Capítulo I

Vacaciones de Navidad

—¿Cuánto van a durar estas vacaciones de Navidad? —exclamó el señor Lynton dejando su periódico al oír un terrible estrépito procedente del piso de arriba—. A veces me parece que vivo en un manicomio… ¿Qué están haciendo esos niños arriba? ¿Es que ensayan saltos mortales?

—Supongo que será Chatín, como de costumbre —repuso la señora Lynton—. Estaba haciendo su cama. ¡Oh, Dios mío… otra vez!

Y yendo hasta la puerta gritó:

—¡Chatín…!, ¿qué estás haciendo? Tu tío se va a enfadar de verdad.

—¡Oh, lo siento! —respondió Chatín a gritos—. Es que estaba corriendo los muebles un poco… y la mesilla de noche se ha caído. Me olvidé de que estabais debajo. Eh, cuidado… «Ciclón» baja por la escalera y esta noche está un poco loco.

Un «spaniel» negro bajó por la escalera a toda velocidad, y la señora Lynton apresuróse a portarse de su camino. «Ciclón» patinó por todo el recibidor y la salita, hasta los mismos pies del señor Lynton, que le propinó un golpe en la cabeza con el periódico doblado, que le hizo salir huyendo de allí a la misma velocidad con que había entrado.

—¡Qué casa! —gimió el señor Lynton cuando regresó su esposa—. En cuanto llega Chatín desaparece la paz y la tranquilidad. Y además hace que Roger y Diana sean tres veces peores… y en cuanto a su perro «Ciclón», esto aún más loco que antes.

—No te preocupes, querido… al fin y al cabo sólo es Navidad una vez al año —replicó la señora Lynton—. Y el pobre Chatín debe pasar las vacaciones en algún sitio… olvidas que no tiene padre ni madre.

—Bueno, quisiera que no fuese sobrino mío —dijo el señor Lynton—. ¿Y por qué hemos de tener en casa también a su perro?

—Oh, Ricardo… ya sabes que Chatín no vendría si no admitiéramos a «Ciclón»… le adora —contestó su esposa.

—¡Ah! —exclamó el señor Lynton, volviendo a desdoblar su periódico—. De manera que Chatín no va a ninguna parte sin «Ciclón»… pues bien, las próximas vacaciones le dices que no podemos tener al perro en casa… y tal vez entonces deje de molestarnos.

—Oh, querido, no lo dirás en serio —exclamó la señora Lynton—. Chatín siempre te saca de tus casillas en cuanto pasa unos días en casa. No tardarás en volver a la oficina.

En el piso de arriba, Chatín, sentado sobre su cama, que seguía sin hacer, acariciaba las sedosas orejas de «Ciclón», con sus primos Diana y Roger, que habían acudido a ver cuál era la causa de aquel estropicio.

—Te vas a ganar una buena regañina —le dijo su primo—. Nunca te acuerdas de que tu habitación está encima de la sólita. ¿Para qué querías cambiar los muebles de sitio?

—Bueno, en realidad no tenía intención de moverlos —repuso Chatín—. Pero se me cayeron diez céntimos detrás de la cómoda, y cuando la corrí pensé que estaría mejor en el lugar de la mesilla, pero se vino abajo.

—Vas a recibir una buena reprimenda de papá —le dijo la niña—. Le oí decir que te estabas ganando una. Realmente eres un tonto, Chatín. Papá no tardará en volver a la oficina. ¿Por qué no te portas bien hasta entonces?

—¡Si me porto bien! —exclamó Chatín, indignado—. De todas maneras, ¿quién derramó el café por encima de la mesa esta mañana? ¡No fui yo!

Roger y Diana contemplaron a su primo pelirrojo y lleno de pecas que les miraba fijamente con sus ojos verdes. Los dos le querían mucho, pero la verdad es que algunas veces resultaba muy impertinente. Diana lanzó una exclamación de impaciencia:

—Bueno, no me extraña que papá se canse de ti, Chatín. Tú y «Ciclón» corréis por la casa como un huracán… ¿y por qué no puedes enseñar a «Ciclón» a no coger los zapatos y cepillos de las habitaciones? ¿Sabes que esta mañana ha cogido el cepillo de la ropa de papá? Sólo Dios sabe cómo logró sacarlo de la mesilla de noche.

—¡Oh, cáscaras! ¿De veras? —exclamó Chatín levantándose de la cama a toda prisa—. Cuando tío Ricardo lo descubra se pondrá furioso. Iré en seguida a buscarlo.

Las Navidades habían pasado alegremente en el hogar de los Lynton. Los pequeños regresaron del colegio muy animados ante la perspectiva de buenas comidas, regalos y diversiones. Chatín había estado algo abatido al principio temiendo que sus notas escolares fueran peores que de costumbre, y sus tíos quedaron muy sorprendidos al verle tan cortés y servicial.

Pero esto fue cosa de los primeros días, y ahora Chatín había vuelto a ser el niño ridículo e impertinente de siempre ayudado en todos sentidos por su «spaniel» negro: «Ciclón». Su tío no tardó en cansarse de él, sobre todo desde que Chatín se olvidó de destapar la bañera e inundó el cuarto de baño. ¡De no haber sido Navidad, seguro que Chatín se lleva una buena reprimenda!

De todas maneras, todos disfrutaron mucho aquellas fiestas, aunque los niños hubieran preferido que nevase.

—Sin nieve no parece Navidad —se quejaba Chatín.

—Oh, tendremos mucha en cuanto pase Navidad —dijo la señora Lynton—. Siempre ocurre así. Entonces podréis pasar el día al aire libre, hacer bolas de nieve, ir en trineo y patinar… ¡y así me veré libre de vosotros algún rato!

Pero todavía no había nevado, sólo caía una llovizna persistente que obligaba a los niños a permanecer en casa la mayor parte del día, ante la contrariedad del señor Lynton.

—¿Por qué tienen que hablar siempre a voz en grito? —decía exasperado—. ¿Y es necesario poner la radio tan alta? ¿Y querrá decirle alguien a ese perro «Ciclón» que si vuelvo a tropezar con él se irá a vivir al cobertizo?

Pero era completamente inútil decirle aquellas cosas a «Ciclón». Si quería sentarse en donde fuese para rascarse, se sentaba, sin importarle que pudieran tropezar con él. Ni siquiera Chatín era capaz de impedírselo, ya que el perro se limitaba a mirarle con ojos melancólicos, meneaba su rabo breve y luego continuaba rascándose.

—¡No sé por qué te rascas! —le decía Chatín, exasperado—. ¿Para hacernos creer que tienes pulgas? Tú sabes que no tienes, «Ciclón». ¡Oh, levántate, te digo!

Una mañana lluviosa Diana iba de un lado a otro importunando a su madre.

—¡Oh, Diana… haz algo, querida! —le dijo la señora Lynton—. ¿Has terminado todo tu trabajo?… ¿Hiciste tu cama, quitaste el polvo de tu habitación… terminaste…?

—Sí… mamá… todo —le replicó Diana—. De verdad. ¿Quieres que te ayude?

—Bueno, ¿quieres recoger todas las felicitaciones de Navidad? —repuso su madre—. Ya es hora de guardarlas. Ordénalos cuidadosamente y ponías en una caja de cartón, para que podamos enviárselas a tía Lucy…, que con ellas hace álbumes para los niños de los hospitales.

—¡Muy bien! —exclamó Diana—. Oh, ahí está Chatín con su dichosa armónica. Mamá, ¿verdad que la toca muy bien?

—No —replicó su madre—. Sólo consigue horribles sonidos. Déjale que te ayude a recoger las tarjetas, y entonces tal vez se olvide de tocarla. Creo que tu padre se volverá loco si Chatín continúa tocando la armónica.

—Chatín, ven a ayudarme a recoger las felicitaciones de Navidad —gritó Diana—. Cuidado, mamá… «Ciclón» baja la escalera.

—¿Felicitaciones de Navidad? ¿Qué quieres decir? —le preguntó Chatín, entrando en la habitación—. Oh… ¿recogerlas? ¡Bien! Siempre resulta divertido volverlas a mirar. Pongamos todas las graciosas en un montón.

Pronto Diana y él estuvieron escogiendo alegremente las felicitaciones más divertidas, leyéndolas una por una, y colocándolas ordenadamente dentro de una caja.

—¡Oh, aquí está la que nos mandó Nabé! —exclamó Diana—. ¡Mira!… ¿Verdad que es estupenda? Y muy propia de Nabé.

Y le mostró un gran tarjetón en el que se veía una feria como fondo y pulcramente dibujado en una esquina un muchacho con una monita sobre el hombro.

—Nabé se ha dibujado a sí mismo y a «Miranda» en la felicitación —dijo la niña—. Chatín… ¡me gustaría saber si ha disfrutado estas Navidades con familia por primera vez en su vida!

Roger, que entraba en la habitación en aquel momento, también contempló la felicitación de su amigo.

—¡El bueno de Nabé! —exclamó—. Ojalá pudiera verle estas vacaciones. Vaya… ¿no fue maravilloso que encontrase a su padre… y descubriera que tenía además toda una familia?

—Sí —repuso Diana, recordándolo—. Pasó toda su vida en el circo pensando que su padre había muerto. Y luego, al morir su madre, ella le dijo que todavía vivía y que debía buscarle…

—Y él se puso a buscarle por todas partes —continuó Roger—. Y recordáis cómo le encontró por fin… durante las últimas vacaciones, en Tantán, aquel pueblecito junto al mar donde veraneábamos… y lo simpático que era, exactamente igual que Nabé…

—Oh, sí —repuso Diana que lo recordaba todo con suma claridad—. Y luego Nabé supo que no sólo tenía padre, sino abuela, un tío, tías…

—¡Y primos! —concluyó Chatín—. Troncho, qué Navidades tan estupendas debe haber pasado Nabé. ¡Apuesto a que ahora ya se ha olvidado de nosotros!

—¡Y yo apuesto a que no! —replicó Diana en el acto—. Escuchad… ¡tengo una idea imponente! ¡Preguntemos a mamá si podemos invitarle a pasar unos días con nosotros! Entonces podrá contarnos todas las novedades.

—Y veremos otra vez a «Miranda», su monita —dijo Chatín, emocionado—. ¿Has oído, «Ciclón»? Veremos a «Miranda»!

—¡Vamos a preguntárselo a mamá ahora mismo! —exclamó Diana saliendo de la habitación a toda prisa—. ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás?