Connor Bildeborough no estaba nervioso en absoluto cuando dejó atrás los confines de Palmaris, hasta entonces familiares y seguros. Había estado en las amplias tierras septentrionales muchas veces durante los últimos meses y confiaba en que podría evitar cualquier problema con los numerosos monstruos que todavía permanecían por allí. Los gigantes, con su peligrosa habilidad para lanzar rocas, eran muy escasos, y los trasgos y powris no montaban a caballo y jamás alcanzarían a Piedra Gris.
El noble ni siquiera se sintió preocupado cuando montó el campamento aquella primera noche a poco menos de cincuenta quilómetros al norte de la ciudad. Sabía cómo ocultarse y, dado que era verano, ni siquiera necesitó encender fuego. Se acostó debajo de unas ramas de una pícea con aspecto de arbusto, mientras el caballo daba débiles relinchos cerca de él.
El día y la noche siguientes fueron parecidos. Connor evitó la única carretera que subía en esa dirección, pero sabía por dónde estaba pasando y encontró un terreno bastante despejado y practicable para poder mantener una marcha rápida.
Al tercer día, a poco más de ciento cincuenta quilómetros al norte de Palmaris, llegó hasta las ruinas de una casa y un granero; las huellas que encontró indicaron con exactitud al experto cazador lo que había ocurrido: una banda de trasgos, unos veinte por lo menos, habían llegado allí hacía un par de días como mucho. Temía que fuera a llover y que las huellas se borraran, pues el cielo estaba muy oscuro, por lo que Connor se apresuró a cabalgar de nuevo y seguir aquel fácil sendero. Alcanzó a la banda invasora a media tarde, cuando empezaba a caer una lluvia suave. Aunque Connor se alegró de que sólo hubiera trasgos, su número era el doble del que había calculado, estaban bien equipados para la guerra y organizados con cierta disciplina. El noble examinó su ruta, nornoroeste, y creyó prudente seguirlos. Si sus sospechas y los rumores que había oído eran ciertos, esos trasgos estúpidos podrían conducirlo hasta el grupo de combatientes y hasta la persona que utilizaba las gemas en aquella región.
Permaneció a menos de mil metros del ruidoso campamento de los trasgos. En plena noche, en un momento dado, se atrevió a acercarse furtivamente hasta el límite del campamento, y se asombró de nuevo ante la profesionalidad que mostraban aquellas criaturas, habitualmente descuidadas. Connor se las apañó para acercarse lo suficiente para oír retazos de varias conversaciones, quejas por lo general, y confirmó que la mayoría de los gigantes se habían ido a sus casas y que los powris estaban demasiado ocupados con sus propios asuntos como para preocuparse de los trasgos.
Luego escuchó con gran interés a un par de trasgos que discutían sobre su destino: uno quería ir hacia el norte; Connor advirtió que se refería al campamento cercano a los pueblos de Caer Tinella y Tierras Bajas.
—¡Argh! —lo reprendió el otro—. ¡Sabes de sobra que Kos-kosio está muerto y que también lo está Maiyer Dek! ¡Allá arriba no hay nada, salvo ese Pájaro de la Noche y sus asesinos! ¡Los pueblos están perdidos, imbécil, y todos los días los atacan con bolas de fuego!
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Connor. Regresó al improvisado campamento junto a su caballo; consiguió dormir unas horas, pero un poco antes del alba ya estaba levantado y listo para partir. Continuó tras la banda de trasgos, pensando seguirlos, por precaución, cuando dieran un amplio rodeo hacia el oeste y luego volver atrás para explorar la zona próxima a Caer Tinella y Tierras Bajas.
Llovía de nuevo, ahora con más fuerza, pero a Connor no le importaba.
Descansaron bajo la protección de los edificios; utilizaron el pozo e incluso pudieron deleitarse con huevos frescos y leche fresca. También encontraron un carro en el granero, un buey para tirar de él, algunas piedras de amolar para afilar las hojas, y una horca, que quedaría muy bien clavada en la barriga de un gigante, pensó Tomás. Roger fisgoneó por todos los rincones del granero y encontró una cuerda delgada pero resistente y un aparejo de poleas pequeño; era tan pequeño que pudo llevárselo sin problema, aunque no tenía ni idea de para qué lo utilizaría, tal vez para sacar el carro del barro; en cualquier caso se lo llevó.
Así, cuando más tarde, aquella misma noche, los refugiados abandonaron la casa, se encontraron descansados y preparados para emprender la última etapa de su huida hacia un lugar seguro.
Como de costumbre, Roger y Juraviel ocuparon posiciones clave: el elfo trepaba con agilidad por las ramas bajas de los árboles, y el infatigable y joven Roger recorría un amplio arco, siempre alerta, siempre en busca de señales de peligro.
—Hoy te has portado bien —dijo inesperadamente Juraviel cogiendo desprevenido a Roger.
El joven miró con curiosidad hacia arriba; no había hablado muchas veces con el elfo desde que este lo había derrotado, salvo para manifestar su acuerdo con lo planificado para las rutas de exploración comunes.
—Después de que descubriste la casa y el granero, aceptaste sin rechistar la responsabilidad que el Pájaro de la Noche te asignó —explicó el elfo.
—¿Qué podía hacer?
—Podías haber discutido —replicó el elfo—. Desde luego, el Roger Descerrajador que conocí al principio habría considerado la obligación de quedarse con la caravana como un insulto a sus cualidades, habría refunfuñado, se habría quejado y, probablemente, habría acabado por ir corriendo hacia la casa de labranza. De hecho, el Roger Descerrajador que conocí al principio ni siquiera habría informado al Pájaro de la Noche y a los demás; no hasta que primero se hubiera salido con la suya con los trasgos y los powris.
Roger analizó aquellas palabras un momento y consideró que no podía estar en desacuerdo con ellas. Su primer impulso al descubrir la casa de labranza fue entrar para echar una ojeada más de cerca y, tal vez, para divertirse un poco con algún hurto. Pero le había parecido peligroso, no tanto para él mismo como para los demás, que se iban acercando y ya no estaban a mucha distancia.
Aunque no lo atraparan —de lo que estaba casi seguro, independientemente del número de monstruos que hubiera dentro— habría tenido que agazaparse y quedarse escondido, de forma que no habría podido avisar a tiempo a la caravana, lo cual habría ocasionado una batalla en condiciones desfavorables.
—Sin duda lo comprendes —prosiguió el elfo.
—Sé lo que hice —replicó Roger secamente.
—Y sabes que obraste bien —dijo Juraviel, y entonces, con una maliciosa sonrisa, añadió—. Aprendes rápido.
Roger frunció el entrecejo mientras clavaba una mirada enojada en el elfo; ciertamente no necesitaba que le recordaran la «lección».
No obstante, la inalterable sonrisa de Juraviel lo desarmó y relegó su orgullo al lugar adecuado. Roger supo entonces que el elfo y él habían llegado a comprenderse. La lección había sido útil, tenía que admitirlo. El coste de un error en aquella situación era mayor que el de su propia vida y, por lo tanto, tenía que aceptar directrices de gente con más experiencia que él. Borró el enojo de su mirada e incluso consiguió inclinar la cabeza y sonreír.
De pronto Juraviel aguzó los oídos, mientras sus ojos escrutaban hacia un lado.
—Alguien se acerca —dijo, y desapareció internándose en la espesura con tanta celeridad que Roger se quedó parpadeando.
El joven se movió aprisa para ponerse a cubierto. Poco después divisó «al que se acercaba», y se tranquilizó al reconocer que se trataba de una mujer de su grupo que también se dedicaba a explorar. La asustó tanto cuando salió de detrás de un árbol, que poco faltó para que ella le clavara la daga en el pecho.
—Algo te ha alarmado —insinuó Roger.
—Un grupo de enemigos —respondió la mujer—. Van hacia el oeste, al sur de donde estamos.
—¿Cuántos son?
—No muchos, tal vez unos cuarenta —contestó.
—¿Y qué clase de enemigos? —exclamó una voz desde las copas de los árboles.
La mujer levantó la vista, aunque sabía que no conseguiría ver al siempre esquivo amigo del Pájaro de la Noche. Sólo unos pocos exploradores expertos habían visto a Juraviel, aunque todos habían oído su voz melódica de vez en cuando.
—Trasgos —respondió—, sólo trasgos.
—En ese caso, regresa a tu sitio —le pidió el elfo—. Encuentra al siguiente explorador, y este al siguiente, y así sucesivamente para que todos estén advertidos de la forma más rápida posible.
La mujer asintió y se alejó corriendo.
—Podríamos dejarlos pasar —propuso Roger a Juraviel cuando este se dejó ver en una rama más baja.
El elfo no lo miró; estaba oteando a lo lejos.
—Vuelve y dile al Pájaro de la Noche que prepare una sorpresa —le ordenó.
—Según lo dicho por el propio Pájaro de la Noche, no tenemos que entrar en combate —arguyó Roger.
—Sólo son trasgos —repuso Juraviel—. Y si forman parte de una banda mayor, podrían rodearnos y vencernos rápidamente. Dile al Pájaro de la Noche que insisto en que ataquemos.
Roger se quedó mirándolo, y por un momento el elfo pensó que no iba a cumplir la orden. Eso era precisamente lo que Roger estaba pensando. Sin embargo, el joven se tragó la respuesta, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se fue corriendo.
—¡Roger! —lo llamó Juraviel, deteniéndolo antes de que hubiera dado cinco zancadas. El muchacho se volvió y lo miró—. Dile al Pájaro de la Noche que este era tu plan, y que yo lo apruebo por completo. Dile que crees que debemos atacar rápido y duro a esos trasgos; te toca a ti defender el plan.
—Pero sería una mentira —protestó Roger.
—¿De veras? —le preguntó el elfo—. Cuando oíste hablar de trasgos, ¿acaso lo primero que pensaste no fue que deberíamos atacarlos? ¿Acaso no ha sido sólo tu respeto a las palabras del guardabosque lo que te ha impedido decirlo?
El joven se mordió los labios mientras analizaba aquellas palabras y la sencilla verdad que encerraban.
—No hay nada malo en el hecho de no estar de acuerdo —prosiguió Juraviel—. Has demostrado repetidas veces que tu opinión en estos temas es realmente valiosa, y el Pájaro de la Noche lo comprenderá, tanto como Pony, o como yo mismo.
De nuevo Roger se dio la vuelta y echó a correr; esta vez con notable vivacidad.
—¡Mi niña! —chilló la mujer—. ¡Oh, no le hagan daño, se lo ruego!
—¿Duh? —preguntó un trasgo a su líder, mientras se rascaba la cabeza al oír aquella voz inesperada. La banda había llegado de los Páramos y no era muy versada en el conocimiento de la lengua del país. No obstante, de su relación con los powris habían aprendido lo suficiente para comprender vagamente el significado general.
El jefe de los trasgos vio que la banda se rebullía con ansiedad. Estaban sedientos de sangre, pero sin coraje para entablar batalla alguna, y al parecer lo que les había caído ahora entre las manos era una presa fácil. La luna llena rompió, al fin, el manto de nubes que cubría el cielo y su brillante luz iluminó la noche.
—Por favor —prosiguió la mujer, invisible todavía para los trasgos—. Son sólo unos niños.
Era lo que les faltaba por oír; antes de que el jefe de la banda diera la orden, salieron en estampida y corrieron por el bosque; todos querían presumir de ser el primero en cobrarse una víctima.
Otro grito se oyó entre las sombras, pero no parecía cercano. Los trasgos continuaron su ciega carrera: aplastaban arbustos y tropezaban con raíces, pero se incorporaban de nuevo para seguir corriendo. Al fin llegaron a un pequeño claro bordeado en su parte posterior por unas cuantas rocas, a la izquierda por un grupo de pinos y a la derecha por una equilibrada mezcla de robles y arces.
Desde algún lugar situado detrás de aquellos pinos llegó la voz de la mujer, pero ahora cantaba y no parecía tan angustiada:
Trasgos, trasgos, a todo correr,
canciones a los bardos lleváis.
Vuestra locura os ha hecho cantar
pero todos vosotros ese día moriréis.
—¿Duh? —preguntó de nuevo el trasgo al jefe.
Otra voz, melodiosa y clara, la voz de un elfo, retomó la improvisada melodía desde algún lugar bajo la sombra de un roble.
Muertos por flechas, muertos por espadas,
atrapados por magias, el peaje está pagado.
De todas las personas que fueron asesinadas,
por vuestras sucias manos
al recorrer estas tierras,
nos vengamos, limpiamos la noche,
y el amanecer una gran luz traerá.
Inmediatamente llegaron más versos a los oídos de los confundidos monstruos, ya que otras voces retomaron la canción; algunas estrofas eran coreadas por sonoras carcajadas, en particular las que insultaban a los trasgos. Por último, una voz resonante y potente intervino en un tono pausado y mortalmente grave. Se produjo un profundo silencio en todo el bosque, que pareció hecho adrede para escuchar aquellas palabras:
Por vuestra propia maldad os ha llegado la hora.
Y ante mis manos y mi poder,
no imploréis gracia, la sentencia está dictada.
Hasta el último de vosotros caerá.
Cuando terminó, el hombre hizo salir a su negro y reluciente semental de entre las sombras de las rocas y apareció ante la vista de los asombrados trasgos.
—El Pájaro de la Noche —murmuró más de una criatura. Entonces todos comprendieron que estaban irremisiblemente condenados.
Desde un monte no lejos de allí, Connor Bildeborough observaba el espectáculo con interés. Aquella primera voz, la de mujer, lo obsesionaba: era una voz que había oído durante muchos y maravillosos meses.
—Os daría la oportunidad de rendiros —dijo el guardabosque a los trasgos—. Pero lamento no tener sitio para colocaros ni la menor confianza en vuestros instintos nauseabundos.
El jefe de los trasgos avanzó audazmente una zancada, sujetando el arma con firmeza.
—¿Eres el jefe de esta harapienta banda? —le preguntó el guardabosque.
No hubo respuesta.
—¡Qué impertinencia! —gritó el Pájaro de la Noche apuntando con el dedo a la cabeza del trasgo protegida con un casco—. ¡Muere! —ordenó.
La brutal respuesta sobrecogió a todos los trasgos, que inmediatamente se quedaron de piedra al ver cómo la cabeza de su líder se separaba violentamente de su cuerpo, y el poderoso trasgo, que los había intimidado hasta conseguir una posición preeminente en la banda, caía muerto.
—¿Y ahora quién es el jefe? —preguntó amenazador el guardabosque.
Los trasgos emprendieron una frenética y desordenada huida; la mayoría se dio la vuelta en un intento de alejarse por donde habían venido. Pero el grupo del Pájaro de la Noche no había permanecido inactivo durante los minutos de la burlona canción, y un potente contingente de arqueros había tomado posiciones en el bosque situado detrás de los monstruos. Cuando estos se dieron la vuelta hacia los árboles, se encontraron con una lluvia de puntiagudas flechas y, al tratar de escapar por otro lado, la fulminante descarga de un rayo atronó desde los pinos, los cegó a todos y mató a varios.
El Pájaro de la Noche y sus guerreros se lanzaron a la carga contra la confusa y desorganizada banda.
También Connor Bildeborough se lanzó a la carga, empuñando Defensora, pues ya había oído y visto lo suficiente. Galopó a toda velocidad hacia el campo de batalla; el nombre de Jilly palpitaba en sus labios.
El Pájaro de la Noche parecía estar siempre donde hacía más falta, animando a sus soldados cuando la situación indicaba que los trasgos podían obtener alguna ventaja.
Desde el roble, Belli’mar Juraviel, cuyo pulso era tan acertado como su vista, acribillaba a los monstruos con sus pequeñas flechas, siempre dirigidas a los que estaban luchando cuerpo a cuerpo.
Al otro lado del camino, Pony reservaba su magia y sus fuerzas con la convicción o, mejor dicho, con el temor de que no tardaría en necesitar los poderes curativos de la piedra del alma.
Cuando llegó cerca del claro, Connor quedó vivamente impresionado. ¡Aquellos combatientes no eran chusma! Los rayos, las flechas, la perfecta sincronización de la emboscada, le hicieron pensar que si los soldados del rey estuvieran tan bien adiestrados, aquella guerra habría terminado tiempo ha.
Esperaba encontrar a Jilly al llegar al claro, pero la mujer no estaba allí, y Connor no podía dedicarse a buscarla. Había llegado el momento de servirse de la espada: espoleó a Piedra Gris para que diera una corta carrera, acuchilló a un trasgo sobre la marcha y luego pisoteó pesadamente a otro que había derribado a un hombre.
El caballo tropezó y Connor salió despedido de la silla y se estrelló violentamente contra el suelo. Pero la caída no tuvo mayor importancia, puesto que no sufrió ningún golpe peligroso, y en un instante ya estaba en pie y con la espada lista.
Sin embargo, no tenía la suerte de cara, pues varios trasgos habían elegido aquel sitio para escapar y Connor se encontró solo entre ellos y el bosque. Levantó la espada y, con bravura, adoptó una posición defensiva mientras dirigía sus pensamientos hacia las magnetitas para activar su poder de atracción.
Un trasgo intentó acuchillarle con su espada, pero Defensora le salió al paso con facilidad: las hojas chocaron bruscamente. Cuando el trasgo trató de retirar su arma, comprobó que su hoja parecía estar pegada a la espada del noble.
Un hábil giro y un rápido movimiento de Defensora, combinados con la liberación de la magia de la magnetita, enviaron por los aires la espada del trasgo.
Pero Connor distaba mucho de hallarse a salvo, ya que otros trasgos se le estaban acercando; muchos llevaban gruesos palos de madera en lugar de armas metálicas.
Una pequeña flecha silbó desde detrás de Connor y se clavó en el ojo de un trasgo. Antes de que el noble pudiera echar un vistazo hacia atrás para descubrir el origen del disparo, apareció ante él el guerrero a horcajadas del semental, con la magnífica espada reluciendo con una mágica luz propia.
Los trasgos se dieron la vuelta entre gritos de «¡El Pájaro de la Noche!» y «¡Maldición!». Con tal de huir de aquellos dos hombres, al parecer, preferían dirigirse hacia las espadas que blandían otros cuarenta.
En cuestión de minutos la lucha había terminado, y los heridos —no muchos, y sólo uno o dos de gravedad— fueron acomodados enseguida en la parte norte del bosque, bajo los pinos.
Connor se acercó a su caballo y le examinó con cuidado las patas; dio un profundo suspiro de alivio al comprobar que el maravilloso Piedra Gris no sufría ningún daño de consideración.
—¿Quién eres? —le preguntó el hombre montado en el semental, mientras se acercaba. Su tono no era amenazador, ni siquiera receloso.
Al levantar la vista, Connor se vio rodeado por muchos guerreros que lo observaban llenos de curiosidad.
—Perdónanos, pero no abundan los aliados tan lejos de las ciudades —añadió el guardabosque con calma.
—Podría decirse que soy un amigo de Palmaris —contestó Connor—; he salido a cazar trasgos.
—¿Solo?
—Cabalgar solo tiene sus ventajas —respondió Connor.
—Bienvenido —dijo Elbryan. Desmontó de Sinfonía, avanzó hasta situarse ante Connor y le estrechó con firmeza la mano—. Tenemos comida y bebida, pero no nos detendremos mucho rato; nos dirigimos a Palmaris y tenemos previsto emplear las horas nocturnas para aprovechar nuestra ventaja.
—Eso parece —dijo Connor secamente, mirando a los numerosos trasgos muertos.
—Nos agradaría que vinieras con nosotros —declaró Elbryan—; sería un honor y una gran deferencia.
—No he demostrado ser un gran luchador en esta batalla —admitió Connor—. Sobre todo comparado con el llamado Pájaro de la Noche —añadió dedicando una sonrisa al guardabosque.
Elbryan se limitó a sonreír y echó a andar; Connor se le puso al lado. El guardabosque se dirigió hacia donde estaba el primer muerto, el trasgo que lideraba la banda, se inclinó y le quitó el doblado y desgarrado casco.
—¿A qué distancia está la ciudad? —preguntó un hombre joven y delgado.
—A tres días —repuso Connor—. Cuatro, si encontráis a alguien que os retrase.
—Cuatro, entonces —concluyó Roger.
Connor dirigió su mirada primero a Roger y después al guardabosque en el preciso momento en que el corpulento hombre extraía una gema del aplastado casco del trasgo.
—O sea que tú eres el que tienes poderes mágicos —dedujo el noble.
—Yo no —replicó Elbryan—; puedo utilizar las piedras hasta cierto punto, pero eso no es nada comparado con lo que puede hacer quien tiene verdaderos poderes.
—¿Una mujer? —preguntó Connor sin aliento.
Elbryan se dio la vuelta, se incorporó y miró a Connor cara a cara; este se dio cuenta de que había tocado alguna fibra sensible del guardabosque y lo había inquietado tan profundamente como una amenaza. A pesar de su impaciencia, Connor fue lo bastante prudente para olvidarse del asunto por el momento; aquella gente, por lo menos los conocedores de magias, eran unos proscritos a los ojos de la iglesia, y tal vez lo sabían y recelaban ante cualquiera que hiciera demasiadas preguntas.
—He oído la canción de la mujer —prosiguió Connor, desviando sus reales intenciones—. Soy noble y ya había visto magias antes, pero jamás había sido testigo de tan magnífica exhibición.
Elbryan no contestó, pero su rostro se suavizó en cierto modo. Miró alrededor para comprobar que los refugiados estuvieran acabando de forma eficiente con los sufrimientos de los trasgos que no habían sucumbido a las heridas, y luego se dedicó a buscar todas las provisiones que pudo encontrar entre los muertos.
—Ven —le indicó al forastero—; tengo que conseguir que la gente se prepare para reanudar la marcha.
Condujo a Connor —Roger los seguía de cerca— al interior del bosque, hacia una zona de sotobosque poco espeso, donde varias fogatas iluminaban las tareas de la gente. Al resplandor de una de ellas Connor la vio.
Jilly estaba trabajando con los heridos. Su Jilly, tan bella —más bella— como cuando vivía en Palmaris, antes de la guerra, antes de todo aquel dolor. El pelo rubio le llegaba ahora hasta los hombros, y era tan espeso que Connor sentía que podría perderse en su interior. Incluso bajo la débil luz de las fogatas, sus ojos tenían un precioso color azul brillante y una gran viveza.
El color se esfumó del hermoso rostro de Connor, que se adelantó a Elbryan y caminó hacia ella como deslumbrado.
El guardabosque lo alcanzó en un instante y lo cogió por el brazo.
—¿Estás herido? —le preguntó Elbryan.
—La conozco —replicó Connor sin aliento—. La conozco.
—¿Pony?
—Jilly.
El guardabosque seguía sujetándolo con fuerza, con mayor fuerza; lo obligó a encararse con él y lo miró a los ojos. Elbryan sabía que Pony se había casado con un noble en Palmaris y que su matrimonio había acabado de forma desastrosa.
—Tu nombre, señor —inquirió el guardabosque.
El noble se enderezó.
—Connor Bildeborough de Chasewind Manor —contestó con tono enérgico.
Elbryan no supo cómo reaccionar. Por una parte quería pegarle un puñetazo, derribarlo, ¿acaso porque había hecho daño a Pony? No, esa no era la razón, tuvo que admitir el guardabosque ante sí mismo ya que no abiertamente. Quería pegar a Connor por sus tremendos celos, porque, al menos durante un tiempo, aquel hombre había encontrado un lugar en el corazón de Pony. Tal vez ella no hubiera estado enamorada de Connor del mismo modo que ahora lo estaba de él; era posible que su relación ni siquiera hubiera llegado a consumarse, pero era indudable que Connor Bildeborough le había importado mucho, pues ¡había llegado a casarse con él!
El guardabosque cerró los ojos unos instantes, intentando centrarse y calmarse. Tenía que considerar cómo se sentiría Pony si ahora la emprendía a golpes contra aquel hombre. Tenía que considerar cómo se sentiría ella por el solo hecho de ver a Connor Bildeborough.
—Es mejor que esperemos a que termine con los heridos —repuso con calma.
—Debo verla y hablar con ella —tartamudeó Connor.
—En detrimento de los que acaban de luchar contra los trasgos junto a ella —afirmó el guardabosque con firmeza—; sería distraerla, maese Bildeborough, y el trabajo con las piedras requiere una concentración absoluta.
Connor miró de nuevo a la mujer, incluso dio un paso hacia ella, pero el guardabosque tiró insistentemente de él hacia atrás con una fuerza que lo asustó. Se dio la vuelta para encararse con Elbryan, pero comprendió que tendría que esperar para ver a Jilly, pues aquel hombre, si fuera preciso, lo alejaría de ella a rastras.
—En menos de una hora ya habrá acabado —dijo Elbryan—. Entonces podrás verla.
Connor examinó la cara del guardabosque mientras este le hablaba; hasta aquel momento no se había dado cuenta de que había algo más que amistad entre aquel hombre y la mujer que había sido su esposa. Analizó a Elbryan a la luz de esta nueva observación y se imaginó cómo sería si llegaban a las manos.
La perspectiva no le gustó en absoluto.
Así pues, siguió al guardabosque mientras este se ocupaba de los preparativos de la marcha. Connor miraba a menudo hacia Jill, y lo mismo hacía el Pájaro de la Noche; ninguno de los dos dudaba de que ambos estaban pensando lo mismo. Finalmente, Connor se separó del guardabosque y se dirigió al extremo más alejado del campamento, a fin de que hubiera la mayor distancia y el mayor número de personas posibles entre él y Jill. Verla, darse cuenta de que otra vez estaba tan cerca había acabado por serenarlo; había sobrepasado los recuerdos agradables hasta llegar a aquella noche horrible, la noche de bodas, cuando poco faltó para que violara a su poco dispuesta esposa. Después había pagado para que se anulara el matrimonio y había presentado cargos contra Jill por haberlo rechazado, una acusación que había separado a la chica de su familia y la había obligado a ingresar en el ejército del rey. ¿Cómo se sentiría al volver a verlo?, se preguntaba con preocupación, pues Connor no podía creer que la muchacha correspondiera a su melancólica sonrisa.
Llevaban en la carretera poco menos de media hora cuando, por fin, Connor hizo acopio de fuerzas y cabalgó hasta situarse al lado de la mujer, que iba montada en Sinfonía; el guardabosque iba a su lado.
Elbryan fue el primero que lo vio acercarse. Miró a Pony y sostuvo la mirada de la mujer.
—Puedes contar conmigo para darte soporte —dijo—, para cualquier cosa que necesites de mí, incluso si eso significa que deba dejarte sola.
Pony lo miró con curiosidad, sin comprender; luego oyó el ruido de los cascos del caballo. Sabía que en la batalla se les había unido un forastero, un noble de Palmaris, pero Palmaris era una ciudad grande y jamás había imaginado que aquello pudiera ocurrir…
Connor.
Poco faltó para que Pony se cayera de Sinfonía al verlo; le flaquearon los brazos y las piernas y se le revolvió el estómago. Las negras alas del dolor del pasado se desplegaron sobre su cabeza y amenazaron con enterrarla. Era una parte de su vida que no quería rememorar, unas vivencias que deseaba olvidar. Había sobrevivido a aquella aflicción, incluso había madurado al hacerlo, pero no deseaba revivirla, y mucho menos en aquel momento ante un futuro tan incierto y tan lleno de retos.
Pero no pudo evitar aquellas imágenes. Había sido tumbada como un animal, le habían arrancado la ropa y le habían sujetado brazos y piernas. Y entonces, cuando él, el hombre que le había declarado su amor, no pudo consumar el acto, la había echado sin contemplaciones del dormitorio. Pero no se contentó con eso, pues ese hombre, esa figura galante y apuesta en su acicalado caballo, provisto de un enjoyado cinto para la espada y de vestidos confeccionados con las más finas telas, había ordenado a las dos criadas que fueran a su cama para divertirlo, disparando cruelmente la flecha en lo más profundo de su corazón.
Y allí estaba a su lado, a horcajadas sobre el caballo, con una sonrisa que le iluminaba su innegablemente agraciado rostro.
—Jilly —exclamó, dominado por la emoción.