Capítulo XII

Las huellas

Todos, excepto la señora Cosqui, durmieron profundamente el resto de la noche. La cocinera, que no se había fatigado patinando como los niños, no tenía tanto sueño como ellos, y permaneció despierta durante mucho tiempo, preocupada por la extraña llamada.

A las siete menos cuarto se levantó del sofá de la habitación de Diana, se puso la bata y abrió la puerta sigilosamente para volver a su dormitorio. Era ya hora de vestirse y bajar a encender el fuego.

Más tarde Nabé fue a la habitación de Roger para vestirse y allí hablar con él y Chatín de la alarma nocturna. Ahora ninguno estaba asustado; sentíanse muy valientes y bastante pesarosos de sus pasados temores. Fuera brillaba el sol y la nieve, y la perspectiva de poder patinar y deslizarse en trineo alejó el miedo de la noche.

Diana fue a llamar a la puerta.

—¿Estáis listos para bajar a desayunar? Ya estoy vestida.

—Sí, ya estamos —dijo Roger abriendo la puerta—. Propongo que primero vayamos a echar un vistazo a ese aldabón que anoche sonaba con tanta fuerza.

De manera que lo primero que hicieron fue bajar la escalera a la carrera, yendo «Ciclón» en cabeza, y luego ir a la puerta de entrada.

—No hemos vuelto a utilizar esta puerta desde que llegamos —dijo Nabé—. Entramos por aquí, pero desde entonces hemos utilizado la puerta lateral.

—Desde que estamos aquí no ha vuelto a nevar —dijo Roger, pensativo—. De manera que ahora pensemos en… las huellas. Llegamos en el coche hasta los escalones de piedra que conducen a la puerta.

—De manera que aún deberán verse las marcas de los neumáticos del automóvil… y nuestras pisadas en dirección a los escalones —dijo Nabé—. Y esto significa que ahora se verá además otra serie de pisadas, las de Don Nadie… por el paseo y en los escalones, donde por desgracia se habrán mezclado con las nuestras. ¡Vaya, sí que es difícil de abrir esta puerta!

Sí que lo era. Tenía dos grandes cerrojos, uno arriba y otro abajo… dos cerraduras… y una pesada cadena. Las cerraduras chirriaban, pero al fin consiguieron hacer girar las llaves y abrir la gran puerta.

—¡Todavía no hemos visto el aldabón! —dijo Diana, ansiosa de contemplarlo.

Era magnífico. Tenía la forma de la cabeza de un gran león, y para utilizarlo había que asir su melena. Diana y los niños lo admiraron maravillados. Nunca habían visto un aldabón semejante… ¡no era de extrañar que hiciera tanto ruido!

—Voy a levantarlo para ver lo que pesa —dijo Chatín, asiéndolo por la melena del león. Lo levantó, pero como pesaba tanto volvió a caer casi inmediatamente.

¡PAM!

«Ciclón» se cayó de los escalones del susto, y «Miranda» se refugió debajo de la chaqueta de Nabé. Diana pegó un brinco y se volvió al punto hacia su primo.

—¡No hagas eso! No puedo soportar que me des esos sobresaltos. ¿Por qué tienes que ser tan tonto?

—Perdona —dijo Chatín, también asustado—. No imaginaba que pesara tanto.

La señora Cosqui acudió corriendo al recibidor, muy asustada.

—¿Qué…? —empezó a decir, y entonces vio a los niños—. Oh, Dios nos asista, pensaba que era otra vez ese Don Nadie, y venía dispuesta a darle su merecido.

—He sido yo —dijo Chatín—. ¡Perdone! ¿Verdad que es un aldabón enorme, señora Cosqui? No es de extrañar que anoche nos asustáramos tanto. Quienquiera que llamara debió ser muy fuerte para hacerlo replicar de aquella manera.

—Bueno, no vuelvas a hacerlo, o se estropeará el desayuno —dijo la cocinera bastante enfadada—. He dejado caer el huevo que tenía en la mano y se ha estrellado encima de mi zapato… ¡mira!

—¡«Ciclón», lámelo! —ordenó Chatín, pero antes de que el perro consiguiera alcanzar el zapato, allí estaba «Miranda», lamiendo la yema del huevo con gran fruición.

—«Miranda», ¡cómo puedes…! —exclamó Diana con disgusto.

—Busquemos las huellas —dijo Roger, yendo hasta los escalones y mirando hacia abajo.

No iban a recibir gran ayuda del amasijo de pisadas que allí había, ni de las de la puerta de entrada debajo del porche. La nieve estaba acribillada con huellas de pasos, y era difícil distinguirlas unas de otras.

—Cuando vinimos nos quedamos aquí de pie —dijo la niña—. Tu padre, Nabé… y nosotros cuatro… y además «Ciclón» pisa por todas partes… pero no encontraremos las huellas de las patitas de «Miranda» porque estuvo siempre sobre tu hombro.

—También han de estar las huellas de las maletas —le dijo Nabé—. Sí… vedlas aquí… y aquí.

Bajaron los escalones, procurando hacerlo por los lados para no dejar más huellas que confundieran las ya existentes. Y fue entonces, al llegar al pie del tramo de escalones, cuando descubrieron algo.

Las marcas de los neumáticos del coche estaban allí, naturalmente, avanzando por la avenida, deteniéndose ante la puerta… y luego girando para emprender el camino de regreso conducido por el señor Martin. Pero había también una extraña hilera de pisadas en la avenida, que partían del cercano césped cubierto de nieve. Los niños las siguieron hasta el lugar donde ellos mismos dejaron tantas que se confundían unas con otras.

—¡Mirad éstas! —exclamó Nabé, excitado—. Esas pisadas no fueron hechas por nosotros… son enormes. Las hizo alguien que llevaba unas botas muy grandes… parecen huellas de unas botas de agua, mucho mayores de lo que son las nuestras.

Los niños las contemplaron con interés. Sí, aquellas pisadas no eran suyas. Qué lástima que se perdieran en el zafarrancho de huellas hechas por ellos mismos, y no pudieron seguirlas. Creyeron distinguirlas aquí y allá, pero sin poder precisarlo.

—Sigámoslas otra vez hasta la puerta principal —dijo Roger—. Todos hemos de tener mucho cuidado para no pisarlas o estropearlas.

Las siguieron por el césped y por la avenida hasta el pie de los escalones, dónde, naturalmente, se perdían entré las otras.

La señora Cosqui se llegó a la puerta de entrada con aire impaciente.

—¿Es que no vais a desayunar nunca? —les dijo—. ¿Es que queréis morir de frío deambulando al aire libre sin poneros ni siquiera una chaqueta?

—Señora Cosqui, venga a ver esto. ¡Hemos encontrado las huellas de Don Nadie! —gritó Chatín—. ¡Venga!

La cocinera aguzó en seguida el oído, y bajando cautelosamente los escalones de la entrada, temerosa de resbalar, fue a que le mostraran la serie de pisadas que terminaban al pie de la entrada.

—Síganos y verá de dónde proceden —le dijo Roger, llevándola al lugar donde tuvieron la batalla de bolas de nieve—. Mire… se pierden aquí… pero ese Don Nadie llegó por el césped que hay allí, subió por la avenida y luego los escalones para llamar a la puerta.

—Sí —repuso la señora Cosqui, realmente intrigada—. Pero ¿cómo hay sólo una serie de pisadas?

—¡Porque iba solo! —exclamó Chatín, pensando que la señora Cosqui no demostraba ser muy inteligente.

—Sí, lo sé… Pero ¿por qué no hay otra serie de huellas que se alejen de los escalones de entrada? —dijo la cocinera—. Quiero decir… que habrá tenido que marcharse luego, ¿no? Y no hay ninguna huella que indique por dónde se ha marchado.

Nadie había pensado en aquello. ¡Qué tontos! Nabé frunció el ceño muy intrigado. Sí, no habían pensado en aquello… estaban tan emocionados por el hallazgo de las extrañas huellas que no cayeron en la cuenta de que debían haber dos rastros; uno viniendo y otro alejándose.

—¡Esto es horrible! —exclamó Diana—. ¿Cómo es posible que se haya acercado nadie a la puerta para llamar, y luego no se marchase? ¡Aquí no está! Entonces, ¿por dónde se fue?

—Por amor de Dios, entrad a desayunar —les dijo la señora Cosqui temblando de frío—. Si estáis más rato aquí, os tendré en la cama a todos. Dejad que ese Don Nadie entre y salga como más le plazca.

Obedecieron en silencio. Desde luego, era muy extraño que no hubieran huellas que se alejasen de la casa… ¡sino sólo en dirección a ella! ¿Cómo pudo alejarse Don Nadie, como llamaban al visitante nocturno, sin utilizar sus pies? ¡Era un rompecabezas… un verdadero misterio!

Se sentaron a desayunar sirviéndose el potaje caliente. Chatín recordaba el susto que había tenido un par de noches antes cuando creyó ver a alguien de pie cerca de la casita de nieve, mientras cenaban, y se lo recordó a los otros.

—Apuesto a que también era Don Nadie —les dijo—. ¡Y apuesto a que es suyo el guante que he encontrado!

—Oh, sí —repuso Roger—. Supongo que sí. Bueno, ahora sabemos que se trata de un hombre de pies y manos grandes, y que probablemente lleva un solo guante de lana azul marino. Pero lo que no sabemos es qué diantre estaba haciendo en Villa Rat-a-Tat.

—Ojalá se hubiera ido a cualquier otro sitio —dijo la niña sirviendo el café con leche en los grandes tazones—. Y espero que no vuelva a llamar a nuestra puerta.

—¿No creéis que sería mejor telefonear a mi padre y decírselo? —dijo Nabé—. Después de todo, ésta es la casa de mi abuela, y si alguien intenta asaltarla, hemos de hacer algo para impedirlo.

—Sí, desde luego. Telefonearemos y le contaremos todo —dijo Roger—. Buena idea. Tal vez tu padre venga y se pelee con Don Nadie, Nabé.

Pero cuando fueron al teléfono no obtuvieron respuesta. La nieve había roto los cables, y hasta que los arreglaran, Villa Rat-a-Tat estaba completamente aislada del mundo.