Capítulo XVI

En el sótano

Chatín se acercó al fuego que aún ardía en el fogón y se encaró con los dos hombres. Tenía los cabellos erizados, y estaba muy asustado, pero adoptó una expresión osada e incluso trató de silbar.

Los hombres cuchicheaban en voz baja, y a Chatín le dio un vuelco el corazón. ¡Debían estar discutiendo lo que iban a hacer con él, y existían tantas posibilidades desagradables! ¿Y si escapara? Miró la puerta que daba al recibidor. Estaba cerrada, pero con la llave por aquel lado. Tal vez consiguiera llegar hasta ella, abrirla, y subir la escalera escapando.

De pronto, tomando una resolución, echó a correr hacía la puerta con la mano extendida para coger la llave, pero uno de los hombres fue tras él como un rayo. «Ciclón», deseoso de defender a su amo, enseñó los dientes y corrió tras el intruso tratando de morderle los tobillos, pero las gruesas botas de goma que le cubrían hasta la rodilla se lo impidieron.

Chatín se escabulló dispuesto a huir por la puerta que daba al patio…, pero allí estaba Jaime para impedírselo. Entonces el niño vio la puerta abierta del sótano y corrió hacia allí, bajando los primeros escalones y rodando los otros cuatro, seguido de «Ciclón». Chatín levantóse al punto y corrió hasta el rincón más alejado, tropezando y tambaleándose en la oscuridad temeroso de que los hombres le siguieran hasta allí.

Pero no… ellos no bajaron los escalones. Se oyó cerrar la puerta del sótano y luego el girar de la llave en la cerradura.

—¡Troncho! Yo mismo me he metido en la trampa —gimió—. Apuesto a que esos individuos habían pensado encerrarme aquí, mientras se llevaban las cajas… a alguna otra parte. Quisiera saber si disponen de un camión. No, ¿cómo es posible, con tanta nieve?

Se sentó en una silla rota, y «Ciclón» se arrimó a él. El perro no comprendía nada en absoluto. ¿Por qué había bajado Chatín a un sitio tan frío y oscuro? ¿Por qué no volvía a su cálida camita y le dejaba acurrucarse a sus pies? «Ciclón» lanzó un aullido y Chatín acarició su cabeza.

—¿Por qué ladraste de aquel modo cuando mirábamos por la ventana, «Ciclón»? —se lamentó—. Por eso nos han cogido. ¡La verdad es que eres un loco!

Chatín escuchó para ver si se oían más ruidos. Frotó sus cardenales, y decidió subir hasta la puerta del sótano para ver si oía algo. Y así lo hizo seguido de «Ciclón» muy asustado.

Pudo oír voces apagadas, pero sin entender una palabra.

Están moviendo esa caja que entraron en la cocina —pensó—. Supongo que la llevarán fuera con las otras. ¿Qué habrá dentro? ¿Y a dónde piensan llevarlas? Hubiera podido descubrirlo todo de haber sido más prudente… o de haberlo sido «Ciclón».

Hacía tanto frío encima de aquellos escalones de piedra, que Chatín volvió a bajar al sótano.

—Parece que habremos de pasar la noche aquí, «Ciclón» —dijo con pesar—. ¡Maldita sea! ¿Por qué no despertaría a Roger para que viniera conmigo? Ahora continuará durmiendo toda la noche, y nadie me oirá gritar, hasta que la señora Cosqui baje a la cocina por la mañana. ¡Brrrrr! ¡Qué frío hace aquí!

Encendió su linterna para examinar el sótano, que era muy grande y destartalado. Había algunos sectores de pared cubiertos de estanterías desde el suelo al techo, en las que se veían toda clase de cosas, especialmente latas de conserva. Chatín fue leyendo las etiquetas… pina, melocotón, guisantes, ciruelas… y la boca se le hizo agua. ¡Qué lástima no haber llevado un abrelatas!

Había un antiguo escurridor de ropa y varias sillas rotas en un rincón. Era evidente que se había hecho espacio para las cajas, y Chatín pudo ver donde habían estado por la señal que dejaron en el polvo del suelo.

Se estremeció. ¡Qué lugar más horrible y frío era aquél!

—«Ciclón», vamos a ver si podemos encontrar algo más caliente para acostarnos que este suelo de piedra —le dijo, y recorrió todo el sótano acompañado del perrito y examinándolo todo.

Al fin hicieron un buen hallazgo… un colchón viejo enrollado y sujeto con una cuerda.

—Bien —exclamó Chatín—. ¿Tienes un cuchillo para cortar la cuerda, «Ciclón»?

El perro meneó el rabo, pues comprendía que se trataba de una broma. Chatín, naturalmente, no llevaba ningún cortaplumas en el bolsillo de su bata, de manera que tuvo que entretenerse deshaciendo los nudos. Al fin lo consiguió y el colchón se desenrolló por sí solo. El niño tumbóse sobre él, arrebujándose en su batín y confortado por el calorcillo del cuerpo de «Ciclón», ¡que era mejor que el de cualquier botella de agua caliente!

—Ahora intentaremos dormir, y espero que la señora Cosqui me oiga gritar por la mañana —dijo—. Pero le costó mucho dormirse. En primer lugar, estaba muy excitado, y por otra parte hacía mucho frío pero al fin se durmió abrazado a su perro.

Nadie supo que Chatín no estaba en su cama, pues los demás dormían profundamente… los tres pequeños fatigados por el deporte realizado durante todo el día, y la señora Cosqui no oyó nada tampoco, y apenas cambio de posición, hasta que el despertador le anunció que era hora de levantarse.

Se levantó, y una vez vestida bajó a la planta baja. El fuego de la cocina continuaba encendido, a Dios gracias, de manera que sólo tuvo que reunir las brasas y agregar más carbón. Luego, cogiendo la escoba y el trapo de polvo, se dirigió a la sala para asearla y encender el fuego de la chimenea.

Le causó gran asombro la desaparición de la piel de oso, y estuvo contemplando el lugar que solía ocupar preguntándose qué habría sido de ella.

—Habrá sido ese perro… «Ciclón» —decidió—. Debe haber bajado durante la noche y se la habrá llevado a otro sitio. ¿Pero a dónde? ¡Vaya un perro! No puedo dejar un plumero ni un cepillo a la vista porque desaparece con ellos. Pronto tendré que atármelos todos alrededor de la cintura. ¿Dónde puede haber dejado esa alfombra…? ¿Dónde la habrá metido?

No oía al pobre Chatín gritando en el sótano, porque la sala estaba bastante apartada de la cocina. Al fin concluyó de limpiarla y se dirigió al recibidor.

Arriba, Roger, ya despierto, se daba cuenta de que la cama de Chatín estaba vacía, y de que «Ciclón» también se había ido.

—«Debe haberse vestido y salido muy temprano —pensó—. No, no puede ser; sus vestidos están todavía aquí. Tal vez esté en la habitación de Nabé».

Y fue a comprobarlo, pero Chatín tampoco estaba allí, naturalmente. Nabé estaba ya casi vestido, deseoso de comenzar otra sesión de patinaje. Roger miró a su alrededor muy sorprendido.

—¿No está aquí Chatín? —dijo—. Tampoco está en nuestra habitación, aunque su ropa sigue allí.

—Apuesto a que habrá bajado a pedir a la señora Cosqui algún tentempié antes del desayuno —repuso Nabé, y a Roger le pareció muy verosímil.

Diana salió de su dormitorio ya vestida.

—¡Date prisa, Roger! —dijo—. Voy a bajar a ayudar a la señora Cosqui.

Y Nabé bajó tras ella. Encontraron a la cocinera en el recibidor terminando de quitar el polvo.

—¡Hola, señora Cosqui! —dijo Bernabé—. ¡Espero que nuestro muñeco de nieve no la haya visitado durante la noche!

—¡Vete a paseo! —replicó la cocinera—. ¿Vas a preparar la mesa para el desayuno, Diana? Veo que ya estás arreglada tan temprano.

—Lo haremos entre Nabé y yo —dijo la niña yendo hacia el aparador donde se guardaban los manteles—. Oh, ¿dónde está la piel de oso?

—Supongo que ese perro se la habrá llevado —repuso la señora Cosqui—. Está loco de atar.

Se fue a la cocina y un minuto más tarde volvió apresuradamente con aire de extrañeza e indignación.

—Fui a sacudir el trapo del polvo al patio —les dijo— y Dios nos asista, ¡la piel de oso está tendida encima de la nieve! ¿Pero cómo habrá podido sacarla el perro estando la puerta cerrada?

—¿No está Chatín aquí abajo? —preguntó Nabé sorprendido—. No está en su habitación… y pensamos que habría bajado a la cocina en busca de algo que comer. ¿Está segura de que no estará en la despensa, señora Cosqui?

La cocinera estaba extrañada.

—No… esta mañana no he visto a Chatín… ni a «Ciclón»…, y sin embargo, la piel de oso está ahí fuera en la nieve. Tal vez Chatín nos esté gastando una broma.

—Es un tonto —exclamó Nabé impaciente—. ¿Qué es lo que pretende? Tiene que estar en la cocina, puede tener la absoluta seguridad señora Cosqui… se habrá escondido con algún propósito.

Diana, Nabé y la señora Cosqui volvieron a la cocina, y Roger, que bajaba en aquel momento se unió a ellos. En cuanto entraron se detuvieron sorprendidos, puesto que de alguna parte llegaba una voz… la voz de Chatín… gritando con todas sus fuerzas al mismo tiempo que se oía golpear la puerta del sótano.

—¡Socorro! ¡Socorro! Abrid la puerta del sótano. ¡Socorro! Señora Cosqui, ¿está usted ahí? ¡Socorro!

—¡Cielo santo! Es Chatín… y está en el sótano —exclamó Nabé corriendo hacia la puerta.

—Pero está cerrada —dijo la señora Cosqui—. Y recordad que no tenemos la llave. ¿Cómo habrá podido entrar? Y mirad… ahora tampoco está la llave.

Nabé forcejeaba con el pomo.

—¡Chatín! ¿Por qué estás ahí dentro? ¿Dónde está la llave? No hay ninguna por este lado.

—¡Oh, se la han llevado los muy brutos! —dijo Chatín con un gemido—. Debí figurármelo. ¿No podrías echar la puerta abajo, Nabé?

¡Todos quedaron muy sorprendidos al saber que Chatín estaba prisionero en el sótano! ¿Y quiénes serían «los brutos» que al parecer se llevaron la llave… una llave que no había sido visto nunca, como muy bien sabía la señora Cosqui?

—Prueba de abrir con la llave de la puerta de la cocina, a la del recibidor —dijo la niña de pronto recordando que en su casa algunas llaves abrían varias puertas—. De prisa, Roger, ve a buscarlas. Chatín debe estar medio congelado ahí dentro.

Roger fue en busca de las dos llaves, y, ¡oh, qué suerte… la de la cocina encajaba perfectamente en la cerradura del sótano! La hizo girar y de allí salió el pobre Chatín, seguido de «Ciclón», que ladraba como un loco.