La mañana era fresca a pesar de la deslumbrante luz del sol que se derramaba desde el este. La brisa no era fuerte, pero Pony la sentía vivamente en cada centímetro de su piel desnuda mientras danzaba la bi’nelle dasada en medio de una lluvia de hojas multicolores. Aquella mañana no estaba con Elbryan, ni lo había estado durante muchos días, pues ahora prefería danzar sola, por un tiempo, con objeto de aprovechar aquellos momentos de profunda meditación como un medio de alejarse de su dolor y de su culpa.
Veía a Pettibwa y a Graevis, incluso a Grady, mientras realizaba sus piruetas entre la hojarasca amontonada; recordaba los días de su juventud, los contemplaba de frente y los utilizaba para situar en el contexto adecuado los acontecimientos que le habían ocurrido después. A pesar de su fuerte sentimiento de culpa, racionalmente Pony comprendía que no había hecho nada malo, que no había tomado ningún camino que ahora no tomaría si se repitiesen las mismas circunstancias.
Así, todas las mañanas danzaba, y también lloraba; cuando el dolor al fin empezó a disiparse y el sentido común empezó a imponerse frente al sentimiento de culpa, sólo le quedó…
La cólera.
El jerarca máximo de la iglesia abellicana era su enemigo, había iniciado una guerra que Pony no tenía intención de eludir. Avelyn le había dado las gemas y, gracias a aquel acto de fe, se sentía bien armada.
Se apoyó sobre un pie y giró sobre sí misma en perfecto equilibrio, mientras levantaba por los aires la hojarasca con el veloz movimiento del pie. La meditación era profunda e intensa, una sensación parecida a la que sentía cuando se hundía en lo más íntimo de las piedras. Se encontraba cada vez más fuerte.
No tenía intención de sofocar aquel torrente de cólera; tenía intención de utilizar su fuerza destructora.
Aquel año el invierno se adelantó, y a mediados de Calember las charcas al norte de Caer Tinella ya aparecían con una brillante capa de hielo y a menudo las mañanas se adornaban con un manto de nieve.
Por el sur, las nubes se cernían amenazadoras sobre la bahía de Todos los Santos: empezaban a prepararse los temporales de invierno. El mar se había vuelto más oscuro en violento contraste con las crestas blancas que se estrellaban contra los acantilados. Sólo dos de los treinta abades convocados a la asamblea de Saint Mere Abelle —Olin de Saint Bondabruce de Entel y la abadesa Delenia de Saint Gwendolyn— habían ido por mar, y ambos tenían previsto quedarse como invitados de Markwart durante todo el invierno, ya que en aquella época del año, las aguas eran peligrosas y pocos barcos se atrevían a hacerse a la mar.
A pesar de la concurrida reunión de tantos dignatarios de la iglesia y de los informes de que la guerra casi había terminado, el ambiente en la abadía era sombrío, tan gris como la estación. Muchos de los abades habían sido amigos personales de Dobrinion. Además, reinaba la sensación, alimentada por múltiples rumores, de que aquella asamblea sería importantísima, incluso decisiva, para el futuro de la iglesia. El nombramiento de Marcalo De’Unnero para dirigir Saint Precious efectuado por el padre abad y las últimas noticias sobre la promoción a inmaculado de un hermano del noveno año eran temas que suscitaban oposición y debate.
Y todos sabían que otros «invitados» estarían rondando por la asamblea; se trataba de un contingente de soldados de Ursal, hombres de la aguerrida Brigada Todo Corazón, proporcionada, según decían todos, por el rey al abad Je’howith de Saint Honce. La compañía de un ejército semejante no era ciertamente algo sin precedentes en la iglesia, pero casi siempre quería decir que ocurría algo grave.
La tradición obligaba que la asamblea fuera convocada después de vísperas, el decimoquinto día del mes; todos los participantes, abades y padres, tenían que dedicar el día entero a la meditación con objeto de preparar su espíritu para las sucesivas reuniones. Maese Jojonah se tomó aquella obligación muy a pecho: se encerró en la pequeña habitación que le habían destinado y se arrodilló junto a la cama para rogar que le fuera concedida alguna inspiración divina que lo guiase. Había permanecido tranquilo e impasible durante los meses que pasó bajo el mandato de De’Unnero en Saint Precious; no hizo nada que pudiera molestar al nuevo abad o que pudiera delatar la subversión que anidaba en su corazón. Naturalmente, De’Unnero lo había reñido por haberlo abandonado durante el viaje, pero después de una violenta discusión, no se había dicho nada más sobre el asunto, por lo menos que hubiera llegado a oídos de Jojonah.
Sabía que ahora tenía su oportunidad, tal vez su última oportunidad, pero ¿encontraría el coraje necesario para hablar abiertamente contra Markwart? No había oído gran cosa sobre la relación de asuntos que se tratarían en la asamblea, pero mucho se temía que Markwart aprovechara la ocasión para conseguir una acusación formal de herejía contra Avelyn, especialmente considerando los acompañantes que el abad de Saint Honce había traído consigo.
Aparentemente, Markwart contaba con aliados en aquella cuestión, aliados poderosos, pero Jojonah sabía cuál sería el dictado de su conciencia en el caso de que la declaración de Markwart contra Avelyn llegara a aprobarse.
Pero ¿y si no era así?
Como él había solicitado, le dejaban la comida del mediodía al otro lado de la puerta y le avisaban con un solo golpe. Aquella vez, cuando salió a buscar la comida, se sorprendió al abrir la puerta pues se encontró con el hermano Francis de pie en el vestíbulo, con la bandeja de comida en la mano.
—Así que los rumores son ciertos —dijo Jojonah con desagrado—. Felicidades, hermano inmaculado. ¡Qué sorpresa! —Jojonah tomó la bandeja con una mano y con la otra cogió el pomo de la puerta, como si tuviera intención de cerrársela en las narices.
—Te oí —dijo Francis con calma.
Jojonah ladeó la cabeza sin comprender.
—En las mazmorras —comentó Francis.
—Realmente, hermano, no sé de qué me estás hablando —dijo educadamente Jojonah dando un paso atrás. Se dispuso a cerrar la puerta, pero Francis se introdujo en la habitación con gran rapidez.
—Cierra la puerta —indicó Francis sin inmutarse.
El primer impulso de Jojonah fue censurar enérgicamente al presuntuoso joven, pero no podía pasar por alto la acusación de Francis. Por consiguiente, con toda cortesía cerró la puerta y se acercó a la cama para colocar la bandeja en la mesita de noche.
—Sé que nos traicionaste aliándote con los intrusos —dijo Francis ásperamente—. Todavía no he descubierto quién os abrió la puerta del muelle y luego la cerró cuando hubisteis salido pero tengo testigos que apuntan hacia el hermano Braumin Herde.
—Quizá fue Dios quien les franqueó la entrada —repuso Jojonah secamente.
Francis se volvió hacia él y no pareció apreciar demasiado la ocurrencia.
—Querrás decir, quien os franqueó la entrada —puntualizó con firmeza—. Te oí antes de quedar inconsciente y te aseguro que reconocí tu voz.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Jojonah para dejar paso a una mirada muy especial.
—Quizás, habrías debido dejar que aquel hombre me matara —indicó Francis.
—Entonces sería precisamente como tú —replicó Jojonah serenamente—. Y eso es peor que cualquier castigo, incluso que la misma muerte.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Francis temblando de rabia y avanzando un paso, como si fuera a pegarle.
—¿Saber qué? —repitió el padre.
—¡Que yo lo maté! —reveló Francis, mientras retrocedía jadeando—. A Grady Chilichunk. ¿Cómo sabías que fui yo quien lo mató en la carretera?
—No lo sabía —respondió un asqueado y sorprendido Jojonah.
—Pero precisamente acabas de decir… —empezó Francis.
—Estaba hablando de tu conducta en general, no de un acto concreto —lo interrumpió Jojonah. Hizo una pausa para examinar a Francis y advirtió que el hombre se sentía torturado.
—No importa —comentó Francis agitando la mano—. Fue un accidente. No podías saberlo.
Jojonah comprendió que el inmaculado no le había creído y no insistió cuando Francis salió de la habitación tambaleándose.
El padre no se molestó en ingerir la comida, demasiado consternado por las palabras de Francis. Sabía qué ocurriría ahora. Volvió junto a la cama y rezó: su oración era tanto la confesión de un hombre condenado como una petición de guía.
Aquella noche, la asamblea empezó con las largas y previsibles presentaciones de los diferentes abades y de los padres que los acompañaban; la pompa y las ceremonias previstas se prolongaron hasta el amanecer. Era el único acto al que estaban invitados todos los monjes de la abadía sede de la asamblea; así, más de setecientos se habían reunido en la enorme sala, además de los soldados de la Brigada Todo Corazón que habían acudido para acompañar al abad Je’howith.
Jojonah, sentado en las últimas filas, cerca de la salida, no perdía detalle. Trató de no perder de vista a Markwart, quien, después de la plegaria y de los saludos iniciales, se había retirado al extremo más oscuro de la sala. La sesión era interminable y Jojonah incluso pensó en irse en más de una ocasión. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que Markwart y los demás se dieran cuenta de su ausencia?, se preguntaba.
Realmente aquello hubiera sido lo más fácil.
Suponía que la noche resultaría desprovista de incidencias dignas de mención y preveía otro largo día de rezos en su habitación, pero retuvo el aliento cuando, justo antes del alba, el padre abad Markwart ocupó de nuevo el estrado.
—Hay un asunto que debería ser resuelto antes del receso —empezó diciendo el padre abad—. Se trata de una cuestión que de modo especial todos los hermanos jóvenes deberían oír antes de abandonar la asamblea.
Jojonah reaccionó enseguida, dio la vuelta por detrás de la última hilera de asientos y avanzó hacia la zona central. Escogió ese recorrido para pasar junto a Braumin Herde.
—Escucha atentamente —indicó al inmaculado inclinándose al pasar junto a él—. Graba todas las palabras en tu memoria.
—No es un secreto para ninguno de vosotros que un asunto del máximo interés, un gravísimo delito, se ha abatido sobre Saint Mere Abelle y sobre toda nuestra orden desde hace varios años, un delito que muestra la profunda naturaleza de su perversión con la aparición del demonio Dáctilo y de la terrible guerra que tanta miseria y tantos sufrimientos ha ocasionado a nuestras tierras —proseguía Markwart en voz alta y tono dramático.
Jojonah continuó su lento avance hacia la parte frontal del vestíbulo. Muchas cabezas se dieron la vuelta para mirarlo y, a su paso, se suscitaron no pocos comentarios en voz baja, pero el padre no se sorprendió, pues sabía que su simpatía hacia Avelyn no era un secreto, incluso fuera de las murallas de Saint Mere Abelle.
Vio a los soldados de Je’howith, secuaces de Markwart, agrupados a un costado, en actitud impaciente.
—Esta es la declaración más importante de esta asamblea de abades —anunció el padre abad—: el hombre llamado Avelyn Desbris debe ser condenado formal y públicamente por sus delitos contra la iglesia y el estado —finalizó con toda contundencia.
—¿Una acusación de herejía, padre abad? —preguntó el abad Je’howith de Saint Honce desde la primera fila.
—Ni más ni menos —confirmó Markwart.
De todos los rincones de la sala surgieron rumores; algunos negaban con la cabeza, mientras que otros hacían gestos de asentimiento; los abades y los padres se inclinaban para cambiar impresiones en pequeños grupos.
Jojonah tragó saliva: se daba cuenta de que el paso que iba a dar lo llevaría al borde del abismo.
—¿No se trata del mismo Avelyn Desbris que en una ocasión recibió la mayor distinción de toda la iglesia abellicana? —preguntó en voz alta captando la atención de todos y, en especial, la del hermano Braumin Herde—. ¿Acaso no fue el mismo padre abad Dalebert Markwart quien nombró a Avelyn Desbris preparador de las piedras sagradas?
—Eran otros tiempos —replicó Markwart en tono frío y calmado—. Por eso, mayor es la pena y más dura la caída.
—Más dura la caída, claro —respondió ásperamente Jojonah, mientras avanzaba con paso firme hacia el centro del estrado para afrontar su destino—. Pero no fue Avelyn quien perdió el estado de gracia.
En el fondo de la sala, el hermano Braumin Herde se atrevió a sonreír y a inclinar la cabeza para mostrar su asentimiento; a juzgar por lo que se murmuraba y por las reacciones que observaba alrededor, le pareció que Jojonah lo estaba haciendo bien.
—¡Querrás decir que no fue sólo Avelyn! —dijo Markwart súbitamente, y con gran agresividad.
Aquella simple y brusca interrupción hizo que Jojonah se detuviera, circunstancia que proporcionó a Markwart la oportunidad que necesitaba para difundir su proclama por todo el auditorio.
—Es público y notorio aquí y ahora que la seguridad de Saint Mere Abelle fue de nuevo violada este mismo verano —gritó el padre abad—. A los prisioneros que tenía a buen recaudo para que testimoniaran ante vosotros contra Avelyn me los robaron de mis propias manos.
Entre el auditorio se oyeron más gritos sofocados que murmullos.
—Ahora quiero presentaros al hermano inmaculado Francis —explicó Markwart.
Aquel nombre no resultaba desconocido a los presentes, pues desde luego uno de los esperados puntos conflictivos que iba a discutirse posteriormente en la asamblea era la prematura promoción de aquel hombre.
Braumin Herde se mordió el labio con fuerza al advertir el dolor que se reflejaba en el rostro de Jojonah. No obstante, recordó lo que le había prometido, sin dejar de repetirse angustiosamente una y otra vez que aquella era exactamente la situación que el anciano había previsto. Por amor y respeto hacia Jojonah tenía que permanecer callado, aunque si hubiera tenido algún indicio de que la asamblea podía inclinarse del lado de Jojonah, no habría vacilado en acudir corriendo a su lado.
Pero tal indicio no se produjo. Las preguntas de Markwart fueron rápidas y precisas al exigir de Francis información relativa a la fuga de los prisioneros. Francis describió a Elbryan con gran detalle y prosiguió explicando que, aparentemente, unos demonios se habían introducido en los cuerpos de los dos Chilichunk.
Y entonces, clavó su vista en Jojonah.
Y entonces, se calló.
¡Jojonah no podía creer que el hombre no lo hubiera traicionado!
Pero Markwart seguía jugando con ventaja mientras daba las gracias al hermano y le indicaba que podía retirarse, pues en realidad sólo lo había utilizado como preámbulo de su siguiente testigo, uno de los vigilantes que Elbryan había conseguido reducir, pero que pudo arrastrarse por el pasadizo lateral y echar un vistazo a los intrusos, y que podía, y desde luego lo hizo, identificar a maese Jojonah como uno de los conspiradores.
Jojonah se mantuvo en silencio; sabía que nadie lo escucharía en aquel momento dijera lo que dijera.
El siguiente testigo fue el abad De’Unnero, quien detalló los sucesos que durante el viaje habían propiciado que Jojonah abandonara la caravana y de ese modo puso de relieve que había tenido tiempo de ir a Saint Mere Abelle.
—Hablé con el mercader, Nesk Reaches —insistió De’Unnero—, quien me confirmó que maese Jojonah no había vuelto a su campamento.
Una rara sensación de calma empezó a inundar a Jojonah, una aceptación de que aquella era una lucha que no podía ganar. Markwart había acudido a ella muy bien pertrechado.
Miró a los fanáticos soldados de la Brigada Todo Corazón y sonrió.
A continuación Markwart llamó a uno de los compañeros de Jojonah en el viaje a Aida, un monje que explicó sin vacilar a los allí reunidos cómo Jojonah se las había arreglado para alejarlos del cuerpo de Avelyn.
Todas las piezas parecían encajar en contra de él.
—¡Ya basta! —gritó Jojonah afrontando de lleno la situación—. ¡Ya basta! Claro que estuve en tus mazmorras, malvado Markwart.
Los gritos sofocados surgieron con más fuerza, acompañados por más de un grito de cólera.
—Para liberar a los que estaban encarcelados ilegal e inmoralmente —aseveró Jojonah—. He visto demasiadas perversidades tuyas; constaté toda su crudeza al ver cómo tratabas al bueno… sí, al bueno y piadoso Avelyn. Y las vi con toda claridad en el triste destino del Corredor del Viento.
Maese Jojonah se detuvo tras la última frase e incluso se rio sonoramente. Todos los abades, padres e inmaculados de la sala comprendían y aprobaban el destino fatal del Corredor del Viento: todos los líderes de la sala eran cómplices de los asesinatos.
Jojonah sabía que estaba perdido. Tenía ganas de abroncar a Markwart, de enseñarle los textos antiguos que describían los primeros métodos empleados para recoger las piedras y de gritar que el hermano Pellimar, que había participado en aquella expedición en busca de gemas, también había sido asesinado por la iglesia supuestamente sagrada. Pero no valía la pena y no quería tirarlo todo por la borda. Miró al hermano Braumin Herde, el hombre que tomaría el relevo, y sonrió.
Markwart proclamó a gritos, de nuevo, la declaración de que Avelyn era un hereje, y luego añadió que Jojonah, por propia confesión, era un traidor a la iglesia.
Entonces el abad Je’howith, el segundo en la jerarquía de la orden, se levantó y secundó la proposición; tras una inclinación de cabeza de Markwart que indicaba su conformidad, hizo una señal a los soldados.
—De acuerdo con tus propias palabras has traicionado a la iglesia y al rey —proclamó Je’howith, mientras los soldados rodeaban a Jojonah—. ¿Tienes algo que alegar en tu defensa? —se volvió hacia los allí congregados—. ¿Alguien tiene algo que decir en favor de este hombre?
Jojonah contempló a los reunidos y luego miró a Braumin Herde; el hermano, vacilante, permaneció en silencio.
Los soldados de la Brigada Todo Corazón se abalanzaron sobre el padre, y también otros muchos monjes con la bendición de Markwart y de Je’howith; lo golpearon y lo arrastraron hacia la puerta de la sala. Mientras se lo llevaban, Jojonah vio al hermano Francis: el monje estaba en silencio, sin participar, y parecía angustiado y desvalido.
—Te perdono —dijo Jojonah—. Al igual que Avelyn y que Dios.
Poco le faltó para incluir también al hermano Braumin, pero no podía confiar tanto en Francis.
Fue arrastrado al exterior de la sala mientras la multitud se enardecía más y más.
Muchos permanecían todavía en sus asientos, sin moverse, asombrados, entre ellos el hermano Braumin. El joven advirtió que Francis lo estaba mirando fijamente, pero se limitó a corresponderle con una dura mirada.
Más tarde, durante aquel mismo frío día de Calember, maese Jojonah, completamente desnudo y metido en una jaula en la parte trasera de un carro, fue llevado por las calles del pueblo de Saint Mere Abelle, mientras los que lo conducían gritaban sin cesar a los inquietos aldeanos sus múltiples pecados y delitos.
Empezaron a insultarlo y a tirarle piedras. Un hombre corrió hasta el carro con un afilado palo y se lo clavó con fuerza en el vientre causándole una grave herida.
Los hermanos Herde, Viscenti y Dellman, al igual que los demás monjes de Saint Mere Abelle y todos los abades y padres visitantes, contemplaban impresionados el espectáculo, algunos con horror, otros con satisfacción.
Jojonah fue acarreado por las calles durante más de una hora. Cuando los soldados de la Brigada Todo Corazón al fin lo bajaron a rastras del carro y lo ataron a una estaca, era un pobre hombre magullado y destrozado, apenas consciente.
—Tus actos te han condenado —proclamó Markwart por encima del frenesí de la excitada turba—. Que Dios se apiade de ti.
Y encendieron la pira bajo los pies de Jojonah.
El anciano padre sintió el mordisco de las llamas en la piel, sintió que le hervía la sangre, y que los pulmones le ardían cada vez que respiraba. Pero sólo durante unos momentos, pues entonces cerró los ojos y vio…
Al hermano Avelyn que le tendía los brazos abiertos…
Jojonah no chilló, ni gritó en absoluto.
Aquello, para Markwart, fue el mayor disgusto del día.
Braumin Herde miró la ejecución completa: vio cómo las llamas trepaban hasta muy arriba y se tragaban a su amigo más querido. A su lado, Viscenti y Dellman hicieron ademán de irse, pero Herde los retuvo y no les dejó marchar.
—Tenemos que ser testigos —dijo.
Efectivamente, fueron los tres últimos en abandonar el espantoso lugar.
—Venid —les pidió Braumin Herde cuando por fin todo terminó, cuando las llamas se hubieron apagado por completo—. Tengo un libro que tenéis que ver.
En medio de la muchedumbre de aldeanos, Roger Descerrajador también miraba. Había aprendido muchas cosas desde que había logrado escapar de aquel monstruo que había destrozado al barón Bildeborough en la carretera al sur de Palmaris. Hacía sólo unas horas que había sabido de Jojonah y de la liberación del prisionero medio caballo medio hombre, y si bien las noticias le habían infundido esperanzas, aquel espectáculo no había hecho más que causarle desesperación y repugnancia.
Pero lo miró; en aquel momento comprendió que el padre abad de la orden abellicana era, sin duda alguna, su enemigo.
Muy lejos de aquel lugar, en las tierras del norte de Palmaris, Elbryan abrazaba estrechamente a Pony en un solitario altozano, mientras contemplaban la salida de Sheila. La guerra contra los monstruos había terminado, pero ambos sabían que la guerra contra un enemigo mucho peor no había hecho más que empezar.