Capítulo VI

Instalándose

Una amplia escalera conducía al primer piso de Villa Rat-a-Tat, en cuyo rellano veíanse las puertas de muchas habitaciones. Todas las paredes estaban recubiertas de madera y Chatín no cesaba de golpearlas, rat-a-tat.

—Chatín, ¿por qué haces eso? —le preguntó Diana—. ¿Qué es lo que pretendes?

—¡Ah… ver si hay algún pasadizo secreto! —le replicó Chatín al punto—. ¡Nunca se sabe! ¡Esta casa puede estar llena de pasadizos!

—Bueno, espero que no golpearas las paredes cada vez que pases junto a ellas —dijo su prima.

—Ésta es Villa Rat-a-Tat, ¿no? —respondió Chatín con una sonrisa y volviendo a golpear otro panel de madera… rat-a-tat—. Vaya, quisiera saber por qué le pusieron un nombre tan raro, ¿lo sabes tú, Nabé?

—No —replicó el muchacho—. Pero tal vez lo sepa la señora Cosqui. Se lo preguntaremos.

La señora Cosqui iba delante abriendo las puertas ante las que pasaban.

—¡Podéis escoger vuestras habitaciones! —les gritó—. Nabé tendrá una para él solo, y también Diana, pero los otros dos niños dormiréis Juntos. El perro puede dormir abajo en la cocina.

—No —murmuró Chatín por lo bajo—. ¡No dormirá en la cocina! Lo hará en mi cama como de costumbre. No podemos separarnos.

Las habitaciones eran muy interesantes. Todas tenían las paredes cubiertas de madera, que Chatín golpeó suavemente con los nudillos, asientos acolchados debajo de las ventanas, palanganeros anticuados y armarios empotrados en la misma pared.

—¡Apenas puede decirse que son armarios! —dijo Diana abriendo el suyo—. Parecen parte de la pared. Nunca había tenido una habitación como ésta. ¡Me parece haber retrocedido cientos de años!

—Nuestra habitación también es imponente —anunció Chatín—. ¿Dónde está la señora Cosqui? Quería decir algo que ella no debe oír. No voy a consentir que encierre a «Ciclón» en la cocina esta noche, de manera que pensaré alguna cosa para evitarlo… y entonces podrá dormir en mi cama como de costumbre. Se pondrá muy triste si ha de dormir en la cocina.

Diana abrió su maleta y fue sacando sus ropas cuidadosamente para colocarlas en el armario mientras los niños exploraban al otro lado de la casa. La señora Cosqui les gritó desde abajo:

—La merienda estará lista dentro de cinco minutos… y hay bollitos calientes, de manera que no tardéis en bajar. Diana llamó a los otros.

—¡Roger… Nabé… Chatín! La merienda está casi a punto, así que daros prisa en deshacer las maletas.

Roger y Nabé acudieron en seguida a colocar sus cosas en las cómodas antiguas y en el armario; en cambio Chatín apareció en el último momento cubierto de polvo y telarañas.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Diana mirándole con disgusto—. ¡No te acerques a mí, por favor! Estás tan lleno de telarañas que probablemente las arañas se estarán paseando por encima de ti.

—¿Sí? —exclamó Chatín sorprendido cepillándose vigorosamente y llenándolo todo de polvo—. He encontrado un ático… muy interesante, con cajas y baúles antiguos. Eh, ¿qué es eso?

Era el sonido vibrante del viejo gong del recibidor. La señora Cosqui, cansada de esperarles, había recordado el gong. ¡Cómo les sobresaltó! «Miranda» se subió a una cortina y «Ciclón» corrió a esconderse debajo de la cama.

—Supongo que anuncia la merienda —dijo la niña—. Chatín, tienes que deshacer tu maleta y ordenar las cosas antes de bajar. ¡Vamos… date prisa!

—Está bien… está bien, maestra —le replicó Chatín—. ¡No empieces a mandarme! No tardo nada en deshacer mi maleta.

Y así fue. Se limitó a volcar el contenido de su maleta en el interior del armario, que cayó en revuelta confusión, y luego bajó la escalera a toda velocidad, precedido de «Ciclón». La escalera terminaba en un vestíbulo de suelo encerado y «Ciclón» pudo patinar hasta la misma puerta con gran facilidad.

—Muy bien, «Ciclón» —le dijo su amo en tono admirativo, y caminó tranquilamente hasta la sólita, donde los otros acababan de sentarse. Diana le contempló acusadora.

—No has tenido tiempo de deshacer la maleta. ¡Ve a hacerlo!

—Todo está ya en mi armario —replicó Chatín—. ¡Y la maleta está vacía, maestra!

—No me llames maestra —dijo Diana exasperada, pero Chatín ni siquiera la oía. Su atención estaba acaparada por los manjares colocados sobre la mesa de té. Sobre un mantel impoluto habían seis platos con distintas viandas, y delante de Diana una gran tetera oscura y un gran jarro de leche y un azucarero lleno de terrones. Vio además dos platillos con mermelada y un gran tarro con pasta de anchoas.

—Chatín contempló admirado las seis fuentes.

—Tostadas de pan con mantequilla… bollitos calientes, por lo menos tres para cada uno… carne de membrillo… un gigantesco pastel de chocolate… bizcochos de tamaño doble al normal… almendrados. ¡Almendrados… mi golosina predilecta! ¡Eh, señora Cosqui, señora Cosqui!

Y el entusiasmado Chatín acompañado de «Ciclón» corrió a la cocina para decir a la sorprendida señora Cosqui lo que pensaba de la merienda. Estuvo dudando si la abrazaría o no, pero al fin decidió que todavía no la conocía muy bien.

A la señora Cosqui le satisfizo en gran manera su admiración por la primera comida que le había preparado.

—Vete a paseo —le dijo muy contenta—. ¡Eres tremendo! ¡Será mejor que te des prisa o los otros se lo habrán comido todo antes de que vuelvas a la mesa!

Aquello hizo que Chatín saliera corriendo, pero con alivio vio que aún quedaban muchas cosas. Tuvo que comer a dos carrillos para alcanzarles, pero eso a Chatín nunca le preocupaba.

—Tus modales en la mesa no han mejorado nada —le dijo su prima que detrás de aquella enorme tetera se sentía tan importante como su madre.

—Lo siento, maestra —repuso Chatín con voz tan humilde que todos rieron—. Escribiré cien veces «Debo complacer en todo a la querida Diana», «Debo complacer en todo a la querida Diana».

—De un momento a otro voy a tirarte algo a la cabeza —replicó Diana—. Probablemente la tetera.

—Bueno —fue la respuesta de Chatín—. Pero aguarda a que esté vacía. Tal vez quiera tomar otra taza de té. Vaya, mira a «Miranda», Nabé… está metiendo los dedos en la mermelada de fresa y luego se los chupa.

—«Miranda»… ¿cómo puedes hacer una cosa así? —le dijo Nabé en tono de reproche, y la monita escondió su cabeza dentro de su cuello como si estuviera avergonzada… ¡pero al minuto metía otra vez la pata en la mermelada!

Fue una merienda alegre y divertida en la que Nabé disfrutó más que ninguno. Durante varios años había sido un muchacho solitario deseoso de la compañía y estímulo de aquella charla familiar que nunca tuvo. Ahora participaba de aquella diversión, y tomaba parte de todas las bromas con sumo placer. Pero nadie tenía una respuesta más pronta que el irresistible e impertinente Chatín… que nunca se quedaba sin saber qué decir.

Todos ayudaron a recoger el servicio de té. A aquella hora, naturalmente, la señora Cosqui ya había tenido que encender las lámparas, que eran de petróleo, muy antiguas, puesto que en Villa Rat-a-Tat no había electricidad.

—Tened mucho cuidado con esas lámparas —les advirtió—. Y si te da por correr con ese perro loco, Chatín, procura no tirarlas o incendiarás la casa.

—Iré con cuidado —prometió Chatín.

—Arriba, en el descansillo, hay velas —continuó la señora Cosqui—, y he dejado otras en el recibidor para cuando subáis a acostaros. Y si queréis más leña para el fuego, está ahí en ese armario junto a la chimenea. Si necesitáis más iré a buscarla fuera.

—No —replicó Roger en el acto—. Yo iré a buscarla… y díganos si necesita que hagamos alguna otra cosa, señora Cosqui, y lo tendrá hecho en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Eso es lo que quería oír! —dijo la mujercita complacida mientras se alejaba sonriente. Se sentaron alrededor del fuego.

—Ahora podemos jugar un rato —dijo Chatín—. He traído las cartas. Iré a buscarlas. —Y empezó a subir la escalera golpeando las paredes a cada momento… ¡toc-toc-toc… rat-a-tat, rat-a-tat!

—Ojalá no lo hiciera —exclamó Diana—. ¿Por qué Chatín tiene siempre que hacer algún ruido?

Chatín volvió con sus cartas y los niños le oyeron golpear los paneles de madera. «Ciclón» escuchaba con la cabeza ladeada igual que «Miranda», pues resultaba un sonido irritante que les atemorizaba.

—Pongamos más leña en la chimenea antes de empezar —dijo Roger abriendo la puerta del armario donde se guardaban los troncos. Sacó uno que puso en el fuego y luego lo cerró antes de sentarse con los otros alrededor de la mesa para jugar a las cartas.

Pero no habían jugado más que una partida cuando algo les sobresaltó. Era un sonido repetido… ¡toc-toc-toc… rat-a-tat-tat! ¡Toc-toc-toc… rat-a-tat!

Ciclón empezó a gruñir y aquello también les asustó. Ahora no era Chatín quien golpeaba las paredes puesto que estaba en la mesa con ellos escuchando atemorizado.

—Bah… ¡debe ser la señora Cosqui que debe dar golpes en la cocina! —exclamó Roger, viendo que Diana estaba asustada.

—No —replicó su hermana en voz baja—. Es en esta habitación. ¡Pero aquí no hay nadie más que nosotros!

—¡Toc-toc-toc… rat-a-tat! Eran exactamente los mismos golpes que diera Chatín en los paneles de madera mientras subía y bajaba la escalera.

—Es en esta habitación —dijo Nabé, sobresaltado—. ¿Qué puede ser? ¿Quién lo hace? No me gusta.

—Llamemos a la señora Cosqui —intervino Roger gritando a continuación—: ¡Señora Cosqui! Venga. ¡De prisa! La señora Cosqui acudió muy extrañada.

—¿Qué ocurre? —preguntó viendo sus rostros sorprendidos.

—Escuchen —dijo Roger cuando volvió a sonar el suave toc-toc-toc—. Esos golpes, señora Cosqui… ¿de qué pueden ser?