Capítulo VIII

¡Qué divertido!

La cena resultó muy agradable y consistió en huevos escalfados, cacao caliente, galletas y mantequilla, y Diana se puso a bostezar a la mitad, siendo imitada por la monita, que enseñaba sus blancos dientes al mismo tiempo que cubría su boca con la mano, igualito que la niña.

«Miranda» y «Ciclón» disfrutaron comiendo una galleta untada de mantequilla. Primero la lamían, «Ciclón» con su larga lengua rosada, y «Miranda» con la suya pequeña y delicada.

—Esto no es de muy buena educación —dijo Roger somnoliento—. Palabra que tengo sueño. Supongo que es por estar cerca del fuego. Chatín, ¿cómo vas a impedir que «Ciclón» tenga que dormir abajo en la cocina? Apuesto que la señora Cosqui insistirá en ello.

Y así fue, en efecto. A las nueve se presentó con su vela dispuesta a acostarse.

—Es hora de acostarse —anunció en tono decidido—. Y ahora me llevaré al perro a la cocina, Chatín.

—No le importará que muerda la alfombra y los almohadones, y las zapatillas y toallas que haya usted dejado por allí, ¿verdad, señora Cosqui? —preguntó Chatín con aire solemne—. Claro que yo lo pagaré todo, si causa verdaderos destrozos…, pero la verdad es que resulta muy duro para mi bolsillo.

La señora Cosqui estaba perpleja y contempló a «Ciclón», que durante unos instantes sostuvo su mirada sin parpadear.

—No puedo evitar que sea un perro roedor y mordedor —dijo el niño con vehemencia—. Es cosa de su naturaleza, ¿comprende? Lo curioso es que nunca roe nada cuando duerme conmigo. Nunca.

La señora Cosqui se decidió en seguida.

—Bien, entonces le dejaré dormir contigo —le dijo— si puedes soportar el olor a perro en tu habitación. A lo que no estoy dispuesta es a que se pase la noche royendo mi cocina.

—Haré cualquier cosa por complacerla —replicó Chatín exagerando la nota—. Lo que sea. Incluso tener en mi habitación a un perro apestoso. ¿No es verdad, «Ciclón»?

«Ciclón» golpeó el suelo con su rabo y «Miranda» corrió en seguida a cogérselo. El perro se volvió rápidamente, pero ella se montó sobre su lomo agarrándose a su pelaje con todas sus fuerzas.

«Ciclón» corrió por toda la estancia llevándola sobre su espalda tratando de recordar la manera de librarse de ella.

—¡Rueda por el suelo, tonto! —le gritó Chatín—. ¡Rueda por el suelo!

Pero en cuanto «Ciclón» se tumbó en el suelo, «Miranda» pareció convertirse en pájaro, saltando de un sitio a otro hasta ponerse en el hombro de Nabé.

—¡Son muy buenos actores! —exclamó la señora Cosqui riendo—. Bueno… ¿subimos todos ahora, o no? No pienso dejaros aquí… con una lámpara de petróleo que puede caerse y provocar un incendio. El señor Martin me dio instrucciones muy estrictas.

—Bien —repuso Nabé poniéndose en pie—. Vamos todos, entonces. ¡Encended las palmatorias!

Esperó a que todos estuvieran en el recibidor encendiendo las velas, y entonces apagó la lámpara de petróleo de la sala. «Miranda» les molestaba continuamente apagándolas en cuanto las encendían.

—¡Eh, Nabé! —gritó Chatín indignado—. ¡Ven a impedir que esta mona testaruda apague nuestras velas! Debe estar loca.

Nabé lanzó una de sus carcajadas contagiosas.

—¡Oh, «Miranda»! —dijo—. ¿Todavía te acuerdas del pastel de cumpleaños de abuelita? —Se volvió hacia los otros para explicárselo—. ¿Sabéis? Mi abuela celebró su setenta cumpleaños hace poco y nuestra cocinera puso setenta velitas en el pastel… y «Miranda» ayudó a mi abuela a apagarlas. ¡Le gustó muchísimo!

—Supongo que por eso ahora apaga todas las que ve —gimió Roger—. Basta, «Miranda». ¡Troncho, has apagado la mía! Nabé, impídeselo, o nunca podremos acostarnos.

«Miranda» fue capturada y la pequeña procesión fue subiendo la gran escalera. «Ciclón» iba delante, como de costumbre, y «Miranda» bien sujeta bajo el brazo derecho de Nabé, y bien alejada de su palmatoria.

—¡Buenas noches! —les dijo—. Que descanséis. ¡Estamos muy cerca unos de otros, de manera que si alguno tiene miedo sólo tiene que gritar!

Pero estamos demasiado somnolientos para tener miedo de nada. Las comas eran muy cómodas, y con muchas mantas para resguardarse del frío, ya que las habitaciones no estaban muy calientes. Chatín decidió que el agua de la jofaina estaba demasiado fría para lavarse… y lo dejó para la mañana siguiente, así como el arreglo de su equipaje, puesto que habría de necesitar un buen rato para ordenar todo lo que arrojo dentro del armario en revuelta confusión.

«Ciclón» ya estaba dormido en mitad de la cama, y Chatín tuvo que apartarle enérgicamente para meterse en ella, muy satisfecho del espacio caldeado por su perro, y por espacio de un minuto permaneció inmóvil escuchando la quietud y silencio de la vieja casona… ¡No se oía el menor ruido!

¡Qué horror si el viejo aldabón empezara a sonar como en tiempos pasados! Chatín estaba pensando en ello con emoción, cuando se quedó dormido… tan profundamente que ni siquiera oyó a «Ciclón» que, subiéndose sobre la cama, se tumbó tranquilamente sobre su estómago.

La mañana era clara y radiante, y el sol brillaba con tal fuerza que empezó a derretir a toda prisa la nieve que había en cima del estanque.

—Eso es bueno —dijo Roger, mirando por la ventana mientras se vestía—. Si se derrite la nieve encima del estanque y no cae más, y si hiela esta noche, mañana podremos patinar, ya que el hielo estará libre de nieve. Hoy podemos hacer uso de los trineos.

Después de lo que Chatín llamaba «un desayuno superestupendo», a base de potaje, tocino, huevos y tostadas, fueron a ver si podían ayudar a la señora Cosqui. La cocina era enorme, y en un rincón había una bomba para hacer subir el agua a la pila. Al otro lado veíase una gran cocina anticuada, y junto a ella un hornillo de petróleo donde ella lo guisaba todo.

Había encendido el horno para calentar la cocina y darle un aspecto alegre. Al ver entrar a los niños con el servicio del desayuno les sonrió satisfecha.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Diana—. Yo te ayudaré a secar la vajilla.

—Bueno, no es necesario —respondió la cocinera—, pero si quisierais hacer cada uno su cama… y traerme un poco de leña… y limpiar las lámparas… sería magnífico. Entonces podría arreglármelas muy bien.

—Arriba todo el mundo —ordenó Diana tomando el mando—. Roger, haz que Chatín te ayude a hacer la cama, y luego le ayudas a hacer la suya… pues si no la dejará tal como está. ¿Has oído, Chatín?

—Sí, maestra —replicó Chatín apartándose para esquivar un golpe de Diana.

Pronto estuvo todo hecho… y muy bien hecho. La cama de Chatín quedó tan bien como las otras… y las lámparas limpias y dispuestas para la noche… ¡y entraron tanta leña que la señora Cosqui dijo que tendría lo menos para una semana! Estaba muy satisfecha, y Chatín decidió que ahora ya la conocía lo suficiente para darle un cariñoso abrazo.

—Vamos, vamos, déjame —le dijo sorprendida—. Me has dejado sin respiración. Eres un diablo, eso es lo que eres. Oh, Dios nos asista, ese perro ha vuelto a coger mi cepillo. Si lo pesco voy a darle una buena azotaina.

Pero no consiguió dar alcance al pícaro de «Ciclón» que se divertía corriendo con su cepillo, el trapo de polvo, y el estropajo… hasta que tomó la determinación de perseguirle con una gran escoba en la mano cada vez que le veía aparecer.

—Vamos a ponernos las chaquetas —dijo Roger cuando hubieron terminado todos los trabajos—. Estoy deseando verme en la nieve. Primero podemos deslizamos en trineo y luego organizar una batalla de bolas de nieve.

No tardaron en hallarse equipados… con sus botas de agua, bufanda, guantes y gruesas chaquetas de punto. Hacía mucho frío, incluso al sol, pero no tardaron en calentarse.

Tenían dos trineos… cada uno de ellos suficiente para llevar a un tiempo dos o tres niños, y se dirigieron hacia la colina más próxima, arrastrándolos tras sí. «Ciclón» intentó galopar a toda velocidad como de costumbre, pero con desilusión comprobó que sus patas se hundían en la suave alfombra blanca que había cubierto el suelo tan misteriosamente… y por primera vez tuvo que avanzar despacio.

«Miranda» no abandonaba el hombro de Nabé. No le gustaba la nieve, pero le pareció que resultaría divertido introducirse un poco por el cuello de la camisa de su amo. Tenía siempre sus manitas bajo su cuello para calentarlas, y a Nabé le agradaba su contacto.

La colina tenía un desnivel suficiente para proporcionar a los niños un descenso emocionante hasta el fin, donde todos caían sobre la blanda nieve riendo a carcajadas. «Ciclón» no tardó en aprender a sentarse en el trineo con Roger y Chatín, y sus largas orejas ondeaban al viento. Como fe gustaba mucho no cesaba de ladrar durante todo el viaje.

«Miranda» iba con Nabé y Diana, un poco asustada por la rápida bajada por la colina, y se arrebujaba debajo de la chaqueta de su amito asomando tan sólo la cabeza.

—¡Tienes miedo, «Miranda»! —le dijo Nabé, pero cuando intentó dejarla en lo alto de la colina, no quiso. No, ella deseaba estar con su amo en todo momento.

Hicieron carreras con los trineos… primero montando por parejas y luego individuales, y Nabé ganó con facilidad. Sus brillantes ojos azules parecían más azules que nunca contrastando Con la nieve y estaba muy Contento. En realidad todos lo estaban, y fue Chatín, como de costumbre, quien sintió las primeras punzadas del hambre.

—No es posible que ya tengas apetito —exclamó Roger— después de lo que has desayunado, Chatín. Vaya, si te tomaste seis tostadas más que los demás. Es imposible que sea ya la hora de comer. —Y se quitó el guante para consultar su reloj.

Pero en aquel momento sonó una campana que llegó hasta ellos cruzando la clara y fresca atmósfera… era la señora Cosqui anunciándoles que la comida estaba lista.

—¿Qué os decía? —exclamó Chatín triunfante—. Yo no necesito mirar el reloj para saber cuándo es hora de comer. Vamos «Ciclón…» ¡a ver quién llega antes a Villa Rat-a-Tat!