El único poder mágico que llevaban era un granate para detectar el uso de gemas hechizadas, y una piedra solar, la piedra de la antimagia. En realidad, ninguno de los dos era muy experto en la utilización de las gemas, pues habían dedicado la mayor parte de los pocos años pasados en Saint Mere Abelle a un riguroso entrenamiento físico y a la manipulación mental necesaria para quien pretenda recibir el nombre de hermano Justicia.
Aquella mañana la caravana había vuelto hacia el este, mientras los dos monjes, después de cambiarse de ropa para parecer vulgares aldeanos, se habían ido hacia el sur, hacia el transbordador de Palmaris; se habían embarcado en el primero de los tres viajes diarios, que cruzaba el Masur Delaval al romper el alba. Llegaron a la ciudad por la tarde e inmediatamente siguieron camino hacia el norte salvando la muralla, sin perder tiempo en desplazarse hasta la puerta. Cuando el sol se acercaba al ocaso, Youseff y Dandelion avistaron sus primeras presas: una banda de cuatro monstruos —tres powris y un trasgo— que estaban montando un campamento en medio de un conjunto de rocas desprendidas a unos quince quilómetros de Palmaris. Enseguida advirtieron que el trasgo era el esclavo de los otros tres monstruos, ya que realizaba casi todo el trabajo y, cuando lo hacía con menos ritmo, uno de los powris le daba un golpe seco en la nuca espoleándolo para que se moviera más deprisa. Y algo aún más significativo: los monjes advirtieron que el trasgo llevaba una cuerda, una traílla, atada a un tobillo.
Youseff se volvió hacia Dandelion y asintió con la cabeza: podrían aprovechar la ventaja que esa situación les brindaba.
Cuando el sol se ocultaba tras el horizonte, el trasgo salió del campo, seguido de cerca por un powri que agarraba el extremo de la cuerda. En el bosque, el trasgo empezó a buscar leña, mientras el powri rondaba tranquilamente por allí. Sigilosos como sombras alargadas, Youseff y Dandelion, tomaron posiciones: el monje más delgado se subió a un árbol, y el pesado Dandelion fue deslizándose de un tronco a otro, para acercarse al powri.
—¡Vamos, date prisa, estúpida criatura! —reñía el powri al trasgo, mientras pateaba las hojas y el barro—. ¡Mis amigos se van a comer todo el conejo, y a mí no me quedarán más que los huesos para roer!
El trasgo, una criatura realmente maltratada, echaba furtivas miradas hacia atrás y luego se apresuraba a recoger más leña menuda.
—Por favor, amo —se quejó—. Ya no me cabe más leña en los brazos y me duele mucho la espalda.
—¡Cierra el pico! —gruñó el powri—. Te crees que ya llevas todo lo que puedes cargar, pero no es suficiente para el fuego de esta noche. ¿Quieres que tenga que recorrer otra vez todo el camino hasta aquí? ¡Te azotaré hasta dejarte la piel roja, apestoso canalla!
Youseff saltó justo al lado del asustado powri, al tiempo que dejaba caer una pesada bolsa sobre su cabeza en un abrir y cerrar de sus sorprendidos ojos. Un instante después y tras una rápida carrera, Dandelion golpeó al enano por detrás, lo alzó con un abrazo de oso y se precipitó a toda velocidad con la cabeza del monstruo por delante contra el tronco del árbol más cercano.
Pero el terco powri se revolvió y lanzó un codazo a la garganta de Dandelion. El corpulento monje apenas lo notó, y apretó con todas sus fuerzas al powri; cuando vio que su compañero se acercaba, pasó el brazo por debajo del de la criatura y se lo levantó muy arriba hasta dejar bien visibles las costillas.
La daga de Youseff, perfectamente dirigida, se deslizó entre dos costillas y atravesó el corazón del tenaz powri. Dandelion aguantó con firmeza al despreciable enano y se las arregló para tener una mano libre con objeto de taponar la herida pues no quería que se derramara mucha sangre.
No allí.
Youseff, entretanto, se volvió hacia el trasgo.
—Eres libre —murmuró excitado mientras le hacía señales con la mano para que se marchara.
El trasgo, a punto de estallar, miró primero al humano con curiosidad y luego su brazada de leña. Temblando por la excitación, arrojó la leña al suelo, se desprendió de la cuerda del tobillo y se internó a toda prisa en la oscuridad del bosque.
—¿Muerto? —preguntó Youseff, mientras Dandelion dejaba que el powri inerte se desplomara al suelo.
El corpulento hombre inclinó la cabeza para asentir y luego vendó la herida. Era imprescindible que no se derramara sangre cuando ambos regresaran a Palmaris y, en particular, cuando entraran en Saint Precious. Youseff le quitó el arma al powri, una espada curvada y dentada de aspecto siniestro, tan larga y recia como su antebrazo, y Dandelion metió al enano en un pesado saco forrado. Después de echar un vistazo alrededor para asegurarse que los otros powris no se habían dado cuenta de la emboscada, prosiguieron el camino hacia el sur; la carga era sólo una pequeña molestia para el forzudo Dandelion.
—¿No deberíamos haber cogido al trasgo para Connor Bildeborough? —preguntó Dandelion al tiempo que aflojaban la marcha al aproximarse al muro norte de la ciudad.
Youseff consideró la pregunta durante unos instantes, intentando no reírse de que el imbécil de su amigo no lo hubiera mencionado hasta entonces, cuando hacía más de una hora que habían dejado escapar al trasgo.
—Sólo necesitamos uno —le aseguró.
El padre abad había dejado muy claro al hermano Youseff lo que quería. Cualquier acción contra Dobrinion tenía que parecer un simple accidente o despertar sospechas en direcciones muy alejadas de Markwart, pues las implicaciones para la iglesia, si Saint Mere Abelle parecía estar relacionada de algún modo, serían muy graves. Connor Bildeborough, no obstante, era un problema muy distinto. Si su tío, el barón de Palmaris, alguna vez sospechaba la responsabilidad de la iglesia en la muerte de Connor, en su ignorancia de las rivalidades entre las abadías, probablemente culparía tanto a Saint Precious como a Saint Mere Abelle, y en el caso de que dirigiera su atención hacia la abadía de la bahía de Todos los Santos, poco, muy poco podría hacer.
No representó esfuerzo alguno para los adiestrados asesinos salvar la muralla de la ciudad y pasar ante los ojos de la débil guardia. El frente de batalla había retrocedido y, aunque bandas de truhanes como la que los monjes habían encontrado todavía andaban por allí, no se creían en peligro al encontrarse protegidos por una guarnición atrincherada en la ciudad, una guarnición reforzada hacía pocos días por una brigada completa de los hombres del rey llegada desde Ursal.
Ahora Dandelion y Youseff volvieron a vestirse con sus hábitos marrones y, con las cabezas humildemente inclinadas, iniciaron su solemne marcha por las calles. Sólo fueron importunados en una ocasión, por un pordiosero que no dejaba de molestarlos e incluso llegó a amenazarlos si no le daban una moneda de plata; el hermano Dandelion, sin perder la calma, lo sacudió contra la pared de un callejón.
Era mucho después de vísperas y Saint Precious estaba tranquila y oscura, pero a los monjes eso no les tranquilizó mucho, pues sabían que los hombres de su orden resultarían ser mejores vigilantes que los perezosos guardias de la ciudad. No obstante, el padre abad una vez más les había dado las instrucciones adecuadas. En la muralla sur de la abadía, donde la muralla de hecho formaba parte del edificio principal, no había ventanas ni puertas visibles.
Sólo había una puerta, hábilmente disimulada, desde la cual los trabajadores de la cocina tiraban los restos de las comidas del día. El hermano Youseff sacó el granate y lo utilizó para encontrar la puerta invisible, ya que el portal, además de estar mágicamente sellado para que no pudiera abrirse desde afuera, también estaba mágicamente oculto.
Además, la puerta estaba teóricamente cerrada —o debía haberlo estado—, pero antes de que los monjes de Saint Mere Abelle se hubieran marchado de Saint Precious, el hermano Youseff había ido a la cocina con la excusa de buscar provisiones, aunque en realidad lo había hecho para destruir el mecanismo que bloqueaba la puerta. Ahora, al considerar que, por lo visto, el padre abad había tenido en cuenta la posibilidad de que necesitaran una forma discreta de entrar en Saint Precious, estaba impresionado por la previsión de su director.
Mediante el uso de la piedra solar, Youseff venció la exigua magia que bloqueaba la puerta y la empujó con cuidado para abrirla. Sólo había una persona en el interior, una joven que canturreaba mientras fregaba un pote en una pila con agua hirviendo.
Youseff se colocó detrás de ella y escuchó la despreocupada canción disfrutando con la ironía maliciosa de la alegre melodía.
Al advertir su presencia, la mujer dejó de cantar.
Youseff se deleitó con su miedo sólo un momento; la agarró por el pelo y le metió la cabeza debajo del agua; la joven se resistió y se debatió, pero de nada le valieron sus esfuerzos ante el eficiente asesino. Youseff sonrió cuando la pobre desgraciada se desplomó en el suelo. Se suponía que tenía que ser un frío asesino, un mero instrumento de la voluntad del padre abad, pero en realidad el monje se daba cuenta de que disfrutaba al matar, disfrutaba al ver el miedo de sus víctimas, disfrutaba con aquel poder absoluto. Al mirar a la joven muerta en el suelo, deseó haber podido disponer de más tiempo para saborear los prolegómenos y el terror creciente que precede a la muerte.
La muerte, en comparación, era suave y fácil.
Saint Precious estaba tranquila aquella noche, como si el lugar, la misma abadía, se hubiera tomado un respiro después de las tensiones de la visita del padre abad. Youseff y Dandelion, los hermanos Justicia, cruzaron con paso decidido los vestíbulos; delante iba el forzudo Dandelion, cargando en la espalda el saco con el powri. En todo el trayecto hasta los aposentos del abad Dobrinion, sólo vieron a otro monje, que no los vio.
Youseff puso una rodilla en el suelo ante la puerta; tenía un pequeño cuchillo en la mano. Aunque podía abrir con facilidad el sencillo cerrojo, raspó y arañó la madera, rebajándola gradualmente, para que pareciera que la puerta había sido forzada.
Después atravesaron otra puerta, más liviana y sin cerrojo, y entraron en el dormitorio de Dobrinion.
El abad se despertó sobresaltado y empezó a gritar, pero enseguida se hundió en un extraño silencio al ver a los dos monjes y la pesada espada dentada que ondeaba de forma amenazadora a pocos centímetros de su cara, brillando bajo la tenue luz de la luna que penetraba a través de la única ventana de la habitación.
—Sabías que vendríamos por ti —dijo Youseff para atormentarlo.
Dobrinion sacudió la cabeza.
—Hablaré con el padre abad —imploró—; se trata de un malentendido, eso es todo.
Youseff se puso un dedo sobre los labios fruncidos, mientras sonreía perversamente, pero Dobrinion insistía.
—Los Chilichunks son criminales, eso es evidente —dijo, y odió aquellas palabras mientras las pronunciaba, se odió a sí mismo por su cobardía. Entonces su espíritu emprendió una gran batalla: su conciencia luchaba con el instinto primario de conservación.
Youseff y Dandelion observaban aquel tormento sin comprender la causa, pero Youseff, sin duda, estaba disfrutando.
Entonces Dobrinion se calmó y miró fijamente a Youseff; de pronto parecía que había superado por completo el miedo.
—Tu Markwart es un hombre malvado —afirmó—. Nunca fue realmente padre abad de la iglesia abellicana. Ahora apelo a ti, en el nombre de los solemnes votos de nuestra orden, piedad, dignidad y pobreza, para que te rebeles contra esa empresa maligna, para que encuentres de nuevo la luz…
Su frase acabó en un gorjeo, ya que Youseff, demasiado perdido para escuchar tales apelaciones a la conciencia, desgarró con la punta dentada de la espada la garganta del abad y se la abrió de un solo tajo.
Los dos cogieron el saco y echaron el powri al suelo. Dandelion le quitó la venda, le abrió la herida e hizo desaparecer todas las costras; entretanto Youseff revolvía los aposentos del abad. Encontró al fin un pequeño cuchillo, usado para abrir las cartas lacradas. Su hoja no era tan ancha como la de la daga, pero resultaba perfectamente adecuada para la herida mortal del powri.
—Sácalo de la cama —ordenó Youseff a Dandelion. Mientras el corpulento hombre arrastraba a Dobrinion hacia el escritorio, Youseff iba a su lado practicando una serie de heridas de menor importancia en el cadáver de Dobrinion, para que pareciera que el abad había entablado una feroz pelea.
Luego los dos asesinos se fueron; en un silencio mortal dos sombras surgieron de Saint Precious y se perdieron en la oscuridad de la noche.
La noticia del asesinato del abad se extendió por toda la ciudad a la mañana siguiente; gritos frenéticos resonaron por las murallas fortificadas, y soldados con los ojos bañados en lágrimas se culpaban por haber dejado que un powri se hubiera colado en la abadía. Las murmuraciones sobre la muerte circularon de una taberna a otra, de una calle a otra, y cada vez la historia se modificaba y se embellecía. Entretanto, Connor Bildeborough se despertaba en una cama de un prostíbulo infame, la Casa Battlebrow, y oía una historia sobre un ejército de powris que se encontraba en las afueras de Palmaris, listo para entrar en la población y matar a todos los habitantes en aquella hora aciaga.
Medio desnudo, vistiéndose sobre la marcha, Connor salió de la casa, detuvo un carruaje y le pidió al cochero que lo llevara enseguida a Chasewind Manor, la casa de su tío.
Las verjas estaban cerradas; una docena de soldados armados, con las armas preparadas para atacar, rodearon el carruaje mientras el caballo patinaba al detenerse bruscamente; tanto Connor como el pobre cochero asustado sintieron cómo les clavaban las miradas los arqueros.
Al reconocer a Connor, los guardias se tranquilizaron y lo ayudaron a bajar; luego ordenaron al cochero que se marchara en términos inequívocos.
—¿Está bien mi tío? —preguntó desesperadamente Connor, mientras los guardias lo escoltaban al otro lado de la verja.
—Acobardado, maese Connor —contestó un hombre—. ¡Pensar que un powri haya podido abrirse paso con tanta facilidad a través de nuestras defensas y matar al abad Dobrinion! ¡Y todo esto justo después de los problemas en la abadía! ¡Oh, qué tiempos tan oscuros nos caen encima!
Connor no hizo la menor intención de responder, pero escuchó con suma atención las palabras del hombre, y sus implicaciones no verbalizadas y, probablemente, inconscientes. Después entró deprisa en la casa y atravesó los vestíbulos, rigurosamente protegidos, hasta llegar a la sala de audiencias de su tío.
El soldado que montaba guardia junto al escritorio del barón Rochefort Bildeborough era el rudo hombretón, con la cara totalmente vendada, cuya nariz había aplastado en un ataque mágico el mismísimo padre abad Dalebert Markwart.
—¿Sabe mi tío que estoy aquí? —le preguntó Connor.
—Se reunirá enseguida con nosotros —respondió el guardia; su pronunciación era deficiente pues también su boca había sufrido las consecuencias del proyectil de magnetita.
No había acabado de responder, cuando entró en la sala el tío de Connor por una puerta lateral; se le iluminó el rostro al ver a su sobrino.
—Gracias a Dios que estás sano y salvo —lo saludó afablemente. Connor había sido siempre el favorito de Rochefort Bildeborough y, dado que el barón no tenía hijos, en Palmaris todos creían que Connor heredaría el título.
—¿Acaso no debería estarlo? —preguntó Connor con su proverbial indiferencia.
—Han conseguido entrar y matar al abad Dobrinion —replicó Rochefort, mientras se sentaba en el escritorio, frente a Connor.
A Connor no le pasó inadvertido el esfuerzo de su tío para realizar la simple acción de sentarse. Rochefort estaba demasiado gordo y sufría agudos dolores en las articulaciones. Hasta el verano anterior, el hombre había recorrido a caballo sus campos todos los días con sol o con lluvia, pero este año sólo había salido un par de días y no consecutivos. También sus ojos mostraban un envejecimiento súbito. Siempre habían sido de color gris, pero ahora se habían apagado, como velados por una fina película.
Connor había deseado el título de barón de Palmaris desde que tuvo edad suficiente para comprender el prestigio y los derechos que comportaba; pero, cuando parecía que se acercaba el momento de heredarlo, había descubierto que podía esperar, incluso muchos años. Prefería mantener su posición actual y que su querido tío, el hombre que le había hecho de padre, siguiera viviendo con buena salud.
—¿Cómo iban a saber los monstruos dónde buscarme? —respondió con calma Connor—. El abad es un claro objetivo para nuestros enemigos, ¿pero yo?
—El abad y el barón —recordó Rochefort.
—Y, por supuesto, me complace ver que has tomado las precauciones adecuadas —repuso con rapidez Connor—. Tú puedes ser un objetivo, pero yo no. Para nuestros enemigos, no soy más que un vulgar cazador de taberna.
El barón Rochefort asintió con la cabeza y pareció aliviado por la lógica de los razonamientos de su sobrino. Al igual que un padre protector, no sentía por sí mismo ni la mitad del temor que sentía por Connor.
No obstante, Connor no estaba realmente convencido de sus propias palabras. Que un powri se hubiera colado en Saint Precious en aquellos días llenos de tensiones, al cabo de tan poco tiempo de la marcha del nefasto padre abad, olía a chamusquina, y cada vez que miraba la cara rota del jefe de la guardia de su tío se sentía más intranquilo.
—Quiero que te quedes en Chasewind Manor —dijo Rochefort.
Connor sacudió la cabeza.
—Tengo varios asuntos en la ciudad, tío —respondió—. Y llevo meses peleando con powris. No temas por mí. —Mientras pronunciaba las últimas palabras dio una palmada a Defensora, cómodamente envainada a su costado.
Rochefort miró largo y tendido al confiado joven. Aquello era lo que le gustaba de Connor: su confianza, su jactancia. De joven, él había sido muy parecido a Connor; había saltado de una taberna a otra, de un prostíbulo a otro, viviendo la vida con mucha intensidad y aprovechando todos los momentos hasta el borde mismo del peligro. Resultaba irónico que ahora, ya viejo, con menos placeres, menos emociones y menos vida por delante, tuviera que proteger más su propia vida. En cambio, Connor, sin duda parecido a Rochefort de joven, con mucho más que perder, pensaba poco en los peligros potenciales y se sentía inmortal e invulnerable.
El barón se rio y olvidó la idea de obligar a Connor a permanecer en Chasewind Manor, ya que se dio cuenta de que de ese modo coartaría todo lo que le gustaba del brioso joven.
—Llévate contigo a uno de mis soldados —le propuso como solución de compromiso.
De nuevo Connor sacudió la cabeza con resolución.
—Eso sólo contribuiría a destacarme como objetivo potencial —razonó—. Conozco la ciudad, tío. Sé dónde obtener información y dónde esconderme.
—¡Vete! ¡Vete! —gritó el barón aceptando la derrota, sin dejar de reír—, pero recuerda que tienes una responsabilidad mayor que la de tu propia vida —añadió mientras se levantaba con mucha menos dificultad que la que había experimentado al sentarse; se apresuró a rodear el escritorio, dio un par de bruscas palmadas en el hombro de Connor y luego dejó descansar su manaza afectuosamente sobre el cuello de su sobrino—. Te llevas mi corazón contigo, muchacho —le dijo con solemnidad—. Si te encuentran tal como encontraron a Dobrinion, ten por seguro que moriré, pues se me partirá el corazón.
Connor lo creyó a pies juntillas. Le dio un abrazo y una palmada y luego, con pasos largos y seguros, abandonó la sala.
—Pronto será tu barón —dijo Rochefort al soldado.
El hombre se cuadró e inclinó la cabeza en señal de clara aprobación ante aquella decisión.
—Ábrelo.
—Pero maese Bildeborough, no veo razón alguna para perturbar el sueño del difunto —replicó el monje—. El ataúd ha sido bendecido por el hermano Talumus, el de mayor rango…
—Ábrelo —repitió Connor paralizando al joven con su implacable mirada.
El joven monje todavía dudaba.
—¿Acaso tendré que traer a mi tío?
El monje se mordió el labio, pero se rindió ante la amenaza y se inclinó para agarrar la tapa de madera. Volvió a mirar al decidido Connor y deslizó la tapa hacia un lado. En el ataúd yacía la mujer; su cutis tenía la lividez de la muerte.
Ante la mirada horrorizada del monje, Connor alargó el brazo, cogió el cadáver por el hombro y lo incorporó, volviéndolo hacia él. Insensible al hedor, acercó su rostro, para examinarlo con detenimiento.
—¿Heridas? —preguntó.
—Murió ahogada —repuso el monje—. En el fregadero. En agua caliente. Su rostro al principio estaba completamente rojo, pero ahora ya han desaparecido la sangre y cualquier otro vestigio de vida.
Connor volvió a poner el cuerpo con delicadeza en la posición inicial, se irguió e hizo una señal al monje para que cerrara el ataúd. Se llevó la mano a la boca y se pasó la uña del pulgar entre los dientes tratando de encontrar sentido a todo aquello. Los monjes de Saint Precious habían sido muy atentos con él cuando se presentó ante su verja. Sabía que estaban asustados y confusos, y la presencia de tan importante representante del barón Bildeborough los había ayudado a sosegarse.
Previamente, en la habitación del abad Dobrinion, Connor había encontrado pocas pistas y poco interesantes. Ambos cuerpos todavía permanecían allí; los monjes habían limpiado y colocado el cuerpo del abad con sumo cuidado en la cama, y habían dejado el del powri donde lo habían encontrado. Había sangre de ambos cuerpos por toda la habitación, a pesar de los esfuerzos por limpiar el lugar. Cuando Connor protestó por los cambios efectuados en el dormitorio, los monjes pusieron especial cuidado en describir la lucha, tal como la habían interpretado, con gran detalle: el abad había sido herido en primer lugar, varias veces, probablemente cogido por sorpresa mientras dormía en la cama. Una de las heridas era mortal, una cuchillada en la garganta, pero el bravo Dobrinion aún había podido reaccionar y con un gran esfuerzo había cruzado la habitación para coger el pequeño cuchillo.
¡Qué orgullosos estaban los monjes de Saint Precious de que su abad hubiera sido capaz de vengarse de su asesino!
A Connor, que había peleado con los resistentes powris, en el mejor de los casos, le parecía poco probable que el lanzamiento de un solo cuchillo pudiera haber acabado con uno de ellos, y que Dobrinion, dada la gravedad de la herida de la garganta, hubiera conseguido llegar al escritorio. Sin embargo, lo que le contaron, no era imposible, de modo que se guardó sus dudas y aceptó aquella versión con una inclinación de cabeza evasiva y con unas sencillas palabras de elogio para el valeroso Dobrinion.
Cuando Connor preguntó cómo había conseguido el powri entrar en la abadía, el monje le explicó que seguía siendo un misterio, ya que la puerta estaba protegida mágicamente para impedir su apertura por la parte de afuera; además pocos conocían su existencia, pues estaba muy bien camuflada en la muralla de ladrillo de la abadía. La única explicación que encontraron fue que la estúpida chica se había aliado con el powri o, más probablemente, había sido engañada por él y lo había dejado entrar.
También aquello, aunque un poco forzado, le pareció creíble a Connor, si bien la ausencia de heridas en la piel de la chica despertó sus temores y sospechas. Sin embargo no dijo nada a los monjes, al comprender que poco podía hacer sin la guía del único hombre que tenía autoridad en la abadía.
—Pobre chica —murmuró; mientras el monje lo escoltaba desde la cava de la abadía, Connor no dejaba de pensar que se encontraba sólo un par de tramos de escalera más arriba de donde habían estado presos los Chilichunks.
—¿Nos ayudará su tío a proteger la abadía de otras incursiones? —le preguntó uno de los monjes que esperaban en la iglesia.
Connor pidió un pergamino y una pluma y escribió con prisas una petición en tal sentido.
—Llevadlo a Chasewind Manor —pidió—. Naturalmente, la familia Bildeborough hará todo lo que esté en sus manos por la seguridad de Saint Precious.
Luego se despidió de los monjes y desapareció por las calles de Palmaris, escenario de murmuraciones y rumores, donde podría realmente encontrar respuestas.
Durante toda la tarde le rondaron preguntas e imágenes. ¿Por qué los powris habían escogido al abad Dobrinion, que no se había distinguido especialmente en la lucha contra ellos? Sólo un puñado de monjes habían salido de Saint Precious para luchar en el norte y, por otra parte, no habían participado en las batallas decisivas. A eso se añadía el hecho de que Saint Precious había realizado más bien funciones de hospital en aquella guerra, lo cual hacía poco probable que alguno de los actos de Dobrinion hubiera incitado a los powris a una acción tan drástica.
La única explicación posible que Connor halló fue que los monjes de Saint Mere Abelle, quienes, según todos los informes, habían llegado del norte, habían tenido escaramuzas con los monstruos y probablemente habrían causado muchas víctimas, involuntariamente habrían convertido al abad en un candidato a ser asesinado.
Pero después de sus experiencias con Markwart, no creía que esa hipótesis fuera razonable. Las palabras «olía a chamusquina» le resonaban en la cabeza siempre que examinaba todas las pruebas o las conclusiones aparentemente lógicas.
Aquella noche, Connor se dirigió al Camino de la Amistad; la noche anterior había convencido a Dainsey Aucomb para que volviera a abrir la taberna, con el argumento de que los Chilichunks se encontrarían en una situación desesperada al regresar a Palmaris si no se les había conservado el local abierto, aunque el propio Connor creía que no volverían jamás. El lugar estaba animado; la gente estaba impaciente por conocer los rumores acerca de lo que le había ocurrido al abad Dobrinion y a Keleigh Leigh, la pobre chica ahogada en la cocina. Connor guardó silencio la mayor parte de la discusión, más interesado en escuchar que en hablar, esperando encontrar alguien que le aportara alguna información válida e importante y no chismes irrelevantes en aquel mar de rumores. Aunque se esforzó por mantener una actitud discreta, se le acercaban con frecuencia, pues la gente sospechaba que el noble sabría más que ellos.
Ante cada pregunta, Connor se limitaba a sonreír y a mover la cabeza.
—Sólo sé lo que he oído desde que he entrado en el Camino —explicaba.
La noche avanzó sin progreso alguno; frustrado, Connor apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos. Sólo el grito de «gente nueva», que era la forma coloquial de llamar a los visitantes que nunca antes habían estado en el Camino, lo sacó de su descanso.
Tardó unos instantes en concentrar la vista y desplazar su mirada a través de la multitud y fijarla en los dos hombres que aparecieron en la puerta: uno era corpulento, y el otro, bajo y delgado, pero capaz de andar con el equilibrio perfecto y la actitud vigilante que caracterizan a los guerreros bien adiestrados. Connor abrió los ojos desmesuradamente. Conocía a aquellos hombres y se dio cuenta de que su vestimenta, de aldeanos corrientes no era adecuada para ellos.
¿Dónde estaban sus hábitos?
La simple presencia de Youseff hizo que Connor sintiera una punzada de dolor en el estómago. Teniendo en cuenta lo ocurrido la última vez que había estado con aquellos dos hombres, el noble creyó prudente camuflarse aún más entre la muchedumbre. Hizo una seña a Dainsey para que se situara frente a él, al otro lado de la barra.
—Averigua qué quieren —pidió, señalando a los dos «nuevos»—. Y diles que no he estado en el Camino en toda la semana.
Dainsey asintió con la cabeza y se alejó en sentido contrario, mientras Connor se camuflaba por el fondo de la sala. Intentó permanecer suficientemente cerca para pescar retazos de la conversación entre Dainsey y los dos hombres, pero el bullicio de la taberna atiborrada de gente no permitía captar casi nada.
Pero Dainsey, la maravillosa Dainsey, levantó la voz y exclamó:
—¡Vaya, no ha estado aquí en toda la semana!
Las sospechas de Connor se confirmaron: los monjes lo estaban buscando, y no era difícil suponer por qué. Ahora sabía por qué Keleigh Leigh no había sufrido ninguna herida y por qué el powri no había empapado su gorra en la sangre derramada, una tradición que, según lo que Connor siempre había oído, ningún powri dejaba de cumplir. Se atrevió a darse la vuelta y a mirar de soslayo a Dainsey; la mujer le devolvió la mirada con el rabillo del ojo y entonces, «involuntariamente», se pasó una mano por la parte delantera de la blusa, dejando a la vista un amplio escote que atrajo las miradas de los hombres que estaban por allí cerca, incluidas las de los dos monjes.
«Buena chica», pensó Connor, y aprovechó aquella distracción para alejarse y deslizarse serpenteando hacia la puerta. Le costó más de un minuto recorrer los siete metros hasta ella, debido a lo abarrotado que estaba el Camino, pero al fin se encontró fuera, en la salada atmósfera de las noches de Palmaris; el ancho cielo estaba despejado y el aire era estimulante.
Echó una ojeada a la taberna y vio que la muchedumbre rebullía como si alguien estuviera intentando alcanzar la puerta.
Connor no esperó para comprobar de quién se trataba; si los monjes se daban cuenta de que la exhibición «involuntaria» de Dainsey había tenido como finalidad distraerlos, comprenderían dónde tendrían que ir inmediatamente. El noble corrió hacia la esquina del Camino y la dobló sin perder de vista la puerta.
En efecto, Youseff y Dandelion se lanzaron a la calle.
Connor corrió callejón abajo mientras los pensamientos le daban vueltas en la cabeza. Sin perder tiempo, trepó por un canalón hasta el tejado, se tumbó boca abajo y sacudió la cabeza mientras los dos monjes doblaban la esquina siguiéndole la pista. Connor se movió a rastras sigilosamente.
En el tejado, con el cielo que parecía tan cerca y las luces de la noche de la ciudad por debajo, Connor no pudo evitar sentirse transportado hacia atrás en el tiempo. Aquel lugar había sido un sitio especial para Jill, su escondrijo para aislarse del mundo. Había subido allí a menudo, para estar a solas con sus pensamientos y rememorar acontecimientos pasados demasiado dolorosos para que su delicada sensibilidad pudiera afrontarlos.
Un ruido metálico borró aquellos recuerdos de Jill; uno de los monjes, Youseff, había empezado a trepar.
Connor se apresuró a marcharse, salvando de un salto la callejuela hacia el tejado del edificio vecino; se encaramó hasta el caballete del tejado, se deslizó por el otro lado dándose la vuelta, se agarró al alero sobre la marcha y al fin cayó a la calle. Continuó huyendo desordenadamente, presa del pánico, pensando en Jill, pensando en todas las locuras que habían ocurrido en su pequeño mundo.
El abad Dobrinion había muerto. ¡Muerto! Y ningún powri lo había hecho.
No; habían sido aquellos dos, los lacayos del padre abad Dalebert Markwart, el supremo jerarca de la iglesia abellicana. Markwart había matado a Dobrinion por haberse opuesto a él, y ahora había enviado a aquellos asesinos contra él.
La monstruosidad de aquella serie de razonamientos produjo tal impacto en Connor que poco faltó para que cayera al suelo. Después, al considerar su futuro inmediato, se preguntó si debía buscar refugio en Chasewind Manor.
Pero desechó la idea, pues no quería implicar a su tío. Si Markwart se había cargado a Dobrinion, ¿acaso podía alguien, incluso el barón de Palmaris, estar seguro? Connor comprendió que se trataba de enemigos poderosos; si todas las legiones del rey de Honce el Oso se volvieran contra él, no serían un enemigo tan peligroso como los monjes de la iglesia abellicana; desde luego, por muchas razones —entre ellas, los misteriosos y poco comprendidos poderes mágicos—, el padre abad era un hombre más poderoso que el rey.
La idea de que el padre abad pudiera haber ordenado, mejor dicho, hubiera ordenado el asesinato de Dobrinion, repugnaba la sensibilidad del noble y hacía que su cabeza le diera vueltas mientras se perdía en la noche de Palmaris.
Pero Connor sabía que se le acabarían los escondrijos. Aquellos dos hombres, y otros, en el caso de que hubiera más en la ciudad, eran asesinos profesionales. Lo encontrarían y lo matarían.
Necesitaba respuestas y creía saber dónde encontrarlas. Además, alguien más estaba en peligro: el verdadero objetivo de la cólera de Markwart. Se dirigió a Chasewind Manor, cruzó la verja y entró en el patio, pero, en lugar de dirigirse al edificio principal, se encaminó hacia las caballerizas. Allí ensilló a toda prisa a Piedra Gris, su caballo de caza favorito, un magnífico ejemplar rubio de músculos recios y larga crin dorada. Montado a lomos del impaciente Piedra Gris, Connor salió por la puerta norte de Palmaris antes de que hubiera transcurrido la mitad de la noche.