En casa de Nabé
La casa de Nabé estaba en Wendleman, y un automóvil les aguardaba en la estación para llevarles… era una gran camioneta utilitaria en la que había mucho espacio para el equipaje. Y lo mejor de todo fue el ver a Nabé que también les esperaba con «Miranda» muy excitada sobre su hombro.
—¡Nabé! ¡El bueno de Nabé! Y «Miranda»; ¡eh, «Miranda»! —les gritó Chatín asomado a la ventanilla del tren mientras éste entraba en la estación. Luego abrió la portezuela del compartimiento y él y «Ciclón» cayeron al andén juntos. Nabé corrió hacia ellos con el rostro radiante y sus ojos azules más brillantes que nunca. «Miranda», la monita, sentada sobre su hombro parloteaba con todas sus fuerzas, pues les conoció a todos en seguida.
—¡Nabé! ¡El bueno de Nabé! —exclamó Diana mientras Roger le daba unas palmaditas en la espalda, y Chatín sonreía con todas sus pecas. Y en cuanto a «Ciclón», estaba completamente loco, y tumbándose de espaldas sobre el suelo pedaleó en el aire a toda velocidad como si fuera en bicicleta, ladrando con fuerza.
—¡Hola! —exclamó Nabé, y en su rostro moreno se reflejó la satisfacción que le producía ver a los niños que fueron sus amigos cuando era sólo un saltimbanqui de circo—. Caramba… cuánto me alegro de volver a veros. ¿No es verdad, «Miranda»?
La monita se subió al hombro de Diana y empezó a susurrarle al oído, sujetando su lóbulo, como solía hacer tan a menudo. La niña rió.
—Querida «Miranda…» no has cambiado nada, nada. ¡Y estás monísima con tu chaquetita roja, tu faldita y el sombrerito!
Nabé estaba distinto. No había crecido ni engordado y su rostro seguía tan moreno como siempre, pero ahora iba bien vestido, llevaba el cabello bien cortado, cosa que rara vez sucedía cuando trabajaba en los circos. En resumen tenía muy buen aspecto y Diana le contempló con admiración.
Nabé se echó a reír al ver los ojos de sus tres amigos fijos en él.
—¿Estoy muy cambiado? —dijo aquella voz que conocían tan bien, y con aquel ligero acento americano que había adquirido durante sus viajes—. Ahora ya no soy un saltimbanqui… sino un caballero… ¡figuraos! Yo, Nabé, el saltimbanqui, el que trabajaba en lo que podía, que no había llevado otra cosa que alpargatas, pantalones sucios y camisas raídas…
Hizo una pausa y guiñó un ojo a sus amigos.
—Sí… ahora soy un caballero…, pero sigo siendo el mismo, ¿veis? Sólo Nabé… ¿no es cierto, «Miranda»?
«Miranda» volvió a saltar sobre su hombro sin dejar de parlotear en su lenguaje ininteligible. ¿Qué le importaba a ella cómo vistiera Nabé, o dónde viviera, o que fuese un acróbata o un caballero? Le daba lo mismo. Siempre sería Nabé.
—Sí, sigues siendo Nabé —le dijo la niña lanzando* un suspiro de alivio, pues había temido que el tener familia, una casa bonita y dinero para gastar, hubiera hecho cambiar a Nabé…, pero no, era el mismo de siempre.
—Vamos —les dijo el muchacho—. El coche está aquí, ¿veis?, y lo conduce mi padre. —Pronunció las palabras «mi padre», con un orgullo que conmovió a Diana. ¡Qué suerte, y qué contenta estaba de que Nabé tuviera padre, y que le hubiese encontrado después de tantos años de creerle muerto!
El padre de Nabé, el señor Martin, estaba sentado ante el volante. Los niños se maravillaron de su asombroso parecido… los mismos ojos azules brillantes y tan separados… cabellos color de trigo maduro, y boca grande siempre pronta a sonreír. Sí, no cabía duda de que eran padre e hijo. La única diferencia verdadera en sus rostros era que Nabé estaba mucho más moreno que su padre.
—¡Hola amiguitos! —les dijo el señor Martin sonriendo, cosa que le hacía parecerse más que nunca a Nabé—. Habéis sido muy amables al recorrer tanto camino para ver a Bernabé… o Nabé, como le llamáis vosotros. ¡Subid! Tenemos que comer en casa de su abuelita y luego os llevaré a Villa Rat-a-Tat. Estamos emocionados.
Los niños amontonaron las maletas dentro de la camioneta. «Ciclón» se acomodó en un rinconcito para poder asomar la cabeza por la ventanilla. Le encantaba que sus largas orejas ondearan a impulsos de la brisa. Estaba contentísimo de volver a ver a Nabé, aunque no sabía a qué atenerse con respecto a «Miranda». Había recordado de pronto cómo solía mantenerse sobre su lomo, y la miró de reojo. ¿Volvería a gastarle aquellas bromas?
El coche enfiló la avenida de una casa de buen aspecto, rodeada de árboles, de paredes blancas, chimeneas muy altas y amplias ventanas. Mientras se acercaban, se abrió la puerta principal dando paso a una anciana de ojos tan oscuros como los del monito que, al igual que Bernabé, llevaba sobre su hombro.
—¡Ah, ya estáis aquí! —exclamó—. ¡Bien venidos, bien venidos! Tenía muchas ganas de conocer a los amigos de Nabé. ¡Pasad, pasad!
A los niños en el acto les fue simpática la abuelita de Nabé, que tenía el cabello blanco y ensortijado, el cutis suave, ojos oscuros y una sonrisa vivaz, y cuando le estrecharon la mano sonrieron al ver a su monita sobre su hombro.
—¡Ah, ya veis que tengo un mono igual que Bernabé! —dijo con su voz alegre parecida a la de un pájaro—. Nuestra familia siempre ha tenido monos… mi madre tenía dos. ¡«Jinny» y «Miranda» son buenos amigos!
«Jinny», el pequeño monito no iba vestido como «Miranda». Llevaba una capita amarilla sobre sus hombros, y les tendió su manita diminuta con aire solemne para estrecharles la mano uno por uno. «Ciclón» lo contemplaba atónito. ¿Otro mono…?, o ¿acaso veía doble?
Pronto estuvieron sentados en una habitación acogedora, con un alegre fuego, cortinas vistosas, y una espléndida comida dispuesta sobre una mesa redonda que Chatín contempló con aprobación. Sopa de tomate caliente para empezar… ¡precisamente lo que más apetecía en aquel momento! Fue a ocupar su sitio en seguida sonriendo satisfecho. Aquellas eran las cosas con que más plenamente disfrutaba.
—¿Qué viene después? —preguntó a Nabé en un susurro.
—Ah… Bernabé me ha dicho lo que os gusta —dijo la anciana que tenía un oído muy fino—. Luego hay salchichas… muchas… con cebollas fritas, y tomates… patatas y guisantes. Bernabé ha comido muchas veces con vosotros, lo sé… y ahora me siento orgulloso de que él pueda invitaros a vosotros.
A Chatín le pareció estupendo. Qué señora tan simpática. Nabé era muy afortunado por tener una familia semejante, y por un instante sintió un poco de celos al contemplar al padre de Nabé, tan arrogante y sonriente. A él le hubiera gustado tener un padre así… pero desgraciadamente no tenía ni padre ni madre, y no era capaz de comprender por qué los niños se quejaban de sus padres… ¡no sabían la suerte que representa tenerlos!
Fue una comida muy agradable, y Nabé les contó todo lo que había estudiado durante el curso. No había ido nunca al colegio, y su padre consideró conveniente que recibiera algunas lecciones particulares antes de enviarle a ninguno. El muchacho era muy inteligente y disfrutaba muchísimo estudiando.
—¡Lo hace tan bien como pasar la maroma o dar volteretas! —dijo su padre riendo.
—¡Qué estupendo! —exclamó Chatín con envidia—. Yo no hago bien ni una cosa ni la otra. Nabé… ¿no echas de menos nunca los circos y ferias donde solías actuar?
—Algunas veces —replicó su amigo—. Pero pocas. De cuando en cuando recuerdo lo divertido que era dormir bajo las estrellas… o comer algún guiso sustancioso procedente de un caldero de la feria cuando tenía hambre… y echo un poco de menos a los artistas.
—Siempre que quieras puedes volver a esa vida, Nabé —le dijo su padre sonriéndole.
—Lo sé —repuso Nabé—. Pero siempre volvería a casa… para estar contigo y con la abuelita. Me gusta la libertad de la vida de circo… pero también el poder echar raíces, como puedo hacer aquí. El sentir que pertenezco a alguna parte… a un lugar o a una familia… es lo que había echado de menos toda mi vida, y ahora que lo tengo, prenso conservarlo.
La charla continuó durante toda la comida… feliz, alegre, cordial e íntima. «Ciclón» se tumbó debajo de la mesa sorprendido por la variedad de bocados que le iban dando su amo, Roger y Nabé; y «Miranda», curiosa por ver por qué se estaba tan quieto, se deslizó por la pata de la mesa para investigar y unirse al festín de «Ciclón», ante la contrariedad del chucho. «Jinny», el otro mono, rara vez abandonaba el hombro de su ama e iba cogiendo con su monita los bocados que ella le daba. Algunas veces acariciaba a la anciana, y al igual que «Miranda» hacía con Nabé, metía sus manecitas por su cuello dejándolas allí unos momentos para calentar sus deditos.
—Ahora, después de comer, el coche os llevará a Villa Rat-a-Tat. La señora Cosqui, la hermana de la cocinera, ya está allí.
—La señora Cosqui… ¿de veras se llama así? —preguntó Chatín—. ¿Es cosquillosa?
—No tengo la menor idea —repuso la señora Martin— y yo de ti no trataría de averiguarlo.
—Yo creí que iba a venir también un primo de Nabé —dijo Roger—. ¿Dónde está? ¿Hemos de recogerle en algún sitio?
—No. Está un poco constipado —explicó la señora Martin—. Puede que vaya dentro de un par de días, pero hoy no. Tendréis que instalaros sin él.
Aquello fue del agrado de todos, que estaban deseando poder charlar a solas con Nabé, y un primo desconocido les hubiera violentado.
Montaron en el coche utilitario, se despidieron de la abuelita de Nabé y el pequeño «Jinny», el monito, y emprendieron la marcha por las nevadas carreteras hacia las colinas de las cumbres blancas.
—Despertadme cuando lleguemos a Villa Rat-a-Tat —dijo Chatín, que después de aquella comida tan abundante sintió sueño—. ¡Qué bien lo vamos a pasar allí!
—¡Tienes razón, Chatín… espera y verás!