Capítulo XX

¡Por fin, el teléfono!

La señora Cosqui acudió corriendo al oír de nuevo el agradable repiqueteo del timbre del teléfono, y acompañado de todos los pequeños escuchó cómo Nabé contaba a su padre los extraños sucesos ocurridos en Villa Rat-a-Tat.

El señor Martin estaba atónito.

—¿Pero qué es esto? —dijo con voz tan potente que todos pudieron oírle—. Vienen a molestaros de noche… irrumpen en la casa y se llevan cosas del sótano. ¿Pero por qué estaba cerrado cuando llegasteis? ¡Si nunca lo está! ¿Y cómo se escondieron esos individuos ahí abajo? Nabé, ¿tienes algo más que decirme?

—Sí, pero ya te he contado lo más importante —repuso Nabé—. ¿No podrías venir, papá? Estamos rodeados por la nieve y no creo que pueda pasar ningún coche. Gracias a Dios que han arreglado los cables telefónicos.

—Sí, gracias a Dios —exclamó su padre—. Tu abuela estaba tan preocupada por todos vosotros que ya estaba pensando en calzarse mis esquíes para ir hasta ahí atravesando colinas.

—¡La pobre abuelita! —dijo Nabé orgulloso de la anciana—. No me hubiera sorprendido verla llegar esquiando… o montada en un trineo arrastrando por un reno. Pero, papá, ¿tú crees que es posible llegar hasta aquí en un automóvil?

—No, no quiero arriesgarme —repuso su padre—. Por lo menos hoy, con la nieve que está cayendo. Probablemente nos atascaríamos en algún ventisquero y tendríamos que permanecer aislados varios días. Algunos campesinos están completamente aislados por la nieve y han tenido que auxiliarles con helicópteros. Les dejaban caer alimentos, ¿sabéis? A propósito, ¿no os falta de comer, verdad?

—Oh, no —replicó Nabé—. Papá, ¿vas a dar parte a la policía? Yo no sé lo que hay en esas cajas que escondieron en el sótano, pero lo que sé seguro, es que no pueden haberlas llevado muy lejos, porque ningún camión puede alejarse de aquí; así que deben tenerlas escondidas por aquí cerca, aunque Dios sabe dónde.

—Sí, eso creo yo también —dijo su padre—. Telefonearé a la policía en seguida, y ya te comunicaré lo que me digan.

Todos se alegraron de que volviera a funcionar el teléfono. Era un gran alivio ponerse en contacto con el mundo exterior ahora que estaban ocurriendo cosas tan raras. Nabé dejó el aparato y se volvió a los otros muy sonriente.

—Ahora mi padre se encarga de este asunto —les anunció—. Y ya no necesitaremos preocuparnos.

—Bien, me alegra saberlo —repuso la señora Cosqui cuando todos regresaban a la cálida sala de estar, y entonces oyeron el ligero «ting» del teléfono que anuncia que alguien lo ha descolgado. Nabé se volvió al punto. Era «Miranda» que simulaba hablar por teléfono igual que Nabé.

—Eres una copiona —le dijo el chico quitándoselo de las manos y volviendo a dejarlo en su sitio—. No sé cómo os soportamos a ti y «Ciclón…» la verdad es que no lo sé.

«Miranda» corrió al saloncito sentándose encima de la cabeza de la piel de oso con aire muy cómico, y luego simuló cuchichear en su oído.

—¡Esa mona es una verdadera comediante! —exclamó la señora Cosqui—. Bueno, Nabé, me alivia pensar que tu padre lo sabe todo. ¿Qué piensa hacer?

—Avisar a la policía —replicó Nabé al punto—. Aunque no sé qué es lo que podrán hacer de momento… papá dice que nadie puede atravesar los ventisqueros.

—De todas maneras, no es probable que esos hombres vuelvan a molestarnos —dijo la niña—. Ya tienen lo que querían, sea lo que fuere, de manera que no es de esperar más llamadas, ni más paseos de muñecos de nieve.

—Eso es cierto —repuso Roger—. Y supongo que se habrán marchado a otra parte ahora que han escondido sus cajas. Debían pasar mucho frío durmiendo en la casilla de los botes.

—Bueno, no pueden haber ido muy lejos con esta nieve —dijo Nabé mirando por la ventana—. Deben andar escandidos por algún cobertizo, pero quisiera saber cómo se las arreglan para alimentarse.

—No olvides que el sótano está lleno de latas de conserva —replicó Chatín—. Y al llevarse las cajas pudieron coger cuantas quisieron.

—Es muy posible —fue la respuesta de Roger—. No se me había ocurrido. Y todavía no hemos descubierto cómo entraron en la cocina. Sabemos que no lo hicieron por la puerta, porque la señora Cosqui la tenía cerrada con llave y pestillo, de manera que aunque tuvieran una llave, no podrían haberla abierto.

—Voy a echar un vistazo —anunció Chatín—. ¡Voy a realizar algunas pesquisas! Vamos, a ver quién descubre por donde entraron.

La señora Cosqui recordó que debía amasar pon, y corrió a su cocina. Los otros se dirigieron a distintas habitaciones para ver si todas las ventanas estaban cerradas y atrancadas.

—Todas están bien cerradas y ajustan perfectamente —dijo Nabé—. Por lo menos las de la planta baja. Y no puedo imaginar…

Se detuvo al ver entrar en la habitación a la señora Cosqui, que venía corriendo muy excitada.

—He descubierto cómo entraron —dijo—. ¡Por la ventana de la despensa! Nunca tuvo muy buen cierre, y lo han forzado, de manera que entraron por ahí. Luego volvieron a cerrarla al marcharse, y no me había dado cuenta de que el pestillo estaba roto.

Todos fueron a examinarlo.

—Sí, tiene usted razón —exclamó Chatín—. Entraron por aquí. Vaya… qué despensa más grande, señora Cosqui. Y, caramba, ¡qué pastel! ¿Para cuándo es?

—Quita las manos de ahí —le dijo la cocinera, empujándole—. ¿Y quién te ha dado permiso para meter el dedo en esa tarta de mermelada? ¡Eres terrible!

Nabé estaba observando los estantes superiores.

—Supongo que no se habrán llevado nada de aquí, ¿verdad? —preguntó—. Ahora tendrán necesidad de comida.

La señora Cosqui fue en busca de una silla, a la que se subió para mirar los estantes que había sobre su cabeza.

—No recuerdo exactamente lo que había aquí —dijo—. Latas, botellas y paquetes que no he tocado. Ah, sí, se han llevado varias cosas. Veo la marca en el polvo, donde antes estuvieron las latas. Sí, creo que se han llevado algunas. ¡Vaya, quién lo hubiera dicho!

—Mira que llevarse la comida de nuestra despensa y las cajas del sótano… La próxima vez dormirán en nuestras camas —dijo Chatín—. Será mejor que vigile con todos sus sentidos, señora Cosqui.

—Desde luego pienso mirar debajo de mi cama esta noche… con el rodillo de amasar en la mano —replicó la cocinera en tono fiero.

—Bueno, permita que «Ciclón» se cuidé de eso —replicó Chatín—. Le encanta mirar debajo de las camas. ¿No es cierto, «Ciclón»?

—¡Guau! —ladró el perro, jubiloso y corriendo hacia la escalera como si quisiera comenzar en aquel mismo instante.

Volvieron al saloncito y se asomaron a la ventana. ¡Cómo había cambiado el tiempo! ¿Dónde estaba aquel cielo despejado, aquel sol claro y pálido que hacía brillar el lago, y aquel hermoso panorama? Ahora no se veía más que la nieve cayendo incansable del cielo plomizo.

—No envidio a Estanislao y Jaime —dijo Chatín—. Deben estar bien arrepentidos de haber venido aquí. Apuesto a que pensaban refugiarse en Villa Rat-a-Tat si hacia demasiado frío en la casilla de los botes.

—Probablemente confiarán llevarse esas cajas durante esta semana y por medio de un camión —dijo Nabé—. Y sus planes se han desbaratado. ¿Dónde habrán escondido esas cajas tan pesadas? No pueden estar muy lejos. ¿Cómo iban a transportarlas a una distancia considerable?

—Es extraño —observó Roger—. Las pusieron en nuestros trineos y las arrastraron hasta la casilla de los botes, y allí las descargaron para esconderlas. Pero ¿dónde las habrán metido?

—Estoy cansada de esperar —exclamó Diana—. Juguemos a algo. Hagamos un concurso de rompecabezas. Hemos traído muchos, ¿verdad?

—Sí —replicó Chatín—. Yo tengo cuatro. Están en el armario.

Pronto estuvieron sentados alrededor de la mesa, cada uno con su rompecabezas.

—¡Vale! —exclamó Roger cuando todos hubieron vaciado sus cajas, y empezaron a escoger las piezas a toda velocidad.

—Yo siempre busco primero los pedazos de cielo azul —dijo Diana—. Chatín, se te ha caído una pieza al suelo.

«Miranda» resultaba un poco molesta cuando trataban de reconstruir rompecabezas, pues le fascinaban las piezas de colores y quería ayudarles.

—No, «Miranda» —decía Chatín, exasperado—. Esa pieza no va ahí. Ahora has separado otra pieza. Nabé, dile que se monte en tu hombro.

Pero no quería estarse quieta, y Diana resolvió que lo más sensato era dar otro rompecabezas a la monita para que jugara sola, y fue a buscarlo al armario.

«Miranda», muy contenta y satisfecha, lo colocó sobre la mesa, esparciendo las piezas delante de ella y entremezclándolas mientras parloteaba con su vocecita. Cuando la señora Cosqui entró con la bandeja de la merienda apenas pudo dar crédito a sus ojos.

—¡Qué es lo que estoy viendo! —exclamó—. Ese mono sabe hacer de todo. ¿Estáis dispuestos a merendar… o dejo la bandeja aquí hasta que terminéis con todos esos juegos?

—¡He ganado! —gritó Chatín, colocando la última pieza—. ¡Soy el primero! ¿Qué me dais de premio? ¿El pedazo más grande de la tarta de chocolate y más bollitos que nadie? ¡Yo he ganado!

Y precisamente entonces volvió a sonar el timbre del teléfono con insistencia… r-r-in-ring… r-r-in-ring… r-r-in-ring. ¡Ah! ¿Qué noticias iba a darles el padre de Nabé?