remotamente pudiera parecer un arma.
Un tercer guardián cubrió los cuerpos con unas mantas y, a continuación, cogió las riendas del caballo y guio al animal, mientras los dos primeros agarraban sin contemplaciones a Roger por los codos y, medio a rastras medio a cuestas, lo conducían por las calles de la ciudad.
Roger pasó un buen rato solo en Chasewind Manor, el palacio que servía de hogar al barón Rochefort Bildeborough. No estaba físicamente solo, pero los dos soldados de rostro severo que habían destinado para vigilarlo no parecían tener ganas de charla. Así que permaneció sentado y esperó: se cantaba canciones a sí mismo e incluso llegó a contar tres veces las tablas del suelo de madera, mientras pasaban las horas.
Cuando el barón entró por fin, Roger comprendió el retraso. El hombre tenía la cara hinchada, los ojos hundidos y un estado general de profundo abatimiento. La noticia de la muerte de Connor le había producido un dolor intenso, muy intenso; Connor no exageraba cuando se enorgullecía de la alta consideración en que lo tenía su tío.
—¿Quién ha matado a mi sobrino? —preguntó el barón Bildeborough incluso antes de tomar asiento en la silla situada frente a la de Roger.
—Su asesino le ha sido entregado —repuso Roger.
—El monje —afirmó, más que preguntó el barón Bildeborough, como si aquel hecho apenas le sorprendiera.
—Ese hombre y otro, también de Saint Mere Abelle, nos atacaron —empezó a decir Roger.
—¿Nos?
—A Connor y a mí, y… —vaciló Roger.
—Continúa con tu historia sobre Connor —interrumpió el barón con impaciencia—. Los detalles pueden esperar.
—Durante la lucha, el compañero del monje resultó muerto —explicó Roger—, y a él lo hicimos prisionero. Connor y yo se lo traíamos a usted. Ya estábamos en las afueras de la ciudad, pero consiguió librarse de sus ataduras y matar a su sobrino con un simple golpe de sus dedos en la garganta.
—Mi médico me ha dicho que Connor lleva muerto más tiempo del que sugiere tu historia —puntualizó el barón—, si es cierto que tú mataste al monje en las afueras de mi ciudad.
—No ocurrió exactamente así —tartamudeó Roger—. Connor murió inmediatamente; lo vi con mis propios ojos y, como no podía medirme cara a cara con el monje, cogí su caballo y huí.
—Piedra Gris —indicó Rochefort—. El caballo se llama Piedra Gris.
Roger asintió con la cabeza.
—El monje me persiguió y, cuando Piedra Gris perdió una herradura, supe que me iba a atrapar. Pero le gané con astucia, ya que con fuerza no podía, y aunque me había propuesto sólo hacerlo prisionero para que no pudiera seguir su carrera criminal, resultó muerto en la trampa que le tendí.
—He sido informado de que eres muy ingenioso para preparar toda clase de argucias, Roger Billingsbury —dijo el barón—. ¿O prefieres que te llame Descerrajador?
El asombrado joven se quedó sin palabras.
—No temas —lo tranquilizó el barón Bildeborough—. He hablado con uno de tus antiguos compañeros, un hombre que te tiene en la más alta consideración y no me ocultó tus hazañas contra los powris en Caer Tinella.
Sin poder articular palabra, Roger se limitó a sacudir la cabeza.
—Por una simple coincidencia, una empleada mía es hija de la señora Kelso —explicó Rochefort.
Roger se tranquilizó e incluso fue capaz de sonreír. Si el barón Bildeborough confiaba en la señora Kelso, entonces él no tenía nada que temer.
—Previne a Connor. ¡Pero era un joven tan impetuoso y atrevido! —susurró Rochefort, cabizbajo—. Si los powris pudieron llegar hasta Dobrinion, ninguno de nosotros estaba a salvo, le dije; pero ese monje renegado… —añadió, sacudiendo la cabeza— ¿cómo podía mi sobrino haber sospechado un asesino semejante? No tiene sentido.
—No fueron powris quienes mataron al abad Dobrinion —repuso Roger con firmeza, captando la atención del barón—, y ese monje no era un renegado.
El rostro del barón expresaba en parte ira y en parte confusión mientras miraba fijamente al sorprendente Roger.
—Esa es la razón por la cual Connor y yo veníamos a verlo a usted a toda prisa —explicó Roger—. Connor sabía que fueron monjes y no powris los que asesinaron al abad Dobrinion. Creía que podría demostrarlo trayendo prisionero al monje.
—¿Un monje de la orden abellicana mató a Dobrinion? —preguntó Rochefort con escepticismo.
—Es algo mucho más grave que la muerte del abad Dobrinion —intentó explicar Roger; sabía que debía tener cuidado de no irse demasiado de la lengua contando cosas de sus tres compañeros—. Se trata de gemas robadas y de la lucha por el poder en el seno de la iglesia. Todo esto me sobrepasa —admitió—, es demasiado complicado y se relaciona con asuntos de los cuales conozco muy poco. Pero los dos monjes que en el norte nos atacaron a mis amigos y a mí fueron los mismos que dieron muerte al abad Dobrinion. Connor estaba seguro de ello.
—¿Qué estaba haciendo en el norte? —quiso saber Rochefort—. ¿Lo conocías antes de este incidente?
—Yo no, pero sí alguien del grupo —declaró Roger. Respiró profundamente y se arriesgó—: Una mujer que estuvo casada con Connor durante muy poco tiempo.
—Jilly —susurró Rochefort con un suspiro.
—No puedo decirle más, y le ruego que por ella, por mí mismo, por todos nosotros, no me pregunte nada más —dijo Roger—. Connor fue en nuestra búsqueda para prevenirnos, es todo lo que necesita saber. Y al salvarnos a nosotros, perdió su propia vida.
El barón Bildeborough se recostó en la silla; iba asimilando todo lo que acababa de oír y lo relacionaba con los recientes disturbios en Saint Precious concernientes al padre abad y a sus hombres de Saint Mere Abelle. Al cabo de un buen rato, miró de nuevo a Roger y luego pegó una patada a una silla vacía que estaba a su lado.
—Ven, siéntate junto a mí como un amigo —propuso con sinceridad—. Quiero saberlo todo sobre los últimos días de Connor, y quiero saberlo todo sobre Roger Billingsbury para que entre los dos podamos decidir mejor qué conviene hacer.
Roger acercó tímidamente la silla a la del barón, esperanzado porque el barón se había referido a ellos dos como un equipo.
—Es él —insistió Juraviel, oteando desde el altozano con sus agudos ojos—. Puedo asegurártelo por la desgarbada manera de sentarse en la silla —añadió el elfo con una risa disimulada—; me asombra que una persona tan ágil como Roger pueda montar de forma tan desmañada.
—No ha entendido al animal —explicó Elbryan.
—Porque no ha querido —replicó el elfo.
—No todo el mundo ha sido adiestrado por los Touel’alfar —declaró el guardabosque con una sonrisa.
—Ni tampoco a todo el mundo se le ha concedido una piedra turquesa para que pueda guiar el corazón de su caballo —intervino Pony, mientras daba un amable golpecito en el cuello de Sinfonía.
El caballo relinchó suavemente.
Los tres amigos y Sinfonía bajaron desde el altozano en diagonal para salir al encuentro de Roger.
—¡Todo fue bien! —gritó el joven, emocionado y contento por haberlos encontrado. Espoleó el caballo para que trotara más aprisa y tiró con fuerza de las riendas del caballo que corría detrás de él, un caballo que sus compañeros habían visto antes.
—Te reuniste con el barón Bildeborough —dedujo Elbryan.
—Me dio los caballos —explicó Roger—, incluso este, Fielder —añadió, dando una palmada al caballo que había sido el favorito de Rochefort. A Roger le había sorprendido la generosidad del barón, una generosidad más bien propia de un mentor.
—Piedra Gris es para ti —anunció Roger a Pony, tirando hacia adelante del hermoso corcel dorado—. El barón de Bildeborough insistió en que Connor quería que tú te quedaras con él, y también esto —añadió mientras sacaba una espada de un costado de la silla: Defensora, la magnífica arma de Connor.
Pony se volvió hacia Elbryan con una mirada atónita; este se limitó a encogerse de hombros y a decir:
—Parece lógico.
—Pero eso significa que le has hablado de nosotros al barón —dedujo Juraviel en un tono menos eufórico— o, por lo menos, de Pony.
—No le dije gran cosa —replicó Roger—, lo juro, pero el barón necesitaba respuestas. Connor era como un hijo para él y, cuando lo vio muerto, poco faltó para que se derrumbara. —Hizo una pausa y, dirigiéndose a Elbryan, pues creía que sería quien lo iba a juzgar con más severidad, añadió—: He llegado a apreciarlo y me fío de él: no creo que sea nuestro enemigo, en especial si tenemos en cuenta la identidad del asesino de Connor.
—Parece que el barón también ha llegado a apreciar a Roger Descerrajador —observó el guardabosque— y a confiar en él: no se trata de regalos cualesquiera.
—Comprendió el mensaje y el propósito del mensajero —respondió Roger—. El barón Bildeborough sabe que se encuentra en una situación apurada pues tendrá que medir sus fuerzas contra las de la iglesia abellicana; necesita aliados tanto como nosotros.
—¿Qué le has contado exactamente de nosotros? —lo interrumpió Juraviel, en un tono todavía serio.
—No preguntó gran cosa, ni mucho menos —respondió Roger sin inmutarse—. Pasó a considerarme un amigo y un enemigo de sus enemigos. No preguntó quiénes éramos y sólo sabe lo que le conté sobre ti —dijo, señalando a Pony.
—Hiciste bien —decidió Elbryan al cabo de unos instantes—. ¿Y ahora cómo están las cosas?
Roger se encogió de hombros, temiendo enfrentarse a aquella pregunta.
—El barón no se olvidará del asunto, de eso estoy seguro —afirmó—. Me prometió que nosotros informaríamos al rey, si es preciso; aunque creo que tiene miedo de provocar una guerra entre la corona y la iglesia.
—¿Nosotros? —preguntó Pony extrañada.
—Quiere que yo haga de testigo —explicó Roger—. Me pidió que vuelva con él para planificar un viaje a Ursal, en el caso de que sus conversaciones privadas con ciertos monjes de confianza de Saint Precious no resulten satisfactorias. —Al ver la expresión de curiosidad de sus amigos, añadió—: Desde luego le dije que no podía.
Roger permaneció en silencio, confuso al ver que la expresión de curiosidad de sus amigos se transformaba en desaprobación.
—Nos vamos a Saint Mere Abelle, ¿verdad? —dijo Roger—. El barón Bildeborough quiere estar en Ursal antes del cambio de estación, pues se ha enterado de que se celebrará una asamblea de abades a mitad de Calember y está decidido a hablar con el rey antes de que el abad Je’howith de Saint Honce emprenda viaje al norte. No hay manera alguna de que pueda ir con vosotros a Saint Mere Abelle, hacer lo que tengamos que hacer y regresar a Palmaris a tiempo para salir de viaje con el barón.
A juzgar por sus expresiones, seguían dudando.
—¡No queréis que vaya con vosotros! —dedujo horrorizado Roger.
—Claro que queremos —respondió Pony.
—Pero si es más útil que permanezcas junto al barón Bildeborough, deberías quedarte a su lado —añadió Elbryan, y tanto Pony como Juraviel movieron la cabeza para mostrar su conformidad.
—Me he ganado mi lugar a vuestro lado —protestó Roger reaccionando de nuevo como un niño. El orgullo infantil lo llevaba a considerar que no ir con ellos era una afrenta—. Hemos conseguido luchar muy bien juntos. ¡Yo maté al hermano Justicia!
—Todo lo que dices es verdad —convino Pony, mientras se acercaba al joven y lo rodeaba con el brazo—. Absolutamente todo —insistió—. Te has ganado tu lugar, y nos sentimos contentos y agradecidos por tenerte a nuestro lado. Seguro que nos sería más fácil entrar en Saint Mere Abelle gracias a tus especiales habilidades.
—Pero… —objetó Roger.
—Pero no creemos que podamos ganar —lo interrumpió Pony, y su franqueza cogió a Roger desprevenido.
—Pero vais a ir a pesar de todo.
—Son amigos nuestros —explicó Elbryan—. Debemos ir. Debemos intentar por todos los medios posibles liberar a Bradwarden y los Chilichunk de las garras del padre abad.
—Por todos los medios —enfatizó Juraviel.
Roger se disponía a discutir, pero se detuvo en seco y cerró con firmeza los ojos y la boca hasta que por fin pudo expresar lo que quería:
—Y si no podéis rescatarlos por la fuerza, entonces vuestra única oportunidad será la intervención del rey o de otras fuerzas de la iglesia que no estén bajo la influencia perversa del padre abad —razonó.
—Puedes venir con nosotros si lo deseas —dijo Elbryan sinceramente—. Y nos alegraremos de tenerte a nuestro lado. Pero eres tú quien ha hablado con el barón Bildeborough y, por consiguiente, sólo tú puedes decidir cuál es la misión más importante para Roger Descerrajador.
—Sólo yo puedo decidir cuál es la misión más importante para Bradwarden y los Chilichunk —corrigió Roger. Luego permaneció en silencio, y lo mismo hicieron los demás para dejarlo reflexionar con tranquilidad. Quería ir a Saint Mere Abelle para tomar parte en aquella gran aventura. Lo deseaba desesperadamente.
Pero su razón superó ese deseo. El barón Bildeborough lo necesitaba más que Elbryan, Pony y Juraviel. Juraviel podía sustituirlo de sobra en las tareas de exploración y, si entraban en combate, cualquier cosa que él pudiera hacer sería de poca monta, en el mejor de los casos, al lado de la espada de Elbryan y la magia de Pony.
—Tenéis que prometerme que me buscaréis cuando volváis a pasar por Palmaris —dijo el joven atragantándose a cada palabra.
—¿Cómo puedes dudarlo? —dijo Elbryan sonriendo—. Juraviel debe pasar por Palmaris de vuelta hacia su hogar.
—Lo mismo que Elbryan y yo —añadió Pony—. Pues cuando esto se haya acabado, cuando por fin encontremos la paz, volveremos a Dundalis, nuestro hogar y el de Bradwarden. Y por el camino, dejaremos a mi familia de nuevo en Palmaris, en el Camino de la Amistad. —Pony le dedicó una serena sonrisa, mientras lo abrazaba estrechamente hasta casi hacerlo caer de la silla—. Y aunque nuestro destino hubiera estado en la dirección opuesta, tampoco habríamos abandonado a Roger Descerrajador.
Pony le dio un beso en la mejilla, y el joven se ruborizó.
—Todos nosotros tenemos delante un deber que cumplir —prosiguió Pony—. Dos caminos para derrotar a un enemigo común. Ganaremos y luego lo celebraremos juntos.
Emocionado y demasiado abrumado para responder con palabras, Roger asintió con la cabeza. Elbryan se le acercó y le dio una palmada en el hombro; el muchacho miró más allá del guardabosque y vio que Juraviel le dedicaba una aprobatoria inclinación de cabeza. ¡No quería separarse de ellos! ¿Cómo podía alejarse de los primeros amigos verdaderos que tenía, los primeros amigos que se habían preocupado por igual de poner de relieve sus errores y alabar sus cualidades?
Y, sin embargo, precisamente por aquella razón, porque sus auténticos amigos se encontraban en un grave conflicto con la poderosa iglesia abellicana, sabía que tenía que volver con el barón Bildeborough. Había tenido que pasar por muchas dificultades en su vida, pero jamás hasta aquel momento su conciencia le había exigido sacrificar tanto voluntariamente. En aquella ocasión, a diferencia de su incursión en Caer Tinella antes del asalto de Elbryan, su decisión estaba dictada por el altruismo, y no por celos, ni por miedo a ser superado por el guardabosque. En aquella ocasión Roger actuaba movido por su amistad hacia Pony, hacia Elbryan y hacia Juraviel, el amigo más franco de los tres.
Sin pronunciar una sola palabra, tomó la mano de Elbryan para estrechársela, pero acabó abrazándolo; luego cogió las riendas de Fielder y se alejó.
—Ha madurado —señaló Belli’mar Juraviel.
Pony y Elbryan asintieron en silencio; ambos estaban tan trastornados por la despedida como Roger. Pony desmontó de Sinfonía y se acercó a Piedra Gris; el guardabosque tomó a Sinfonía por la brida y condujo de nuevo a los caballos al pequeño campamento.
Prepararon los escasos suministros que necesitaban y marcharon hacia el sur. Juraviel iba envuelto en una manta para esconder sus alas y sus armas; parecía un muchacho montado en Piedra Gris, detrás de Pony. Decidieron entrar en Palmaris por la puerta norte, pues, dado que los monstruos se batían en retirada, la ciudad en los últimos tiempos se había vuelto más franqueable y no esperaban que les impidieran el paso.
Apenas hablaron entre ellos mientras cruzaban las afueras del norte de la ciudad; la mayoría de las casas permanecían vacías, aunque algunas familias ya habían regresado a sus hogares. En varias ocasiones divisaron a Roger, que los precedía en la carretera, pero creyeron que era preferible dejarlo solo. Teniendo en cuenta lo que acababa de suceder entre Roger y el barón Bildeborough, si se acercaban a la puerta junto al muchacho, podían despertar curiosidades no deseables.
De modo que, siguiendo el consejo de Juraviel, aquella noche decidieron instalar el campamento fuera de la ciudad, esperar un día y dejar que los guardianes de la ciudad se olvidaran por completo de Roger Descerrajador.
Pero seguían muy callados, en particular Elbryan, que parecía muy taciturno.
—¿Es por Bradwarden? —le preguntó Pony mientras cenaban un suculento estofado de conejo que Juraviel había cazado.
El guardabosque asintió con la cabeza.
—Me acuerdo de los días en Dundalis, antes de que volvieras. O incluso antes de eso, cuando tú y yo estábamos en la ladera norte esperando que nuestros padres regresaran de la cacería y oímos la música del fantasma del bosque.
Pony sonrió al evocar aquel remoto pasado, aquel tiempo inocente. Sin embargo, comprendió que la melancolía de Elbryan no se debía sólo a la nostalgia; comprendió y compartió el agudo dolor de la culpa que resonaba en cada palabra de su amado.
Sentado en un rincón, Juraviel también lo advirtió y se apresuró a intervenir en la conversación.
—Creísteis que estaba muerto —señaló el elfo.
Tanto Pony como Elbryan lo miraron.
—Es estúpido que os sintáis culpables —prosiguió Juraviel—. Creísteis que la montaña se le había caído encima. ¿Qué podíais hacer? ¿Empezar a excavar con sólo vuestras manos para abrir un camino de vuelta? ¿Y tú, Pájaro de la Noche, con un brazo desgarrado y roto?
—Claro que no nos sentimos culpables —arguyó Pony, pero sus palabras sonaron vacías, incluso para ella.
—¡Claro que sí! —replicó Juraviel con un ataque de risa burlona—. Así ocurre con los humanos. Y demasiado a menudo, para mi gusto, su sentimiento de culpa está justificado. Pero no en esta ocasión, y no con vosotros dos. Hicisteis todo lo que pudisteis, con lealtad y valor. Incluso con todo lo que habéis oído, no dudáis de que sea Bradwarden.
—Las pruebas parecen claras —declaró Elbryan.
—Pero también lo eran las que indicaban que el centauro había muerto —replicó Juraviel—. Hay algo en este asunto que no comprendéis, y con razón. Si se trata realmente de Bradwarden, alguna fuerza más allá de vuestra comprensión lo ha mantenido con vida o se la ha devuelto después de muerto, ¿no es cierto?
Elbryan miró a Pony, y luego ambos se volvieron hacia Juraviel e inclinaron la cabeza para mostrar su acuerdo.
—Ese solo hecho debería mitigar vuestra culpa —dedujo el elfo aprisionándolos en su propia trampa lógica—. Si estabais tan seguros de que Bradwarden estaba muerto, ¿cómo es posible que alguien, vosotros mismos incluidos, pueda culparos por haber abandonado aquel horrible lugar?
—También en esto tienes razón —admitió Elbryan esbozando una sonrisa y, desde luego, contento de que la sabiduría del Touel’alfar siguiera ayudándolo.
—Entonces no mires hacia atrás —dijo Juraviel—, sino hacia adelante. Si realmente se trata de Bradwarden, si realmente está vivo, te necesita. Y cuando hayamos acabado, cuando el centauro esté libre, todo será mucho mejor.
—Y podremos volver a Dundalis con él —puntualizó Pony—. Y todos los hijos de aquellos que vuelvan al pueblo para reconstruirlo conocerán la magia de la canción del fantasma del bosque.
Por fin se sentían aliviados; acabaron de cenar, hablaron de los días que disfrutarían cuando aquel siniestro viaje hubiera acabado y hubiera quedado atrás e hicieron planes para cuando la paz reinara de nuevo en Honce el Oso, para cuando las Tierras Boscosas estuvieran reconquistadas, para cuando la iglesia hubiera recobrado el recto camino.
Luego se fueron a dormir y se prometieron cruzar la puerta antes de romper el alba; tanto Pony como Elbryan durmieron a pierna suelta, mientras su amigo elfo montaba una estricta vigilancia.