El viaje era fácil, o debería haberlo sido, pues la carretera que se extendía a lo largo de la orilla oeste del Masur Delaval, al sur de Palmaris, era la calzada mejor cuidada de todo el mundo. Jojonah no tardó en conseguir que una caravana lo llevara, durante dos jornadas, día y noche. No obstante, maese Jojonah no lo estaba pasando bien; sus huesos envejecidos le dolían mucho, y cuando se hallaba a unos trescientos quilómetros al sur de Palmaris cayó enfermo, aquejado por calambres y náuseas terribles y por una ligera fiebre que lo hacía sudar continuamente.
Supuso que se debía a la mala alimentación y, por un momento, temió que aquel viaje y aquella enfermedad acabaran con él. Había muchas cosas que quería hacer antes de morir y, en cualquier caso, morir solo en la carretera a medio camino entre Ursal y Palmaris, dos ciudades que nunca le habían gustado demasiado, no era precisamente muy atractivo. De modo que, con su estoicismo característico, el anciano padre continuó su camino a pie, con pasos lentos e inseguros, de un pueblo a otro, apoyándose pesadamente en un resistente bastón y regañándose a sí mismo por haber dejado que la barriga le engordara tanto.
—Piedad, dignidad, pobreza —dijo con sarcasmo, pues realmente se sentía muy poco digno y parecía que estaba llevando su voto de pobreza demasiado lejos. En cuanto a la piedad, Jojonah no estaba totalmente seguro de que aquella palabra continuara significando algo. ¿Quería decir que había que seguir ciegamente el liderazgo del padre abad Markwart? ¿O tenía que seguir los dictados de su corazón y aprovechar las intuiciones que Avelyn, por ejemplo, le había inspirado?
Se decidió por la segunda opción, pero, en realidad, con ella no solucionaba gran cosa, pues Jojonah no tenía nada claro qué podía hacer para conseguir algún cambio significativo en el mundo. Probablemente sólo lograría que lo degradasen dentro de la jerarquía de la iglesia; tal vez lo desterraran o quizá llegarían a quemarlo por hereje; la iglesia tenía una larga tradición de conductas propias de un animal famélico, consistentes en torturar hasta la muerte a quienes consideraba herejes. Un escalofrío recorrió el espinazo de Jojonah al considerar aquella posibilidad, como una especie de grave premonición. Sí, últimamente el padre abad Markwart estaba de muy mal humor, y ese estado de ánimo se agudizaba muchísimo ante la sola mención del nombre de Avelyn Desbris. Así, el padre encontró un nuevo enemigo, la desesperanza, en aquel largo trayecto hacia Ursal. Pero no se desanimó y decidió seguir adelante paso a paso.
El sexto día se despertó bajo un cielo espeso y con negros nubarrones; a media mañana empezó a caer una lluvia fina. Al principio, Jojonah se alegró al ver el cielo encapotado, ya que la víspera había sido muy calurosa. Pero cuando empezaron a caer las primeras gotas, cuando el agua fría se deslizó sobre su piel caliente, se sintió muy desgraciado, e incluso consideró la posibilidad de regresar al pueblo donde había dormido la noche precedente.
Sin embargo, no cambió de dirección, sino que se limitó a avanzar penosamente por la encharcada carretera, centrando sus pensamientos en Avelyn y en Markwart, en el rumbo de la iglesia y en lo que podría hacer él para alterar aquella tenebrosa ruta. Pasaron los minutos, pasó una hora, y cuando ya habían transcurrido dos horas el padre estaba tan enfrascado en sus pensamientos que en ningún momento advirtió que un carruaje se acercaba por detrás.
—¡Deje paso! —gritó el cochero, sujetando con energía las riendas, y luego tirando de ellas hacia un lado. El coche se desvió bruscamente y esquivó a Jojonah en el último momento, salpicándolo copiosamente mientras el monje caía al enlodado suelo, presa de miedo y sorpresa.
El carruaje se salió del camino y se hundió profundamente en el barro; agarrado a las ruedas como si fuera un ser vivo, el barro impidió que el carruaje volcara mientras el conductor, frenético, intentaba controlarlo. Al fin los caballos redujeron la marcha y las ruedas patinaron hasta detenerse. El conductor se apresuró a saltar, echó un rápido vistazo al carruaje atascado y luego cruzó la carretera para reunirse con Jojonah, que estaba sentado al otro lado.
—Perdona —tartamudeó el monje mientras el hombre, un tipo bien parecido de unos veinte años, le salpicó al acercarse—. Con la lluvia, no te he oído.
—No es preciso que se disculpe —repuso amablemente el hombre, mientras ayudaba a Jojonah a levantarse y le quitaba parte del barro que empapaba su hábito—. Desde luego temía que me ocurriera esto desde que tomé la carretera que sale de Palmaris.
—Palmaris —repitió Jojonah—. Yo también vengo de esa maravillosa ciudad.
El monje advirtió que la expresión del hombre se ensombreció al oír la palabra «maravillosa», de modo que el fraile se calló pensando que era más prudente escuchar que hablar.
—Bueno, yo vengo a toda velocidad de allí mismo —repuso el hombre, mientras echaba un vistazo desesperanzado al carruaje—; mejor dicho, venía —añadió, abatido.
—Me temo que no nos será fácil sacarlo del barro —asintió maese Jojonah.
El hombre asintió con la cabeza.
—Pero encontraré aldeanos que me ayudarán —dijo—. Hay una aldea cinco quilómetros atrás.
—Es gente dispuesta a ayudar —señaló Jojonah con esperanza—. Tal vez debería acompañarte; con seguridad, se apresurarán a ayudar a un sacerdote de la iglesia; fueron muy amables conmigo la pasada noche, ya que es allí donde dormí. Cuando hayamos sacado el coche, quizá me permitirás ir contigo. Voy a Ursal, y me temo que me espera un largo camino; a mi cuerpo ya no le convienen esos trajines.
—También Ursal es mi destino —declaró el joven—. Y podría usted ayudarme a comunicar el mensaje que me han encargado que transmita, dado que concierne a su propia iglesia.
Jojonah aguzó el oído ante aquel comentario y enarcó una ceja.
—Oh —exclamó.
—Verdaderamente es un día triste —prosiguió el hombre—. Un día muy triste, puesto que ha muerto el abad Dobrinion.
Los ojos de Jojonah parecieron salirse de las órbitas; se tambaleó y tuvo que agarrarse de las mangas del joven para sostenerse.
—¿Dobrinion? ¿Cómo?
—Un powri —respondió el hombre—. Esas pequeñas ratas malignas. Uno de ellos se coló en la abadía y lo dejó bien muerto.
Jojonah no daba crédito a sus oídos. Su mente se puso en movimiento, pero se sentía demasiado enfermo y demasiado confuso. Se dejó caer de nuevo en la carretera embarrada, hundió la cabeza en las manos y sollozó sin saber muy bien si lloraba por el abad Dobrinion o por él mismo y su querida orden.
El conductor apoyó una mano en su hombro para consolarlo. Luego los dos se encaminaron hacia aldea; el hombre le aseguró que pasarían la noche allí aunque los lugareños se las arreglaran para sacar el coche del barro.
—Lo llevaré conmigo el resto del camino hasta Ursal —anunció con una sonrisa llena de esperanza—. Le conseguiremos mantas para que esté calentito, padre, y buena comida, mucha y buena comida, para el viaje.
Una de las familias de la pequeña aldea los alojó por aquella noche y les proporcionó una cama confortable. El monje se retiró temprano, pero no pudo dormirse enseguida, pues una muchedumbre se agolpó en la casa; todo el mundo de la región había acudido para oír el triste relato del cochero sobre la muerte del abad Dobrinion. Jojonah, que yacía en silencio, los escuchó durante un buen rato; al fin, temblando y empapado de sudor, consiguió dormirse.
Youseff y Dandelion no hicieron el viaje de vuelta.
Maese Jojonah se despertó sobresaltado. La casa estaba tranquila y oscura, dado que fuera había nubes bajas. Jojonah miró alrededor y frunció el entrecejo.
—¿Quién anda por ahí? —preguntó.
—¡Youseff y Dandelion no hicieron el viaje de vuelta! —oyó de nuevo, con mayor énfasis.
No, no había oído nada, advirtió Jojonah, ya que no se había producido el menor sonido, salvo el pesado gotear de la lluvia en el tejado. Había sentido aquellas palabras en su mente y había reconocido al hombre que las había metido allí.
—¿Hermano Braumin? —preguntó.
—Me temo que el padre abad los ponga tras de ti —dictaron los pensamientos—. Corre, amigo mío, mentor mío; vuelve a Palmaris, si no estás muy lejos, vuelve a la sede del abad Dobrinion y no permitas que los hermanos Youseff y Dandelion entren en Saint Precious.
La comunicación era débil, cosa que no extrañó a Jojonah, pues Braumin no tenía mucha práctica con la hematites y probablemente no la estaría utilizando en las mejores circunstancias.
—¿Dónde estás? —le preguntó telepáticamente—. ¿En Saint Mere Abelle?
—¡Por favor, maese Jojonah! Debes oír mi aviso. ¡Youseff y Dandelion no hicieron el viaje de vuelta!
El contacto se estaba desvaneciendo; Jojonah se dio cuenta de que Braumin estaba fatigado. Entonces, de pronto, el contacto se interrumpió, y Jojonah temió que Markwart o Francis se hubieran acercado a Braumin. Si realmente se trataba de Braumin, pensó. Si era algo más que un delirio provocado por la fiebre.
—No lo saben —susurró el padre, pues hasta ese momento no se había dado cuenta de que el mensaje de Braumin no había dicho nada sobre Dobrinion.
Jojonah saltó de la cama, refunfuñando a causa del esfuerzo, y atravesó la casa en silencio. Asustó en primer lugar a la mujer, pues poco le faltó para tropezar con el colchón de mantas apiladas en el suelo de la sala común donde estaba durmiendo. Jojonah se dio cuenta de que la mujer le había cedido su propia cama, y realmente le disgustaba en gran manera molestarla. Pero algunas cosas simplemente no podían esperar.
—¿El cochero está aquí o se ha alojado con alguna otra familia? —preguntó.
—Oh, no —respondió la mujer tan afablemente como pudo—, seguro que está durmiendo en la habitación con mis chicos. Están como piojos en costura, según se dice.
—Avísele, por favor —pidió maese Jojonah—, enseguida.
—Sí, padre, lo que usted mande —respondió la mujer, desembarazándose de su saco de dormir. Medio a rastras medio andando atravesó la habitación. Regresó al cabo de unos momentos, acompañada por el cochero, con los ojos legañosos.
—Debería estar durmiendo —dijo el hombre—. No es bueno para su fiebre permanecer levantado hasta tan tarde.
—Una pregunta —le indicó Jojonah, sacudiendo las manos para calmarlo y para asegurarse de que le prestaba atención—. Cuando el abad Dobrinion fue asesinado, ¿dónde estaba la caravana de Saint Mere Abelle?
El hombre ladeó la cabeza como si no comprendiera.
—Ya sabe que monjes de mi abadía visitaron Saint Precious —insistió Jojonah.
—Hicieron algo más que visitar, a juzgar por los problemas que causaron —replicó el hombre con un bufido.
—Desde luego —concedió Jojonah—, pero ¿dónde estaban cuando el powri mató al abad Dobrinion?
—Se habían ido.
—¿De la ciudad?
—Algunos dijeron que habían salido hacia el norte, aunque he oído que cruzaron el río, y no con el transbordador —respondió el cochero—. Hacía más de un día que se habían marchado cuando el abad fue asesinado por el powri.
Sorprendido, maese Jojonah se frotó el amplio mentón con la mano. El conductor se disponía a hablar, pero el monje ya había oído bastante y lo silenció con un ademán.
—Volved a la cama —les pidió al hombre y a la dueña de la casa—. Yo también lo haré.
De nuevo en la soledad de su oscura habitación, maese Jojonah no se durmió. Convencido ahora de que el contacto con Braumin no era fruto de su imaginación ni de un sueño, tenía muchas cosas en que pensar. A diferencia de Braumin, no temía que Youseff y Dandelion estuvieran siguiéndole la pista. Markwart estaba demasiado cerca de su objetivo, o al menos el obsesivo hombre así lo creía, como para demorar a los asesinos. No, irían hacia el norte de Palmaris, no hacia el sur, hacia los campos de batalla en busca de las piedras.
Pero, aparentemente, habían efectuado una breve parada en el camino, lo bastante prolongada como para solucionar algún problema de Markwart en Palmaris.
Maese Jojonah se precipitó hacia la ventana de la habitación, la empujó para abrir las contraventanas y vomitó sobre la hierba, mareado ante la simple idea de que su padre abad hubiese ordenado la ejecución de otro abad.
¡Parecía tan absurdo! Pero todos los detalles que se filtraban en la mente de Jojonah lo llevaban irremediablemente en esa dirección. ¿Tal vez estaba distorsionando los detalles con sus propios juicios?, se preguntó. ¡Youseff y Dandelion no hicieron el viaje de vuelta!
Y el hermano Braumin no tenía ni idea de que el abad Dobrinion había encontrado tan prematuro final.
Realmente, maese Jojonah esperaba estar equivocado, esperaba que sus temores y su delirio febril se hubieran desbocado, esperaba que el supremo jerarca de su orden jamás hubiera hecho algo semejante. En cualquier caso, ahora parecía tener ante él una sola carretera: la que regresaba al norte, no la del sur, la que regresaba a Saint Mere Abelle.
Finalmente, los doscientos se pusieron en marcha y se dirigieron primero hacia el oeste y luego hacia el sur de los dos pueblos en poder de los powris. Elbryan conducía la expedición; envió exploradores por delante de la caravana y mantuvo a sus cuarenta mejores combatientes en un grupo compacto. De toda aquella harapienta caravana, sólo la mitad estaba en condiciones de luchar si era preciso; la otra mitad estaba formada por individuos demasiado viejos o demasiados jóvenes o demasiado enfermos. No obstante, en general la salud del grupo era buena, gracias sobre todo a los esfuerzos incansables de Pony con su valiosa piedra del alma.
Atravesaron los dos pueblos sin encontrar resistencia y, cuando la tarde del quinto día empezó a declinar, se hallaban casi a medio camino de Palmaris.
—Hay una casa y un granero —explicó Roger Descerrajador, cuando regresó para reunirse con Elbryan—, más adelante, a sólo un quilómetro y medio. El pozo está intacto y he oído las gallinas.
Varios de los que estaban por allí gruñeron, chasquearon la lengua y se relamieron al pensar en huevos frescos.
—Pero ¿no había nadie? —preguntó el guardabosque, escéptico.
—Nadie, afuera —replicó Roger, al parecer un tanto desconcertado por no haber podido averiguar más cosas—. Yo no me adelanté demasiado —explicó con impaciencia—, pues temía que, si tardaba demasiado, llegarais a ver esas construcciones y cualquier monstruo desde el interior, si había alguno, también os habría visto.
Elbryan hizo un gesto de asentimiento y sonrió.
—Hiciste bien —convino—. Mantén el grupo alerta aquí, mientras Pony y yo vamos allá y vemos qué podemos averiguar.
Roger inclinó la cabeza y ayudó a Pony a montar a lomos de Sinfonía, detrás del guardabosque.
—Refuerza la vigilancia, en particular por el norte —indicó Elbryan al joven—; encuentra a Juraviel y dile dónde puede encontrarnos.
Roger manifestó su acuerdo con una inclinación de cabeza. Dio una palmada a Sinfonía en la grupa y el caballo salió corriendo. Roger apenas lo miró mientras se alejaba, pues se apresuró a acercarse a la caravana para disponer a sus miembros en posición defensiva.
El guardabosque encontró con bastante facilidad las construcciones y Pony se puso inmediatamente manos a la obra; empleó la piedra del alma para desplazar a su espíritu y hacerlo entrar primero en el granero y luego en la casa.
—Hay powris en la casa —explicó cuando el espíritu hubo regresado a su cuerpo—. Tres, aunque uno de ellos está durmiendo en el dormitorio de la parte de atrás. Unos trasgos ocupan el granero, pero no están en estado de alerta.
Elbryan cerró los ojos en pos de una calma profunda y meditativa y se transformó de forma poco menos que visible en su alter ego adiestrado por los elfos. Tras señalar un pequeño bosquecillo a la izquierda del granero, desmontó y ayudó a Pony a hacer lo propio. Dejaron el caballo y ambos se dirigieron sigilosamente hacia las sombras del bosquecillo; luego el guardabosque prosiguió en solitario y continuó su avance aprovechando tocones, un abrevadero, cualquier cosa que pudiera protegerlo. No tardó en llegar a la casa; pegó la espalda a la pared exterior, al lado de una ventana. En su mano estaba listo Ala de Halcón. Escrutó alrededor y volvió a mirar en dirección a Pony; asintió con la cabeza mientras preparaba una flecha.
Se dio la vuelta bruscamente y disparó; alcanzó en la nuca a un enano desprevenido que estaba preparando la comida en la cocina. El impulso empujó la cabeza del powri hacia adelante de modo que su cara fue a dar contra la chisporroteante grasa de la sartén.
—¿Qué haces? —aulló su compañero powri, precipitándose hacia la cocina.
El enano patinó al detenerse y vio cómo se estremecía el astil de la flecha; luego se dio la vuelta para encontrarse al Pájaro de la Noche y a Tempestad que lo aguardaban.
La temible espada cayó pesadamente mientras el enano buscaba su arma. Al tiempo que el brazo se le desprendía del cuerpo, el enano, aullando, trató de cargar hacia adelante, abalanzándose sobre el guardabosque.
Una certera estocada de Tempestad atravesó a la criatura hasta el corazón; el diestro guardabosque hundió la hoja hasta la empuñadura. Después de un par de espasmos violentos, el powri se desplomó muerto en el suelo.
—¡Yach, me habéis despertado! —rugió una voz desde el dormitorio.
El Pájaro de la Noche sonrió, esperó unos instantes y se deslizó sigilosamente hacia la puerta. Esperó todavía unos instantes para estar seguro de que el enano había vuelto a dormirse; luego empujó la puerta y la abrió muy despacio.
El powri estaba tumbado de espaldas a él.
El guardabosque salió de la casa poco después y agitó brevemente la mano saludando a Pony. Recogió a Ala de Halcón e inició una sigilosa ronda en torno al granero. El henil le llamó la atención pues tenía una puerta abierta que crujía y una cuerda que colgaba hasta el suelo.
El guardabosque echó un vistazo y observó que Pony había cambiado de posición para poder vigilar a la vez la puerta principal y el henil. Sabía que era realmente muy afortunado por tener a una compañera tan competente, pues podía contar siempre con ella si tenía problemas.
Ahora, los dos habían comprendido el plan. Pony habría podido, desde luego, empezar por atacar el granero mediante la serpentina y el explosivo rubí, con lo cual habría hecho volar la construcción, pero el humo de semejante fuego no habría sido nada prudente. En lugar de eso, permaneció en su puesto, con la magnetita y el grafito a punto, para apoyar al Pájaro de la Noche.
El guardabosque no infravaloraba la disciplina necesaria para que la mujer asumiera aquel papel. Cada mañana, la chica realizaba la danza de la espada con él, y su trabajo con la hoja estaba llegando a ser realmente espléndido. Tenía ganas de pelear, de estar junto a Elbryan, de bailar de verdad. Pero Pony era verdaderamente disciplinada y paciente. El guardabosque le había asegurado que tendría ocasión de emplear las nuevas técnicas, y ambos sabían que ya estaba casi preparada para hacerlo.
Pero aún no.
El Pájaro de la Noche comprobó la cuerda del henil y empezó a trepar con cautela y sigilo. Se detuvo justo debajo de la puerta, escuchó, atisbó el interior y levantó y agitó un dedo para que Pony lo viera.
Subió hasta el nivel de la puerta, y con mucho tiento, puso un pie en la pequeña hendidura, aunque tuvo que continuar sujetándose a la cuerda. Se dio cuenta de que debía moverse aprisa y de que probablemente no dispondría de tiempo para preparar arma alguna.
El guardabosque volvió a respirar regular y profundamente, para encontrar la calma y el equilibrio necesarios. Entonces pasó el pie por debajo de la puerta, tiró de ella hacia fuera y se lanzó al interior del henil sorprendiendo al trasgo que estaba de guardia de forma harto negligente.
El trasgo pegó un grito, casi inmediatamente acallado por la poderosa mano del guardabosque que le agarró la boca, mientras con el otro brazo le sujetaba con fuerza la mano armada. El Pájaro de la Noche agarró la cara de la criatura, la apretó con fuerza, giró su muñeca y forzó al monstruo a ponerse de rodillas.
Un grito proveniente de abajo le advirtió que no podía perder tiempo.
Con un súbito tirón, el Pájaro de la Noche obligó al trasgo a levantarse de nuevo, lo hizo girar y lo lanzó a través de la puerta abierta hasta que dio con sus huesos en tierra después de caer de cabeza más de tres metros. El impacto fue duro; el trasgo gruñó, luego intentó incorporarse y, por último, trató de pedir ayuda. Entonces vio a Pony, que estaba tranquila, con la mano abierta.
Una piedra imán, a mayor velocidad que el proyectil de una honda, chocó de lleno contra el amuleto que la criatura llevaba colgado del cuello, una joya robada a una mujer que en vano había implorado por su vida.
En el interior del granero, el Pájaro de la Noche puso a trabajar de forma letal a Ala de Halcón: derribaba a un trasgo tras otro a medida que intentaban alcanzar el henil desde la despensa. Al cabo de un rato, el sorprendido guardabosque se dio cuenta de que no estaba solo: se había unido a él un segundo arquero.
—Roger me contó tus planes —explicó Belli’mar Juraviel—. ¡Un buen comienzo! —añadió, mientras clavaba una flecha a un trasgo que insensatamente se le había puesto a tiro.
Al darse cuenta de que no había manera de subir de la despensa al henil, los trasgos que quedaban se dirigieron a la puerta principal, la empujaron para abrirla del todo y salieron a toda prisa a la luz del día.
La descarga de un rayo vertiginoso los derribó a casi todos.
Enseguida, el elfo se aprestó a atacarlos: desde la puerta del henil, disparó a los que todavía trataban de escapar.
El guardabosque no se reunió con su amigo, sino que tomó un camino distinto para bajar hasta la despensa. Aterrizó con una voltereta para evitar una lanza que le había arrojado una de aquellas criaturas; mientras se incorporaba, disparó Ala de Halcón y alcanzó al trasgo en plena cara; luego dejó a otro fuera de combate mientras el monstruo corría hacia la puerta.
Entonces todo quedó en calma, por lo menos en el interior, pero el Pájaro de la Noche intuyó que no estaba solo. Puso el arco en el suelo, desenvainó la espada y se movió despacio y en silencio.
Fuera, los gritos disminuían. El Pájaro de la Noche se acercó a una paca de heno, apoyó la espalda en ella y escuchó con suma atención.
Una respiración.
De un salto salió de detrás de la paca y moderó su impulso para cerciorarse de que no se trataba de un infortunado prisionero sino de otro trasgo; entonces separó la repugnante cabeza de la criatura de sus hombros con un solo corte. Después, salió a la luz del día y encontró a Pony y a Juraviel conduciendo a Sinfonía hacia el granero: habían acabado el trabajo.
El elfo se quedó con Elbryan para explorar los alrededores, mientras Pony galopaba a lomos de Sinfonía para reunirse de nuevo con el grupo.
—Ahora no puedo volver atrás —replicó el conductor cuando Jojonah le contó los planes para la mañana siguiente—. Aunque me gustaría mucho poder ayudarlo; pero mis obligaciones…
—Son importantes, desde luego —acabó por él Jojonah, excusándolo.
—Lo mejor que puede hacer para regresar es tomar un barco —prosiguió el cochero—. La mayoría se dirige al norte y hacia mar abierto para la temporada de verano. Yo mismo hubiera tomado uno para bajar, pero son pocos los que ahora van hacia el sur.
Maese Jojonah se pasó la mano por el mentón con barba de tres días. No tenía dinero, pero tal vez podría encontrar una solución.
—Entonces, ¿cuál es el puerto más cercano? —preguntó al cochero.
—Al sur y al este —respondió el hombre—. Se llama Bristole. Un pueblo construido para atracar y aprovisionar los buques y poca cosa más. No está demasiado lejos de mi camino.
—Le estaría muy agradecido —contestó el monje.
Así, se pusieron de nuevo en marcha, después de un abundante desayuno, ofrecido gratuitamente por la amable gente del pueblo. Hasta que el carruaje no hubo empezado a avanzar por la carretera, maese Jojonah no advirtió que se sentía mucho mejor físicamente. A pesar de los múltiples baches de la carretera, el desayuno le había sentado muy bien. Era como si las noticias de la noche anterior, el hecho de que las cosas fueran muchísimo peor de lo imaginable, hubieran inyectado nuevas fuerzas a su delicado cuerpo. Simplemente, en aquellos momentos no podía sentirse débil.
Bristole era el pueblo más pequeño que Jojonah había visto nunca y le pareció extrañamente desequilibrado. La zona portuaria era extensa, con largos muelles capaces de albergar diez barcos grandes, pero el resto estaba constituido sólo por unos pocos edificios, incluyendo un par de pequeños almacenes. Hasta que el carruaje llegó al centro de aquel grupo de casas, Jojonah no empezó a comprender.
Los barcos que iban río arriba o río abajo no necesitaban provisiones en aquel punto, pues el trayecto de Ursal a Palmaris no era largo. No obstante, los marineros podían desear un poco de distracción y, por consiguiente, los barcos atracaban allí para abastecerse de muy distinta manera.
De los siete edificios agrupados, dos eran tabernas, y otros dos, prostíbulos.
Maese Jojonah rezó una breve plegaria, pero no estaba afectado en absoluto. Era un hombre tolerante, siempre predispuesto a perdonar los pecados de la carne. Después de todo, era la fortaleza del alma lo que contaba.
Deseó un buen viaje al generoso cochero, mientras lamentaba no poder ofrecerle algo más que buenas palabras por su amabilidad, y luego se dedicó de nuevo a sus asuntos inmediatos. Había tres barcos atracados; otro se aproximaba por el sur. El monje bajó hasta la orilla del río; al caminar por el largo entablado, sus sandalias producían un ruido seco.
—¡Salud, buena gente! —saludó Jojonah al acercarse a un par de hombres que se encontraban en el barco más próximo; estaban inclinados sobre el pasamano de la borda, utilizando martillos para resolver algún problema que no pudo ver. Jojonah advirtió que el barco estaba situado de popa, hecho atípico, y confió en que fuera un presagio de que pronto iba a zarpar.
—¡Salud, buena gente! —gritó Jojonah más fuerte, agitando las manos para llamar la atención.
El martilleo cesó y uno de los viejos lobos de mar, de piel morena y arrugada por el sol y sin dientes miró hacia arriba para observar al monje.
—Y para usted, padre —dijo.
—¿Van hacia el norte? —preguntó maese Jojonah—. ¿Tal vez a Palmaris?
—A Palmaris y al golfo —contestó el hombre—, pero por el momento no podemos ir a ninguna parte. La cadena del áncora no aguantaría; está muy estropeada.
Jojonah comprendió por qué el barco estaba atracado al revés; miró alrededor, luego hacia el pueblo, en busca de una solución que permitiera al barco navegar. Cualquier puerto que se preciara de serlo, estaría adecuadamente equipado; incluso los pequeños muelles de Saint Mere Abelle estaban provistos de suministros como cadenas y áncoras. Pero Bristole no era un pueblo para reparar barcos, sino más bien un lugar para «reparar tripulaciones».
—Espere un nuevo barco que venga de Ursal —prosiguió el viejo marinero—. Debería llegar en dos días; está buscando quién lo lleve, ¿no?
—Sí, pero no puedo esperar.
—Bueno, lo llevaremos; por cinco monedas de oro del rey —dijo el viejo—; un buen precio, padre.
—Lo es, sin duda, pero me temo que no tengo dinero para pagarles —repuso Jojonah— ni tiempo para esperarme.
—¿Dos días? —dijo burlón el lobo de mar.
—Dos días que no puedo perder —contestó Jojonah.
—Perdone, padre —pronunció una voz desde el siguiente barco, una ancha y pesada carabela—. Nosotros zarparemos hacia el norte hoy mismo.
Maese Jojonah agitó las manos hacia los dos hombres del bajel averiado y avanzó para ver mejor al que acababa de hablar. El hombre era alto y flaco, de piel oscura, no por efecto del sol sino de nacimiento. Era behrenés y, por su aspecto, probablemente de una zona del sur de Behren, muy al sur de Cinturón y Hebilla.
—Lo siento pero no tengo dinero para pagarle —respondió Jojonah.
Una sonrisa perlina iluminó la cara del hombre de piel oscura.
—Pero padre —dijo—, ¿para qué quiere el dinero?
—Trabajaré para pagarme el pasaje —propuso Jojonah.
—Todo el mundo en mi barco puede necesitar un buen cura, padre —replicó el hombre de la región de Behren—. Me temo que mucho más, después de haber estado atracados aquí. Suba a bordo, se lo ruego. No teníamos previsto zarpar hasta última hora de hoy, pero sólo tengo un hombre en tierra y será fácil encontrarlo. ¡Si usted tiene prisa, nosotros también!
—Es muy amable, buen señor…
—Al’u’met —contestó el hombre—. Capitán Al’u’met del buen barco Saudi Jacintha.
Jojonah ladeó la cabeza ante el curioso nombre.
—Significa Joya del Desierto —explicó Al’u’met—. Es una pequeña broma dedicada a mi padre, que quería que me dedicara a cabalgar las dunas del desierto y no las olas del mar.
—También mi padre quería que ofreciera cervezas en lugar de oraciones —repuso Jojonah riendo.
Estaba sorprendido por haber encontrado un hombre de piel oscura de la región de Behren al mando de un barco de Ursal, y aún más sorprendido al ver el respeto que aquel hombre sentía por un miembro de la orden abellicana. La iglesia de Jojonah no era hegemónica en el sur del reino; desde luego, sus misioneros habían sido objeto de muchas carnicerías al tratar de imponer su visión de la divinidad a los a menudo intolerantes sacerdotes —yatols en la lengua de Behren— de aquellos desiertos.
El capitán Al’u’met ayudó a Jojonah a subir el último peldaño de la plancha, y luego envió a dos miembros de la tripulación para que localizaran al marinero que faltaba.
—¿Tiene equipaje? —le preguntó a Jojonah.
—Sólo lo que llevo puesto —respondió el monje.
—¿Hasta dónde va?
—Hasta Palmaris —respondió Jojonah—. En realidad, hasta el otro lado del río; puedo tomar el transbordador. Necesito estar en Saint Mere Abelle con la máxima urgencia.
—Nosotros pasaremos frente a la bahía de Todos los Santos —explicó el capitán Al’u’met—. Aunque usted perdería una semana al menos si hiciera el viaje en barco.
—Entonces pueden llevarme a Palmaris —dijo el monje.
—Es exactamente a donde nos dirigíamos —respondió el capitán Al’u’met y, sonriendo aún, le indicó la puerta de los camarotes situados bajo la cubierta de popa—. Dispongo de dos habitaciones —explicó—. Ciertamente, puedo compartir una con usted durante uno o dos días.
—¿Es abellicano?
La sonrisa de Al’u’met se ensanchó.
—Desde hace tres años —explicó—. Encontré a su Dios en Saint Gwendolyn de Mar, y Al’u’met quedó cautivado como jamás lo había estado.
—Pero fue otro disgusto para su padre —dedujo Jojonah.
Al’u’met se llevó un dedo a sus fruncidos labios.
—No hace falta que él sepa tales cosas, padre —dijo maliciosamente—. En el Miriánico, cuando las tormentas soplan fuerte y las olas rompen con una altura dos veces la de un hombre por encima de la borda de proa, escojo a mi propio Dios. Además —añadió con un guiño—, no son tan diferentes, sabe, el Dios de su tierra y el de la mía. Si se cambiara de hábito se convertiría en un sacerdote de los nuestros, un yatol.
—De modo que su conversión fue por conveniencia —bromeó Jojonah.
—Escojo a mi propio Dios —repitió Al’u’met mientras se encogía de hombros.
Jojonah inclinó la cabeza y le devolvió la ancha sonrisa; luego se dirigió a paso lento hacia los camarotes del capitán.
—Mi chico le enseñará el alojamiento —gritó detrás de él.
El chico del servicio de camarotes estaba precisamente en la habitación, jugando con dados de hueso, cuando maese Jojonah abrió la puerta. El muchacho, de unos diez años de edad, gateó con frenesí, recogió sus dados y miró al monje con aire culpable; Jojonah se dio cuenta de que el muchacho había sido atrapado desatendiendo sus tareas domésticas.
—Acomoda a nuestro amigo, Matthew —exclamó el capitán Al’u’met—. Atiende a sus necesidades.
Jojonah y Matthew se quedaron mirándose el uno al otro, midiéndose con la vista durante un buen rato. Las ropas de Matthew estaban raídas, como las de cualquiera que trabaja a bordo de un barco. Pero estaban bien confeccionadas, mejor que los atavíos de la mayoría de la tripulación que el monje había visto. Y el muchacho iba más limpio que la mayoría de los chicos del servicio de camarotes; tenía el pelo aclarado por el sol y pulcramente cortado, y la piel de un moreno dorado; no obstante, tenía una mancha negra visible en el antebrazo.
Jojonah advirtió la cicatriz e imaginó el dolor que habría sentido el chico. La mancha había sido producida por el segundo de los tres líquidos «medicinales» —ron, brea y orina— que llevaban los barcos de vela. El ron se utilizaba para matar los gusanos que inevitablemente albergaban los alimentos, para eliminar las consecuencias de la ingestión de comida en mal estado y, simplemente, para olvidar las larguísimas y vacías horas. La orina se usaba para lavar las ropas y el pelo, y por desagradable que pudiera parecer, no era nada comparada con la brea líquida, que se empleaba para cubrir las heridas abiertas. Evidentemente, Matthew se había desgarrado el brazo, y los marineros le habían puesto brea para sellar la herida.
—¿Puedo? —preguntó con calma Jojonah, extendiendo la mano hacia el brazo del muchacho.
Matthew vaciló, pero no se atrevió a desobedecer y, cautelosamente, levantó el brazo para que lo examinara.
«Buen trabajo», pensó el monje. La brea se había aplicado formando una fina capa sobre la piel, una perfecta mancha negra.
—¿Te duele? —preguntó Jojonah.
Matthew sacudió la cabeza con énfasis.
—No habla —dijo la voz del capitán Al’u’met, que se había acercado al distraído monje por detrás.
—¿Es obra suya? —preguntó Jojonah señalando el brazo.
—No, de Cody Bellaway —contestó Al’u’met—; se encarga de curarnos cuando estamos lejos de puerto.
Maese Jojonah asintió con la cabeza y se olvidó del tema, por lo menos en apariencia, pero en su cabeza la imagen del brazo ennegrecido de Matthew no se desvanecería tan fácilmente. ¿Cuántas hematites se guardaban bajo llave en Saint Mere Abelle? ¿Quinientas? ¿Un millar? Jojonah sabía que había muchísimas, pues cuando era joven precisamente había hecho un inventario de esas piedras, probablemente la más común de las recogidas en Pimaninicuit a lo largo de los años. La mayoría de esas piedras del alma eran mucho menos poderosas que la que se había llevado la caravana a Barbacan, pero Jojonah no pudo menos que preguntarse cuánto bien podrían hacer si se entregaban a los barcos de vela y en cada uno de ellos se adiestraba a uno o dos hombres para que supieran extraer sus poderes curativos. Sin duda, la herida de Matthew había sido de consideración, pero Jojonah habría podido sellarla fácilmente con su magia, sin necesidad de brea. Sin apenas esfuerzo, podrían haberse evitado muchísimos sufrimientos.
Sus pensamientos lo condujeron a cuestiones de mayor importancia. ¿Por qué no disponían todas las comunidades, o por lo menos una comunidad en cada región del reino, de una hematites y de los correspondientes expertos en su manejo?
Nunca había comentado nada al respecto con Avelyn, por supuesto, pero maese Jojonah sabía que si la decisión hubiera estado en manos de Avelyn Desbris, sin la menor vacilación habría distribuido hematites pequeñas entre la gente, habría puesto los enormes recursos mágicos de Saint Mere Abelle al servicio del bien común o, por lo menos, habría distribuido las hematites más pequeñas, pues eran piedras poco potentes para utilizarlas con propósitos diabólicos como la posesión o para cualquier otro fin realmente maligno.
Sí, Jojonah lo sabía, Avelyn habría procedido de ese modo si hubiera tenido la oportunidad, pero, por supuesto, el padre abad Markwart jamás se la habría proporcionado.
Jojonah acarició la rubia melena de Matthew y le hizo una seña para que le enseñara su habitación. Al’u’met los dejó a solas y llamó a sus hombres para que prepararan el barco para zarpar.
Al cabo de un rato, el Saudi Jacintha se alejaba de Bristole, con las velas al viento venciendo la considerable corriente. Harían una travesía rápida, prometió Al’u’met cuando se acercó al monje, pues los vientos del sur eran fuertes, no había indicios de tormenta y, cuando el Masur Delaval se ensanchaba, la corriente no era tan potente.
El monje pasó la mayor parte del día en su camarote, durmiendo, haciendo acopio de las energías que sin duda iba a necesitar. Luego se levantó y, con una amistosa inclinación de cabeza, convenció a Matthew para que jugara con él a los dados, después de prometerle que al capitán no le importaría que hiciera una pequeña pausa en sus tareas domésticas.
Jojonah deseó que aquel muchacho pudiera hablar o incluso reír durante la hora que pasaron tirando los dados; quería saber de dónde había salido y cómo había ido a parar a un barco a tan temprana edad.
El monje sabía que probablemente sus padres, acosados por la pobreza, lo habrían vendido, y se estremeció al pensarlo. Esa era la forma habitual que tenían los barcos de conseguir chicos para el servicio de camarotes, aunque maese Jojonah esperaba que Al’u’met no fuera quien lo había comprado. El capitán proclamaba ser un hombre religioso, y los hombres que creían en Dios no hacían tales cosas.
Por la noche cayó una lluvia fina, pero no impidió el avance del Saudi Jacintha. La tripulación estaba bien adiestrada y conocía todos los recodos del gran río, y el barco continuó surcando las aguas, salpicando con la proa espuma blanca a la luz de la luna. Fue en la borda de proa, esa misma noche después de la lluvia, cuando maese Jojonah aceptó las verdades que estaban gestándose en su corazón. En aquella oscuridad, acompañado sólo por el ruido de la proa al hendir el agua, por los gruñidos de los animales en la ribera y por el aleteo del viento en las velas, maese Jojonah comprendió con claridad lo que tenía que hacer.
Sintió como si Avelyn estuviera con él, suspendido en el aire que lo rodeaba, recordándole los tres votos —no sólo las vacías palabras que se recitaban, sino el profundo significado que encerraban—, que supuestamente guiaban la orden abellicana.
Permaneció allí toda la noche y, justo antes del amanecer, se fue a la cama, después de halagar a un Matthew de ojos somnolientos para que le llevara un buen plato de comida.
Se levantó a la hora de la cena y se sentó al lado del capitán Al’u’met, el cual le informó de que llegarían a su destino a primera hora de la mañana siguiente.
—Tal vez no desee quedarse levantado toda la noche otra vez —dijo el capitán con una sonrisa—. Por la mañana estará en tierra, y no irá muy lejos, supongo, si está dormido.
Sin embargo, era noche cerrada cuando el capitán Al’u’met encontró de nuevo a Jojonah en la borda de proa, con la mirada clavada en la oscuridad, en su propio corazón.
—Es usted un hombre reflexivo —dijo el capitán, acercándose al monje—. Eso me gusta.
—¿Lo dice simplemente porque me quedo solo aquí fuera? —replicó Jojonah—. A lo mejor estoy aquí sin pensar nada en absoluto.
—No en la cubierta de proa —repuso el capitán Al’u’met, situándose junto al monje apoyado en la borda—. También yo conozco la inspiración de este lugar.
—¿Cómo encontró a Matthew? —preguntó de repente Jojonah, soltando aquellas palabras sin siquiera darse cuenta de lo que estaba diciendo.
Al’u’met lo miró de soslayo, sorprendido por la pregunta. Miró de nuevo la espuma de la proa y sonrió.
—No le hace gracia pensar que yo, un hombre de su iglesia, lo haya comprado a sus padres —dedujo aquel hombre perspicaz—. Pero lo hice —añadió Al’u’met, irguiéndose y mirando al monje de frente.
Maese Jojonah no le devolvió la mirada.
—Eran muy pobres; vivían cerca de Saint Gwendolyn y sobrevivían gracias a las sobras que sus hermanos de la iglesia abellicana se molestaban en tirarles —prosiguió el capitán con un tono cada vez más profundo y sombrío.
Jojonah se dio la vuelta y lo miró con aire grave.
—Aun así es la iglesia que usted escogió —puntualizó.
—Eso no quiere decir que esté de acuerdo con todos los que ahora administran la doctrina de la iglesia —replicó con calma Al’u’met—. Por lo que respecta a Matthew, lo compré, y a un bonito precio, porque llegué a considerarlo como a mi propio hijo. Siempre andaba por los muelles ¿sabe?, o por lo menos estaba por allí siempre que podía escaparse de su colérico padre. Aquel hombre le pegaba sin razón alguna, aunque el pequeño Matthew en aquel tiempo todavía no había cumplido siete años. Así que lo compré y lo subí a bordo para enseñarle un oficio honesto.
—Una vida difícil —comentó Jojonah, pero en su voz no quedaba vestigio alguno de animosidad o de reproche.
—Desde luego —asintió el larguirucho hombre de la región de Behren—. Una vida que algunos adoran y que otros detestan. Matthew se formará su propia opinión cuando sea lo bastante mayor para darse cuenta. Si llega a gustarle el mar, como a mí, su única opción será estar a bordo de un barco, y confío que elegirá quedarse conmigo. Me temo que el Saudi Jacintha me sobrevivirá, y estaría muy bien que Matthew me sucediera a bordo.
Al’u’met volvió su rostro hacia el monje y se quedó callado, esperando que Jojonah lo mirara de frente.
—Y si no le gustan ni el olor ni el movimiento de las olas, será libre de irse —continuó el hombre con toda sinceridad—. Y me aseguraré de que tenga un buen comienzo allá donde decida vivir. Le doy mi palabra, maese Jojonah de Saint Mere Abelle.
Maese Jojonah le creyó y le brindó una sonrisa sincera. Entre los rudos marineros de aquellos días, el capitán Al’u’met brillaba con luz propia.
Ambos volvieron a mirar el agua y permanecieron en silencio durante un buen rato; sólo se oía la proa cortando el agua y el viento.
—Conocí al abad Dobrinion —dijo al fin el capitán Al’u’met—, era un buen hombre.
Jojonah lo miró con curiosidad.
—Su compañero, el conductor del carruaje, me contó la tragedia en Bristole, mientras usted estaba buscando pasaje —explicó el capitán.
—Dobrinion era desde luego un buen hombre —respondió Jojonah—. Su muerte ha sido una gran pérdida para la iglesia.
—Una gran pérdida para todo el mundo —asintió Al’u’met.
—¿Cómo lo conoció?
—Conozco a muchas personalidades de la iglesia, pues, debido a mi itinerante profesión, paso muchas horas en muchas iglesias, entre ellas Saint Precious.
—¿Ha estado alguna vez en Saint Mere Abelle? —preguntó Jojonah, aunque no creía que hubiera estado puesto que, en ese caso, lo recordaría.
—Entramos en el puerto una vez —respondió el capitán—, pero el tiempo empezó a cambiar y teníamos que ir lejos, por lo que no bajé a los muelles. Saint Gwendolyn no estaba a tanta distancia, de todos modos.
Jojonah sonrió.
—No obstante, me encontré con su padre abad —prosiguió el capitán—. Sólo una vez. Fue en el 819, o quizás en el 820; con el tiempo los años parecen confundirse. El padre abad Markwart había anunciado un concurso para barcos de vela capaces de navegar en alta mar. Yo no soy realmente un navegante fluvial, pero el año pasado sufrimos ciertos daños a causa de los powris, pues los horribles enanos parecían estar por doquier, y esta primavera salimos de puerto muy tarde.
—Se presentó usted al concurso del padre abad —insinuó Jojonah.
—Sí, pero mi barco no resultó elegido —respondió con indiferencia Al’u’met—. A decir verdad, creo que el color de mi piel tuvo algo que ver. No creo que su padre abad confiara en un marino behrenés, sobre todo porque entonces no había sido aún ungido como miembro de su iglesia.
Jojonah inclinó la cabeza para asentir; era imposible que Markwart hubiese aceptado un hombre de la religión del sur para el viaje a Pimaninicuit. El monje encontró irónica aquella idea, absurda incluso, dados los cuidadosamente planificados asesinatos con los que culminó aquel viaje.
—El capitán Adjonas y su Corredor del Viento eran los mejores —admitió Al’u’met—. Ya navegaba en alta mar, por el Miriánico, antes de que yo hubiera aprendido a remar.
—Entonces, ¿conoce a Adjonas? —preguntó Jojonah—. ¿Y sabe cómo acabó el Corredor del Viento?
—Todos los marineros de la Costa Rota están enterados de su pérdida —replicó el capitán Al’u’met—. Dicen que ocurrió justo a la salida de la bahía de Todos los Santos. Había muy poca agua, claro; aunque me sorprende que un hombre tan curtido en el mar como Adjonas quedara atrapado en un banco de arena.
Jojonah se limitó a asentir con la cabeza; no podía afrontar la revelación de la espantosa verdad, no podía contarle que Adjonas y su tripulación habían sido asesinados en las protegidas aguas de la bahía de Todos los Santos por los santos varones de la religión que después Al’u’met había escogido libremente. Ahora, al rememorar el pasado, maese Jojonah apenas podía creer que había participado en el plan, en aquella terrible tradición. ¿Siempre había sido así, tal como la iglesia pretendía?
—Una tripulación y un barco magníficos —acabó diciendo Al’u’met respetuosamente.
Jojonah inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo, aunque en realidad apenas conocía a ninguno de aquellos marineros; sólo había conocido al capitán Adjonas y a su segundo, Bunkus Smealy, un hombre que no le gustó en absoluto.
—Váyase a dormir, padre —sugirió el capitán Al’u’met—. Le espera un duro día de marcha.
También Jojonah pensaba que era un buen momento para interrumpir la conversación. Sin saberlo, Al’u’met le había dado mucho en que pensar, había reavivado recuerdos y los había situado bajo una nueva perspectiva. Eso no quiere decir que esté de acuerdo con todos los que ahora administran la doctrina de la iglesia, había dicho Al’u’met, y aquellas palabras le sonaban realmente proféticas al desilusionado padre.
Aquella noche Jojonah durmió bien, mejor de lo que lo había hecho desde su llegada a Palmaris por primera vez, desde que el mundo parecía haberse vuelto del revés. Un grito relativo a las luces del muelle lo despertó al alba; Jojonah recogió sus escasas pertenencias y se apresuró a subir a cubierta, esperando ver los largos muelles de Palmaris.
Lo único que vio fue niebla, un denso manto gris. Toda la tripulación estaba en la cubierta. La mayoría de los marineros se hallaban asomados a la borda, con faroles, escrutando atentamente en la penumbra. Jojonah se dio cuenta de que vigilaban la presencia de rocas o incluso de otros barcos y un escalofrío le recorrió el espinazo. No obstante, se calmó al ver al capitán Al’u’met; aquel hombre alto permanecía sereno, como si la situación no tuviera nada de particular. Jojonah se reunió con él.
—He oído un grito que pedía las luces del muelle —explicó el monje—, aunque en realidad dudo que pueda divisarse luz alguna con esta niebla.
—Nosotros sí las vemos —le aseguró Al’u’met con una sonrisa—; estamos cerca, y a cada instante lo estamos más.
Jojonah siguió la mirada del capitán por encima de la borda de proa, hacia la espesa niebla. Algo que no fue capaz de identificar le pareció fuera de lugar, como si su sentido interno de la orientación estuviera alterado. Permaneció inmóvil durante mucho rato, intentando entender qué le ocurría, observando la posición del sol, una mancha gris frente al barco algo más luminosa que el resto del cielo.
—Estamos navegando hacia el este —dijo de repente, dirigiéndose a Al’u’met—, pero Palmaris está en la orilla oeste.
—Creí que le ahorraría las horas de viaje en un transbordador atiborrado de gente —explicó Al’u’met—. Podría ser incluso que el transbordador no navegara en esta oscuridad.
—Capitán, no tenía que…
—No hay problema, amigo mío —repuso Al’u’met—. En cualquier caso, no nos habrían autorizado a entrar en el puerto de Palmaris hasta que hubiera levantado esta niebla; así que, en lugar de echar el ancla, nos hemos desviado hacia Amvoy, un pequeño puerto y con menos reglamentos.
—¡Tierra a la vista! —gritó una voz desde lo alto.
—¡El largo muelle de Amvoy! —asintió otro marinero.
Jojonah miró a Al’u’met, quien se limitó a guiñarle un ojo y a sonreír.
Poco después, el Saudi Jacintha se deslizaba suavemente para atracar en el largo muelle de Amvoy; los expertos marinos realizaron la maniobra con gran destreza.
—Le deseo suerte, maese Jojonah de Saint Mere Abelle —dijo con sinceridad Al’u’met, mientras acompañaba al monje hasta la plancha—. Que la pérdida del buen abad Dobrinion nos fortalezca a todos —añadió al estrechar con firmeza la mano de Jojonah.
El monje se dio la vuelta para irse. En el extremo de la plancha se detuvo: en su interior, la prudencia luchaba desesperadamente contra su conciencia.
—Capitán Al’u’met —dijo de pronto dándose la vuelta. Advirtió que varios marineros lo escuchaban con atención, pero no dejó que aquello lo frenara—, en los próximos meses oirá historias acerca de un hombre llamado Avelyn Desbris. El hermano Avelyn, que perteneció a Saint Mere Abelle.
—No me suena ese nombre —respondió el capitán Al’u’met.
—Ya le sonará —le aseguró maese Jojonah—; oirá historias terribles sobre él, que lo tacharán de ladrón, asesino y hereje. Verá su nombre arrastrado hasta el fuego del infierno.
El capitán Al’u’met permaneció absolutamente callado mientras Jojonah hacía una pausa y tragaba saliva después de pronunciar aquellas palabras.
—Le digo esto con total sinceridad —prosiguió el monje, advirtiendo que estaba rebasando una frontera muy delicada. De nuevo reflexionó y tragó saliva con energía—. Esas historias no son verdaderas, o por lo menos, no lo será la manera en que las contarán, pues lo harán de forma totalmente tendenciosa contra los actos del hermano Avelyn, que fue, se lo aseguro, un hombre que siguió siempre su conciencia inspirada por Dios.
Varios miembros de la tripulación se limitaron a encogerse de hombros juzgando que aquellas palabras no significaban gran cosa para ellos, pero el capitán Al’u’met reconoció su gravedad en la voz del monje y comprendió que aquel era un momento crucial para Jojonah; por el tono de voz, Al’u’met fue lo bastante perspicaz para comprender que las historias sobre aquel monje al que no conocía podían afectarle y también a todos los miembros de la iglesia abellicana. Inclinó la cabeza sin sonreír.
—Nunca la iglesia abellicana ha contado con un hombre mejor que Avelyn Desbris —dijo con firmeza Jojonah; se dio la vuelta y abandonó el Saudi Jacintha.
El monje comprendió el riesgo que acababa de asumir al darse cuenta de que probablemente el Saudi Jacintha volvería algún día a Saint Mere Abelle y que el capitán Al’u’met, o más probablemente alguno de los miembros de la tripulación que lo había escuchado, hablaría con la gente de la abadía o, tal vez, con el padre abad Markwart en persona. Pero por alguna razón, Jojonah no trató de matizar su relato, ni de retractarse. Había hablado sin tapujos. Como debe ser.
Aquellas palabras seguían rondándole por la cabeza y llenándolo de dudas cuando entró en Amvoy. Se aseguró un viaje en coche hacia el este y, aunque el conductor era miembro de la iglesia y tan amistoso y generoso como el capitán Al’u’met, los tres días que duró el viaje, que culminó a unos pocos quilómetros de las puertas de Saint Mere Abelle, maese Jojonah no volvió a contar la historia de Avelyn.
Cuando la abadía apareció ante su vista, las dudas de maese Jojonah se desvanecieron. Desde cualquier perspectiva, Saint Mere Abelle, con sus murallas antiguas y sólidas, era un lugar impresionante que formaba parte de la montañosa costa. Siempre que contemplaba la abadía desde el exterior, Jojonah se acordaba de la antiquísima historia de la iglesia, de las tradiciones anteriores a Markwart e, incluso, de los doce abades que lo habían precedido. De nuevo, Jojonah sintió el espíritu de Avelyn de forma tangible, como si estuviera alrededor y en su interior, y se sintió superado por un deseo de sumergirse más profundamente en el pasado de la orden para averiguar cómo habían sido las cosas muchos siglos antes. En efecto, maese Jojonah no creía posible que la iglesia, tal como era en la actualidad, hubiera llegado a ser una religión tan hegemónica. Ahora, las gentes eran miembros de la iglesia por herencia; se convertían en «creyentes» porque sus padres lo eran, porque sus abuelos lo habían sido y los padres de sus abuelos también. Advirtió que había muy pocos como Al’u’met: conversos recientes, que llegaban a ser miembros por convicción y no por herencia.
Jojonah dedujo que las cosas no habrían sido así al principio; Saint Mere Abelle, tan grande e impresionante, no habría podido edificarse con los pocos fieles que hoy se adherían de corazón a las doctrinas de la iglesia.
Alentado por su meditación, maese Jojonah se acercó a las pesadas puertas de Saint Mere Abelle, un lugar que había considerado su casa durante más de dos tercios de su vida, un lugar que ahora le parecía sólo una fachada. Todavía no comprendía la verdad de la abadía, pero con la ayuda y la guía del espíritu de Avelyn tenía el firme propósito de averiguarla.