7

Resolución

Avistaron agrupaciones de casas, granjas en su mayor parte, al norte de Palmaris, y se sintieron reconfortados al ver que mucha gente había abandonado la protección de las murallas de la ciudad y había regresado a sus hogares.

—La región está volviendo a la normalidad —observó Connor. Iba montado a horcajadas sobre su caballo, cerca de Pony, que montaba a Sinfonía junto con Belli’mar Juraviel. Elbryan y Roger caminaban delante flanqueando al hermano Youseff, que tenía las manos estrechamente atadas a la espalda—. Pronto recuperaremos la paz —prometió Connor. Su vaticinio les pareció muy factible a los demás, pues no habían visto ningún monstruo durante todo el camino hasta allí.

—Es posible que Caer Tinella y Tierras Bajas hayan sido los últimos baluartes de monstruos en la región —dedujo el guardabosque—. La presencia de algunos de ellos no resultaría un gran problema para la guarnición de Palmaris. —El guardabosque hizo un alto, tomó la brida de Sinfonía y lo detuvo. Miró hacia sus dos amigos, y ambos, Pony y Juraviel, comprendieron.

»No cometeremos la temeridad de entrar en la ciudad —declaró Elbryan a Connor—. Ni siquiera la de acercarnos para que la gente de las granjas pueda vernos —añadió mirando al hermano Youseff—. El solo hecho de saber algo de nosotros podría ocasionarles problemas.

—Porque admites que estáis señalados como proscritos —comentó aguda y ásperamente el hermano Youseff—. ¿Creéis que la iglesia dejará de perseguiros? —preguntó con una sonrisa perversa, totalmente impropia de un prisionero.

—Es posible que la iglesia tenga otros problemas más urgentes cuando se sepa la verdad de lo que hicisteis en Saint Precious —indicó Connor, haciendo avanzar a Piedra Gris hasta situarlo entre el monje y el guardabosque.

—¿Y qué pruebas tenéis de esas absurdas acusaciones? —se apresuró a replicar el hermano Youseff.

—Ya veremos —contestó Connor. Se volvió hacia Elbryan y hacia los dos que montaban a Sinfonía—. Roger y yo lo entregaremos a mi tío —explicó—. Utilizaremos los cauces del poder secular antes de intentar determinar cuántos miembros de la iglesia tomarán partido por este perro y sus amos.

—Podrías estar empezando una pequeña guerra —razonó Pony, pues era bien sabido que la iglesia era casi tan poderosa como el estado, y algunos de los que habían sido testigos de los poderes mágicos de la abadía Saint Mere Abelle incluso creían que la iglesia era más poderosa.

—Si la guerra ha de empezar, hay que dejar claro que la iniciaron los que asesinaron al abad Dobrinion, no yo ni mi tío —repuso Connor con convicción—. Yo me limito a cumplir con mi deber en respuesta a ese acto atroz y en defensa de mi propia vida.

—Esperaremos noticias vuestras —indicó Elbryan, que no tenía ganas de incidir más en aquella cuestión.

—Roger y yo nos reuniremos con vosotros tan pronto como podamos —asintió Connor—. Sé que estás impaciente por seguir tu camino.

Se detuvo en aquel punto por precaución, pues no quería que el peligroso monje que llevaban prisionero supiera que Elbryan se proponía ir lo más pronto posible a Saint Mere Abelle. Había visto tantos prodigios producidos por la magia de las piedras, que Connor pensó que sería una insensatez que el guardabosque declarara abiertamente a Youseff que irían en socorro de sus amigos prisioneros. Cuanto menos información concreta conociera aquel peligroso monje, mejor para todos ellos.

Connor hizo una seña a Elbryan y desvió su caballo; el guardabosque echó a andar a su lado y se alejaron de los demás.

—Quiero desearte buena suerte, Pájaro de la Noche, por si no pudiera volver —dijo el noble con toda sinceridad. Elbryan siguió la mirada del noble hacia Pony—. Sería un mentiroso si no admitiera que te envidio —prosiguió Connor—. Yo también la amé; ¿quién no lo haría, después de haber admirado su belleza?

Elbryan no sabía qué decir, y no dijo nada.

—Pero es evidente quién es el dueño del corazón de Jill… de Pony —añadió Connor después de una prolongada e incómoda pausa—. Su corazón te pertenece —dijo mirándolo a los ojos.

—No tienes intención de regresar —dijo Elbryan comprendiéndolo de repente—. Entregarás al monje y después te quedarás en Palmaris.

El hombre se encogió de hombros sin comprometerse.

—Es doloroso verla —admitió—, doloroso y, a la vez, maravilloso. Todavía no he averiguado cuál de las dos emociones prevalece.

—Que tengas suerte —respondió Elbryan.

—Lo mismo digo —dijo Connor. Miró otra vez a Pony—. ¿Puedo despedirme de ella en privado? —preguntó.

Elbryan contestó con una sonrisa de aprobación, aunque consideraba que aquello no era decisión suya en absoluto. Si Pony quería hablar en privado con Connor, lo haría, al margen de lo que él, Elbryan, pensara al respecto. Para ponerle las cosas más fáciles a Connor, pues sentía una sincera simpatía hacia él, volvió junto a Pony para transmitirle la petición. Tras esperar a que Juraviel bajara de Sinfonía, la mujer espoleó al caballo para reunirse con el noble.

—Tal vez no vuelva —explicó Connor.

Pony asintió, insegura aún de por qué Connor había aparecido en su búsqueda.

—Tenía que volver a verte —prosiguió comprendiendo la pregunta no verbalizada de Pony—. Tenía que saber que estabas bien; tenía que…

Hizo una pausa y exhaló un profundo suspiro.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Pony con brusquedad—. ¿Qué podemos decirnos que no nos hayamos dicho antes?

—Tienes que perdonarme —declaró Connor, y entonces intentó desesperadamente explicárselo—. Me sentí herido… mi orgullo. No quería enviarte lejos, pero no podía soportar verte, saber que no me amabas…

La sonrisa de Pony lo hizo callar.

—Jamás te he culpado, o sea que no tengo nada que perdonarte —respondió serenamente—. Creo que lo ocurrido entre nosotros fue trágico para los dos. La nuestra es una amistad muy especial y siempre la guardaré como un tesoro.

—Pero lo que hice en nuestra noche de bodas… —protestó Connor.

—Es lo que no hiciste lo que me permite no culparte —repuso Pony—. Habrías podido poseerme y, si lo hubieras hecho, jamás te lo habría perdonado, desde luego; habría utilizado mi magia para derribarte en el prado la primera vez que volví a verte —añadió. En cuanto las palabras salieron de su boca se dio cuenta de que estaba mintiendo. Cualesquiera que fuesen sus sentimientos hacia Connor, no podía utilizar las gemas, los dones sagrados de Dios, con objeto de vengarse.

—Lo siento —dijo Connor con sinceridad.

—Yo también —respondió Pony; se inclinó hacia él y lo besó en la mejilla—. Buena suerte, Connor Bildeborough. Ahora ya sabes quién es el enemigo. Suerte en la pelea —añadió antes de girar al caballo y regresar junto a Elbryan.

Poco después, Pony, Elbryan y Juraviel se dirigían de nuevo hacia el norte, llenos de esperanza, pero haciendo planes para un viaje que sabían podría resultar tan siniestro como la expedición a Aida para enfrentarse al demonio Dáctilo. Confiaban en que la misión de Connor sería fructífera y rápida, y que el rey y los miembros sensatos y piadosos de la orden abellicana, si es que quedaba alguno, se volverían contra aquel perverso padre abad que tan injustificadamente había hecho prisioneros a Bradwarden y a los Chilichunk. También abrigaban la esperanza de encontrar a sus amigos sanos y libres antes incluso de que ellos llegaran a Saint Mere Abelle.

Pero la experiencia indicaba algo muy distinto, ya que las acciones políticas de esa índole tardaban meses, incluso años. Bradwarden y los Chilichunk no podían esperar, no se los podía hacer esperar, y por consiguiente los tres decidieron que saldrían hacia la abadía de la bahía de Todos los Santos tan pronto como Roger, tal vez en compañía de Connor, estuviera de regreso.

Con la misma determinación, Roger y Connor partieron hacia Palmaris. Connor tenía mucha fe en su tío Rochefort. Desde que era un chiquillo, siempre había considerado que era alguien que podía realizar grandes cosas, un hombre importante que influía en la vida de la ciudad. En las numerosas ocasiones en las que Connor se había metido en líos, su tío Rochefort se había ocupado del asunto con discreción y eficacia.

El hermano Youseff percibió la confianza de Connor, tanto porque presumía de lo que su tío llevaría a cabo como por la manera jactanciosa de ir montado en la silla.

—Deberías comprender, maese Bildeborough, las consecuencias de estar aliado con esos dos —echó en cara el monje.

—Si no cierras el pico, te pondré una mordaza —prometió Connor.

—¡Qué situación embarazosa para tu tío! —insistió Youseff—. Será divertido cuando el rey descubra que el sobrino del barón Bildeborough viaja con proscritos.

—Desde luego —respondió Connor, mirándolo—. Ahora mismo lo estoy haciendo.

Al hermano Youseff no le hizo gracia.

—Por supuesto, tu acusación es ridícula —dijo—. Y tu tío lo reconocerá y pedirá disculpas a la iglesia… y tal vez logre persuadirla para que acepte sus disculpas y no lo excomulgue.

Connor se burló abiertamente sin dejarse impresionar y, desde luego, sin dar el menor crédito a las palabras del peligroso monje. No obstante, el miedo impregnaba sus pensamientos, por él mismo y por su tío. Se esforzó por mantener firme su confianza en aquel hombre importante, el barón de Palmaris, pero no pudo menos que repetirse muchas veces a sí mismo que no debía subestimar el poder de la iglesia.

—Tal vez incluso os podrían perdonar también a vosotros dos —prosiguió Youseff astutamente.

—¿Perdonarnos por defendernos? —bromeó Roger.

—Ninguno de los dos estuvisteis implicados —repuso Youseff—. Sólo la chica y el otro, y tal vez el elfo; no sabíamos de su existencia y, por lo tanto, su destino está por determinar.

De nuevo Connor se burló. Que aquel hombre que lo había acechado en el Camino, que había intentado darle caza y matarlo, insistiera en que él no estaba implicado era realmente grotesco.

—Ah sí, la chica —prosiguió el hermano Youseff, cambiando de tono y mirando hacia arriba, a Connor, con el rabillo del ojo para evaluar su reacción—. Qué dulce resultará capturarla —dijo obscenamente—. Quizá tendré tiempo de divertirme con ella antes de entregarla a mis superiores.

El monje vio venir el golpe, que sin duda había provocado, y en esa ocasión no lo rehuyó, sino que dejó que Connor lo alcanzara en la nuca. No fue un golpe fuerte, pero permitió a Youseff aprovecharlo para caerse de cabeza de forma convincente, de modo que su hombro izquierdo chocó contra el suelo y se dislocó a causa del impacto. El chasquido del hueso le produjo un intenso dolor, y gritó, aparentemente a causa del sufrimiento, pero en realidad para disimular los movimientos que hizo con objeto de acercar al máximo los brazos por detrás de la espalda, cambiando así el ángulo de las ataduras.

—¡Estamos casi en la ciudad! —le riñó Roger—. ¿Por qué le has pegado?

—¿No tenías tú ganas de hacer exactamente lo mismo? —replicó Connor, y Roger no supo qué contestar. El joven se acercó al derribado monje, y otro tanto hizo Connor después de desmontar de Piedra Gris.

La seguridad de las ataduras de Youseff se basaba en que no le permitían separar los brazos de la espalda, pero ahora, con el hombro desplazado de su lugar, ya no era así. El monje no tardó en conseguir tener libre la mano izquierda, pero mantuvo la posición conservando las manos bien juntas, sin hacer caso del agudo dolor que sentía en el hombro del mismo lado.

Roger se inclinó para sujetarlo.

Youseff planeó la táctica: el muchacho no era el más peligroso de los dos.

A continuación, Connor ayudó a Roger a levantarlo para ponerlo en pie.

Con una rapidez que ninguno de los dos alcanzó a comprender, el hermano Youseff afirmó los pies en el suelo y se incorporó; las cuerdas que lo sujetaban salieron volando en el preciso instante en que el brazo derecho dibujó un violento giro con los dedos rígidos en forma de C. El gancho mortal alcanzó de lleno la garganta del desprevenido Connor y permitió a Youseff cogerlo por la tráquea con la mano.

El monje miró fijamente a los ojos del noble, sin parpadear, indiferente, y le partió la garganta.

Connor Bildeborough cayó apretándose la mortal herida, esforzándose por aspirar un aire que no llegaría, intentando en vano detener la explosión de sangre que ascendía en forma de una niebla carmesí y que le hundía la tráquea abierta en los espasmódicos pulmones.

Youseff se dio la vuelta y, con un golpe, derribó al atónito Roger al suelo.

El joven advirtió que nada podía hacer por el pobre Connor y poca cosa contra el imponente monje. En el mismo instante en que se estrellaba contra el suelo, mientras Youseff se daba la vuelta para mofarse del agonizante Connor, se las apañó para llegar hasta el caballo.

—Creo que lo que voy a hacer a continuación será matar a tu tío —dijo Youseff con una malvada mueca.

Connor le oyó, pero sólo desde lejos, muy lejos. Sentía que estaba cayendo, deslizándose más y más profundamente en una negrura, más y más profundamente dentro de sí mismo. Sintió frío y se sintió solo; los sonidos fueron disminuyendo hasta extinguirse; la visión se le estrechó hasta convertirse en un punto de luz.

Brillante y cálido.

Halló un lugar de consuelo, un lugar de esperanza: había hecho las paces con Jill.

Ahora todo había desaparecido, salvo la luz, la calidez. El espíritu de Connor se dirigía hacia allí.

Roger se agarró a un estribo, pero el asustado caballo de Connor se desbocó y lo arrastró. Tras él oía al monje corriendo deprisa. Youseff había emprendido la caza.

Gruñendo de dolor, Roger hizo esfuerzos por acercarse al caballo mientras corría a su lado; con una mano se cogió de la silla, y con el otro brazo tendido hacia atrás, dio una fuerte palmada a Piedra Gris animándolo a correr aún más; mientras lo hacía, echó un vistazo hacia atrás para mirar a Youseff, que avanzaba veloz acortando distancias.

Con toda su agilidad y todas sus fuerzas, Roger intentaba desesperadamente encaramarse al caballo. A duras penas consiguió trepar un poco para despegar los pies del suelo. El caballo, al no tener ya peso que arrastrar, puso tierra por medio entre él y el perseguidor.

Roger ni siquiera intentó sentarse en la silla, sino que se limitó a tumbarse sobre ella transversalmente, con la cabeza colgando; en su rostro se dibujaban muecas de dolor a cada salto del animal.

El valiente caballo dejó atrás al monje.

El hermano Youseff, frustrado, pateó el suelo con violencia. Miró camino arriba y camino abajo, en ambos sentidos, mientras se preguntaba qué dirección tomar. Podía volver a Palmaris, pues, muerto Connor, probablemente nadie lo relacionaría con el asesinato del abad. Sin duda, la palabra de aquellos truhanes del norte no sería suficiente para que acusaciones tan graves recayeran sobre la iglesia abellicana.

Aunque no tenía miedo al barón de Palmaris ni a los monjes de Saint Precious, la sola idea de informar al padre abad Markwart acerca de lo ocurrido le ponía los pelos de punta. Dandelion había muerto, pero también el fastidioso maese Bildeborough.

Youseff miró hacia el norte, por donde había desaparecido Roger. Tenía que darle alcance antes de que el joven pudiera reunirse con los otros; tenía que asegurarse de contar con el factor sorpresa cuando atacara de nuevo a la chica. Y Youseff sabía que desde luego tenía que perseguir a la chica y a sus dos compañeros. La primera vez lo habían vencido sólo porque estaban prevenidos, pero ahora…

Luego ya podría informar al padre abad.

El hermano Youseff empezó a correr: las piernas le impulsaban incansablemente devorando quilómetro tras quilómetro.

Roger cabalgaba deprisa. Sospechaba que el monje no había abandonado la persecución, pues ambos sabían que el propósito de Roger era regresar junto a Elbryan y Pony, cosa que Youseff no podía permitir. No obstante, el muchacho no estaba demasiado preocupado, puesto que, gracias al caballo, podía mantenerse en cabeza con facilidad.

Sin embargo, no ocurría así exactamente: cuando trepó por la ladera de un monte, al mirar hacia atrás, divisó al monje en la carretera, lejos, ¡pero todavía corriendo!

—Imposible —murmuró Roger, calculando que ya habría recorrido más de ocho quilómetros. ¡Y la velocidad del monje parecía la misma que si hubiera empezado la persecución en aquel instante!

Roger siguió trepando y obligó al caballo a acelerar la marcha. Era evidente que el animal estaba cansado, pues por el pelo dorado se deslizaba el sudor, pero el chico no podía permitirse que Piedra Gris aflojara el ritmo. Varias veces echó ojeadas hacia atrás, esperando, rogando que el monje no pudiera aguantar más que el corcel. Siguió adelante sin salirse de la carretera, más preocupado por la velocidad que por esconderse, pues sabía que el monje, por extraordinaria que fuera su resistencia, no podría seguir el ritmo del caballo.

No tardó en volver a cabalgar sosegadamente, confiando en que habría dejado muy atrás a su perseguidor, mientras intentaba seguir la ruta más adecuada para encontrar a sus amigos; habían quedado de acuerdo para reunirse en una granja abandonada, a unos quince quilómetros de allí.

El caballo tropezó y los ojos de Roger se desorbitaron cuando vio el destello del metal a un lado de la carretera. Piedra Gris cojeaba debido a que había perdido una herradura.

Roger desmontó en un instante; de un salto recuperó la herradura y se dispuso a volver junto al caballo para ver de qué pata se le había desprendido. La respuesta le resultó evidente mientras se acercaba, pues el caballo cojeaba ostensiblemente de la pata trasera izquierda. Con suma cautela, Roger pasó su brazo por aquella extremidad y se la dobló hacia arriba por la rodilla.

La pezuña estaba en mal estado. Roger no entendía mucho de caballos, pero se dio cuenta de que no podría continuar a menos que se le colocara nuevamente la herradura, algo que no tenía manera de conseguir.

—Condenada suerte de powri —maldijo el joven mirando nerviosamente carretera abajo. Tenía que utilizar toda su fuerza de voluntad para no ser presa del pánico y obligarse a sí mismo a pensar con claridad para encontrar una salida. Primero pensó en correr, pero desechó la idea al considerar que el monje lo alcanzaría mucho antes de que pudiera reunirse con Elbryan y los demás. Entonces se preguntó si alguna casa en aquel lejano norte habría vuelto a estar habitada, confiando en que podría encontrar a alguien que reemplazara la herradura; pero de nuevo comprendió que no tenía tiempo.

—Tengo que apañármelas yo solo —declaró Roger en voz alta, ya que necesitaba oír aquellas palabras mientras continuaba mirando hacia atrás por la carretera. Entonces, recurrió a las alforjas en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera ayudarlo, pues él y Connor habían guardado muchos utensilios en el viaje hacia el sur.

La mayoría de ellos eran suministros sencillos para el camino: cuerdas y una pequeña áncora de múltiples puntas, una pala pequeña, ollas y peroles, prendas de vestir y otras cosas por el estilo. Algo, sin embargo, le llamó la atención. En la última parada, en la granja donde Elbryan y los demás lo estarían esperando, Roger había cogido un artilugio, una especie de aparejo de poleas que los granjeros utilizaban para alzar fardos o incluso para manejar a los tozudos toros.

Roger cogió aquel artilugio para examinarlo e intentar encontrar alguna manera de aprovecharlo. Se le ocurrieron varias posibilidades, pero finalmente se concentró en una concreta, una para la que harían falta sus cualidades. Sabía que no podía superar al monje en una pelea, pero tal vez podía vencerlo con la inteligencia.

Cuando el hermano Youseff llegó a aquel lugar, Roger y el caballo se habían ido, pero la herradura seguía en medio de la carretera. El monje se detuvo y examinó la herradura; se puso en pie y con gran curiosidad miró alrededor. No podía imaginar que el joven hubiera sido tan estúpido como para dejar tras él algo tan revelador.

Youseff exploró la carretera hacia adelante y no vio huellas recientes más allá de unos cuatro metros. A un lado del camino identificó claramente señales del paso de un caballo que cojeaba y, al otro lado, una mancha de sangre y unas pocas huellas, las pisadas de un hombre delgado. Entonces el monje lo vio claro: el caballo había hecho saltar la herradura y luego había hecho saltar al joven. Sonriendo de oreja a oreja, el monje empezó a bajar por la pendiente, en dirección a un bosquecillo, donde pensaba encontrar a su segunda víctima.

Desde lo alto de uno de aquellos árboles, Roger Descerrajador, con la cuerda, el áncora y el aparejo de poleas preparados, observaba al monje que se acercaba confiado. Youseff aflojó el paso al aproximarse a los árboles y luego avanzó con más cautela, moviéndose rápido desde un lugar protegido al siguiente.

Roger lo perdió de vista cuando el monje se internó en el bosquecillo. Se sorprendió de nuevo cuando volvió a verlo en otro sitio, ya muy adentrado en el bosque, pues había conseguido avanzar muchos metros sin ni siquiera remover la espesa maleza. Roger miró sus objetos, su dedo pinchado adrede para dejar un rastro de sangre, y se preguntó si sus argucias serían suficientes.

No obstante, ya era demasiado tarde para cambiar de planes, puesto que Youseff estaba justo al pie del árbol y había advertido la última gota de sangre.

La cabeza del monje se movió lentamente hacia arriba, escudriñando las sombras de las frondosas ramas, y su mirada se detuvo al fin sobre una oscura figura situada en la parte alta, pegada al tronco.

—Si bajas, te perdonaré la vida —gritó el monje.

Roger lo dudaba pero, sin embargo, poco faltó para que empezara a negociar.

—Si me obligas a trepar para bajarte de ahí arriba, ten por seguro que encontrarás una muerte muy desagradable —prosiguió Youseff.

—¡Jamás he hecho nada contra tu iglesia! —repuso Roger, representando el papel de un chiquillo asustado, lo cual en aquel momento no le pareció demasiado difícil.

—Bueno, por eso mismo te perdonaré la vida —repitió Youseff—. Ahora, baja.

—Vete —gritó Roger.

—Baja —aulló Youseff—. Es tu última oportunidad.

Roger no contestó y se limitó a lloriquear de forma que el monje pudiera oírlo.

Mientras Youseff empezaba a trepar, siguiendo un previsible itinerario por las ramas, Roger lo observaba atentamente. Tiró de una cuerda por centésima vez con objeto de probarla. Un extremo de ella estaba atado al árbol, y el otro fijado a un extremo del aparejo de poleas; una segunda cuerda, que sujetaba el áncora, estaba atada al otro extremo del aparejo.

Los nudos eran seguros y las cuerdas tenían la longitud adecuada, se repetía Roger una y otra vez; a pesar de todo, al considerar la complejidad de su plan, el grado de sincronización necesario y la cuota de suerte que necesitaba, poco faltó para que se desmayara.

Youseff ya había recorrido más de medio camino y se hallaba a unos siete metros del suelo.

—Una rama más —murmuró Roger.

El monje siguió subiendo: puso los pies en la última rama firme de la parte baja del tronco. Roger sabía que allí tenía que detenerse y observar por dónde seguir trepando, pues estaba en una zona abierta, sin ramas fácilmente alcanzables.

Tan pronto como Youseff hubo llegado a aquella altura, Roger Descerrajador agarró la cuerda con firmeza y pegó un brinco. Cayó a plomo por entre dos ramas y, al hacerlo, sufrió algunos feos arañazos. Luego, a unos pocos palmos de distancia del tronco, chocó con otra rama, tal como tenía previsto, se dio impulso con el pie y empezó a girar alrededor del tronco. Chocó y se balanceó en repetidas ocasiones, pero mantuvo su trayectoria circular y descendente, y pasó por delante del sobrecogido Youseff a apenas un brazo de distancia.

Mientras seguía girando, Roger dio suspiro de alivio, pues el hermano Youseff se había quedado tan sorprendido que no había podido saltarle encima.

—¡Maldito seas! —gritó el monje. Al principio, Youseff creyó que Roger utilizaba la cuerda para alcanzar el suelo mucho antes de que él pudiera hacerlo, pero, de repente, cuando el lazo empezó a ceñirlo con fuerza pegándolo al tronco, mientras Roger seguía girando y bajando, lo comprendió todo.

En la última vuelta, Roger, que sujetaba la cuerda con una sola mano, tomó la otra cuerda y lanzó el áncora hacia un grupo de blancos abedules. Confiando en que esta se habría agarrado, aseguró los pies al tiempo que llegaba a la base del tronco: la primera cuerda había dado de sí toda su longitud. Entonces se situó para poder tirar con todas sus fuerzas, con el fin de mantener la cuerda apretada en torno a Youseff.

Sabía que no disponía de mucho tiempo, pues debido a las abundantes ramas que interferían en el tensado de la cuerda, el monje, ágil y fuerte, no tardaría en liberarse de ella.

Pero aún no.

Roger tiró de la cuerda colgada en los abedules con una mano, y con la otra dio una vuelta a la manivela del aparejo y consiguió tensar la cuerda un poco. Soltó un violento gruñido al sentir que el áncora se deslizaba entre el follaje. Al fin, sin embargo, quedó bien agarrada.

Arriba, Youseff se reía y trataba de liberarse; ya tenía la cuerda por encima de los codos y no tardaría en deslizarse por debajo de ella.

Roger dio un último tirón y, al constatar que la tensión era insuficiente, se concentró en el aparejo y dio vueltas a la manivela con las dos manos y con todas sus fuerzas.

Youseff había empezado a levantar la cuerda por encima de la cabeza cuando, al tensarse aquella, lo golpeó y lo hizo chocar contra el tronco del árbol.

—¿Qué pasa? —preguntó, pues sabía que el escuálido hombrecito no podía tirar con tanta fuerza. Miró hacia abajo y pudo ver con suficiente claridad entre las ramas que allí no había ningún caballo. Con gran tenacidad, siguió empujando la cuerda.

Oyó el crujido de una rama situada debajo de él, que se quebró al no resistir la tensión, y durante un instante el monje quedó suelto, pero, inmediatamente después, la cuerda se tensó de nuevo y lo lanzó violentamente contra el tronco. En esta ocasión, el brazo izquierdo de Youseff quedó libre y por debajo de la cuerda, pero el lazo le bajaba en diagonal desde el hombro hasta el otro brazo y lo estrechaba con fuerza. El monje prosiguió su tozuda lucha, pero la cuerda lo iba apretando cada vez más.

Roger no miraba hacia arriba, sino que se limitaba a dar vueltas a la manivela con todas sus fuerzas. La cuerda ya ni siquiera vibraba, y estaba tensa y recta; por fin, Roger se detuvo pues temía derribar alguno de los abedules.

Se apartó del árbol, para observar al retorcido, desvalido y atrapado monje. Entonces, sonrió aliviado.

—Volveré —prometió—. Con mis amigos. ¡Parece que ahora tienes que responder de dos muertes! —exclamó. Se dio la vuelta y se marchó.

Youseff no prestó atención a sus palabras, pues seguía haciendo denodados esfuerzos por desembarazarse de aquel lazo imposible. Se retorció y se desplazó con objeto de deslizarse por debajo de la cuerda.

Casi inmediatamente se dio cuenta de que era un movimiento inútil, pero ya era demasiado tarde: la cuerda se había deslizado hacia arriba unos pocos centímetros, lo suficiente para romperle el cuello.

Belli’mar Juraviel fue el primero en llegar al bosquecillo, antes que Elbryan, Pony y Roger. El sol ya estaba muy bajo, y su parte inferior se hundía en el horizonte. El grupo se había apresurado en acudir al lugar tan pronto como Roger se había reunido con ellos, deseosos de capturar y retener de forma segura al peligroso monje antes de que cayera la noche.

Elbryan y los demás esperaron fuera del bosquecillo; el guardabosque no le quitaba la vista de encima a Pony: la mujer había guardado silencio durante todo el camino, pues la noticia de la muerte de Connor le había causado una fuerte impresión.

La aflicción de Pony, curiosamente, no hacía que Elbryan sintiera celos, sino que se sentía muy identificado con ella. Comprendía, comprendía de verdad, la relación entre la mujer y el noble, y sabía que con la muerte de Connor ella había perdido una parte de sí misma, había perdido aquella parte de su vida durante la cual cicatrizaron muchas heridas. Elbryan se prometió en silencio que guardaría para sí sus sentimientos negativos y se concentraría en las necesidades de Pony.

La joven, montada muy erguida sobre Sinfonía, componía una estoica y firme figura bajo la luz crepuscular. Quería superarlo, como había superado la primera masacre de Dundalis, la amarga guerra y todas las desgracias, en particular la muerte de Avelyn. Una vez más, el guardabosque no pudo menos que asombrarse ante la fortaleza y el coraje de Pony. La quería todavía más por ello.

—Está muerto —anunció Juraviel entre las altas hierbas. Regresó junto a los demás y, tras lanzar una mirada a Roger, que no pasó inadvertida a la sensibilidad de Elbryan, explicó—: Cuando llegué junto a él, estaba a punto de soltarse; se encontraba sujeto al árbol tal como nos dijiste. Tuve que disparar varias flechas para conseguir derribarlo.

—¿Estás seguro de que está muerto? —preguntó Roger nerviosamente, sin las menores ganas de volvérselas a ver con el maldito monje.

—Está muerto —aseguró Juraviel—. Y creo que tu caballo, mejor dicho, el caballo de Connor, está precisamente por allí. —El elfo señaló al otro lado de la carretera.

—Perdió una herradura —recordó Roger.

—Pero puede reponerse con facilidad —repuso Juraviel—. Ve a buscarlo.

Roger asintió y se dispuso a irse; Pony, a una señal de Elbryan, espoleó a Sinfonía para que trotara tras el muchacho.

—Tu carcaj está lleno —observó el guardabosque una vez se quedó a solas con el elfo.

—He recuperado las flechas —repuso Juraviel.

—Los elfos no recuperan las flechas que han alcanzado el objetivo —replicó el guardabosque—. Salvo en el caso de que la situación sea desesperada; pero la nuestra, ahora que nos hemos librado de los dos monjes, no lo es.

—¿Qué insinúas? —preguntó Juraviel secamente.

—El hombre ya estaba muerto cuando llegaste al bosquecillo —dedujo Elbryan.

Juraviel asintió con la cabeza.

—Al intentar liberarse de las ataduras, al parecer, él mismo se estranguló —explicó—. Nuestro joven Roger hizo bien en apretar con fuerza los lazos y demostró ser muy listo al capturarlo. Demasiado listo, quizás.

—Yo ya había peleado antes con otro de los llamados hermanos Justicia —indicó Elbryan—, y tú comprobaste su fanatismo en nuestra emboscada. ¿Acaso dudas de que esto pudiera acabar de otra forma que no fuera con la muerte del monje?

—No me gusta que haya muerto a manos del joven Roger —repuso Juraviel—. No creo que esté preparado para eso.

Elbryan miró hacia la carretera y observó a Pony y Roger, que conducían a Sinfonía y al caballo de Connor, que cojeaba visiblemente.

—Hay que decirle la verdad —decidió el guardabosque, y dirigió la vista hacia Juraviel en espera de una respuesta.

—No se lo tomará bien —advirtió el elfo, aunque no estaba en desacuerdo con el guardabosque; sin duda, lo que los esperaba era siniestro, y tal vez era preferible que el muchacho se enfrentara a aquella terrible experiencia sin más dilaciones.

Cuando la pareja llegó con los caballos, Juraviel tomó a Piedra Gris y, después de examinar el casco dañado, se llevó al animal e hizo una señal a Pony para que lo siguiera con Sinfonía.

—Juraviel no mató al monje —dijo Elbryan a Roger, tan pronto como los otros se fueron.

Roger abrió los ojos, desorbitados, y, presa del pánico, miró en derredor, como si temiera que el hermano Justicia fuera a abalanzarse sobre él en cualquier momento. Aquel hombre había conseguido aterrorizar a Roger más que ningún otro enemigo, incluso más que Kos-kosio.

—Lo hiciste tú —explicó Elbryan.

—Quieres decir que fui yo quien lo venció —corrigió Roger— y que a Juraviel le fue fácil acabar con él.

—Quiero decir que tú lo mataste —repuso con firmeza el guardabosque—. Quiero decir que tensaste la cuerda y que, al intentar zafarse, la cuerda le rodeó el cuello y lo estranguló hasta dejarlo sin vida.

Los ojos de Roger volvieron a abrirse desmesuradamente.

—Pero Juraviel dijo… —empezó a protestar.

—Juraviel temía herir tu sensibilidad —replicó bruscamente Elbryan—. No sabía si podrías aceptar la cruda realidad y, por consiguiente, no quería que supieras la verdad.

La boca de Roger se movió pero no pronunció palabra alguna. Elbryan advirtió que el peso de la verdad había causado un fuerte impacto en Roger y que este se tambaleaba.

—Tenía que decírtelo —explicó Elbryan, esta vez en voz baja—. Merecías conocer la realidad y debes conseguir superarla si quieres asumir las responsabilidades que ahora recaerán sobre tus jóvenes hombros.

Roger apenas lo escuchaba; se tambaleaba de forma más ostensible y parecía que iba a caerse.

—Luego hablaremos —concluyó Elbryan, mientras se le acercaba y le ponía una mano en el hombro para animarlo.

El guardabosque avanzó hasta reunirse con Pony y Juraviel, dejando a Roger a solas con sus pensamientos.

Y con su dolor, pues realmente Roger Billingsbury —y de repente reclamó otra vez aquel apellido y no el pretencioso apelativo de Roger Descerrajador— jamás había sufrido una impresión semejante. Durante su corta vida, en muchas ocasiones —demasiadas— había sentido pena, pero era algo diferente; era un dolor que le permitía mantenerse en lo alto de un pedestal, que le permitía continuar viéndose como el centro del universo, como si de alguna manera fuera mejor que los demás. En todas las situaciones dolorosas y en todas las dificultades en las que el joven Roger se había encontrado, había podido mantener, en cierto modo, su visión infantilmente egocéntrica del mundo.

Ahora, súbitamente, aquel pedestal había sido derribado. Había matado a un hombre.

¡Había matado a un hombre!

Sin darse cuenta, Roger se sentó en la hierba. Desesperadamente, su parte racional batallaba contra su conciencia. Era cierto, había matado a un hombre, pero ¿qué otra opción le había dejado ese hombre? El monje era un asesino, pura y simplemente. ¡El monje había matado a Connor hacía muy poco, ante sus propios ojos, con brutalidad y perversidad! ¡El monje había asesinado al abad Dobrinion!

Pero incluso aquellas reflexiones poco podían hacer para disminuir el repentino sentimiento de culpa del muchacho. Cualesquiera que fuesen las justificaciones, y a pesar de que no había dado muerte intencionadamente al hermano Justicia, aquel hombre estaba muerto y él tenía las manos manchadas con su sangre.

Bajó la cabeza; le costaba respirar. Suplicó por todas aquellas cosas que le habían sido arrebatadas a muy temprana edad: el calor del hogar y las palabras razonables y reconfortantes de adultos a quienes respetar. Con aquel pensamiento, miró por encima del hombro hacia sus tres amigos, hacia el guardabosque que tan bruscamente le había contado su crimen y luego lo había dejado solo.

Durante unos instantes, Roger odió a Elbryan por ello. Pero sólo durante unos instantes; no tardó en comprender que el guardabosque lo había hecho por respeto a él, porque confiaba en él, y luego lo había dejado solo porque un adulto —y ahora él ya lo era— tenía que asimilar el dolor, por lo menos en parte, en solitario.

Poco después Pony fue a buscarlo; no le mencionó la muerte del monje, pero le explicó que recogerían el cadáver y luego se dirigirían hacia el sur para recuperar el cuerpo de Connor.

En silencio, Roger ocupó su lugar en la hilera; deliberadamente, apartaba la vista del espectáculo que ofrecía el hermano Justicia, colgado del lomo de Piedra Gris. Aunque el caballo se encontraba mejor, pues Juraviel le había limado el casco para nivelárselo, todavía marchaba a paso lento. La noche había caído, y ellos seguían avanzando, decididos a recuperar el cuerpo de Connor antes de que fuera desgarrado por algún animal carroñero.

Con cierta dificultad, pues la noche era muy oscura, al fin consiguieron encontrarlo.

Pony fue la primera en acercarse a Connor. Con suavidad, le cerró los ojos y luego se alejó.

—Ve con ella —indicó Juraviel a Elbryan.

—Sabes lo que tienes que hacer con él —repuso el guardabosque. El elfo asintió con la cabeza. Seguidamente, Elbryan se dirigió a Roger—: Tienes que ser fuerte y firme; tu papel es ahora tal vez el más importante.

El guardabosque se alejó, mientras Roger se quedaba mirando a Juraviel en busca de una explicación.

—Tienes que llevarte a Connor, al monje y al caballo y dirigirte a Palmaris —explicó el elfo.

Involuntariamente, Roger echó un vistazo al monje muerto, a la imagen que tanto había alterado la percepción que tenía de sí mismo.

—Tienes que hablar con el barón, no con los monjes de la abadía —continuó el elfo—. Cuéntale lo ocurrido. Dile que Connor estaba convencido de que esos monjes, y no un powri, asesinaron al abad Dobrinion, y que los monjes persiguieron a Connor fuera de Palmaris, pues también él, sin darse cuenta, se había convertido en un enemigo de los perversos jerarcas de la iglesia.

—Y luego ¿qué hago? —inquirió el joven, preguntándose si aquella sería la última vez que vería a sus tres amigos.

Juraviel miró alrededor.

—Podríamos utilizar otro caballo —razonó el elfo— o bien otros dos, si tienes previsto venir con nosotros.

—¿A él le parece bien? —preguntó Roger, señalando con la cabeza a Elbryan.

—¿Crees que si no le pareciera bien te habría contado la verdad? —manifestó Juraviel.

—¿Y por qué no lo hiciste tú, entonces? —quiso saber Roger—. ¿Por qué me mentiste? ¿Crees que soy un chiquillo estúpido, incapaz de aceptar responsabilidades?

—Creo que eres un hombre que ha madurado mucho en las últimas semanas —replicó con sinceridad el elfo—. No te lo dije porque no sabía con certeza qué había previsto el Pájaro de la Noche para ti, y no dudes de que él es el líder del grupo. Si nuestro propósito hubiera sido dejarte en Palmaris a salvo con Tomás y Belster, si hubiéramos decidido que tu papel en esta lucha había llegado a su fin, ¿qué necesidad había de contarte que tenías las manos manchadas con la sangre de un hombre?

—¿Acaso la verdad no es absoluta? —preguntó Roger—. ¿Representas a Dios, elfo?

—Si la verdad no es constructiva en modo alguno, puede esperar tiempos mejores —replicó Juraviel—, pero necesitas conocerla desde el preciso momento en que tu destino depende de ti. Nuestro viaje será sombrío, amigo mío, y no dudo de que encontraremos otros hermanos Justicia en nuestro camino, tal vez durante años.

—¿Y matar al siguiente es siempre más fácil? —preguntó con sarcasmo Roger.

—Ruega para que ese no sea el caso —replicó Juraviel en tono severo, clavando sin parpadear su mirada en Roger.

Aquella respuesta volvió a poner al joven en su sitio.

—El Pájaro de la Noche creyó que emocionalmente eras lo bastante fuerte para conocer la verdad. Considéralo un elogio.

Juraviel se dispuso a irse.

—No sé si estaba en lo cierto —admitió Roger de repente.

El elfo se dio la vuelta y vio a un Roger cabizbajo y sollozante. Se le acercó y puso su mano en la espalda de Roger.

—El otro monje era el segundo hombre que mataba el Pájaro de la Noche —dijo—. En aquella ocasión no lloró, porque ya había derramado todas las lágrimas después de matar al primero, al primer hermano Justicia.

Pensar que el estoico y poderoso guardabosque había sufrido una impresión semejante le produjo a Roger un gran impacto. Se enjugó las lágrimas, se incorporó, miró a Juraviel e inclinó la cabeza con aire grave.

Después se puso en marcha hacia el sur, demasiado agitado para sentarse y esperar el resto de la noche. Tenía que avanzar muy despacio, pues el herido Piedra Gris transportaba los dos cuerpos, pero el joven se había propuesto hablar con el barón Bildeborough antes de la hora de la comida.