Una invitación atrayente
La señora Lynton contempló los rostros ansiosos de los niños y asintió sonriente.
—Sí. No veo por qué no habéis de ir. En realidad considero que es un medio excelente de solucionar todas nuestras dificultades. ¡Oh, Chatín, querido, no hagas eso!
Chatín había cogido a su tía y danzaba a su alrededor de contento y gritando:
—¡Hip, hip, hip, hurra; hoy es un día, día feliz!
El señor Lynton salió al recibidor para ver qué ocurría y les escuchó con aire aprobador.
—¡Ah! Así vuestro tío Roberto tendrá un poco de paz y tranquilidad… y nosotros también —concluyó—. Espero que no dejaréis a «Ciclón». La verdad es que quisiera perder de vista a ese perro por una temporadita.
—¡Así será! —gritó Chatín, acercándose a su tío para hacerle bailar también, pero por suerte lo pensó mejor… a su tío no le gustaban aquellas tonterías.
Roger fue a comunicar a Nabé el consentimiento de sus padres y a saber algunos detalles más. Diana le arrebató el teléfono al cabo de un par de minutos, deseosa de hablar con el bueno de Nabé, y oyó un cuchicheo ininteligible.
—¡Oh, eres tú, «Miranda»! —exclamó encantada al oír de nuevo el parloteo familiar de la monita—. Te veremos pronto, «Miranda», pronto, pronto, pronto.
—¡Guau, guau! —ladró «Ciclón» sin comprender lo que ocurría, pero queriendo tomar parte en la algazara general. Trató de apoderarse de la alfombra que tenía a los pies el señor Lynton; menos mal que Chatín le detuvo a tiempo.
Todos estaban excitados por haber tenido noticias de Nabé. Después, también Chatín había hablado con él, y cuando al fin colgaron el teléfono, fueron a reunirse en la sólita para comentar las novedades.
—Imaginaros… una casa en mitad de las colinas nevadas… y además junto a un lago helado… ¡no podría ser mejor! —exclamó Roger, entusiasmado—. Tengo que buscar mis patines. Tienes suerte, Chatín, a ti te regalaron unos nuevos estas Navidades.
—¿Y nuestro trineo? —preguntó Diana—. No creo que ahora nos sirva… es demasiado pequeño. Hace tres años que no lo utilizamos. ¡Qué lástima!
—Yo compraré uno nuevo con el dinero que me dieron estas fiestas —pregonó Chatín—. Oh, vaya… ojalá pudiera comprarle patines a «Ciclón»…
Roger se echó a reír.
—Ojalá. «Ciclón» estaría graciosísimo patinando… ¡no sabría qué pata utilizar primero!
—¡Oh, es demasiado bueno para ser verdad! —dijo la niña, recostándose en su butaca—. Mamá, ¿no te importa que vayamos, verdad? ¿No te sentirás sola sin nosotros?
—Oh, no —replicó su madre—. Estaré encantada de poder dedicar todo el tiempo a tío Roberto. Gracias a Dios, «Ciclón» no estará aquí. ¿Cuándo va a telefonearme la abuelita de Nabé para ponernos de acuerdo en el día, la hora y otros detalles, Roger? ¿Te lo dijo Nabé?
—Sí. Te llamará esta noche —repuso Roger, y luego se volvió a los otros—. Nabé parecía el mismo de siempre, ¿verdad? —les dijo.
—El mismo —convinieron Diana y Chatín.
—¿Por qué no iba a serlo? —preguntó la señora Lynton, sorprendida.
—Oh, no lo sé —contestó Roger—. Después de haber vivido en el circo tanto tiempo… llevado ropa raída y sin tener a menudo lo suficiente para comer… sin ir nunca al colegio… luego encontrar toda una familia y tener que estudiar… y trajes decentes, y comer en la mesa en vez de hacerlo en cualquier parte… pues, no sé… creí que tal vez hubiese cambiado.
—Nabé nunca cambiará —dijo Chatín—. Nunca. Vaya… pensar cómo nos deslizaremos por las colinas en trineo… ¡uuuuuuu!
Y patinó a toda velocidad sobre el suelo encerado, deteniéndose al ver el rostro de su tía. Y patinando… y girando…
Tropezó con una mesita que Diana sujetó a tiempo para que no se cayera.
—¡No te hagas aún más tonto de lo que eres! —le dijo—. Apuesto a que te caerás mil veces antes de patinar media docena de pasos. ¡Ah… qué ganas tengo de verte sentado en el hielo!
La abuelita de Nabé telefoneó a la señora Lynton aquella noche. Tenía una voz dulce y amable. ¡Qué suerte la de Nabé por haber encontrado una abuela tan simpática como aquélla!
—Dice que la casa de las colinas ha estado cerrada durante algún tiempo —dijo la señora Lynton a los niños, que aguardaban impacientes—. Sus hijos solían utilizarla para practicar los deportes de invierno cuando eran muy jovencitos. Enviará a alguien para que la limpie y ventile, y cree que estará preparada para recibiros dentro de un par de días.
—¿Va a ir también alguna persona mayor? —preguntó el señor Lynton—. Tiene que haber algún responsable.
—Nabé es muy sensato —replicó Roger al punto.
—La señora Martin… es decir, la abuela de Nabé… dice que va a enviar a la hermana de su cocinera para que les cuide —dijo la señora Lynton—. Les hará la comida, secará sus ropas y procurará que no hagan demasiadas tonterías. Pero yo espero que Roger cuide también de eso. Ya es bastante mayor para que se haga cargo de todo, igual que Nabé.
—Nos portaremos bien —replicó Roger—. No necesitas preocuparte, mamá. ¡Qué suerte… sólo faltan dos días para ir a esa casita!
—No creo que sea muy pequeña —repuso su madre—. Tiene cinco o seis dormitorios, una gran cocina antigua y dos o tres habitaciones más. Tendréis que ayudar un poco a mantenerla ordenada, o la hermana de la cocinera se marchará y os dejará.
—Yo la ayudaré —prometió Diana—. Y nosotros podemos hacernos las camas… aunque lo único que hace Chatín es estirar las sábanas otra vez por la mañana.
—Chivata —replicó Chatín—. Es mi cama, ¿no?
—Creo que lo mejor será que mañana os ocupéis de la cuestión de patines, botas y ropa —dijo la señora Lynton—. Y todos necesitaréis, además, unas buenas botas de agua, naturalmente. Espero que te hayas traído las tuyas del colegio, Chatín. El curso pasado te las olvidaste.
—Sí, las traje. Por lo menos recuerdo haber visto una —replicó Chatín.
—¿Y cómo se llama la casa? —preguntó Diana.
—Pues… creo que no debo haberlo entendido bien por teléfono —repuso su madre—, pero sonaba algo así como Villa Rat-a-Tat.
Todos rieron.
—¡Qué bonito! —exclamó Diana—. Espero que se llame así. Rat-a-Tat. Villa Rat-a-Tat… ¿por qué le habrán llamado así?
Al día siguiente estuvieron muy atareados preparando las botas, calcetines, guantes, jerseys, patines… todo fue cuidadosamente examinado y preparado. El tiempo continuaba siendo muy frío y volvió a nevar durante la noche.
La previsión anunciaba tiempo frío, mucha nieve y fuertes heladas… a propósito para los deportes de invierno, como Chatín no cesaba de repetir. Sacó su armónica una vez más, y casi los vuelve locos a todos tratando de aprender una nueva melodía. Al fin la señora Lynton se la quitó, escondiéndola en el fondo de una de las maletas que estaban preparando para llevarse.
Pero, sin darse por vencido, Chatín continuó fingiendo tocar el banjo, para lo cual producía un curioso ruido metálico con la boca entrecerrada mientras que con los dedos simulaba tocar las cuerdas de un banjo. Aquello era aún peor que la armónica y, por desgracia, como era un instrumento imaginario, nadie podía quitárselo.
—¿No podrías enviar a ese niño hoy mismo a Villa Rat-a-Tat? —preguntó el señor Lynton al oírle tocar el banjo delante de la puerta de su despacho por vigésima vez durante aquella mañana—. Palabra que es una suerte que no esté aquí para cuando llegue tío Roberto.
Al fin las maletas estuvieron dispuestas, con los patines bien sujetos, y las ropas que habían de ponerse a la mañana siguiente para ir a reunirse con Nabé preparadas sobre una silla. «Ciclón» corría todo el tiempo de un lado a otro tratando de ayudar, y llevándose todos los zapatos y calcetines que estaban a punto de meter en el equipaje. Incluso Chatín llegó a cansarse de él cuando le hizo caer por la escalera y ambos llegaron abajo en revuelta confusión y llenos de cardenales.
—¡Eres un tonto! —dijo Chatín en tono fiero al sorprendido «Ciclón»—. Si vuelves a hacerlo te dejaré aquí. Casi me rompo una pierna. ¡Grrr! ¡Malo!
El perro se metió debajo de un arcón del recibidor, escondiendo el rabo entre las piernas. Había cierto olor a ratón, y lo estuvo pasando en grande olfateando a más y mejor para ver si lo encontraba, ante el asombro del señor Lynton.
—Primero hemos de ir a casa de Nabé, y luego de reunimos con él y su primo continuaremos hasta Villa Rat-a-Tat —dijo Roger a los otros—. Ojalá fuese ya mañana. Me gustaría saber cómo será su primo. Mamá, ¿cuántos días podemos quedarnos?
—Yo creo que hasta que se derrita la nieve —dijo su madre—. Eso es lo que dijo la abuelita de Nabé. Pero, naturalmente, si tardara más de una semana, tendríais que regresar para hacer los preparativos para volver al colegio.
Roger lanzó un gemido.
—¡No lo menciones siquiera! Chatín, basta de ese ruido. O toca otro instrumento para variar. Ese imaginario banjo tuyo me está cansando.
Chatín obedeció, poniéndose a tocar la cítara, que resultaba bastante más agradable. Realmente era una maravilla imitando sonidos. ¡El señor Lynton esperó que a continuación no se le ocurriese ponerse a imitar el tambor!
Al fin llegó el día siguiente… una mañana radiante con un cielo azul y despejado y un sol pálido… y la nieve crujía bajo sus pies como si fuera azúcar.
—¡Maravilloso! —exclamó Diana—. ¡Precisamente lo que queríamos!
Y allá se fueron en un taxi a tomar el tren que había de llevarles al pueblo donde estaba Nabé. «Ciclón» iba tan excitado que tuvieron que ponerle una correa. ¡Y ahora rumbo a la diversión…! Y a los deportes… ¡Hurra por las vacaciones de invierno!