6

El otro hermano Francis

De todas las obligaciones de los monjes jóvenes de Saint Mere Abelle, el hermano Dellman juzgaba que aquella era la más dura. Él y otros dos monjes se afanaban con los radios de una rueda gigante: inclinaban la espalda para hacer girar el artefacto, gruñían y gemían, y apretaban los talones en el suelo, aunque a menudo resbalaban a causa del enorme peso.

Abajo, mucho más abajo, sostenido por pesadas cadenas que, por sí solas, ya pesaban casi media tonelada, había un enorme bloque de piedra. Buena piedra, sólida, proveniente de una cantera subterránea situada bajo el extremo sur del patio de Saint Mere Abelle. Se llegaba a la enorme extensión de aquella cantera a través de los túneles inferiores de la abadía primitiva —maese Jojonah, acurrucado en las bibliotecas de las plantas inferiores, en ocasiones podía oír cómo picaban las piedras—, pero el mejor sistema para transportar las que se necesitaban en las murallas de la parte alta de la abadía era aquel artefacto.

Los maeses y el padre abad juzgaban que el dolor y el esfuerzo eran convenientes para los monjes jóvenes.

En otra ocasión, el hermano Dellman posiblemente habría estado de acuerdo con ese criterio. El cansancio físico era bueno para el alma. Pero no precisamente aquel día, recién llegados de un largo y difícil viaje. Su único deseo era retirarse a su habitación, un cuadrado de dos metros y medio de lado, y hacerse un ovillo en su camastro.

—Empuja, hermano Dellman —le reprendió maese De’Unnero con su voz aguda—. ¿Acaso quieres que los hermanos Callan y Seumo hagan el trabajo solos?

—No, maese De’Unnero —gruñó el hermano Dellman inclinando el hombro para empujar con más fuerza el radio y hacerlo girar. Tenía fatigados y doloridos los músculos de las piernas y de la espalda; cerró los ojos y emitió un prolongado y flojo gemido.

Pero entonces el peso pareció incrementarse súbitamente; la rueda parecía empeñada en retroceder. Dellman abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Agárrate bien, hermano!

Dellman oyó el grito de Callan y lo vio tumbado en el suelo; luego advirtió que Seumo perdía el equilibrio y se resbalaba hacia un lado.

—¡Trabadlo! —gritó maese De’Unnero, para que alguien, quien fuera, colocara la clavija bloqueadora del artefacto.

El pobre Dellman se esforzó todo lo que pudo y empujó la rueda con todas sus fuerzas, pero inevitablemente sus pies empezaron a resbalar. ¿Por qué no había vuelto Callan a la rueda?, se preguntaba. ¿Por qué Seumo no se levantaba? ¿Por qué se movían con tanta parsimonia?

Pensó en soltar la rueda y salir corriendo para librarse de aquella tortura, pero sabía que era imposible. Si nadie la sujetaba, el giro de la rueda sería demasiado rápido, demasiado repentino, y él recibiría un tremendo golpe.

—¡Trabadlo! —gritó de nuevo maese De’Unnero; Dellman lo oyó, pero todos parecían moverse con una lentitud exasperante.

Y la rueda lo venció: los músculos de Dellman habían sobrepasado el límite de la máxima fatiga.

Entonces retrocedió doblándose hacia atrás; todas las articulaciones parecían ir por donde no debían. Oyó un golpe repentino, como un latigazo, mientras una pierna le estallaba de dolor, y se vio forzado a dar una voltereta hacia atrás. Sin embargo, un brazo le quedó enganchado y la rueda, al girar, lo obligó a efectuar un violento movimiento que al fin lo arrojó muy lejos, hasta chocar bruscamente contra una pila de agua, que se quebró por un lado y le rompió el hombro.

Quedó tumbado en el suelo, apenas consciente, empapado y cubierto de barro y sangre.

—Llevadlo a mis aposentos particulares —dijo una voz; Dellman pensó que podía ser la De’Unnero.

El padre se acercó a toda prisa y se inclinó sobre él; parecía realmente preocupado.

—No temas, joven hermano Dellman —dijo De’Unnero. Aunque parecía que intentaba consolarlo, su voz tenía un deje perverso—. Dios está conmigo, y con su poder te ayudaré a curar tu cuerpo maltrecho.

Cuando Callan y Seumo cogieron al magullado joven monje por los brazos y lo levantaron, el sufrimiento se hizo aún más intenso. Oleadas de dolor se propagaron por el cuerpo del pobre hermano Dellman: sentía que todos los músculos le ardían. Entonces empezó a hundirse más y más en una profunda negrura.

Todos los días parecían haber confluido en uno solo, pues no se dio cuenta de cómo pasaban. El tiempo carecía de sentido para maese Jojonah. Abandonaba la biblioteca inferior sólo cuando las necesidades fisiológicas le obligaban a ello y regresaba tan pronto como podía. No había encontrado nada útil entre las pilas y pilas de tomos y pergaminos, pero sabía que estaba cerca. Lo sentía en su corazón y en su alma.

De vez en cuando echaba una ojeada a la estantería de libros prohibidos preguntándose si habrían sido colocados allí no a causa de algún escrito maligno, sino porque guardaban alguna verdad que resultaría perjudicial a los actuales jerarcas de la orden abellicana. Después de repetidas reflexiones de esta índole, en una ocasión incluso se levantó y avanzó unos pasos hacia la estantería, pero maese Jojonah se rio ante su propia paranoia. Conocía aquellos libros, pues había ayudado a hacer su inventario; ese había sido uno de los trabajos requeridos para alcanzar la categoría de inmaculado. En ellos no había verdades ocultas; eran libros sobre el mal, sobre la magia negra del Dáctilo y sobre la perversión de los poderes de las piedras sagradas para propósitos malignos, para convocar demonios o resucitar cadáveres, para producir plagas o destruir cosechas, prácticas inaceptables incluso en tiempos de guerra. En una asamblea privada de padres, Jojonah descubrió que uno de esos libros, en concreto, describía una destrucción masiva de cosechas que la iglesia había realizado en el sureño reino de Behren en el año 67 del Señor, cuando Behren y Honce el Oso se hallaban enzarzados en una cruenta guerra por el control de los pasos a través de la cordillera de Cinturón y Hebilla. La hambruna había cambiado el sentido de la batalla, pero, al considerarlo retrospectivamente, el coste en vidas inocentes y enemistades duraderas no había compensado la victoria.

No, aquellos libros ubicados en el oscuro rincón de la biblioteca inferior no ofrecían ninguna muestra de justicia o de verdad, a menos que se aprovecharan las lecciones que podían aprenderse de los terribles errores del pasado.

Pero Jojonah tenía que recordárselo muy a menudo, mientras los días se sucedían sin ninguna novedad destacable. Otra cosa empezó a perturbar la sensibilidad del afable padre, de modo que su preocupación fue creciendo hasta abrumarlo: la inquietante situación de los prisioneros de Markwart. Lo estaban pagando caro, quizás incluso ya habían pagado el precio supremo, por culpa de su demora en la biblioteca. Una parte considerable de su conciencia le decía que fuera a comprobar cómo estaban aquella pobre gente y el centauro, el cual, si había estado con Avelyn cuando este había derrotado al demonio Dáctilo, era por supuesto un héroe.

Pero Jojonah no podía salir de allí, todavía no, y por lo tanto tuvo que superar su preocupación por los prisioneros. Tal vez su trabajo allí los salvaría, se dijo a sí mismo, o quizás impediría que la iglesia cometiera más adelante alguna de aquellas atrocidades.

Por lo menos, había realizado algunos progresos. La biblioteca no estaba tan dispuesta al azar como había creído al principio. Estaba dividida en secciones, y estas se hallaban ordenadas cronológicamente, desde los primeros días de la iglesia hasta unos dos siglos antes, cuando construyeron las nuevas bibliotecas y aquel lugar se convirtió en un almacén y dejó de ser una zona destinada al trabajo. Afortunadamente para Jojonah, la mayoría de los escritos del período en que vivía el hermano Allabarnet, por lo menos los que se habían obtenido extramuros de Saint Mere Abelle, estaban guardados allá abajo.

Tan pronto como descubrió la estructura general de la biblioteca, maese Jojonah empezó a inspeccionar los tomos más antiguos, los datados antes del año 1 del Señor, la Gran Epifanía, la Renovación, que dividió la iglesia en Viejo Canon y Nuevo Canon. Jojonah imaginó que sus respuestas podrían encontrarse en la época anterior a la Renovación, en los comienzos de la organización de la iglesia, en los tiempos de San Abelle.

Pero no encontró nada; los pocos documentos que quedaban —y aún eran menos los legibles— eran decorosos trabajos, sobre todo canciones, que loaban la gloria de Dios. Muchos se habían escrito en pergaminos tan frágiles que Jojonah no se atrevió ni siquiera a tocarlos, y otros se hallaban grabados en tablas de piedra. Los escritos de San Abelle no se encontraban allá abajo, naturalmente, sino que podían verse en la biblioteca superior. Jojonah se los sabía de memoria y no recordaba nada que pudiera ayudarlo en su investigación. Las enseñanzas eran, en su mayor parte, de carácter general, sabias palabras acerca de normas generales de conducta, abiertas a múltiples interpretaciones. Pero el padre hizo votos para volver a revisarlos otra vez cuando se presentara la ocasión, para comprobar si podía leerlos bajo una nueva luz gracias a sus nuevas reflexiones, para verificar si le aportaban alguna señal de los verdaderos preceptos de la iglesia.

El mayor deseo de Jojonah era encontrar la Doctrina de los Abades en el trascendental año de la Gran Epifanía, pero sabía que no era posible. Una de las cosas más grotescas de la orden abellicana era que el original de la Doctrina de los Abades se había perdido hacía siglos.

Así pues, el padre prosiguió con lo que tenía a mano y se dedicó a las obras escritas inmediatamente después de la creación del Nuevo Canon. Pero no encontró nada. Absolutamente nada.

Un hombre con menos coraje se habría rendido ante aquella tarea desalentadora, pero la idea de abandonar no cabía en la cabeza de Jojonah. Continuó su exploración cronológica y encontró algunos indicios prometedores entre los escritos de los primeros padres abades, el sentido de algunas frases, por ejemplo, que jamás podría imaginar en boca de Markwart.

Entonces encontró el tomo más interesante: un pequeño libro encuadernado en tela roja, escrito por un joven monje, el hermano Francis Gouliard en el año 130 del Señor, el año siguiente al primer viaje a Pimaninicuit tras la Gran Epifanía.

Las manos de Jojonah temblaban mientras pasaba las páginas cautelosamente. El hermano Francis —qué irónico que parecía aquel nombre— había sido uno de los preparadores de aquel viaje y, al regresar, había escrito la historia de la expedición.

Este solo hecho impresionó profundamente a Jojonah; en la actualidad a los monjes que regresaban de Pimaninicuit se les aconsejaba o, mejor dicho, se les prohibía incluso mencionar aquel lugar. El hermano Pellimar había regresado con la lengua demasiado suelta y, no por casualidad, no había vivido mucho para contarlo. Sin embargo, en la época de Francis Gouliard, se animaba a los preparadores, según el texto, a detallar las incidencias del viaje.

Aunque en la oscura habitación hacía frío, Jojonah sintió que el sudor le bajaba por la frente, y tuvo que evitar que las gotas le cayeran sobre aquellas páginas tan delicadas. Le temblaban los dedos cuando con gran precaución volvió la página y leyó:

… para encontrar tus más pequeñas piedras grises y rojas y prepararlas a conciencia con objeto de conseguir piadosas curaciones para todo el mundo.

Maese Jojonah se recostó en la silla y exhaló un profundo y tranquilizador suspiro. ¡Ahora comprendía por qué había en la abadía una cantidad tan enorme de pequeñas hematites, pequeñas piedras grises y rojas! El pasaje siguiente, en el cual el hermano Francis Gouliard escribía acerca de sus compañeros de viaje, todavía le impresionó más profundamente:

Treinta y tres hermanos tripularon el Mar Abelle, hombres jóvenes, fuertes y muy bien adiestrados, encargados de llevar a los dos preparadores a la isla de Pimaninicuit y regresar.

Y luego los treinta y uno (pues dos murieron) se reunieron para la catalogación y preparación final.

—Hermanos —murmuró Jojonah en voz baja—. En el Mar Abelle. Empleaban monjes.

El padre se había quedado sin aliento y era incapaz de articular palabra alguna. Un torrente de lágrimas inundó su rostro al recordar el destino del Corredor del Viento y de su desgraciada tripulación, hombres contratados —y además una mujer—, en lugar de hermanos. Le llevó largo rato recuperarse y continuar la lectura. El hermano Francis Gouliard tenía un estilo muy difícil; muchas palabras eran arcanos que Jojonah no sabía descifrar, y el hombre tenía tendencia a escribir según le venían las cosas a la mente, en lugar de seguir un orden cronológico. Unas pocas páginas más adelante, el hermano Francis se dedicaba a describir la partida de Saint Mere Abelle, el inicio del viaje.

Y allí estaba un edicto del padre abad Benuto Concarron, en su parlamento de despedida al barco y a la tripulación, en el que pedía que la orden abellicana difundiera los dones de Dios, las gemas, junto con la palabra de Dios.

Piedad, dignidad, pobreza.

Jojonah lloró sin contenerse; aquella era la iglesia en la que él podía creer, la iglesia que había arraigado en un hombre tan puro de corazón como Avelyn Desbris. Pero ¿qué había sucedido para que alterara tanto su rumbo? ¿Por qué estaban las piedras grises y rojas todavía en Saint Mere Abelle? ¿Dónde estaba la caridad?

—¿Y dónde está ahora? —se preguntó Jojonah en voz alta, pensando de nuevo en los pobres prisioneros. ¿Adónde había ido a parar la iglesia del hermano Francis Gouliard y del padre abad Benuto Concarron?

»Maldito seas, Markwart —murmuró maese Jojonah, concentrándose en el significado de cada palabra. Escondió el libro debajo de sus voluminosos hábitos, salió de los sótanos y se encaminó directamente a su habitación en busca de intimidad. Pensó que tenía que ver al hermano Braumin, pero decidió que eso podía esperar, pues había otro asunto que lo obsesionaba desde hacía varios días.

Así pues, bajó sin tardanza otra vez a las plantas inferiores de Saint Mere Abelle, al otro extremo de la inmensa abadía, a las salas que el padre abad había convertido en mazmorras. No se sorprendió demasiado al ver que había un monje montando guardia; el joven se le interpuso para impedirle el paso.

—No voy a perder el tiempo discutiendo contigo, joven hermano —fanfarroneó Jojonah, tratando de impresionarlo—. ¿Cuántos años han transcurrido desde que pasaste por la vía de los que sufren de buen grado?

¡Por supuesto el formidable padre había impresionado al pobre y joven hermano!

—Un año, padre —respondió casi en un susurro—, y cuatro meses.

—¿Un año? —tronó Jojonah—. ¿Y te atreves a impedirme el paso? Alcancé la categoría de padre antes de que nacieras, y aún te atreves a ponerte frente a mí y a decirme que no puedo pasar.

—El padre abad…

Jojonah ya había oído bastante. Extendió el brazo y apartó al joven abriéndose paso con violencia, mientras clavaba la mirada en el monje, desafiándolo a que intentara detenerlo.

El joven tartamudeó una débil protesta, pero no pudo hacer otra cosa más que patear el suelo con frustración e impotencia, mientras Jojonah continuaba bajando las escaleras. Al fondo había otros dos monjes jóvenes de guardia, pero Jojonah ni siquiera se dignó dirigirles la palabra; siguió adelante, empujándolos, y tampoco ellos se atrevieron a impedirle el paso por la fuerza. No obstante, uno de ellos se fue detrás de él, quejándose a cada paso, mientras el otro se marchaba corriendo en sentido contrario; Jojonah estaba seguro de que iba a avisar al padre abad.

También estaba seguro de que estaba pisando un terreno peligroso, tal vez obligando al padre abad a ir demasiado lejos. Pero el libro que había encontrado no había hecho más que fortalecer su resolución de oponerse con firmeza a las injusticias del padre abad. Hizo votos en silencio para no dar su brazo a torcer, fuese cual fuese el castigo, y para comprobar el estado de los pobres prisioneros, a fin de verificar si seguían vivos y su trato era pasable. Jojonah se estaba arriesgando en grado sumo y racionalmente podía argüir que a largo plazo era más ventajoso quedarse en la sombra sin hacer nada. Pero esa actitud no serviría de mucho a los pobres Chilichunk y al heroico centauro; además, Jojonah sabía que aquel argumento era uno de los que hombres como Markwart utilizaban a menudo para justificar acciones impías o cobardes.

De modo que no se preocupó en absoluto por analizar si su comportamiento podía llevar la rabia de Markwart a una situación límite. Empujó una puerta y luego a otro alarmado joven monje, y bajó por otra escalera. Entonces se detuvo: el hermano Francis estaba frente a él.

—No deberías estar aquí abajo —declaró Francis.

—¿Quién lo dice?

—El padre abad Markwart —contestó Francis sin vacilar—. Sólo él, yo mismo y maese De’Unnero estamos autorizados a bajar por las escaleras inferiores.

—Un meritorio equipo —dijo con sarcasmo maese Jojonah—. Y ¿por qué es así, hermano Francis? ¿Para que podáis torturar a los pobres e inocentes prisioneros en privado? —dijo en voz alta, y experimentó cierta alegría al oír que un joven vigilante detrás de él arrastraba los pies con manifiesta incomodidad.

—¿Inocentes? —repitió Francis con escepticismo.

—¿Estáis tan avergonzados de vuestros actos que debéis realizarlos aquí abajo, lejos de la vista de los que rezan? —insistió maese Jojonah, avanzando un paso más mientras hablaba—. Sí, he oído la historia de Grady Chilichunk.

—Un accidente en la carretera —protestó Francis.

—¡Oculta tus pecados, hermano Francis! —replicó Jojonah—. ¡Pero por mucho que los ocultes, siempre seguirán siendo pecados!

Francis sonrió despectivamente.

—No puedes entender el significado de la guerra que estamos librando —protestó—. ¡Te apiadas de criminales, mientras gente inocente paga caro por culpa de sus crímenes contra la iglesia, contra toda la humanidad!

La respuesta de Jojonah llegó en forma de un pesado gancho de izquierda. Este no pilló totalmente desprevenido al hermano Francis, que se las apañó para dar un giro, por lo que el golpe sólo le rozó la cara. Al fallar, maese Jojonah perdió el equilibrio, y el hermano Francis saltó encima de él, lo inmovilizó con una apretada llave en la garganta y lo torció con fuerza.

Maese Jojonah se revolvió y se retorció, pero sólo por un instante, ya que la interrupción brusca del flujo de sangre al cerebro, le hizo perder la conciencia.

—¡Hermano Francis! —chilló el joven monje, presa de pánico, corriendo a toda prisa para separarlos. Francis lo dejó hacer de buen grado y Jojonah se desplomó pesadamente sobre el suelo.

Oyó un fuerte ruido de pasos sobre la madera. Paso a paso, fue sumergiéndose en el ritmo de aquellas zancadas, las siguió y se dejó llevar por ellas de nuevo al mundo de los vivos. La luz pareció deslumbrarlo, pues sus ojos se habían habituado durante los últimos días a la oscuridad; en cuanto consiguió que su vista se adaptara, supo exactamente dónde se hallaba: recostado en una silla en la habitación privada del padre abad Markwart.

Markwart y el hermano Francis estaban de pie frente a él; ninguno de los dos parecía demasiado contento.

—Atacaste a un monje —empezó diciendo con brusquedad el padre abad Markwart.

—Era un subordinado impertinente que necesitaba una reprimenda —replicó maese Jojonah mientras se frotaba las legañas de los ojos—. Un hermano que necesitaba imperiosamente una buena zurra.

Markwart miró al presuntuoso hermano Francis.

—Tal vez —asintió, simplemente para rebajar los humos del engreído joven monje—. Pero —continuó volviendo a dirigirse a Jojonah—, no hacía más que cumplir mis órdenes.

Maese Jojonah hizo enormes esfuerzos para controlarse, pues tenía ganas, unas ganas imperiosas, de mandar a paseo su prudente pragmatismo y de decirle a Markwart, al perverso Markwart, exactamente qué pensaba de él y de su desviada iglesia. Se limitó a morderse el labio y dejó que el anciano continuara.

—Abandonaste tus obligaciones para impulsar la causa del hermano Allabarnet —le reprochó el padre abad—. Una meritoria causa, creo yo, dado el destino del pobre abad Dobrinion, pues los monjes de Saint Precious necesitan algo que les levante la moral en estos tiempos tan oscuros. Y, sin embargo, abusas del tiempo libre que te concedí y atraviesas toda la abadía para mezclarte en asuntos que no son de tu incumbencia.

—¿Acaso no tengo que preocuparme de que haya prisioneros inocentes en las mazmorras? —replicó maese Jojonah con voz firme y potente—. ¿Acaso no tengo que preocuparme por seres humanos que no han cometido delito ni pecado alguno y por un centauro, que quizás es un héroe, cuando todos ellos están encadenados en las mazmorras de este supuesto santuario sagrado y sometidos a torturas?

—¿Torturas? —se burló el padre abad—. No sabes nada al respecto.

—Por eso mismo intenté enterarme —explicó Jojonah—. Pero tú me lo impediste, se lo impedirías a cualquiera.

Markwart se burló de nuevo.

—No sometería a los asustados Chilichunk y al potencialmente peligroso Bradwarden a interrogatorios de otros. Son responsabilidad mía.

—Son tus prisioneros —corrigió Jojonah.

El padre abad Markwart reflexionó y suspiró profundamente.

—Prisioneros —repitió—. Sí, lo son. Dices que no han pecado, pero son aliados de los ladrones que tienen las gemas robadas. Dices que no han cometido ningún delito, pero tenemos muy buenas razones para creer que el centauro estaba aliado con el demonio Dáctilo, y sólo la destrucción accidental de Aida le impidió reunirse con él para desbocarse contra la gente de bien de todo el mundo.

—Destrucción accidental —repitió Jojonah con incredulidad y sarcasmo.

—¡Ese ha sido el resultado de mi investigación! —chilló súbitamente Markwart, mientras se acercaba tanto a la silla de Jojonah que este, por un momento, creyó que iba a pegarle—. Y ahora tú te dedicas a emprender otras pesquisas.

Si por lo menos comprendieras la verdad, replicó sin verbalizarlo Jojonah, y se alegró de haber escondido el libro antiguo en su habitación antes de intentar llegar hasta los prisioneros.

—¡Ni siquiera fuiste capaz de cumplir con tu deber! —prosiguió Markwart—. Y mientras trabajabas, enterrado en obras antiguas que carecen de importancia en la peligrosa situación actual, poco faltó para que uno de nuestros hermanos más jóvenes se matara.

Jojonah aguzó los oídos.

—En el patio —prosiguió Markwart—. Mientras realizaba un trabajo que habitualmente controlas tú, pero que maese De’Unnero tuvo que supervisar, además de ocuparse de los jornaleros que está dirigiendo. Tal vez esa fue la causa que le impidió reaccionar a tiempo cuando dos de los tres hermanos que empujaban la rueda resbalaron. Faltó poco para que la repentina tracción partiera por la mitad al tercero, al pobre Dellman.

—¡Dellman! —gritó Jojonah, casi saltando de la silla y obligando a Markwart a retroceder. El pánico hizo presa de la mente de Jojonah; súbitamente se preocupó por el hermano Braumin, al que hacía días que no veía. ¿Cuántos «accidentes» habrían ocurrido?

No obstante, se dio cuenta de que su excitación no hacía más que implicar a Dellman en la conspiración y, por consiguiente, se esforzó al máximo por controlarse y se recostó de nuevo en la silla.

—¿El mismo hermano Dellman que nos acompañó a Aida? —preguntó.

—El único hermano Dellman —replicó severamente Markwart, advirtiendo la argucia.

—Qué lástima —comentó Jojonah—. ¿Está vivo, pese a todo?

—Apenas, y quizá no por mucho tiempo —contestó el padre abad, reanudando sus paseos.

—Iré a verlo.

—¡No irás! —espetó el padre abad—. Está bajo la custodia de maese De’Unnero; te prohíbo que intentes ni siquiera hablarle. No necesita oír tus disculpas, maese Jojonah. Que la culpa de tu ausencia pese sobre tu cabeza. Quizás eso te encauce de nuevo en tus verdaderos deberes y objetivos.

La idea de que él tuviera alguna responsabilidad era absurda, por supuesto, pero Jojonah comprendió la sutil intención subyacente en las palabras del padre abad. Markwart estaba utilizando ese pretexto para mantenerlo apartado del hermano Dellman, para evitar que influyera sobre el joven, mientras De’Unnero, tan eficaz para deformar la mente de los hermanos que salieron en busca de Avelyn, realizaba su perverso trabajo.

—Me servirás de testigo, hermano Francis —dijo Markwart—. Te aviso, maese Jojonah, si oigo que te acercas al hermano Dellman, las consecuencias tanto para ti como para él serán terribles.

A Jojonah le sorprendió que Markwart hubiera mostrado sus cartas, que lo hubiera amenazado casi abiertamente. Todo se estaba desarrollando de acuerdo con los intereses del padre abad, le parecía a Jojonah; así que ¿por qué había dado aquel paso tan temerario?

No se esforzó por descubrir la respuesta; simplemente inclinó la cabeza y se fue, sin la menor intención de desobedecer, por el momento, aquella orden de Markwart. Razonó que sería mejor para el hermano Dellman que rompiera toda conexión con él durante los días siguientes. Además, sólo estaba empezando su trabajo. Tomó una frugal comida, se fue a su habitación y suspiró profundamente aliviado al comprobar que el tomo seguía allí. Luego volvió a las escaleras inferiores y se dirigió otra vez hacia las antiguas bibliotecas, en busca de otras piezas del rompecabezas, que cada vez resultaba más apasionante.

Las puertas estaban selladas, bloqueadas por pesadas tablas. Un joven monje, al que Jojonah no conocía, estaba montando guardia.

—¿Qué significa esto? —preguntó el padre.

—Ya no se permite la entrada a las bibliotecas inferiores —replicó de forma mecánica el hombre—. Por orden de…

Incluso antes de que terminara, maese Jojonah se alejó precipitadamente y subió los peldaños de dos en dos. No se sorprendió al encontrar al padre abad Markwart esperándolo en sus aposentos particulares; en aquella ocasión estaba solo.

—No me dijiste nada acerca de la suspensión de mi trabajo —empezó diciendo maese Jojonah, mientras con mucha cautela buscaba la estrategia más adecuada para aquella lucha, pues estaba convencido de que podría resultar decisiva.

—Ahora no es el momento de preocuparse por la santidad del hermano Allabarnet —replicó el padre abad serenamente—. No puedo permitirme tener a uno de mis padres malgastando un tiempo precioso en esos subterráneos.

—Una palabra curiosamente bien elegida —respondió Jojonah—, si consideramos que tienes a muchos de tus hermanos de mayor confianza malgastando el tiempo en subterráneos de otra índole.

Percibió el brillo de la cólera en los ojos del anciano, pero Markwart recuperó la calma enseguida.

—El proceso de canonización tendrá que esperar hasta que acabe la guerra —dijo.

—Según dicen todos, es posible que ya haya acabado —se aprestó a responder Jojonah.

—Y hasta que se acaben las amenazas contra nuestra orden —añadió el padre abad Markwart—. Es razonable suponer que si un powri pudo entrar en los aposentos del abad Dobrinion, nadie puede sentirse seguro. Nuestros enemigos están desesperados en estos momentos, pues la guerra les va mal, y es lógico pensar que puedan empezar una larga campaña de asesinatos de nuestros jerarcas más importantes.

Jojonah tuvo que hacer denodados esfuerzos para que la lengua no se le soltara, para reprimirse y no acusar a Markwart, allí mismo y en aquel mismo momento, de complicidad en el asesinato de Dobrinion. Ya no le importaba ni un ápice su bienestar personal, y habría presentado cargos contra el padre abad de forma directa y pública iniciando una lucha interna que probablemente le costaría la vida. Pero no podía hacerlo, se recordó a sí mismo muchas veces durante unos pocos segundos. Tenía que pensar en los demás: Dellman, Braumin Herde, Marlboro Viscenti y los pobres prisioneros. Por ellos, y no por él mismo, no podía entablar una batalla abierta contra Markwart.

—El proceso también tendrá que aguardar a que recuperemos las gemas robadas —prosiguió Markwart.

—O sea que tendré que quedarme sin hacer nada en las plantas superiores —se atrevió a observar Jojonah.

—No; tengo otros planes para ti —replicó Markwart—. Asuntos más importantes. Es evidente que ya estás restablecido y en forma como para atacar a otro monje, por lo que debes prepararte para emprender otro viaje.

—Pero si acabas de decir que la canonización se demoraría —respondió Jojonah.

—Eso dije —repuso Markwart—. Pero tu destino ya no es Saint Honce; irás a Palmaris, a Saint Precious, para ser testigo del nombramiento de un nuevo abad.

Maese Jojonah no pudo disimular su sorpresa. No había ningún monje en la abadía preparado para ocupar aquel cargo; por lo que él sabía, ni siquiera se había hablado de la sucesión, tema que, lógicamente, se trataría en la asamblea de abades que se celebraría más tarde, aquel mismo año.

—Maese De’Unnero —contestó el padre abad Markwart a su pregunta no formulada.

¿De’Unnero? —repitió Jojonah con incredulidad—. ¿El padre más joven de todo Saint Mere Abelle, un hombre prematuramente promocionado debido a la muerte de maese Siherton?

—Debido al asesinato de maese Siherton a manos de Avelyn Desbris —se apresuró a recordarle Markwart.

—¿Asumirá la dirección de Saint Precious? —continuó Jojonah, demasiado absorto para ni siquiera notar el último puyazo verbal—. Ciertamente es un cargo de gran importancia, dado que Palmaris está muy cerca del frente de batalla.

—Exactamente por esa razón escogí a De’Unnero —replicó con calma Markwart.

—¿Escogiste? —repitió Jojonah. Había muy pocos precedentes de algo semejante; el nombramiento de un abad, incluso el de un monje de la misma abadía afectada, no era un tema menor y se dejaba al criterio colectivo de la asamblea de abades.

—No hay tiempo para convocar la asamblea con la premura necesaria —explicó Markwart—. Tampoco podemos esperar hasta la convocatoria prevista para Calember. Hasta entonces, actuando en lo que considero condiciones de emergencia, he nombrado a maese De’Unnero como sustituto de Dobrinion.

—Temporalmente —dijo Jojonah.

—Permanentemente —replicó con severidad—, y tú, maese Jojonah, lo acompañarás.

—Acabo de regresar después de muchas semanas en la carretera —protestó Jojonah, pero sabía que estaba vencido.

Comprendió que se había equivocado al intentar visitar a los prisioneros, al presionar demasiado a Markwart. Ahora lo pagaría. El padre abad se había mantenido dentro de la legalidad al detener el proceso de canonización durante un tiempo; si el nombramiento para abad de De’Unnero a cargo del padre abad sería permanente o no, era algo que se decidiría en la próxima asamblea de abades y no antes. Jojonah se encontraba sin pretextos y sin capacidad de maniobra.

—Permanecerás en Saint Precious para ayudar al padre… al abad De’Unnero, en calidad de su segundo —prosiguió Markwart—. Si él lo desea, podrás regresar a Saint Mere Abelle con él para la asamblea.

—Tengo más categoría que él.

—Ya no —replicó Markwart.

—Yo… la asamblea no estará de acuerdo —protestó Jojonah.

—Eso se verá a mediados de Calember —replicó Markwart—. Si los demás abades y los votos de sus segundos creen conveniente rechazar mi propuesta, entonces tal vez serás nombrado abad de Saint Precious.

Pero Jojonah sabía que, para entonces, Markwart probablemente ya habría recuperado las gemas y que todos los monjes aliados con la causa de Jojonah o, incluso, sus fervientes defensores se habrían visto obligados a irse de Saint Mere Abelle o habrían sido víctimas de «accidentes» como el del hermano Dellman, o se habrían convertido a la forma de pensar de Markwart mediante toda clase de mentiras y amenazas. Para aquellos hermanos de profundas convicciones, como él mismo, Markwart encontraría misiones en remotas y peligrosas tierras. Hasta aquel momento maese Jojonah no se había dado verdadera cuenta del terrible enemigo que el viejo padre abad podía ser.

—Quizá volvamos a vernos —dijo Markwart, sacudiendo la mano en señal de despedida—. En atención a la paz de nuestros espíritus, espero que no.

«Se acabó», pensó maese Jojonah.