Decepciones
Nabé no necesitaba que le convencieran, y en cuanto a «Miranda» ni siquiera esperó a que su amo contestara afirmativamente. Se introdujo por la ventana rota, y saltando de un lado a otro, fue mirándolo todo con gran interés.
Nabé comenzó a quitar los restos del cristal roto para entrar mejor.
—¡Corta mucho! —explicó—. Y no quiero que os cortéis ninguno de vosotros. Diana, ten mucho cuidado. Roger te ayudará a subir por este lado, y yo te recogeré desde dentro de la casilla.
—No veo por qué hemos de cortarnos —dijo Chatín impaciente por entrar—. Todos llevamos botas y guantes gruesos. ¡Date prisa, Nabé!
Nabé saltó al interior, y luego Roger ayudó primero a Diana y después entró él, seguido de Chatín.
El cobertizo estaba muy oscuro, ya que la luz apenas penetraba por las sucias ventanas, y menos en una mañana tan gris como aquélla y con un cielo tan cargado de nieve; ¡qué día tan distinto de todos los que habían tenido hasta entonces!
Los niños llevaban dos linternas y con ellas comenzaron a examinar la casilla. Era un lugar típico para guardar botes, lleno de toda clase de aparejos, lonas y botes de pintura a medio llenar. Olía a humedad, y las barcas estaban enterradas en el hielo. Antes habían flotado en el agua del interior del cobertizo, pero ahora sus quillas estaban aprisionadas por el hielo. Nabé comprendió en el acto que no podía haber ninguna caja debajo de los botes, y se dispuso a mirar en las lonas y velas.
—Yo no creo que las cajas estén aquí —dijo Diana al fin cansada de vagar por el cobertizo sucio y sin encontrar una sola.
—Estoy empezando a pensar lo mismo —dijo Nabé intrigado—. Al fin y al cabo, Chatín dijo que eran unas cajas grandes, y varias, de manera que no pueden estar aquí. Hemos mirado por todas partes.
Aquello era descorazonador.
—Hemos seguido las huellas de los trineos hasta aquí, donde terminaban, y sin embargo no hay ni rastro de las cajas —exclamó Diana—. ¿Creéis que las habrán escondido debajo de la nieve?
—Pues es posible —repuso Nabé—. Pero incluso una sola caja necesitaría un gran montón de nieve para cubrirla, y varias cajas representarían casi una montaña. No obstante, podemos mirar.
De manera que lo que hicieron a continuación fue examinar la nieve que rodeaba la casilla, pues estaban seguros que aquellos hombres no se habrían llevado las cajas muy lejos. «Ciclón» emprendió la búsqueda como un loco, sin saber lo que buscaban, pero con la esperanza de que fuese algo comestible. «Miranda» le observaba desde el hombro de Nabé, deseando encontrarse en casa junto al agradable calorcillo del fuego. No le gustaba la nieve que seguía cayendo… cayendo… cayendo…
No había ninguna caja oculta por los alrededores de la casilla, y Chatín sufrió una gran decepción. ¡Vaya mañana perdida! Y le sorprendió oír que Nabé decía que era ya hora de ir a comer.
—¿Quieres decir que hemos pasado toda la mañana buscando esas estúpidas cajas? —dijo con disgusto—. Ni trineo… ni patinar… ni siquiera una pequeña batalla de bolas de nieve. ¡Qué lástima! Bueno, de todas formas voy a ir a deslizarme por el estanque.
—Ahora está cubierto de nieve. No podrás patinar —le dijo Diana.
Pero Chatín estaba ya en el estanque patinando por su cuenta. ¡Yuuuuuupi! Se iba deslizando bien hasta que cayó y recorrió el resto del camino sentado.
Al tratar de levantarse, sintió algo bajo su mano. ¿Qué sería? Cuando fue a mirar lanzó una exclamación.
Un paquete de cigarrillos… igual al que Nabé encontró en la casilla de los botes. Uno de los hombres debió arrojarlo allí la noche anterior cuando llevaron los trineos al cobertizo.
Al volver junto a los otros, les mostró el paquete.
—Igual que el de antes —dijo—. Uno de los hombres debió arrojarlo sobre el lago.
Nabé lo cogió para comprobarlo con el que había encontrado en la casilla de los botes.
—Son iguales —declaró—. Vaya, no está vacío, ¡sino mediado! ¡Mirad!
Tenía razón.
—Qué despilfarro tirar un paquete con tantos cigarrillos —dijo Chatín—. ¡Tendré que hablar seriamente con Estanislao o Jaime la próxima vez que los vea!
—Tonto —exclamó Roger—. ¡Mirad cómo nieva! Cuando hayamos terminado de comer, todas las huellas habrán sido cubiertas por esta nueva capa de nieve. Ha sido una suerte que siguiéramos el rastro en seguida.
—Aunque no nos ha servido de mucho —comentó Diana—. No hemos encontrado las cajas. Me pregunto dónde pueden estar. Bueno, supongo que estarán en la casilla de los botes, a pesar de todo.
Llegaron a Villa Rat-a-Tat con un apetito atroz, y la señora Cosqui les estaba esperando algo inquieta.
—Llegáis muy tarde —les dijo—. Ya empezaba a pensar que os habíais perdido en la nieve.
—¿Ha vuelto a pasearse por aquí nuestro muñeco de nieve, o Don Nadie? —le preguntó Chatín—. ¿Qué… no se ha asomado nadie a la ventana? Se debe haber aburrido mucho, señora Cosqui.
—Vete a paseo —le dijo la señora Cosqui dándole un cariñoso empujón—. Eres de lo que no hay. ¡Pero qué mojado estás! Tendréis que cambiaros de ropa antes de sentaros a la mesa.
—¡Oh, qué rabia! —exclamó Chatín—. Viene un aroma tan apetitoso de la cocina. ¿Qué es, señora Cosqui?
—Ve a quitarte esas ropas mojadas —replicó la cocinera—. Y seca a «Ciclón» también. Está mojadísimo. Basta de pisarme, «Ciclón». ¡He dicho que basta! Y como vuelvas a coger otra vez mis sacudidores te encerraré en el cubo de la basura.
Los niños no tardaron en sentarse a la mesa ante una enorme sopera llena de caldo vegetal. A «Miranda» le dieron una manzana que comió pulcramente sentada sobre el hombro de Nabé. Pero cuando llegó a las semillas del corazón de la fruta no fue tan cuidadosa. Y cogiéndolas con sus dedos diminutos, las arrojó al plato de Nabé.
—No sé por qué os soporto a ti y a «Ciclón» —dijo el muchacho pescando las semillas en la sopa—. La verdad es que no lo sé. Sois una plaga.
La monita cogió el lóbulo de la oreja de Nabé y comenzó a parlotear junto a ella en voz baja mientras su amo la escuchaba seriamente.
—Está bien. Como me has pedido perdón, no tengo nada más que decirte, «Miranda».
Diana se echó a reír. Siempre le divertía que «Miranda» susurrara al oído de Nabé y que él simulara entender lo que le había dicho.
Después de comer, los niños se sentaron alrededor del fuego comentando los extraordinarios acontecimientos de los últimos días. No pensaban salir puesto que la nieve seguía cayendo incansablemente, y el día era tan oscuro que incluso tuvieron que encender la lámpara de petróleo para aclarar la penumbra.
La señora Cosqui fue a enterarse de cuáles eran sus planes.
—No volváis a salir —les dijo—. Podríais perderos con tanta nieve. Yo apenas distingo el camino que va desde la puerta de la cocina al vertedero.
Todos rieron.
—Señora Cosqui —dijo Chatín—, hay una cosa que me preocupa. ¿Cómo se las arreglará para conseguir comida? Por aquí no viene nadie y ahora no podemos ir al pueblo de Boffame.
—Claro, eso tenía que preocupar a Chatín —exclamó Diana—. La comida es su mayor interés.
La cocinera rió.
—No necesitas preocuparte —le dijo—. Cuando vine traje un cargamento de cosas desde Boffame. El viejo Hurdie, de la oficina de correos me dijo que iba a nevar mucho, y que trajera muchas provisiones. Nuestra despensa es tan fría como una nevera, y las cosas se conservan frescas más de una semana. El pan está ya demasiado duro, pero puedo amasarlo yo misma.
—Buena idea —dijo Chatín en tono aprobador—. ¿Puedo ayudarla?
—No, gracias —replicó la cocinera—. No quiero que te entrometas en mis cosas. Tú lo que quieres es meter las narices en mi despensa. Eres igualito que mi Tom.
—¿Qué ocurrirá si la nieve sigue cayendo, cayendo y nos quedamos todavía más aislados? —preguntó muy preocupado Roger.
—No lo sé —replicó Nabé—. Ojalá pudiéramos telefonear. No veo que podamos hacer otra cosa que esperar aquí hasta que mi padre crea llegada la hora deque volvamos a casa, y nos procure algún medio de transporte.
—Un gran trineo arrastrado por perros es lo que necesitamos —dijo la niña—. ¿Sabéis? Esos perros que tienen los esquimales.
—Sí, un trineo con campanitas —intervino Chatín—. Tilín, tin, tilín…
¡Rrrrriiiinnnng! ¡R-r-r-r-ring!
Un ruido estridente y repentino les sobresaltó a todos. Nabé se puso en pie lanzando una exclamación.
—¡Es el timbre del teléfono! Deben haber arreglado los cables. Ahora podremos comunicar con alguien y contar las cosas tan raras que están ocurriendo aquí. ¿Diga, diga?
Todos aguardaron expectantes. Sí, era el padre de Nabé, ansioso de saber qué tal estaban.
—¡Estupendamente, papi, estupendamente! —exclamó Nabé—. Pero oye, papá, escucha. Han estado ocurriendo Cosas muy extrañas… Sí, he dicho cosas raras. Te lo contaré, si no cuelgas. En realidad no sabemos qué es lo que debemos hacer. Bien, ahí va…
Y Nabé le refirió los extraños acontecimientos ocurridos durante los últimos días. ¡Eran toda una historia!