Sobre la pista
Diana se quedó para explicar a la señora Cosqui algo de lo que Nabé había dicho, y ayudarle a recoger los platos sucios. La cocinera, muy asombrada, trató de seguir los razonamientos de Diana, pero pronto se dio por vencida.
—Todo lo que sé es que están ocurriendo cosas muy extrañas —le dijo—. Y no me gustan. Si el teléfono funcionara, telefonearía al señor Martin para decirle que es peligroso permanecer aquí y pedirle que viniera a buscarnos. ¡Llamadas durante la noche, hombres de nieve que andan, y Chatín encerrado en el sótano! Esto no puede continuar de esta manera.
—No se preocupe, señora Cosqui —repuso Diana para consolarla—. No creo que vuelvan a ocurrir más «cosas extrañas…» si Nabé tiene razón en lo que dice. De manera que no necesita asustarse, ni llevar siempre en la mano el rodillo de amasar.
—Ya lo creo que lo llevaré… irá conmigo a todas partes —declaró la cocinera, blandiéndolo en alto.
Diana se echó a reír.
—Está bien, haga lo que guste, señora Cosqui. Creo que ha estado usted maravillosa.
Y dicho esto se marchó para reunirse con los otros, que habían ido a examinar la casita y el lugar donde estuvo el muñeco de nieve.
—Mira, Di —le dijo Nabé al acercarse—. Al muñeco lo echaron abajo y lo pisotearon. Lo único que queda de él son los pies.
—Y alguien ha derrumbado la pared posterior de la casita —agregó Roger—. Probablemente tropezaron con ella, o se apoyaría el hombre que nos estuvo espiando.
—Y hemos descubierto por qué el que se acercó a la puerta principal no dejó huellas al marcharse —dijo Chatín—. En realidad lo descubrí yo.
—¡Oh, qué niño más listo! —exclamó Diana divertida ante las pretensiones de su primo—. ¿Cómo lo hizo ese Don Nadie?
—Pues mira. Voy a ir hasta ese árbol a través de la nieve, y luego volveré aquí, y sin embargo tú sólo verás una serie de huellas y todas en la misma dirección —exclamó Chatín.
—Adelante, entonces, demuéstramelo —dijo la niña incrédula.
Chatín sonrió y dirigióse lentamente al árbol señalado dejando sus pisadas bien marcadas en la nieve… y luego, cuando hubo llegado junto al árbol se detuvo. Entonces miró por encima de su hombro para ver dónde estaba la última de sus huellas, y puso el pie en ella; luego colocó el otro en la huella anterior y así sucesivamente.
—Anda de espaldas y colocando los pies en las mismas huellas que acaba de hacer —exclamó Diana con asombro—. ¡Qué buena idea!
—Sí. De este modo todas las huellas van en dirección al árbol, aunque Chatín ha ido y venido —replicó su hermano cuando Chatín volvía al lado de Diana sonriendo de oreja a oreja y con todas sus pecas.
—Y así era cómo nos intrigó Don Nadie cuando se acercó a la puerta a medianoche para golpearla, simulando no haberse marchado —explicó Nabé—. Se limitó a caminar de espaldas sobre las huellas ya marcadas.
—Has sido muy listo, Chatín —dijo su prima—. A mí no se me hubiera ocurrido nunca. Mirad. Está nevando mucho. ¿Habéis mirado ya si podíais seguir las huellas de los hombres que se llevaron las cajas?
—No. Iremos ahora —repuso Nabé—. De no hacerlo en seguida, la nieve las cubrirá. Llevémonos los trineos, y así podremos volver a deslizamos luego por las colinas. Por el momento no hay que pensar en patinar.
Pero cuando llegaron al cobertizo donde guardaban los trineos tuvieron una gran sorpresa. ¡Los trineos habían desaparecido!
—¡Maldita sea! —exclamó Nabé—. ¿Quién se los habrá llevado?
—Apuesto a que Jaime y Estanislao —replicó Chatín sintiéndose inspirado—. Y yo sé para qué.
Los otros le miraron.
—¿Quieres decir… que se los llevaron para arrastrar las cajas? —dijo Roger—. ¡Oh, cielos! Ojalá te equivoques.
Pero Chatín no se equivocaba. Cuando se dirigieron a la puerta posterior delante de la cual él había visto las cajas preparadas para llevárselas, vieron las huellas de sus trineos profundamente marcadas en la nieve.
—¡Mirad… aquí están las huellas de uno… y aquí las de otro! —dijo Nabé.
—Los patines de los trineos han penetrado en la nieve casi hasta la tierra.
—Sí. Eso es porque las cajas eran muy pesadas —dijo Chatín—. Apuesto a que esos hombres vieron nuestros trineos en el cobertizo y se les ocurrió la brillante idea de utilizarlos para llevarse las cajas. Eran demasiado pesadas para llevarlas entre los dos a cierta distancia.
—Chatín es todo un detective —dijo Roger, medio en serio, medio en broma—. Apártate, «Ciclón»; estás estropeando las huellas que tratamos de seguir. Vete a jugar con «Miranda».
Pero la monita no quiso jugar con él. Estaba sentada sobre el hombro de Nabé, tratando de cazar los copos de nieve que flotaban a su alrededor, sin poder explicarse por qué desaparecían en cuanto los aprisionaba.
—A ver si ahora podemos seguir las huellas —dijo Nabé—. Tal vez conduzcan a la casilla de los botes… ¿quién sabe? Serán fáciles de seguir, ya que no pudieron llevarse todas las cajas de una vez… no podrían cargar más de dos en cada trineo… de manera que habrán tenido que ir y venir varias veces, y habrán trazado una buena senda sobre la nieve.
—Bueno, pero las huellas están empezando a desaparecer —dijo Diana—. La nieve cae muy de prisa. Mirad, dan la vuelta a toda la casa. Vamos a seguirlas.
Comenzaron a seguir las profundas marcas que dejaron sus trineos. Chatín estaba preocupado por si no los encontraban, pues esperaba divertirse aún mucho con ellos. ¡Malditos ladrones! ¿Qué más se les ocurriría hacer ahora a esos malvados?
Las huellas daban la vuelta a la casa, seguían la avenida, y atravesaban la verja y la carretera llegando hasta la orilla del lago, y de allí iban hasta la casilla donde guardaban los botes.
—¡Vaya! Todos pensamos que esos hombres podían haber escondido las cajas aquí —dijo Nabé complacido.
—Me sorprende que no se les ocurriera que podríamos seguir fácilmente sus huellas —dijo Roger.
—Tal vez supusieron que iba a caer una espesa nevada que cubriría sus huellas. Vayamos con cuidado por si acaso estuvieran aquí.
De manera que fueron avanzando lentamente, sin hablar ni reír, y sin permitir que «Ciclón» lanzase el más pequeño ladrido. La casilla de los botes aparecía toda cubierta de nieve, con una nueva capa bastante gruesa sobre su tejado.
Las huellas de los trineos, todavía profundamente marcadas en la nieve rodeaban el cobertizo hasta la parte delantera donde comenzaba el lago, y allí desaparecían en absoluto.
—Parece como si hubieran traído las cajas hasta aquí, descargándolas en el cobertizo —dijo Nabé en voz baja—. Estoy intrigado, lo que quisiera saber es dónde estarán nuestros trineos…
—¡Mirad! ¿No están ahí? —exclamó Chatín de pronto—. ¡«Ciclón», ve a mirar!
«Ciclón» fue arrastrándose hasta el lugar donde la nieve recién caída había cubierto casi por completo algo de brillante colorido. Escarbó y al momento empezó a ladrar ruidosamente en tanto los niños avanzaban hacia él.
—Sí, son nuestros trineos —dijo la niña—. Los descargaron y luego los sacaron a la nieve con la esperanza de que no tardasen en quedar ocultos. Ojalá no los hayan estropeado.
Los niños les sacudieron la nieve comprobando que estaban en perfecto estado, aunque en algunos lugares donde descansaron las cajas se veían arañazos.
—Bueno, menos mal —dijo la niña agradecida—. Ya estaba temiendo no encontrarlos, y son tan bonitos que me hubiera dolido perderlos.
—¿Qué hacemos ahora? ¿Mirar en la casilla de los botes? —exclamó Chatín con ansiedad—. Esos hombres no pueden estar ahí dentro o hubieran gritado.
—Bueno, por lo menos podemos ir a atisbar por la ventana rota —repuso Nabé—. Quisiera saber cómo han entrado las cajas. Supongo que tendrán la llave de esa gran puerta que se abre al nivel del agua… por donde se sacan los botes en verano.
Fueron hasta la ventana que tenía un cristal roto, y Nabé se asomó valientemente al interior, pero estaba tan oscuro que no pudo ver otra cosa que la silueta de los botes. Buscó su linterna, pero se dio cuenta de que se la había dejado olvidada.
—¡Qué lástima! —exclamó—. Oh, tú llevas la tuya, Chatín… bien. —La encendió rápidamente y con ella iluminó todo el interior del cobertizo. Allí no había nadie; al menos que se viese—. ¡Está vacío! —dijo—. Aquí no hay un alma. Los hombres deben haberse marchado después de haber escondido las cajas. Supongo que creerán haberlas escondido tan bien que nadie llegará a descubrirlas nunca. No saben que hemos localizado este viejo cobertizo que ellos utilizan como escondite.
—¿Ves las cajas por alguna parte, Nabé? —dijo Chatín tratando de asomarse también por la ventana—. ¡Déjame mirar!
—No se ve ninguna —replicó Nabé—. Pero era de esperar. Supongo que estarán debajo de una de las barcas, o cubiertas por una lona… Apuesto a que las escondieron en este lugar.
—Bueno, entremos a echar un vistazo —dijo Roger—. Hay que encontrarlas… éste no es un sitio muy grande. ¡Troncho, qué emocionante! Registremos el cobertizo, Nabé. Al fin y al cabo pertenece a tu familia, de manera que no será ningún delito. Entremos ya.