—¿Vas a permitir que tu amado esposo sea torturado a causa de una proscrita como tu hija adoptiva? —preguntó el padre abad Markwart a la pobre mujer.
Pettibwa Chilichunk ofrecía un aspecto lamentable. Bolsas moradas le rodeaban los ojos y parecía que la piel le sobraba por todas partes, pues no había dormido más que unas pocas horas en muchos días desde de que Grady había muerto en la carretera. Pettibwa había sido durante muchos años una mujer gruesa, pero siempre había llevado sus redondeadas formas con gracia y con unos andares ligeramente presumidos. Ya no. Durante aquellos días en que caía al suelo de puro cansancio, acababa por despertarse a causa de horribles pesadillas o de sus raptores, los cuales parecían ser tan perversos como el peor de los sueños imaginables.
—Primero le cortaremos la nariz —prosiguió el padre abad—, justo por aquí —añadió, al tiempo que se pasaba el dedo por el abocinado pliegue de una ventana de la nariz—. Por supuesto, la horripilante cicatriz convertirá al pobre Graevis en un proscrito por siempre jamás.
—¿Por qué motivo haría usted semejante cosa, si pretende ser un hombre de Dios? —gritó Pettibwa. Sabía que el anciano no estaba mintiendo, que cumpliría estrictamente sus amenazas. Lo había oído sólo hacía unos minutos en la sala contigua, en las bodegas situadas en el ala más al sur de Saint Mere Abelle, una zona usada antiguamente como almacén y ahora destinada a albergar a los dos Chilichunks y a Bradwarden. Markwart se había encargado primero de Graevis, y Pettibwa oyó los gritos de dolor con toda claridad a través del muro de tierra. Ahora la mujer gimoteaba y hacía la señal sagrada de los árboles de hoja perenne, el símbolo de la iglesia abellicana.
Markwart se mantenía impenitente e impertérrito. De repente, avanzó con energía y acercó tanto su rostro impúdico a la cara de Pettibwa que entre ambos apenas cabía un cabello.
—¡Por qué, preguntas! —rugió—. ¡Por tu hija, estúpida mujer! ¡Por que la maligna alianza de tu querida Jilly con el herético Avelyn podría significar el fin del mundo!
—¡Jilly es una buena chica! —le chilló Pettibwa—. Ella nunca haría…
—¡Pues lo ha hecho! —la interrumpió Markwart, refunfuñando a cada palabra—. Ha robado las gemas, y haré todo lo necesario, pobre Graevis, para recuperarlas. Entonces podrás contemplar a tu desfigurado y proscrito marido y saber que tu propia estupidez ha condenado a tu hombre del mismo modo que condenó a tu hijo.
—¡Usted lo mató! —gritó Pettibwa llorando a lágrima viva—. ¡Usted mató a mi hijo!
Markwart dejó ver en su rostro una absoluta y pétrea frialdad, que pareció paralizar a la mujer, prisionera de su mirada.
—Te aseguro —dijo el padre abad en tono neutro— que tu marido, y luego tú, no tardaréis en envidiar a Grady.
La mujer gimió y cayó hacia atrás, y habría ido a parar al suelo si el hermano Francis, que estaba detrás, no la hubiera sostenido.
—Oh, ¿qué quiere de la pobre Pettibwa, padre? —gritó la mujer—. ¡Se lo diré, se lo diré!
Una sonrisa perversa se dibujó en la cara del padre abad, aunque se había ilusionado con la idea de cortarle la nariz al estúpido Graevis.
Saint Mere Abelle estaba cerrada a cal y canto; guardias, monjes jóvenes armados con ballestas y algún estudiante más veterano provisto de gemas poderosas, grafito o rubí, patrullaban por todas las secciones de la muralla. No obstante, maese Jojonah, al que todos conocían y casi todos querían, no tuvo el menor problema para entrar en la abadía.
La noticia de su llegada le había precedido y poco después de entrar en el vestíbulo principal se encontró con el hermano Francis, que mostraba una actitud muy poco afable; también se hallaban allí muchos otros monjes, muertos de curiosidad por conocer la causa del regreso de Jojonah.
—El padre abad quiere hablar contigo —dijo el joven monje con brusquedad. Mientras hablaba no dejó de mirar alrededor, como si se dirigiera al auditorio para dejarles muy claro cuál de ellos, él o Jojonah, contaba con el favor de Markwart.
—Pareces haber olvidado el debido respeto a tus superiores —replicó maese Jojonah sin retroceder ni un milímetro.
Francis resopló y se dispuso a contestarle, pero Jojonah le cortó en seco.
—Te prevengo, hermano Francis —dijo con gravedad—; estoy enfermo. He pasado demasiado tiempo en la carretera y demasiado tiempo en esta vida. Sé que te crees el hijo adoptivo del padre abad Markwart, pero si continúas con esta actitud hacia quienes han alcanzado un rango superior al tuyo, hacia quienes por sus años de estudio y por la sabiduría propia de la edad se merecen tu respeto, te llevaré ante la asamblea de abades. El padre abad Markwart allí podrá protegerte, en última instancia, pero su turbación será considerable, tanto como su venganza contra ti.
El vestíbulo quedó sumido en un silencio mortal; maese Jojonah se abrió paso ante un atónito hermano Francis y se marchó. No necesitaba escolta para llegar a los aposentos de Markwart.
El hermano Francis reflexionó un buen rato, mientras notaba cómo los demás monjes de la sala de repente empezaban a mirarlo con cierto aire de superioridad. Les respondió con una dura mirada amenazadora, pero, al menos por el momento, maese Jojonah había dejado a aquel perro ladrador sin posibilidad de morder. Francis salió precipitadamente del vestíbulo principal sintiendo las miradas de sus subordinados clavadas en él.
Maese Jojonah entró en la habitación del padre abad sin apenas llamar. Empujó la puerta entornada y se dirigió directamente al escritorio del anciano.
Markwart apartó algunos papeles que había estado estudiando y se recostó en la silla, midiéndolo con la mirada.
—Te encargué un asunto muy importante —especificó el padre abad—; es imposible que hayas tenido tiempo de acabar tu misión en Ursal y regresar.
—Ni me he acercado a Ursal —admitió Jojonah—; caí enfermo por el camino.
—No pareces tan enfermo —observó Markwart en un tono no precisamente amable.
—Durante el viaje encontré a un hombre que me informó de la tragedia de Palmaris —explicó maese Jojonah con la mirada clavada en Markwart. Mientras hablaba, intentaba averiguar si el padre abad le daba inadvertidamente alguna pista de que la muerte del abad Dobrinion no había sido inesperada.
El anciano era demasiado avispado para caer en tal descuido.
—No hubo tal tragedia —replicó—; la cuestión quedó zanjada con el barón de forma amistosa y se le devolvió a su sobrino.
Una astuta mueca apareció en el rostro de Jojonah.
—Me refería al asesinato del abad Dobrinion —dijo.
Markwart abrió los ojos como platos y se inclinó hacia adelante.
—¿Dobrinion? —repitió.
—Entonces la noticia no ha llegado a Saint Mere Abelle —dedujo Jojonah, continuando la evidente farsa—; menos mal que he vuelto.
El hermano Francis entró atropelladamente en la habitación.
—Sí, padre abad —prosiguió Jojonah, sin hacer caso del recién llegado—. Powris o, como mínimo, un powri entró en Saint Precious y asesinó al abad Dobrinion.
Detrás de él, el hermano Francis profirió un grito sofocado y a maese Jojonah le pareció que la noticia era una auténtica sorpresa para el joven monje.
—Tan pronto como me enteré, naturalmente, emprendí el regreso a Saint Mere Abelle —prosiguió Jojonah—. Debemos procurar que no nos cojan desprevenidos; parece lógico pensar que nuestros enemigos han seleccionado a su presa y, si el abad Dobrinion era un objetivo, la deducción obvia es que el padre abad de la orden abellicana…
—Ya basta —lo interrumpió Markwart, apoyando la cabeza en los brazos. Se daba cuenta de lo que acababa de suceder: comprendió que Jojonah, siempre tan inteligente, había vuelto su fingida sorpresa contra él, había justificado su retorno incuestionable a Saint Mere Abelle—. Has hecho bien en regresar —dijo Markwart instantes después, volviendo a mirarlo—. Y, desde luego, ha sido una tragedia que el abad Dobrinion tuviera tan prematuro fin. Pero tu trabajo aquí ha terminado, por lo tanto prepárate de nuevo para emprender viaje.
—No estoy en condiciones físicas de ir a Ursal —repuso Jojonah. Markwart fijó su mirada en él con incredulidad—. Y, además, creo que ahora ya no tiene sentido, dada la pérdida del principal patrocinador de la canonización del hermano Allabarnet. Sin el apoyo de Dobrinion, el proceso se demorará durante varios años, por lo menos.
—Si te ordeno que vayas a Saint Honce, irás a Saint Honce —replicó Markwart, cuya ira empezaba a aflorar bruscamente en su expresión.
Pero maese Jojonah no dio su brazo a torcer.
—Por supuesto, padre abad —repuso—. Y de acuerdo con el código de la orden abellicana, cuando encuentres alguna justificación para enviar a un padre enfermo a recorrer medio reino, aceptaré ir de buen grado. Pero ahora no hay ninguna razón para ello, ninguna justificación. Alégrate simplemente de que haya podido regresar a tiempo de prevenirte del posible peligro de los powris.
Jojonah giró de forma súbita sobre sus talones y, sonriendo afectadamente, se encaró con el hermano Francis.
—Un paso atrás, hermano —le dijo majestuosamente.
Francis miró más allá de él, hacia el padre abad Markwart.
—Este monje joven está peligrosamente cerca de ser convocado a un proceso ante la asamblea de abades —dijo Jojonah sin inmutarse.
Detrás de él, el padre abad Markwart hizo señas al hermano Francis para que se apartara y dejara pasar al padre. Cuando Jojonah ya se había ido, Markwart hizo un signo al confuso monje para que cerrara la puerta.
—Deberías haberlo enviado de nuevo a la carretera —argumentó enseguida el hermano Francis.
—¿Porque a ti te conviene? —replicó con sarcasmo Markwart—. Yo no soy el supremo dictador de la orden abellicana, sino sólo el sumo jerarca que han nombrado y estoy obligado a actuar de acuerdo con las reglas previstas. No puedo sin más obligar a un padre, sobre todo si está enfermo, a emprender un viaje.
—Bien lo hiciste antes —osó responder el joven monje.
—Había una razón —explicó Markwart levantándose de la silla y dando la vuelta a la mesa—. El proceso de canonización era bien real, pero maese Jojonah está en lo cierto cuando afirma que el abad Dobrinion era su principal patrocinador.
—¿Y es verdad que el abad Dobrinion ha muerto?
Markwart dirigió una mirada agria al joven.
—Eso parece —replicó—. Y, por consiguiente, maese Jojonah hizo bien en volver a Saint Mere Abelle, y está en su derecho de rechazar ahora un nuevo viaje.
—No parecía tan enfermo —comentó el hermano Francis.
Markwart apenas lo escuchaba. Las cosas no se habían desarrollado como las había previsto; quería que Jojonah se encontrara en Saint Honce de Ursal mucho antes de que se enterara de la muerte del abad. Luego, habría comunicado al abad Je’howith que podía disponer libremente del padre, nombrándolo para algún cargo temporal en Saint Honce; un cargo temporal que Markwart tenía la intención de que durase hasta que el rechoncho monje hubiera muerto. Pero la situación no le parecía tan terrible. Jojonah era una espina clavada, que probablemente día a día se haría más punzante, pero al estar cerca de él, por lo menos, podía controlarlo.
Por otra parte, Markwart no se inquietaba fácilmente. Al menos, Youseff y Dandelion habían realizado parte de su misión en Palmaris; sin duda, la más peligrosa. Según las propias palabras de Jojonah, las culpas habían recaído en un powri. Un formidable enemigo había sido eliminado y el otro no tenía pruebas de que Markwart hubiera estado implicado. Lo único que el padre abad necesitaba ahora era recuperar las gemas robadas y su posición quedaría consolidada. Con Jojonah podría negociar y, si era preciso, podría destruirlo.
—Intentaré establecer contacto con los hermanos Justicia —propuso el hermano Francis—. Debemos mantenernos al corriente de sus progresos.
—¡No! —exclamó Markwart repentina y ásperamente—. Si el ladrón de las piedras está alerta, podría detectar ese contacto —mintió, sintiendo la mirada suspicaz del hermano Francis. De hecho, Markwart quería utilizar una piedra del alma para hablar personalmente con Youseff y Dandelion; no quería que nadie más, ni siquiera el hermano Francis, estableciera contacto con ellos tal vez para averiguar sus andanzas en Palmaris.
—No pierdas de vista ni por un momento a maese Jojonah, ni nada de lo que diga —ordenó a Francis—. Y ten cuidado también con su colega, el hermano Braumin Herde. Quiero saber con quiénes hablan en su tiempo libre; hazme una lista completa.
El hermano Francis vaciló unos instantes antes de manifestar con un gesto que lo había comprendido. Se dio cuenta de que le rondaban demasiadas cosas por la cabeza, cosas de las que apenas sabía nada. Pero de nuevo, como era característico de su personalidad, vio la oportunidad de impresionar al padre abad, vio que su carrera personal podía progresar y se propuso no fallar.
La noticia no desconcertó tanto al padre abad Markwart como el hermano Youseff había temido. Connor Bildeborough había escapado y no había forma de encontrarlo. Había desaparecido en las entrañas de la ciudad, o tal vez se había ido hacia el norte.
Id en busca de las gemas, ordenó telepáticamente Markwart al joven monje, al tiempo que le proporcionaba un detallado retrato de la mujer que respondía a los variados apelativos de Jill, Jilly, Pony y Gata Extraviada. Pettibwa había resultado de mucha utilidad aquella mañana. Olvidad al sobrino del barón.
Tan pronto como recibió la respuesta de Youseff indicando que lo había entendido todo, el padre abad, fatigado, cortó la conexión y dejó que su espíritu regresara a su propio cuerpo.
Pero había algo más…
Otra presencia, temía Markwart, pensando que la mentira que le había contado al hermano Francis sobre la detección de la magia de la piedra del alma por parte de la protegida de Avelyn podría serlo mucho menos de lo que en un principio había pensado.
No obstante, se relajó enseguida, pues logró identificar esa presencia como una parte de su propio subconsciente. Los monjes habían utilizado tradicionalmente las piedras del alma como método de meditación y de introspección más profundas, aunque rara vez se hacía en la actualidad; y a Markwart le pareció que sin querer había avanzado de forma titubeante por aquel camino.
De modo que siguió aquel rumbo hacia su destino, pensando que se estaba aproximando a sus sentimientos más íntimos, pensando tal vez que en aquel estado podría encontrar los tan necesarios momentos de prístina claridad.
En su mente vio a maese Jojonah y al otro monje más joven, el hermano Braumin Herde, conspirando contra él. Desde luego, Markwart no se sorprendió; ¿no acababa de decirle al hermano Francis que no les quitara la vista de encima?
Pero entonces algo más apareció en escena: maese Jojonah con un puñado de piedras caminando hacia la puerta, una puerta que Markwart conocía, la propia puerta de Markwart. Y en la mano del padre… grafito.
Jojonah abría la puerta de una patada y lanzaba una tremenda descarga de energía contra el padre abad, que permanecía sentado, inmóvil, en su silla. Markwart sintió aquel repentino destello, la quemadura, la sacudida, su corazón palpitando, su vida que se le escapaba…
A Markwart le costó varios dolorosos segundos separar lo imaginado de lo real, darse cuenta de que se trataba sólo de una visión interior y no de algo que realmente hubiera ocurrido. ¡Hasta ese momento de clarividencia interior jamás había imaginado lo peligrosos que Jojonah y sus perversas cohortes podían ser!
Sí, los vigilaría de cerca y actuaría contra ellos de forma brutal y definitiva en caso necesario.
Pero se harían cada vez más poderosos, le susurraba una voz interior. Al acabar la guerra con una gran victoria, el todavía poco conocido combate en la montaña de Aida se difundiría y se comentaría abiertamente, y, con el impulso de Jojonah, Avelyn Desbris llegaría a ser considerado un héroe. Markwart no podía admitir esa posibilidad y comprendió que tenía que actuar rápidamente contra el recuerdo de aquel ladrón y asesino; era preciso que pintara un retrato nefasto de Avelyn —un retrato que pusiera de manifiesto su alianza con el demonio Dáctilo— para que los rumores se refirieran a las beneficiosas consecuencias de la pelea entre los enemigos en Aida, en lugar de a las heroicas acciones de Avelyn.
Sí, tenía que desacreditar abiertamente al monje y colocarlo en el lugar que como hereje le correspondía en las creencias de la gente y en los anales de la historia de la iglesia.
Markwart salió de repente del trance y entonces advirtió la fuerza con la que apretaba la piedra del alma: los arrugados y viejos nudillos se le habían vuelto blancos por la tensión.
Sonrió ante su inteligencia, que le permitía alcanzar semejantes niveles de concentración; luego metió de nuevo la piedra en el cajón secreto del escritorio. Se sentía mucho mejor; no le preocupaba en absoluto que, al parecer, el molesto Connor hubiera escapado, pues aquel hombre ya no podía hacerle daño en ningún caso. Dobrinion, la verdadera amenaza en Palmaris, había sido eliminado, y ahora Markwart comprendía la auténtica naturaleza de Jojonah y de sus acólitos. Tan pronto como los hermanos Justicia le entregaran las piedras, su propia posición estaría asegurada, y desde tal posición de poder, Markwart sabía que resolvería con facilidad cualquier problema que Jojonah le ocasionara. Sí, decidió; pronto empezaría el ataque preventivo contra Jojonah; hablaría con Je’howith, amigo suyo desde hacía muchos años y hombre tan dedicado a la preservación de la orden como él, y, según creía, mediante la influencia del abad de Saint Honce podría conseguir la ayuda del rey.
Al otro lado de la interrumpida conexión, el espíritu de Bestesbulzibar, el demonio Dáctilo, estaba satisfecho. El supuesto director espiritual del género humano estaba en sus manos y aceptaba los preceptos que Bestesbulzibar le infundía como si fueran sus propios pensamientos y creencias.
El demonio estaba resentido por el desastre de Aida, por la pérdida de su forma corpórea —que todavía no sabía de qué manera podría sustituir o recuperar—, pero al manejar como un títere al padre abad de la iglesia abellicana, la institución que siempre había sido el mayor enemigo del demonio, encontraba una agradable distracción que le permitía olvidar la derrota.
Casi.
—¿Por qué estamos aquí abajo? —preguntó el hermano Braumin mientras observaba nerviosamente las vacilantes sombras proyectadas por su antorcha. Hileras de estantes repletos de antiguos textos polvorientos se apiñaban en torno a los dos hombres; también el techo parecía oprimirlos, pues era bajo y grueso.
—Porque este es el lugar donde encontraré las respuestas que busco —repuso maese Jojonah sin inmutarse y sin que parecieran afectarlo las toneladas y toneladas de gruesas rocas que se erguían sobre su cabeza.
Maese Jojonah y el hermano Braumin se encontraban en la biblioteca subterránea de Saint Mere Abelle; constituía la parte más antigua de la abadía y se hallaba enterrada a gran profundidad, por debajo de las plantas más recientes, casi al nivel del agua de la bahía de Todos los Santos. De hecho, en los primeros tiempos de la abadía, había habido una salida directa desde las salas de aquella parte a la playa rocosa, un túnel que comunicaba con el corredor y con el rastrillo que maese De’Unnero había defendido del asalto de los powris; pero ese antiguo pasadizo se había cerrado cuando las construcciones nuevas de la abadía fueron creciendo por el lado de la montaña.
—Dado que el abad Dobrinion ha muerto y que el proceso de canonización, como mínimo, se demorará, el padre abad ya no tiene ningún pretexto para hacerme salir de Saint Mere Abelle —explicó Jojonah—. Pero me mantendrá ocupado a todas horas, si encuentra la manera, y sin duda el hermano Francis o algún otro controlarán todos mis movimientos.
—Tal vez el hermano Francis no será tan listo como para bajar hasta aquí —razonó el hermano Braumin.
—Lo será —repuso Jojonah—. De hecho, ya lo ha sido, y no hace mucho. En esas antiguas salas, el hermano Francis encontró los mapas y los textos que nos guiaron en nuestro viaje a Aida. Algunos de esos mapas, amigo mío, fueron dibujados por el mismísimo hermano Allabarnet de Saint Precious.
El hermano Braumin ladeó la cabeza sin comprender del todo.
—Asumiré la dirección de los patrocinadores de la canonización del hermano Allabarnet —explicó maese Jojonah—. Eso me permitirá un margen de maniobra frente a las intromisiones del padre abad, pues sin duda intentará mantenerme ocupado a fin de que apenas me quede tiempo para tramar nada. Cuando proclame públicamente que voy a patrocinar a Allabarnet, el padre abad deberá concederme tiempo o arriesgarse a la enemistad de Saint Precious, por lo que incluso me veré libre de mis obligaciones habituales.
—¿Podrías pasarte la vida aquí abajo? —preguntó con incredulidad el hermano Braumin, pues no veía ventaja alguna en el hecho de recluirse allí.
El monje sintió el impulso repentino de echar a correr hacia la luz del sol o, por lo menos, hacia las salas de la parte superior de la abadía, mejor iluminadas y más acogedoras. Para su gusto, aquel lugar era muy parecido a una cripta; de hecho, había una cripta por allí cerca, en algunas de las salas contiguas. Aún peor, en la esquina más alejada de la biblioteca había un estante de libros muy antiguos, viejos tomos de brujería y magia demoníaca, que la iglesia había prohibido. Todos los ejemplares descubiertos, salvo aquellos —conservados para que la iglesia pudiera estudiar mejor las obras de sus enemigos—, habían sido quemados. Braumin deseó que no se hubiera conservado ninguno, pues la simple presencia de aquellos tomos antiguos le producía escalofríos, una sensación palpable de la fría maldad.
—Aquí es donde debo estar —explicó maese Jojonah.
El hermano Braumin separó los brazos con una expresión de total incredulidad.
—¿Qué esperas encontrar aquí abajo? —preguntó, dirigiendo inconscientemente la mirada hacia el estante donde estaban aquellos horribles tomos.
—Sinceramente, no lo sé —admitió Jojonah. No le pasó por alto la mirada de Braumin, pero no tenía la menor intención de acercarse a los volúmenes demoníacos. Braumin advirtió que el anciano se dirigía al estante más cercano y con gran reverencia cogía un enorme volumen cuya cubierta estaba casi totalmente desencuadernada—. Sólo sé que aquí, en la historia de la iglesia, encontraré las respuestas.
—¿Respuestas?
—Veré qué vio Avelyn —razonó Jojonah—. Las actitudes actuales de los hombres supuestamente sagrados no pueden ser las mismas que las de los que fundaron nuestra orden. ¿Quién seguiría ahora a Markwart, si no fuera por tradiciones que tienen raíces de mil años o más? ¿Quién adheriría a las doctrinas de los jerarcas de la iglesia abellicana si pudieran ver más allá de su ceguera y reconocieran que esos hombres son simplemente hombres, llenos de faltas en la observancia del más alto mandato de Dios que se supone ellos deberían hacer cumplir?
—Duras palabras, padre —dijo con calma el hermano Braumin.
—Tal vez ha llegado la hora de que alguien las pronuncie —repuso Jojonah—. Son palabras tan duras como las hazañas de Avelyn.
—Las hazañas del hermano Avelyn lo han señalado como ladrón y asesino —le recordó el joven monje.
—Pero ahora sabemos más cosas —se apresuró a contestar Jojonah. Observó de nuevo el antiguo libro y sacó el polvo de la maltrecha cubierta—. Y creo que ellos también sabían más; los fundadores de la orden, los hombres y las mujeres que vieron por primera vez la luz de Dios. Ellos también sabían más.
Jojonah guardó silencio y el hermano Braumin pasó un buen rato intentando asimilar aquellas palabras. No obstante, sabía cuál era su lugar y era consciente de que su papel consistía en poner obstáculos.
—¿Y si tus estudios demuestran que ellos no sabían más que nosotros y que la iglesia es como siempre ha sido? —preguntó.
Sus palabras causaron un fuerte efecto en Jojonah, y el hermano Braumin se asustó al ver cómo se hundían repentina y visiblemente los hombros redondeados del anciano.
—En tal caso habría desperdiciado mi vida —admitió Jojonah—. En tal caso habría seguido un camino desviado que no sería sagrado sino sólo humano.
—También los herejes se han expresado en esos términos —advirtió el hermano Braumin.
Maese Jojonah se dio la vuelta y lo miró fijamente a los ojos, con la mirada más intensa e hipnótica que el inmaculado jamás había visto en el rostro habitualmente alegre del anciano.
—En tal caso esperemos que sean los herejes quienes se expresen incorrectamente —dijo Jojonah con gravedad.
El padre se volvió hacia los textos, y Braumin se entregó de nuevo a sus pensamientos dejando que las palabras penetraran en su interior. Decidió que ya había insistido bastante en aquel punto; maese Jojonah se había embarcado en un viaje sin retorno en pos de una iluminación espiritual que lo conduciría a la justificación o al desespero.
—El hermano Dellman ha estado planteando muchas cuestiones desde que salimos de Saint Precious —comentó el hermano Braumin intentando aligerar la conversación.
Sus palabras suscitaron una sonrisa de complacencia en el rostro de Jojonah.
—Desde luego, la conducta del padre abad en relación con los prisioneros parece fuera de lugar —continuó Braumin.
—¿Prisioneros? —lo interrumpió Jojonah—. ¿Los ha traído?
—Los Chilichunk y el centauro —explicó el hermano Braumin—. No sabemos dónde los tiene encerrados.
Maese Jojonah reflexionó. Se dio cuenta de que debía haberlo sospechado, pero la conmoción por la muerte del abad Dobrinion casi le había hecho olvidar a los infortunados prisioneros.
—¿Saint Precious no protestó por el hecho de que se llevaran ciudadanos de Palmaris? —preguntó.
—Según se rumoreaba, el abad Dobrinion no estaba de acuerdo en absoluto —repuso el hermano Braumin—. Hubo una confrontación con los hombres del barón Bildeborough a causa de su sobrino; este, según todos los informes, estuvo casado con la mujer que acompañó al hermano Avelyn. Y muchos dicen que el abad Dobrinion se había aliado con el barón en contra del padre abad.
Jojonah soltó una risita de impotencia. Desde luego, todo aquello tenía sentido y ahora estaba todavía más seguro de que ningún powri había asesinado al abad Dobrinion. Poco faltó para que se lo dijera al hermano Braumin, pero prudentemente se mordió la lengua al comprender que tan terrible información podría destrozarlo o lanzarlo a una empresa temeraria que le causara la muerte.
—¿El hermano Dellman se ha dado cuenta de lo sucedido? —preguntó—. ¿No ha cerrado los ojos ni ha hecho oídos sordos ante la realidad que tenía ante sus propias narices?
—Ha planteado muchas cuestiones —reiteró el hermano Braumin—. Algunas rozaban la crítica abierta al padre abad. Y, naturalmente, todos estamos preocupados por los dos hermanos que no emprendieron el viaje de regreso a Saint Mere Abelle. No es un secreto que gozaban de la más alta consideración del padre abad, y su conducta ha sido incluso tema de conversación entre los hermanos más jóvenes.
—Es conveniente que todos vigilemos estrechamente a los perros de presa del padre abad Markwart —manifestó maese Jojonah con gravedad—. No nos fiemos del hermano Youseff ni del hermano Dandelion. Ahora vete a cumplir con tus obligaciones y no me visites a menos que tus noticias sean de la máxima urgencia. Me pondré en contacto contigo en cuanto tenga oportunidad; me gustará oír los progresos del hermano Dellman. Te ruego que pidas al hermano Viscenti que le ofrezca su amistad. Viscenti está lo bastante lejos de mí como para que sus conversaciones con el hermano Dellman no sean advertidas por el padre abad. Y hermano Braumin, averigua lo que puedas sobre los prisioneros, dónde se encuentran y qué trato reciben.
El hermano Braumin inclinó la cabeza y se dio la vuelta para irse, pero se detuvo al oír que maese Jojonah lo llamaba de nuevo.
—Y ten presente, amigo mío —alertó Jojonah—, que el hermano Francis y algunos otros, que no son tan declaradamente perros de caza del padre abad Markwart, siempre estarán cerca.
Luego maese Jojonah se quedó a solas con los textos antiguos de la orden abellicana; había pergaminos y libros, muchos de los cuales no se leían desde hacía siglos. Jojonah sintió los fantasmas de la iglesia en las criptas contiguas. Estaba a solas con aquella historia, a solas con aquello a lo que había dedicado su vida aceptándolo como guía divina.
Rezó para no resultar defraudado.