Capítulo VII

¡Rat-a-Tat!

La señora Cosqui permaneció en el centro de la habitación escuchando y su rostro fue adquiriendo una expresión alarmada.

—¡Los golpes! —exclamó—. ¡Los golpes! ¡Vuelven después de tantos años!

—¿Qué quiere usted decir, señora Cosqui? —dijo Nabé—. Mi padre no me ha hablado para nada de estos golpes… y él conoce todo lo referente a esta casa.

—Puede que él no sepa lo de los golpes —dijo la señora Cosqui aliviada al ver que cesaban—. A mí me lo contaron ayer en el pueblo de Boffame. Por eso esta casa se llama Villa Rat-a-Tat.

—Siéntese, señora Cosqui, y cuéntenoslo —le dijo Nabé, y la cocinera obedeció en el acto sentándose en el mismo borde de una silla y se dispuso a comenzar el relato en voz baja.

—Sólo os contaré lo que se dice —empezó—. Una leyenda que se ha venido contando a través de los años, ¿comprendéis? Yo se la oí al viejo Juan Hurdie en la oficina de correos, y dice que a él se la contó su bisabuelo.

—Continúe, continúe —la apremió Roger cuando ella se detuvo para tomar aliento. Un pedazo de madera rota por el fuego hizo que el tronco rodara hasta el borde de la chimenea sobresaltándoles.

—Pues bien —prosiguió la señora Cosqui—, se dice que la casa se llamaba Villa Boffame, igual que el lago y el pueblo…, pero poco después de que la gente viniera a vivir aquí, se oyeron unos extraños golpes en la puerta principal…

—¿En la puerta principal? —exclamó Roger—. ¿Quiere decir que alguien la estuvo golpeando con los puños?

—No. Utilizaron el gran aldabón que hay en ella —replicó la señora Cosqui—. ¿No lo visteis esta tarde al llegar?

—La puerta estaba abierta de par en par y no nos fijamos —repuso Diana tratando de recordar—. ¿Es un aldabón muy grande?

—Enorme —dijo la señora Cosqui—. Y no os podéis imaginar el ruido que mete… atronador, me lo dijo el señor Hurdie en la oficina de correos. Pero cuando el lacayo fue a abrir la puerta para ver quién llamaba… no vio a nadie.

—El que llamaba pudo haber escapado corriendo —le replicó Chatín—. Muchísima gente llama a los timbres y llamadores de las puertas, y huyen. Les parece muy divertido.

—Pues no lo es, es una estupidez —replicó la cocinera—. En el pueblo hay un muchacho que lo hace… pero a mí no se atreve a hacérmelo muy a menudo. Ajá… ¡puse engrudo en el aldabón y se puso hecho una lástima!

Todos rieron.

—Pero ¿por qué la persona que llamó años atrás no se esperó a que le abrieran la puerta? —quiso saber Chatín—. ¿Y quién era?

—Nadie lo ha visto nunca, aunque muy a menudo venía a llamar de día y de noche —repuso la señora Cosqui disfrutando con el relato de aquella historia tan dramática—. Y lo que es más… ¡los golpes se siguieron oyendo durante ciento cincuenta años, según dice la leyenda!

—Ah… entonces no pudo ser la misma persona quien llamara todas las veces —dijo Chatín—. ¿Pero qué significaban esos golpes?

—¡Dicen que eran para avisar que había un traidor en la casa! —dijo la señora Cosqui—. ¡De manera que en aquellos tiempos debían haber muchos traidores, me parece! Y el bueno del señor Hurdie dice que cada vez que sonaban los golpes, se registraba toda la casa para ver si había alguien escondido… y la servidumbre era interrogada para descubrir si alguno no era digno de confianza. Oh, antiguamente ocurrían muchas cosas.

—¿Y cuánto tiempo hace que cesaron los golpes? —preguntó Nabé—. Usted dice que sólo duraron ciento cincuenta años… pero esta casa es mucho más antigua.

—¡Hace más de cien años que Don Nadie no ha llamado a la puerta con ese aldabón! —dijo la señora Cosqui—. ¡Y ahora está tan viejo que apuesto cualquier cosa a que se caería de la puerta si alguien lo tocara!

La historia de la señora Cosqui era tan interesante que los niños habían olvidado por completo los golpecitos misteriosos que oyeron un rato antes… ¡Pero los recordaron en cuanto volvieron a dejarse oír!

—¡Toc-toc-toc… rat-a-tat! Allí estaban otra vez, suaves, profundos y misteriosos… ¡y sonaban en aquella habitación! No cabía duda.

Nabé pegó un respingo.

—¡Tenemos que averiguar qué es! —dijo.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Cosqui y empezaron a temblarle las piernas—. Oh, Dios mío… Me he asustado yo misma con esa vieja leyenda. Estoy temblando de pies a cabeza. Otra vez ese aldabón… y Don Nadie después de tantos años. Pero ¿por qué llamará ahora? ¡Aquí no hay ningún traidor!

—¡Anímese! —exclamó Roger—. No es el llamador de la puerta principal, señora Cosqui. Vamos… Nabé… ¡busquemos ahora mismo por toda la casa, el lugar de donde sale ese ruido!

Esperaron que volviera a sonar… cosa que no tardó en ocurrir cuando todos estaban silenciosos. ¡Toc-toc-toc… rat-a-tat-tat!

—¡Suena ahí… en este lado de la habitación! —dijo Nabé corriendo hacia el lado de la chimenea. El ruido cesó, y luego empezó de nuevo. Toc-toc-toc.

—¡Es en el armario de la leña! —exclamó la señora Cosqui—. Dios nos asista, sale de ahí. Pero que yo sepa ahí sólo hay troncos.

—Pronto lo veremos —replicó Nabé en tono enérgico y fue a abrir la puerta del armario.

¡Y de allí salió «Miranda» como una flecha, indignada y bastante asustada también! La monita fue parloteando hasta Nabé y trepó hasta su hombro escondiendo su carita dentro de su cuello.

—¡«Miranda»! ¡«Miranda»! ¡Vaya… si eres tú la que estabas dentro del armario! —exclamó Nabé—. ¡Eres muy traviesa… qué susto nos has dado! ¿Pero por qué llamabas de esa manera?

—¡Estaba imitando a Chatín! —dijo la niña—. Le oyó golpear los paneles de madera cuando subía y bajaba la escalera… y ya sabéis cuánto le gusta copiar todo lo que hacemos… de manera que cuando quedó encerrada en el armario, hizo lo mismo que Chatín… y golpeó la puerta de madera exactamente de la misma manera… toc-toc-toc… rat-a-tat-tat.

—Eso es —exclamó Roger aliviado—. Uf… no me gusta nada. ¿Y cuándo se metió «Miranda» en el armario?

—Cuando tú lo abriste para poner más troncos en la chimenea —replicó Nabé—. Debió meterse sin que la viéramos y tú cerraste la puerta. ¡Mira que llamar de esa manera… este bichito travieso!

—Bueno, espero que no haga nada más que nos asuste de este modo —dijo la señora Cosqui poniéndose en pie más animosa—. ¡Estaba bien asustada! Y no empecéis a pensar en el aldabón de la puerta principal… ¡Don Nadie no ha vuelto a tocarlo durante cien años y no es probable que se le ocurra volver a empezar ahora!

—De todas maneras… ahora no hay traidores en la casa —dijo Nabé—. Sólo cuatro niños, usted, señora Cosqui, y un mono y un perro. «Miranda», no vuelvas a hacerlo. Me sorprende que no te echáramos de menos, pero yo pensé que estabas tranquilamente durmiendo en la alfombra que hay junto al sofá.

—¿Por qué no habrá ido «Ciclón» a arañar el armario como suele hacer siempre que oye algún ruido? —se maravilló Diana.

—Es muy sencillo —replicó Chatín con una mueca—. ¡No se siente predispuesto a sacar a «Miranda» de ningún apuro! ¡Apuesto a que él hubiera deseado que permaneciera allí el mayor tiempo posible!

—Sí. Creo que tienes razón —dijo Nabé contemplando a «Ciclón» que había empezado a rascarse—. «Ciclón…» eres muy malo… dejar que la pobre «Miranda» estuviera en ese armario oscuro sin levantar ni una pata por ayudarla.

—Guau —ladró «Ciclón» sin dejar de rascarse, y Chatín le empujo con el pie.

—¡Basta! —le dijo—. Siéntate y escucha cuando se te habla.

El perro meneó el rabo que fue golpeando el suelo… ¡toc-toc-toc!

—Oh, Dios santo… ¡no empieces a hacerlo tú también! —exclamó Chatín, haciendo reír a Diana que se sentía muy aliviada al ver que sus temores no tenían fundamento… y casi deseaba que la señora Cosqui no les hubiera contado aquella extraña historia.

—Continuemos la partida —dijo Chatín—. Veamos… será mejor que demos otra vez… ¡Manos a la obra!

Volvieron a repartir las cartas y Chatín contempló su Juego.

—¡Ah! —exclamó—. ¡No podía ser mejor! Voy a deciros una cosa… que aunque ese Don Nadie viniera a llamar ahora, seguiría jugando… ¡Tengo unas cartas estupendas!

Pero afortunadamente no se repitieron los golpes y él pudo ganar la partida con facilidad, cosa que le lleno de satisfacción.

Se estaba muy cómodo y calentito en aquella sala junto al fuego de la chimenea, y los niños se sintieron muy felices pensando en lo mucho que iban a divertirse al día siguiente. Al cabo de un rato Diana fue a correr las cortinas que les ocultaron la noche estrellada y la blanca nieve.

Más tarde, la señora Cosqui entró con una bandeja.

—¡La cena! —anunció sonriente—. ¿Quieres ir colocándolo todo, Diana, mientras yo voy a echar una mirada a los huevos escalfados?

—¡Huevos escalfados! Señora Cosqui, ¿cómo ha adivinado usted que estaba deseando comer uno? —le dijo Chatín al punto.

—Pues tuve el presentimiento de que estabas deseando comer dos, y no uno —replicó la cocinera, que sentía gran simpatía por aquel «diablillo», pecoso y chato, como le llamaba ella para sus adentros.

—¡Dios! —exclamó el niño encantado—. ¡Qué bien me conoce usted ya! «Ciclón»… saluda a la señora Cosqui, haz el favor… ¡con tu mejor saludo!

Y «Ciclón», orgulloso de poder exhibir su última habilidad, se sentó para saludarle elegantemente, ante la mirada atenta de «Miranda».

—¡Miradle… es tan listo como su amo! —dijo la señora Cosqui dejando la bandeja y echándose a reír—. Los dos sois tremendos… Vuelvo en seguida con los huevos. —Y allá se fue riéndose todavía de Chatín y «Ciclón». ¡La verdad es que… vaya par!