21

El destino

—¿Estás seguro de que estamos solos? —preguntó el hermano Braumin cuando él y Elbryan se internaron al atardecer en las sombras del bosque situado en las afueras de Dundalis.

Una miríada de formas caprichosas salpicaban el suelo, mientras la luz del sol serpenteaba entre las desnudas ramas. El espesor de nieve se había reducido bastantes centímetros durante la semana que siguió a la tormenta, pero todavía tenían que caminar penosamente por algunas incómodas zonas en las que la nieve se había ido acumulando.

El guardabosque se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? —admitió—. Bradwarden no anda por aquí, de eso estoy seguro. Y no hay ningún otro hombre cerca, a menos que sea algún hombre del bosque capaz de avanzar en silencio, sin alarmar siquiera al más asustadizo de los pájaros. Tal vez Roger Descerrajador, pues tiene fama de oír lo que no debe y de ver lo que no debe.

—Y por supuesto, los elfos —añadió el hermano Braumin—. Supongo que pueden estar tan sólo a un cuerpo de distancia y, si ellos no quieren, no se entera ni el Pájaro de la Noche.

Elbryan manifestó su acuerdo con una inclinación de cabeza. De hecho, apenas había percibido ningún signo de la presencia de Ni’estiel ni de los demás elfos desde la batalla, aunque había oído cómo un par de voces élficas entonaban una canción en una noche silenciosa. Todavía andaban por allí, pero el guardabosque no tenía claro lo que su presencia significaba. ¿Por qué no los habían avisado y por qué no se habían implicado más en una lucha que había costado la vida de cuatro hombres? Y lo que quizás era lo más inquietante de todo, ¿por qué no habían ido después a ver al Pájaro de la Noche para, por lo menos, darle alguna explicación? El guardabosque esperaba con impaciencia el encuentro, si es que llegaba a tener lugar, pues, aunque entre las filas élficas estuviera la señora Dasslerond, tenía intención de hablar claro y no precisamente en tono elogioso.

—Pero al parecer estamos tan seguros como podíamos esperar —dijo Braumin. Aminoró el paso y miró a Elbryan largo y tendido, lo cual provocó que este también fijara la vista en él—. Necesito algo —dijo con gran solemnidad.

Elbryan continuó con la vista clavada en el monje sin saber qué iba a ocurrir. Temía que Braumin le preguntase por las gemas robadas, las gemas de Pony, y estaba en su derecho, a juicio de Elbryan. En tal caso, se vería obligado a contarle alguna excusa.

—Mis amigos y yo nos sentimos muy solos —afirmó Braumin—. Al abandonar Saint Mere Abelle, rompimos nuestros lazos con la Iglesia abellicana.

—Eso parece obvio —respondió Elbryan—, aunque dada la sed de venganza de vuestro padre abad, diría que debéis confiar y rezar para que esos lazos estén realmente rotos.

Braumin se las apañó para esbozar una breve sonrisa en respuesta al sarcasmo del guardabosque.

—Por lo menos, están rotos por nuestra parte —aclaró—, y por esa razón, nos hemos convertido en hombres sin hogar y en algo aún peor, Pájaro de la Noche, nos hemos convertido en hombres sin ningún objetivo.

—Aquí, en Dundalis, habéis encontrado amigos y un anonimato en la vastedad de las selvas de las Tierras Boscosas —respondió el guardabosque—. No creo que Shamus ni los soldados sepan quiénes sois, ni que tengan la menor idea de que pertenecíais a la Iglesia. Por consiguiente, tal vez hayáis encontrado una existencia plácida; hay destinos peores.

—Es cierto, pero no olvides que somos hombres que tenemos un objetivo, que hemos dedicado nuestras vidas, desde los últimos días de la infancia, al estudio de Dios —le explicó Braumin—. Todos nosotros creemos que esa era nuestra vocación, una vocación divina, pues sólo unas convicciones tan profundamente arraigadas permiten alcanzar el grado de piedad necesario para ingresar en Saint Mere Abelle.

El guardabosque abrió los ojos desmesuradamente ante aquella orgullosa declaración.

—Hablo con humildad —añadió, enseguida, Braumin—; me limito a contarte la verdad. Se requiere una absoluta dedicación para aspirar a ser estudiante de la orden abellicana.

—Y con todo, habéis abandonado la orden.

—Porque hemos descubierto la auténtica realidad de la interpretación que el padre abad Dalebert Markwart hace de la orden abellicana —dijo Braumin mientras elevaba la voz. Miró en torno, nerviosamente, y luego bajó la voz hasta convertirla en un débil murmullo—. Porque maese Jojonah nos lo enseñó, del mismo modo que a él se lo enseñó tu amigo Avelyn Desbris.

El guardabosque no tenía nada que objetar; se daba cuenta de que Avelyn también le había enseñado a él muchas cosas sobre la verdad de Dios.

—No hemos abandonado la orden —puntualizó Braumin—; seguimos el auténtico espíritu de los abellicanos, y esa elección nos ha obligado a huir de Saint Mere Abelle.

—Y así habéis llegado hasta Dundalis —dedujo el Pájaro de la Noche—, y con todo, encontráis que no habéis llegado al final del camino, que la vida sencilla de esta región no llena vuestras necesidades espirituales.

Entonces, le tocó a Braumin detenerse y mirar fijamente, ya que la terminante afirmación del guardabosque lo había atrapado por sorpresa.

—¿No podríais construir una Iglesia aquí y enseñar los cánticos divinos tal como vosotros los sentís? —preguntó el guardabosque.

—¿Y durante cuánto tiempo duraría esa Iglesia tan cerca de Honce el Oso y de la orden abellicana? —preguntó Braumin con escepticismo.

—En ese caso, lo que os impele a ir más lejos es el miedo y no la falta de objetivo.

El rostro del monje se arrugó por la confusión y, entonces, al imaginarse que el guardabosque se estaba burlando de él, soltó de repente una sonora carcajada.

—Fue el miedo lo que nos hizo huir de Saint Mere Abelle —admitió al cabo de unos instantes—, y sin embargo, en cierto sentido, estábamos más asustados de irnos que de quedarnos.

Elbryan asintió con la cabeza.

—Dijiste que necesitabas algo —dijo el guardabosque—. ¿Qué quieres de mí?

Braumin exhaló un profundo suspiro y luego otro, lo cual indicó a Elbryan que su petición no era cosa de poca monta.

—Quisiera que nos condujeras, a mis amigos y a mí, hasta Barbacan —dijo precipitadamente.

Elbryan se preguntó qué asustaba más a Braumin: pedir ayuda, o formular sus intenciones en voz alta.

—¿A Barbacan? —repitió el guardabosque con incredulidad.

—He visto la gloria de la tumba de Avelyn —dijo con sinceridad el hermano Braumin—; ahora, sé que debo volver allí. El hermano Dellman también siente que debe volver a ese lugar. Los demás hermanos deben verlo. Es una peregrinación necesaria si los cinco queremos verdaderamente llegar a tener unas mismas convicciones y un mismo objetivo.

—¿Y ese objetivo es…?

—Espero que la peregrinación me lo enseñará —admitió Braumin.

—Barbacan es aún una tierra hostil —precisó el guardabosque en voz alta—. La destrucción del demonio Dáctilo y la derrota del ejército de monstruos en poco ha cambiado la dureza del lugar. Es posible que os pueda llevar hasta allí, pero, entonces, ¿qué? ¿Estaríais allí sólo unos días, o tal vez unas horas, y luego emprenderíais el viaje de regreso a Dundalis?

—Quizá sí —dijo sinceramente Braumin—, o quizá no. Creo en lo más profundo de mi corazón que Avelyn nos mostrará el camino de la verdad. Entregó su vida por el bien del mundo y, al morir, señaló hacia el cielo; hay algo mágico en aquel lugar, algo curativo y piadoso. En seguida me di cuenta con toda claridad cuando contemplé la tumba.

—Casi quinientos kilómetros de tierra salvaje es un largo camino en pos de la inspiración —dijo el guardabosque, secamente.

—No obstante, es el único camino que nos queda —respondió Braumin—. Soy consciente de lo mucho que te pido, pero lo hago en nombre de Avelyn y con la esperanza de que él y Jojonah no hayan muerto en vano.

Eso hizo reflexionar al guardabosque. No estaba seguro de si el viaje a Barbacan serviría sólo para llevarlos a todos a la muerte o para devolverlos a Dundalis, maltrechos y humillados. Sin embargo, parecía haber un alto grado de sinceridad en aquel monje y una enorme determinación. Braumin había vivido como monje durante años y entendía el funcionamiento de la iglesia abellicana mucho mejor que Elbryan. ¿Podía Elbryan negar la posibilidad de que semejante inspiración llegara a un hombre que de buen grado había consagrado su vida a la búsqueda de Dios y del bien? Por otra parte, el guardabosque también había visto el lugar donde quedó enterrado Avelyn poco después de la explosión. Aunque sabía que Avelyn había extendido el brazo hacia arriba con la esperanza de poner a salvo la bolsa con las gemas sagradas y a Tempestad, había algo místico o, por lo menos, una afortunada coincidencia en el hecho de que el brazo extendido de Avelyn, de alguna manera, había escapado de la destrucción.

—¿Eres consciente de los riesgos? —preguntó el guardabosque.

—Soy consciente de que no ir es absurdo —repuso Braumin—; pues entonces los cinco estaríamos espiritualmente muertos, aunque no lo estuviéramos físicamente. Y quizá peor que la muerte física es la sensación de impotencia espiritual, de que nuestras voces han sido ahogadas bajo la capa de fuego lento del padre abad Markwart.

—¿Y Barbacan va a cambiar eso?

Braumin se encogió de hombros.

—Sé que debo ir a la tumba de Avelyn, y que también deben hacerlo mis compañeros, y vamos a ir con o sin el Pájaro de la Noche.

El guardabosque no lo puso en duda.

—Estamos a mitad de Progos —razonó Elbryan—; ya tenemos el invierno encima. Hemos visto su furia, y te aseguro que la nieve que cayó la noche antes de la llegada de Shamus Kilronney no era una tormenta inhabitual en esta parte del mundo. Ignoro cuándo estarán despejados los senderos del norte. E, incluso, aunque lo estén, tienes que saber que el viento en las montañas que rodean Aida y la sepultura de Avelyn puede helarte la sangre en poco tiempo.

—No ignoramos los peligros —le aseguró Braumin—, pero no dejaremos que nos detengan.

Elbryan lo miró con firmeza y, al ver la determinación que reflejaba su rostro a pesar del posible desastre, quedó impresionado.

—Hablaré con Bradwarden —le propuso—. El centauro conoce el terreno del norte mejor que yo, y hay animales amigos suyos que podrían darnos una cierta idea de lo que nos vamos a encontrar.

—¿Nos? —observó, esperanzado, Braumin.

—No te prometo nada, hermano Braumin —respondió el guardabosque, pero a ambos les pareció claro que el Pájaro de la Noche iba a guiar al grupo.

Aquella impresión conmocionó al guardabosque, ya que, hasta aquel momento, no había tenido intención ni deseos de volver jamás a las devastadas ruinas de Aida; de hecho, hasta su extraño sueño con Pony, hacía poco más de una semana, había creído que su camino iba en dirección contraria. No, no podía considerar que había sido un sueño. Pony lo había visitado mientras él dormía —estaba completamente seguro—, y sus respectivos caminos todavía tardarían en cruzarse.

¿Acaso pensaba irse al lejano norte por despecho, por un cierto enfado con Pony? No sabía cómo responder a aquella pregunta, pero se dio cuenta de que necesitaba sentarse a reflexionar y resolver la cuestión antes de comprometerse a emprender el viaje.

—Deberías ir —afirmó Roger, mientras caminaba junto al guardabosque en la oscuridad del bosque—; es buena gente.

Elbryan no le contestó. Ya le había contado a Roger todas las dificultades de un viaje semejante y la menor de ellas no era que, si se iba, abdicaría de sus responsabilidades hacia Tomás Gingerwart durante un mes o más.

—Trabajé en Saint Mere Abelle —continuó Roger—, y puedo dar fe del coraje demostrado por el hermano Braumin y por sus compañeros al abandonar aquel lugar. Lo que le hicieron a Jojonah…

Elbryan levantó la mano, pues ya había oído antes aquella historia; en realidad, hacía pocos minutos.

—Veamos qué opina Bradwarden de semejante viaje —dijo—; no pongo en duda la sinceridad del hermano Braumin, ni siquiera su buen criterio al pretender que él y sus compañeros deban ir a la montaña de Aida. Si dudara de ello, ni tan sólo iría a hablar con Bradwarden esta noche. Pero hay que considerar cuestiones más cruciales.

—Como Pony —comentó Roger.

—Es una de ellas, y la estación es otra —admitió el Pájaro de la Noche.

Pasó bajo una rama, rodeó un castaño y apareció en el lindero de un claro, ante el centauro.

—Llegáis tarde —dijo en tono severo Bradwarden.

Un instante después, el guardabosque percibió un frufrú en un árbol situado encima de él y comprendió la causa del descontento de su amigo. Cuando miró hacia arriba, entre las sombras, un par de elfos estaban bajando y se dejaron ver al saltar a la rama más baja. Los ojos del guardabosque se abrieron ostensiblemente por la sorpresa.

—¿Por qué pareces tan asombrado, Pájaro de la Noche? —le preguntó la hembra de la pareja.

La elfa se llamaba Tiel’marawee, mejor dicho, ese era su apodo, pues el guardabosque no conocía su verdadero nombre. De hecho, el nombre auténtico se había perdido en la noche de los tiempos, había contado Juraviel a un joven Elbryan durante su estancia en Andur’Blough Inninness. Todos los Touel’alfar la llamaban Tiel’marawee, «canto de pájaro», un apelativo muy adecuado para alguien cuya melodiosa voz era legendaria incluso entre las hermosas voces de los elfos.

—Creía que nuestra alianza había terminado —respondió el guardabosque con aire severo—, y que los Touel’alfar se habían ido por otros derroteros. Han pasado muchos días.

—Sólo la impaciencia de los humanos puede considerar que ha transcurrido mucho tiempo —dijo Ni’estiel con actitud desafiante, desde lo alto de una rama.

Después de unos tensos instantes, durante los cuales el guardabosque y el elfo intercambiaron explosivas miradas, Ni’estiel se puso en pie en la rama e hizo una profunda reverencia, mientras sonreía de oreja a oreja.

El guardabosque no correspondió a la sonrisa.

—Como tú digas —concedió Elbryan—, y con todo, los hijos de Caer’alfar no encontraron modo de avisar al Pájaro de la Noche del inminente ataque trasgo, y poco hicieron para eliminar aquellos monstruos, con lo bien que nos hubieran venido sus arcos.

—O tal vez ignoraban que el Pájaro de la Noche estaba con los soldados —repuso Tiel’marawee.

—¿Y eso excusa…? —empezó a cuestionar Elbryan, pero se detuvo al recordar la verdadera naturaleza de aquellos seres.

Los elfos no eran humanos, aunque Elbryan pudiera desear que lo fueran. Su visión del mundo no contemplaba la compasión y la solidaridad, unas cualidades que Elbryan esperaba encontrar en los humanos. No obstante, el guardabosque no podía excusar del todo que no los hubieran avisado ni ayudado, pues elegir entre aliarse con trasgos o con humanos no debería ser una decisión difícil desde ningún punto de vista.

—Murieron cuatro hombres —dijo severamente—, y otros tres fueron gravemente…

Pero, de nuevo, lo dejó correr al contemplar a su auditorio, al darse cuenta de que las expresiones de los elfos no habían cambiado ni iban a hacerlo. La vida de un humano no era importante para seres que probablemente sobrevivían a veinte generaciones de hombres.

Y aquellos dos, Tiel’marawee y Ni’estiel, si Elbryan recordaba bien sus tiempos en Andur’Blough Inninness, se contaban entre los elfos menos sensibles con los n’Touel’alfar, es decir, con los que no eran elfos. Aquel pensamiento le impresionó profundamente, pues, habida cuenta de tal actitud, ¿por qué entonces aparecían sólo aquellos dos allí para hablar con él? ¿Dónde estaba Juraviel? ¿Y la señora Dasslerond?

Al guardabosque no le gustó lo que aquello implicaba.

—Bueno, el caso es que el Pájaro de la Noche estaba entre los soldados y también a él lo podrían haber matado —dijo el guardabosque al fin, con ánimo de acabar aquella parte de la conversación.

Ni’estiel no le iba a permitir terminar tan fácilmente.

—Pero si lo hubieran matado unos vulgares trasgos, quizá se habría demostrado que no era digno del nombre de Tai’marawe, el nombre que confiadamente le dieron los Touel’alfar —dijo el elfo con una carcajada sarcástica, y Tiel’marawee se unió a su regocijo.

A Elbryan le pareció que la pareja sólo bromeaba a medias.

—Pero eso ya pasó y ahora necesitamos mirar el camino que tenemos delante —comentó Tiel’marawee de forma taxativa.

Elbryan se volvió y, lleno de curiosidad, miró a Bradwarden.

—¿Lo saben?

—Tienen oídos élficos —respondió el centauro.

—Pensáis emprender un viaje a Barbacan —dijo sin más preámbulos Ni’estiel—, el lugar donde el demonio Dáctilo fue destruido.

—A la tumba del hermano Avelyn Desbris —dijo con solemnidad Roger.

Los elfos no parecieron muy impresionados.

—¿Y qué piensan de ese viaje los Touel’alfar? —preguntó el Pájaro de la Noche.

—¿Por qué deberían los Touel’alfar interesarse por él? —inquirió Ni’estiel.

—La elección de tu camino es cosa tuya, Pájaro de la Noche —añadió Tiel’marawee—; ayudaremos donde podamos.

—Y si así lo decidís —precisó Bradwarden secamente.

—Como siempre —admitió Ni’estiel.

—¿Has conseguido que esa región sea segura? —preguntó el guardabosque a Bradwarden.

Aquel mismo día había hablado con el centauro; le había explicado la petición del hermano Braumin y también le había recordado su deber hacia Tomás Gingerwart, así como su promesa de contribuir a la reconstrucción de los pueblos de las Tierras Boscosas.

—No hay ni rastro de trasgos ni de ningún otro hediondo monstruo en la zona —dijo el centauro—; en mi opinión, los que sobrevivieron a la batalla todavía deben estar corriendo.

—Ni nada que presagie problemas en ninguna parte de la región —añadió Tiel’marawee.

—¿Y se supone que tenemos que creeros? —preguntó el centauro.

Pero fue Elbryan el que contestó; dejó muy claro que confiaba en lo que habían dicho los elfos. Los comprendía, y también los habría comprendido Bradwarden de ser capaz de olvidar su enfado con aquel par. Aunque los Touel’alfar podían en algún caso permanecer al margen y permitir el asesinato de humanos —así habían actuado, por ejemplo, durante la primera destrucción de Dundalis, cuando la propia familia de Elbryan había sido asesinada—, nunca favorecerían a los trasgos ni a ninguna otra clase de monstruos en perjuicio de los humanos. Si aquellos dos afirmaban que no había ni rastro de monstruos en la región, Elbryan los creía sin vacilar, al igual que Bradwarden, que exteriorizó su convicción con un despreciativo bufido y un ondulante movimiento de sus enormes brazos.

—¿Qué tengo que hacer, entonces? —preguntó Elbryan—. Realmente, no tengo ganas de ir a Barbacan, ni ahora ni nunca, pero esos hombres me han demostrado su enorme confianza al venir al norte en mi busca. Y son discípulos de Avelyn, de todo corazón y con toda el alma; de eso, no tengo la menor duda.

—En ese caso, por lo menos le debes este favor a tu difunto amigo —dijo, esperanzado, Roger.

—Creo que ese viaje al norte podría no ser una mala cosa —comentó Bradwarden—; además, no he visto esa tumba de la que todos hablan.

—Ni yo —exclamó Roger.

Elbryan asintió con la cabeza mientras hablaban; el camino que les aguardaba parecía que se iba despejando.

El centauro miró a los elfos.

—¿Y qué pasa con vosotros dos? —preguntó.

—Podemos ir —dijo Tiel’marawee.

—O no —añadió, enseguida, Ni’estiel.

Elbryan comprendió que tenían su propia lista de tareas pendientes, una lista que les había dado la señora Dasslerond y que, según creía, le afectaba a él. Todavía no podía entender por qué la señora Dasslerond no había ido a hablar con él personalmente de un asunto tan importante. O Juraviel… ¿Dónde estaban sus amigos más queridos entre los Touel’alfar en aquellos momentos tan críticos? Entonces, se le ocurrió una preocupante posibilidad: tal vez, la señora Dasslerond, Juraviel y los demás elfos no habían seguido a los monjes hasta el norte, tal vez sólo los habían escoltado aquellos dos hasta las Tierras Boscosas.

—Lo único que tenemos que hacer es esperar a que el tiempo lo permita —observó Bradwarden—. ¡Creo que será una espera larga y frustrante!

El guardabosque no disintió. Sabía lo que el invierno significaba en las Tierras Boscosas: días y semanas sentados a la débil luz de un fuego mortecino, con la leña imprescindible para mantener la habitación lo bastante caliente como para no morir de frío; días y semanas contemplando las mismas paredes desnudas y a unos compañeros cuyos nervios se van destrozando sin cesar.

El guardabosque y Roger regresaron al pueblo y se dirigieron a una pesada tienda sujeta con estacas a la pared sur de la amplia casa de reuniones. Braumin y los otros cuatro monjes ya estaban dentro; unos estaban sentados y todos parecían muy nerviosos.

—Si podemos conseguir que Tomás Gingerwart y los soldados estén de acuerdo en que esta zona ya está segura, os conduciré a Barbacan —anunció Elbryan de repente, y la tensión se disipó.

Se oyó un coro de tranquilos aplausos y de excitados murmullos.

—Son unos quinientos kilómetros —les advirtió el guardabosque en tono severo—; un viaje más largo y más difícil que el que os trajo desde Palmaris hasta aquí.

—No tan difícil —comentó el tranquilo hermano Mullahy con voz apenas audible.

—Ni tan largo —añadió un casi atolondrado hermano Viscenti.

—Seguramente, sabremos más detalles del estado de la zona más próxima mañana al mediodía —le aseguró Elbryan al hermano Braumin—, a fin de que se puedan empezar los preparativos.

—¿Y cuándo nos iríamos? —preguntó un impaciente hermano Castinagis.

—Cuando el viento no nos mate, ni la nieve nos entierre —replicó con firmeza el guardabosque—; a principios de Bafway, o tal vez a finales.

Ante tal previsión, los impacientes monjes parecieron disgustarse, pero el guardabosque no estaba dispuesto a dejarse influir por sus insensatas esperanzas.

—Salir prematuramente no serviría más que para abocarnos al desastre —dijo—. Habéis visto la nieve, y habéis oído y padecido los mordiscos del viento. Y eso que estamos al sur, muy al sur de la tumba de Avelyn y a mucha menor altitud. Allá arriba, en el norte, entre las montañas, la nieve alcanza espesores mucho mayores y los mordiscos del viento devoran a los hombres más resistentes. No dudéis de lo que os digo. De momento, la estación ha sido templada y, si continúa así, podremos empezar el viaje poco antes de Bafway. ¡Pero no antes, ni siquiera en el caso de que el sol saliera cada mañana con tal fuerza que pudiéramos quitarnos la ropa y quedarnos desnudos para tostarnos bajo sus rayos!

Dicho esto, el guardabosque hizo una reverencia y salió de la tienda, pero Roger no le siguió; prefirió quedarse y compartir aquellos momentos con sus nuevos amigos, unos instantes de felicidad que apenas había empañado la última y severa advertencia del guardabosque.

Elbryan se disponía a ir a la tienda de Tomás Gingerwart, pero cambió de idea. Tomás no sería difícil de convencer. El aliado más importante en aquel asunto era el hombre que probablemente le iba a sustituir como primer protector de los nuevos pobladores.

Encontró a Shamus despierto; deambulaba por el borde del campamento de los Hombres del Rey con la mirada dirigida hacia las estrellas, las manos entrelazadas a la espalda y una expresión preocupada en el rostro. Esa expresión cambió, pero de forma nada convincente, cuando vio que Elbryan se le acercaba.

—A finales de invierno, emprenderé un viaje que me mantendrá alejado de aquí varias semanas —dijo, sin preámbulos, el guardabosque—. Iré al norte con algunos hombres.

—¿Al norte? —preguntó, con sorpresa, Shamus—, pero si nuestro deber está aquí, reconstruyendo las Tierras Boscosas…

—No me iré hasta tener la certeza de que la región está segura —respondió el guardabosque—, y no estaré fuera mucho tiempo, un mes, como mucho. Además, dejo a Tomás Gingerwart y a sus hombres en las expertas manos del capitán Shamus Kilronney y de un contingente de Hombres del Rey. ¿Qué papel puedo desempeñar yo con compañeros tan capaces?

—Me halagas —dijo Shamus con una sonrisa—, pero si la región está ya segura para entonces, quizá podría acompañarte.

—No hace falta —repuso Elbryan en un tono que demostró a Shamus que no merecía la pena discutir.

—¿Qué interés pueden tener esos hombres en las tierras del norte? —inquirió Shamus—. Esta región posee bosques abundantes y valiosos, en los que, sin duda, hay gruesos troncos para proporcionar mástiles a mil millares de grandes barcos de vela.

—Van al norte en busca de otro tipo de bienes —repuso Elbryan de modo críptico—, y creo que encontrarán lo que buscan.

—¿Así que el Pájaro de la Noche se ha propuesto hacerse rico? —le preguntó Shamus con una risita.

—Tal vez —respondió con toda seriedad el guardabosque. Su voz se había contagiado del tono festivo de su interlocutor.

—Tu camino es asunto tuyo —le dijo el capitán sombríamente, y entonces su tono sonó muy parecido al del distante Tiel’marawee—. Espero que no estés fuera mucho tiempo… y que reconsideres mi propuesta de acompañarte en el viaje.

—Haré ambas cosas —dijo Elbryan y, después de dar las buenas noches al capitán, se internó en el bosque.

Tras la marcha de Elbryan, Shamus permaneció fuera un buen rato, analizando con sumo cuidado lo que le había dicho el guardabosque y lo que implicaba. Le había inquietado no poco ver al fugitivo Bradwarden, y también enterarse de que el Pájaro de la Noche se había propuesto acompañar a los seis hombres que recientemente se habían unido a los pobladores. Bastantes pistas le habían indicado a Shamus que se trataba de hombres que eran, o habían sido, monjes abellicanos; entre ellas, el tratamiento de «hermano» que uno de ellos había dado en voz baja a otro miembro del grupo y que se había apresurado enseguida a corregir.

¿Se habría imaginado el Pájaro de la Noche que Shamus era un agente de De’Unnero?

Mientras consideraba tal posibilidad y llegaba a la conclusión de que era infundada, Shamus oyó que se acercaba el menos corpulento de aquellos seis hombres.

Roger caminaba aprisa y saludó al capitán con una simple inclinación de cabeza.

—El Pájaro de la Noche me ha contado que acompañará a tu grupo al norte —le dijo Shamus, logrando que se detuviera en seco.

Roger giró sobre sus talones y miró al capitán; estaba sorprendido, pero no recelaba nada, pues, a su juicio, los soldados del barón y, por consiguiente, los Hombres del Rey estaban en contra de la Iglesia.

—Sí —respondió Roger—. Los seis nos alegramos mucho de que nos acompañe.

—Un valioso aliado para tan peligroso viaje —comentó Shamus.

—Probablemente, la primera parte será la más peligrosa —afirmó Roger—; si los rumores sobre el alcance de la catástrofe de la montaña de Aida resultan ciertos, es muy dudoso que algún monstruo haya vuelto a aquel devastado lugar.

Shamus disimuló muy bien su sorpresa. ¡Así que iban a Barbacan!

—Con todo, no lo entiendo —dijo—. ¿Por qué os arriesgáis a ir a un lugar tan desamparado como ese?

Entonces, Roger se puso en guardia. No desconfiaba del capitán, pero comprendió que los monjes necesitaban la máxima confidencialidad y temió que había dicho demasiado, aunque supuso que Elbryan ya le había hablado a Shamus del destino del viaje.

—Realmente, no sabría explicar la causa —repuso Roger—; hay muchos lugares en el mundo que no he visto y que deseo ver. Algunos simplemente me atraen más que otros —añadió.

Confiando en que había disimulado aceptablemente, Roger bostezó de forma ostensible y explicó que se le había hecho tarde y que tenía que acostarse.

Poco después, Shamus Kilronney entregaba un pergamino enrollado al jinete de mayor confianza y le ordenaba que cabalgara hacia el sur, desafiando las inclemencias del tiempo y los caminos bloqueados por la nieve, y que al llegar a Palmaris entregara aquel rollo al obispo De’Unnero. Shamus creía estar cumpliendo simplemente con su deber como oficial que había jurado lealtad al rey —y así se lo repitió numerosas veces—, pero se sentía inquieto por haber traicionado al Pájaro de la Noche, aun en el caso de que se tratara de un conocido delincuente.