20

Lamentos

—No piensas con claridad, muchacha —le dijo Belster en voz más alta que la que hubiera querido.

Se puso el dedo sobre los labios fruncidos y echó una ojeada en torno nerviosamente. Aquella noche El Camino de la Amistad estaba a rebosar, había una ruidosa algarabía y, aparentemente, nadie lo había oído.

Pony se inclinó pesadamente sobre la barra mientras volteaba los pulgares con impaciencia.

—¿Cuántos de estos crees que se unirán a los de piel oscura? —le preguntó Belster con la mayor seriedad y empleando el sinónimo habitual para referirse a los behreneses.

—Por supuesto —replicó con sarcasmo Pony—, estamos en una posición lo bastante segura como para rechazar aliados. Después de todo, nos encontramos en una situación tan abrumadoramente favorable…

—Sabes perfectamente lo que quiero decir —refunfuñó Belster—. Los behreneses no cuentan, ni nunca han contado, con las simpatías de la gente de Palmaris. En este punto, más que en ningún otro, el obispo De’Unnero ha demostrado ser un hábil conspirador. No sería difícil convertirlos en enemigos. Y ahora te descuelgas con que podrían luchar a nuestro lado. No, te digo que es un error. Perderemos más aliados de los que ganaremos si sigues en esa línea junto al capitán Almet.

Al’u’met —corrigió Pony—; un hombre tan honorable como el que más.

—El color de la piel bastará para que mucha gente no lo crea así.

—Están equivocados —insistió Pony, y miró a Belster de forma interrogativa—. ¿Es eso lo que realmente te da miedo, o tienes prejuicios injustificados contra los behreneses?

—Bueno… —murmuró Belster, cogido desprevenido por la directa acusación—. Bueno, no los conozco lo bastante como para juzgarlos; una vez me tropecé con uno, pero sólo durante un corto…

—Ya has dicho bastante —dijo secamente Pony.

—¡Oh, estás distorsionando mis palabras y mis ideas! —protestó el posadero.

—Solamente porque sabes bien que esas ideas no tienen ninguna validez —respondió con aspereza Pony—. Al’u’met estará con nosotros, si llega el caso, y lo mismo harán los behreneses. Son aliados que no podemos despreciar.

—¿Confías en ese hombre? —le preguntó Belster por cuarta vez desde que empezaron la conversación.

—Me podría haber matado —respondió Pony.

—Y eligió lo correcto al dejarte libre —asintió Belster—, pero, en mi opinión, en provecho propio.

—Me devolvió todas y cada una de las gemas —añadió Pony.

Belster exhaló un profundo suspiro y levantó las manos, derrotado. Sacudió la cabeza, pero una amplia sonrisa se le dibujó en la cara y, al fin, miró a Pony desvalidamente.

Advirtió que la joven ni siquiera lo miraba, sino que dirigía la vista más allá, con expresión preocupada. Belster se volvió hacia la puerta y vio que entraba un par de soldados: eran guardias de la ciudad y no guerreros del rey. Había muchos, demasiados, en Palmaris últimamente. Belster se dio cuenta de que uno de ellos, una mujer, un oficial con el cabello de un vivo color rojo, llamaba la atención de Pony.

—¿La conoces?

—Luchamos juntas en las tierras del norte —respondió Pony, suavemente—. Se llama Colleen Kilronney; la conozco y me conoce.

—Tu camuflaje esta noche está muy bien logrado —respondió Belster, con intención de aliviar el pánico que invadió a la chica.

Sin embargo, tanto él como Pony sabían que aquellas palabras eran mentira, ya que Pony acababa de llegar, Dainsey Aucomb no estaba, y tuvo que ser Belster quien la ayudó con los últimos toques.

Pony, en silencio, maldijo su imbecilidad; sabía que aquella situación apurada no era fruto de la mala suerte, sino el resultado de una peligrosa tendencia. A medida que la situación en Palmaris se iba haciendo más crítica y a medida que Pony se iba implicando más en la organización de la resistencia contra De’Unnero, había ido desatendiendo su propia seguridad. Se había vuelto descuidada, y en aquel momento comprendía con toda claridad que semejante descuido podía dar al traste con todo.

La chica se volvió hacia la barra y bajó la cabeza mientras Colleen y su compañero se acercaban y pasaban ante ella. La mujer guerrero se detuvo un instante para observarla, pero luego continuó adelante.

—Sería preferible que salieras a tomar un poco el aire de la noche —le susurró Belster.

Pony echó un vistazo, llena de dudas, a la atiborrada sala.

—Haré que me ayude Prim O’Bryen —le dijo Belster, refiriéndose a un cliente habitual, un contador de monedas empleado en Chasewind Manor—. Tiene una deuda de poco menos de cuarenta monedas de oro y estará encantado de poderla disminuir, dado que De’Unnero no es tan generoso como el barón Bildeborough. Además Mallory está por aquí, o pronto lo estará.

Su intento de disminuir la tensión provocó un esbozo de sonrisa en Pony. La chica miró a su alrededor de nuevo con la cabeza agachada; luego, se irguió y se volvió bruscamente hacia la puerta, dando la espalda a Colleen, y se dirigió a la salida a buen paso.

Belster se dio cuenta de que su marcha no pasó inadvertida, pues vio que la mujer pelirroja se levantaba de la silla y avanzaba en dirección a Pony. El posadero trató de cruzarse en su camino mientras sonreía de oreja a oreja.

—Buen soldado, ¿te vas a ir tan pronto? —le preguntó, y luego se volvió hacia la barra—. ¡Prim O’Bryen! —exclamó—, vete allí atrás y trae una bebida para esta mujer soldado, una de las heroínas de Palmaris.

Aquello provocó un par de brindis y algunos vasos en alto de gente cercana, pero cuando Belster extendía el brazo para pasarlo en torno a la mujer, comprobó que su maniobra de distracción no funcionaría. Ella lo apartó de un brusco manotazo y se abrió paso con la vista clavada en la puerta y en Pony.

Belster sonrió tímidamente al soldado que acompañaba a la mujer. Por un instante, pensó en ir tras la mujer, pero se dio cuenta de que aquello no haría más que provocar un revuelo que aún llamaría más la atención. «No», decidió. Pony sabía cuidarse.

—Bueno, continúa, Prim —le ordenó en voz alta—; seguramente hay otros en El Camino de la Amistad que esta noche merecen nuestra bebida.

—Demasiados para que Belster pueda atenderlos —comentó Prim O’Bryen, gateando de mala gana por encima de la barra—. A ver si consigo rebajar alguna moneda de oro de mi deuda.

Belster le hizo señales con la mano mientras Prim pasaba por encima de la barra, procurando otra vez por todos los medios hacer el menor alboroto posible. A pesar de su determinación, en más de una ocasión lanzó miradas hacia la puerta.

Ninguna casualidad ni ninguna coincidencia habían llevado a Colleen Kilronney a El Camino de la Amistad aquella noche. La mujer no era estúpida en absoluto, y siempre había estado entre los guardias más eficientes de la casa del barón Bildeborough. Aunque no era amiga del sobrino del barón, Connor, lo había visto en muchas ocasiones, una de ellas el día de su boda.

Y había visto a la novia.

Algo familiar había impresionado a Colleen cuando vio a la compañera del llamado Pájaro de la Noche, aunque la boda de Connor había tenido lugar hacía años. Al principio, Colleen había supuesto que simplemente Pony se parecía a la novia de Connor, Jill, la hija de los antiguos propietarios de El Camino de la Amistad.

Con el tiempo, otras pistas habían empezado a encajar en su mente; de modo especial, el aspecto familiar de la empuñadura de la espada que Pony llevaba al cinto. Colleen apenas se había fijado cuando había estado en el norte, pero al evocar el encuentro y reproducirlo en su aguda mente, la empuñadura de la espada se fue convirtiendo en algo cada vez más intrigante.

Se parecía, y no poco, a la espada de Connor Bildeborough, una celebrada arma de la familia, llamada Defensora.

Después, en El Camino de la Amistad, el parecido entre la esposa de Belster y la mujer llamada Pony era aún más difícil de negar. Aunque la esposa de Belster parecía mayor, la forma como se movía lo desmentía. Se movía como un guerrero, como la mujer que había acompañado al Pájaro de la Noche, como la mujer que se parecía a la esposa de Connor Bildeborough.

Colleen, una vez en la calle, ante El Camino de la Amistad, trató de ordenar sus ideas, de encajar todas las piezas. La calle estaba tranquila y oscura, salvo por un farol encendido y por un par de hombres sentados que se apoyaban en la pared del edificio vecino.

—Una mujer —les preguntó Colleen—, una mujer que acaba de salir de la posada, ¿la habéis visto?

Los dos hombres se encogieron de hombros y prosiguieron su conversación.

«No tiene sentido —pensó Colleen—; no es posible que la mujer de Belster me haya sacado semejante ventaja». Se volvió hacia la puerta de la taberna y se preguntó si la mujer habría realmente abandonado el lugar. Incluso echó a andar hacia allí, pero se detuvo al recordar algo relativo a la mujer de Connor, algo que una vez había escuchado a hurtadillas. Connor estado hablando con un amigo, otro guardia de la casa del barón, y en un momento dado mencionó un lugar especial que había compartido con su Jill, un lugar tranquilo en la ciudad, pero apartado del tumulto…

Pony estaba sentada en el tejado posterior de El Camino de la Amistad; miraba las estrellas y se preguntaba si Elbryan estaría mirando el mismo cielo nocturno. Echaba mucho de menos a su amado y pensaba, llena de ilusión, en cuándo lo volvería a ver, en su cita concertada para principios de primavera. Por entonces su vientre habría engordado; ya había empezado a hacerlo, y cuando se encontraran tendría que compartir su secreto con él. Tal pensamiento le producía un placer inmenso, pues deseaba fervientemente darle la noticia. Sentada y mirando el cielo nocturno, se pasaba los dedos suavemente por los lados del vientre; era una sensación realmente reconfortante y anhelaba que también las manos de Elbryan se posaran allí para tocar a su hijo, tal vez para notar sus primeros movimientos.

Pero Pony, en su interior, sabía que no era posible. Los sucesos de Palmaris habían cambiado sus planes, ya que no podía pensar en abandonar la ciudad en aquellos tiempos tan críticos. Tenía muy claro cuál era su deber: de alguna manera tenía que agrupar todas las facciones, incluidos los behreneses, que se oponían a De’Unnero y a la Iglesia. El simple hecho de pensar en tal deber sustituyó la sensación de contento por otra de rabia. La imagen de sus padres adoptivos muertos, mejor dicho, asesinados, de sus cuerpos hinchados incorporándose por inspiración demoníaca, se cernió sobre ella y la obligó a cubrirse la cara con las manos. Pagaría con la misma moneda a los demonios que se paseaban como líderes de la Iglesia abellicana, a todos y cada uno de ellos. Se vengaría del mismísimo padre abad y le haría responder por los crímenes contra Graevis y Pettibwa, contra Grady y Connor. Se…

La invadió una gran tristeza, una abrumadora desesperanza, y no pudo ahogar los sollozos.

En consecuencia, no oyó que alguien se acercaba y trepaba por el canalón hasta el tejado por detrás de ella.

La tristeza se le pasó pronto —Dainsey la había advertido de esos bruscos cambios de ánimo durante el embarazo— gracias a la renovada determinación de que encontraría el modo de vengarse. Se apoyó sobre los calientes ladrillos de la chimenea y observó el cielo nocturno una vez más, con la esperanza de echar un vistazo al Halo, con la esperanza de que su belleza volvería a llevarla a un lugar apacible.

—No está mal la escalada para la esposa de Belster —dijo una voz tras ella.

Pony se quedó helada en cuerpo y alma. Conocía aquella voz demasiado bien y cada vez estaba más harta de acosos furtivos.

—No hay para tanto —repuso con el marcado acento popular de Palmaris. Y Pony pensó que era una buena imitación del de Pettibwa Chilichunk.

—No para la compañera del Pájaro de la Noche, no —dijo Colleen—, que, de alguna manera, se ha hecho daño en un ojo, desde que la vi por última vez en el norte.

El corazón de Pony pegó un brinco. Deslizó una mano en el bolsillo, donde guardaba varias gemas, entre otras la mortal piedra imán y el grafito. Reunió todo el coraje que pudo y se dio la vuelta. Vio a Colleen de pie a un metro de distancia, con la mano apoyada en el pomo de la espada. Pony la contempló cautelosamente. Pensó en levantarse; si podía enfrentarse, bien equilibrada, con la mujer soldado, estaba casi segura de que podría derribarla, a pesar de que la mujer, más corpulenta que ella, tenía un arma.

Pero cuando Pony se movió como si fuera a levantarse, Colleen se le acercó más con la mano apretada sobre la empuñadura.

Pony se deslizó hacia atrás para adoptar una posición menos amenazada.

—No hay pájaros nocturnos por aquí, por lo que he visto —respondió—; pero si has visto alguno, a lo mejor tengo algunas migajas para darles.

—No hay pájaros nocturnos —replicó con firmeza Colleen—. Hay uno mucho más al norte, en los bosques, pero no vuela sino que corre.

Transcurrió un largo e incómodo momento.

—¡Ah!, he dejado a mi Belster totalmente solo en El Camino de la Amistad —exclamó Pony—; se pondrá a chillarme como un loco cuando regrese.

—Belster tiene ayuda —repuso Colleen—, tal como acordasteis.

Pony dibujó una expresión de profundo asombro en su rostro, pero empezó a comprender, a juzgar por la posición presta al ataque de la mujer, que aquella mascarada llegaba a su fin. Apretó la magnetita, sabedora de que con un pensamiento podía proyectarla contra el peto metálico de la mujer, pero, entonces, movió los dedos para cambiar de piedra. Tomó el grafito para provocar una sorprendente descarga de un rayo, con la convicción de que no sería mortal.

—Ya basta de chanzas —afirmó Colleen—; sé quién eres: Pony, la amiga del Pájaro de la Noche, y Jill, la esposa de Connor. No soy imbécil, y he oído y visto lo suficiente como para saber quién eres.

Pony se disponía a protestar, pero se detuvo en seco, sacó la mano del bolsillo y la extendió en dirección a Colleen.

—¿Lo suficiente? —le preguntó, sin forzar el acento—. ¿Sabes lo suficiente de mí como para comprender que puedo quitarte la vida con un simple pensamiento?

Aquello sobresaltó a Colleen, pero sólo por un instante. Era una guerrera, forjada en mil batallas, y con una bien ganada fama de no dejarse intimidar.

—Verdaderamente eres esa canalla que De’Unnero describió —le espetó.

Pony advirtió una inflexión en la voz de Colleen, no exactamente lisonjera, cuando pronunció el nombre del obispo.

—Quieres decir el obispo De’Unnero —puntualizó para incitarla—, el buen y justo gobernador de Palmaris.

Colleen no contestó, pero su expresión agria fue muy elocuente.

—Entonces, ¿vamos a tener que pelearnos? —preguntó Pony, de modo terminante—. ¿Quieres que utilice la magia y te destruya, o prefieres y consideras más noble que pueda ir a buscar mi espada?

—La espada de Connor, quieres decir.

La perspicacia de la mujer sorprendió a Pony, pero no la desconcertó.

—Era de Connor —admitió—, hasta que emisarios de la Iglesia lo asesinaron e hicieron lo propio con su tío.

Los ojos de Colleen se desorbitaron.

—Y también con el abad —insistió Pony, escupiendo las palabras—. ¿Crees que lo hizo un powri? ¿Acaso un desgraciado enanito pudo entrar en Palmaris, en el mismísimo Saint Precious y matar a aquel gran hombre?

—¿Cómo lo sabes?

—Porque Connor me lo contó cuando fue al norte a buscarme, cuando se enteró de que yo era el siguiente objetivo de la Iglesia abellicana.

Colleen se quedó completamente inmóvil, y por un momento, Pony llegó a creer que ni siquiera respiraba.

Pony bajó la mano y dejó la piedra en el bolsillo.

—Si utilizara la magia que me enseñó un verdadero hombre de Dios, no sería una lucha noble —dijo—. Deja que recoja mi espada, Colleen Kilronney y me complacerá darte una lección que tardarás mucho en olvidar.

El orgullo de Colleen la obligó a enderezar los hombros ante el abierto y descarado desafío. No obstante, no mantuvo la posición mucho rato, impresionada por el valor y las sorprendentes palabras de aquella mujer.

—A decir verdad, habría preferido que te hubieras quedado abajo —concedió Pony—, pues no estoy convencida de que tú y yo estemos en bandos opuestos.

—Entonces, ¿qué se supone que tenemos que hacer? —preguntó Colleen.

Pony reflexionó un buen rato sobre aquellas palabras. ¿Qué hacer? El esquema de un plan empezó a dibujarse en su mente: una coalición que abarcaría la red subterránea de Belster, a los perseguidos behreneses y, entonces, a Colleen y otros soldados, y Pony suponía que no serían pocos. Una coalición que les permitiría saber quiénes estaban, aunque no lo confesaran abiertamente, en contra del perverso obispo. Pero no se atrevía aún a compartir aquel plan, no se atrevía a confiar en la mujer soldado una información relativa a sus camaradas.

—Vuelve a El Camino de la Amistad dentro de tres días —le propuso—; hablaremos de nuevo.

—¿Dónde está tu amigo, el Pájaro de la Noche? —preguntó, de improviso, Colleen.

Pony la miró, con curiosidad, pues se temía una trampa.

—Bueno, no contestes —concedió Colleen—; si ha venido contigo a Palmaris, procura que permanezca oculto y seguro, pues De’Unnero quiere atraparlo. Y si está en el norte, tal como hemos oído, envíale un mensajero, pues Shamus ha vuelto allí. Y aunque le dirá que ha ido a ayudarlos, en realidad ha ido a vigilar a tu amigo, a ponérselo en bandeja para que De’Unnero pueda cazarlo.

La franqueza demostrada al facilitarle tan valiosa información hizo que Pony reconsiderara la situación y se limitó a asentir con la cabeza, sin decir palabra para asimilar todo aquello.

—Voy a recoger a mi amigo y a continuar mi camino —dijo Colleen.

La mujer se volvió hacia el canalón, y pasó por encima del borde del tejado sin la menor vacilación.

—Tres días —confirmó. Miró una sola vez a Pony, y bajó rápidamente a la callejuela.

Pony se quedó inmóvil en la misma posición durante largo rato y, luego, volvió a contemplar el cielo nocturno en busca del esquivo y reluciente anillo celeste de Corona.

Sin embargo, de repente, lo dejó correr, pues se dio cuenta que aquella noche no encontraría un momento de paz.

En las chimeneas de El Camino de la Amistad sólo quedaban brasas, que eran como los brillantes ojos anaranjados de los únicos y vigilantes clientes, que veían cómo las horas de oscuridad dejaban paso a las primeras luces del alba. Afuera, en la calle, tres hombres borrachos, entre los que estaban un satisfecho Prim O’Bryen y Heathcomb Mallory, dormían profundamente, y una docena más ocupaban las habitaciones de arriba, mientras Dainsey y un pretendiente se habían instalado, por fin, en una habitación tranquila en el ala del propietario. Belster roncaba, satisfecho, en otra, y en el tercer dormitorio del ala del primer piso Pony estaba cómodamente sentada en la cama; llevaba una fina camisa de dormir y, en la mano, tenía una piedra del alma.

Shamus Kilronney iba al encuentro de Elbryan y su amado no sospechaba que aquel hombre era un agente del obispo De’Unnero.

Pony confiaba en Elbryan y se repetía que él contaba con poderosos aliados: Bradwarden y Juraviel. A pesar de ello, si lo pillaban desprevenido…

Pony suspiró profundamente y miró la Piedra Gris, una mancha oscura en su pálida mano bajo la luz de la luna que se filtraba por la ventana. Había elegido ir a Palmaris, había seguido el rumbo determinado por su sed de venganza, pero ya no estaba segura de haber tomado la decisión correcta. Sabía que su labor era peligrosa —y que la de Elbryan también lo era—, pero de repente el peligro le pareció más inminente y amenazante. De repente, Elbryan podía estar en un trance apurado, y ella estaba demasiado lejos para ayudarlo.

—¿O no?

Permaneció con la vista fija en la piedra del alma, preguntándose qué ayuda podía brindarle. No necesitaba recordar el peligro que representaba utilizar esa piedra, mejor dicho, cualquier piedra, en aquella ciudad llena de sabuesos oledores de magia patrullando por las calles. Pero, con todo, después de la conversación con Colleen, después de conocer la verdad, ¿acaso podía quedarse tranquilamente sentada y confiar en que Elbryan sobreviviría?

Pero en la cabeza de Pony había algo más, un temor soterrado. ¿Qué prodigios podría mostrarle un viaje al reino de los espíritus? ¿Qué verdades saltarían en pedazos? Pero en aquellos momentos no podía pensar en ello, habida cuenta del peligro que acechaba a sus amigos en el norte.

Se sumergió en la piedra con el corazón y con el alma. Su espíritu se adentró profundamente en las incitantes interioridades de la gema. En aquel estado espiritual sintió una extraña energía, separada pero a la vez unida a ella. Pony se dio cuenta de lo que era, pero bruscamente desvió su atención de aquella energía y la concentró en el exterior. En un instante, se liberó de su forma corporal, se deslizó a través de la pared exterior de la posada y se encontró afuera, en la noche, en las tranquilas calles de Palmaris. Cruzó la puerta norte de la ciudad —donde los guardias jugaban a dados— y se limitó a echar un distraído vistazo a la desierta carretera que se dirigía al norte. Luego, pasó ante granjas sin luces y siguió avanzando por la carretera. Con un pensamiento, adelantó al pájaro más veloz y al viento más fuerte. Atravesó Caer Tinella a una velocidad vertiginosa y sólo aflojó la marcha para detectar algún signo de la presencia de Elbryan o de Shamus. Pero no, no estaban allí; echó en falta a muchos y tampoco vio los carros que habían sido preparados para la caravana a las Tierras Boscosas. Ya se habían ido; estaban más hacia el norte. Y hacia el norte, también, se dirigió Pony surcando el aire por encima de la carretera sin apenas darse cuenta del borroso paisaje, hasta que hubo llegado a regiones más familiares, al país donde había nacido. Entonces, su espíritu aminoró otra vez la velocidad, pues aunque comprendía la importancia de encontrar a Elbryan y dejar de utilizar las reveladoras gemas cuanto antes, no pudo resistir la tentación de contemplar los paisajes de su infancia: la ladera al norte de Dundalis y, más allá, el valle de pinos y musgo caribú.

De pronto, vio que Shamus Kilronney y sus soldados estaban en el pueblo y observó el estilo militar del campamento situado en la parte oeste del grupo principal. Pony se dirigió hacia los soldados y pasó entre los barracones, y sintió un gran alivio al comprobar que Elbryan no estaba por allí. Pero su alivio se convirtió en desesperación cuando después de buscar por todo el pueblo, no encontró ni rastro de su amado; su espíritu se quedó solo, en medio de la plaza de la aldea, mientras ponderaba el ingente trabajo que la esperaba. Comprendió que el guardabosque podía estar en cualquier parte, y aunque ella podía desplazarse a la velocidad de un rayo de luna, Elbryan, el Pájaro de la Noche, no sería fácil de encontrar en aquellos bosques.

Se obligó a sí misma a permanecer en calma, eliminó la menor distracción de su cabeza y dejó que sus sentidos se entregaran a la contemplación de la noche serena.

Y entonces, llevada por la brisa, llegó la respuesta: una familiar melodía interpretada por una gaita, la canción de Bradwarden.

Poco después, encontró al centauro, solo, en una peña redondeada; estaba tocando con su gaita la melancólica canción. Pensó en acercarse y tratar de comunicarse con él de alguna manera, ya que podría conducirla hasta Elbryan, pero, entonces, al pie de aquel altozano, divisó a Sinfonía. El caballo estaba muy tranquilo, como si la canción del centauro lo hubiera hechizado. En una rama baja, no lejos del magnífico semental, había una conocida silla de montar.

Al acercarse más, escuchó un suave relincho, pero sus sentidos percibieron algo más, algo aún más familiar, algo cálido y maravilloso.

Sintió intensamente la presencia de su amado, como si, en cierto modo, ella y Elbryan estuvieran unidos de forma espiritual. Estaba tan segura del lugar exacto donde se encontraba el guardabosque como si él mismo la hubiera llamado.

Con completa tranquilidad, al saber que Sinfonía y Bradwarden andaban por allí cerca, el guardabosque estaba tumbado y dormía apaciblemente en un lecho de heno y mantas, debajo del cual había colocado piedras calentadas. Sus dos armas, Tempestad y Ala de Halcón, yacían a su lado, al alcance de la mano.

A pesar de la prisa, Pony se detuvo para empaparse de aquella imagen y, de nuevo, dudó de lo que había decidido. ¿Cómo pudo no contarle que estaba esperando un hijo? ¿Cómo pudo separarse de Elbryan?

Debió admitir que pudo hacerlo porque el ultraje había sacado lo mejor de sí misma, pero, verdaderamente, tuvo la sensación de que en aquel momento se había equivocado. Poco faltó para que se viera sobrepasada y dejara que su espíritu obedeciera su deseo de volver a Palmaris a todo correr, ir a los establos a buscar a Piedra Gris y emprender una rápida y dura cabalgada para llegar al norte lo antes posible.

Pero no podía hacerlo; entonces, no. Ya había tomado una decisión, tal vez errónea, y esa decisión había comportado nuevas circunstancias y responsabilidades. En ese momento, no podía abandonar Palmaris, del mismo modo que Elbryan tampoco podía trasladarse a allí.

Pero ¿qué ocurría con el niño? ¡Oh, quería decírselo! ¡Oh, cómo deseaba sentir sus cariñosos dedos acariciando su hinchado vientre!

Transcurrió un largo momento durante el cual trató de serenarse, de dejar hablar a la razón y al sentido del deber. Durante un buen rato miró largo y tendido a Elbryan, sin saber muy bien qué tenía que hacer, o incluso qué podía hacer. Pero entonces, la magia de la piedra del alma se le hizo más patente y, con un pensamiento, se posó sobre su amado, en su interior, y se unió a él en sus sueños.

Elbryan se despertó empapado en sudor frío, se sentó en la cama, muy erguido, con la impresión de que algo indefinible rondaba por allí.

La luna, Sheila, estaba cerca del horizonte, por el oeste. Bradwarden había dejado de tocar, pero Sinfonía seguía calmado por allí cerca. Eso le bastaba al guardabosque para saber que no le acechaba ningún enemigo.

Pero sabía que algo, mejor dicho, que alguien había estado allí, aunque todo quizá no había sido más que una combinación de sueños y conciencia. Respiró profundamente varias veces para serenarse, apoyó la cabeza en las manos y reflexionó.

Y entonces, lo descubrió. De alguna manera, a través de la magia, Pony había ido a verlo.

¡Pony! El solo hecho de pensar en ella lo hizo estremecerse, y su corazón dio un vuelco. Pero se trataba de Pony; de eso, de repente, estaba muy seguro. Y la mujer se encontraba bien, en Palmaris, a salvo.

Ella tenía que quedarse allí, y él no podría ir en su busca; eso también resultaba claro e inequívoco. El previsto encuentro a principios de primavera no podría tener lugar, pues Palmaris andaba revuelta y Pony no podía abandonar a la gente que la necesitaba. Ni él podía ir allí, ni debía hacerlo, pues…

Algo más rebullía en la conciencia del guardabosque, un aviso que él intuía que tenía que atender. Pero no podía; no, en aquel momento, pues el hecho de pensar en Pony, la imagen de Pony, la pena por estar tan lejos de Pony, todo eso era demasiado voraz, demasiado absorbente. Así que se sentó en la oscuridad y placidez del bosque mientras los minutos se convertían en una hora. Elbryan pensaba en ella y recordaba abrazos y besos, el sabor de su cuello y la intensidad de su mirada.

Su única esperanza era que sus caminos no tardarían en cruzarse, que el deber, el implacable deber, no los mantendría separados por mucho tiempo.

Mientras su espíritu regresaba a Palmaris, Pony se lamentaba de forma parecida. Recorrió las todavía silenciosas calles y entró en la oscura sala común de El Camino de la Amistad. Se fue directamente a su puerta, convencida de que ya era hora de volver a su forma corporal y de abandonar la energía mágica, pero, mientras se deslizaba por el vestíbulo, se detuvo. Escuchó y advirtió algunos ruidos detrás de la otra puerta. Sin pensarlo dos veces, Pony la atravesó y entró en la habitación de Dainsey.

La mujer y su compañero hacían el amor; entrelazados, emitían quejidos apasionadamente.

Una avergonzada Pony se retiró de golpe, pero se detuvo, hechizada, porque la energía y el calor de Dainsey y de aquel hombre le trajeron a la memoria los abrazos de Elbryan el día en que rompieron su voto de castidad al creer que el mundo volvía ya a estar a salvo.

Y engendraron a su hijo.

Había sido algo maravilloso, unos instantes de puro éxtasis, de plenitud y seguridad.

Pero quizá no había sido más que eso. Quizás había sido la satisfacción de algo más básico, de una necesidad física. Y ceder a esa necesidad había llevado a…

«¿A qué?», tuvo que preguntarse Pony con sinceridad. El grito que oyó en su interior fue una respuesta que la cogió completamente desprevenida.

Había llevado a una complicada situación, complicada y peligrosa.

El espíritu de Pony abandonó la habitación y se dirigió hacia su forma corpórea; lo hizo a toda velocidad, con la convicción de que podía regresar al mundo material y salir de la magia de la gema en un instante, sin tiempo para pensar o ver nada.

Pero advirtió otra presencia, otro espíritu dentro de su ser físico.

Trató de darse prisa, pero no pudo evitar rozar aquella nueva vida.

Apenas transcurrió un segundo antes de que su cuerpo recuperara la conciencia, pero fue un segundo muy largo para Pony. Entonces sabía, sin la menor duda, que llevaba un hijo en su seno, una criatura viva, que se formaba, crecía y se hacía más fuerte cada día. Por supuesto, ya hacía tiempo que sabía que estaba embarazada, pero esa palabra no había significado mucho para ella. Cuando le había dicho a Juraviel que tal vez no sería capaz de llevar el embarazo a término, hablaba en serio. En algún rincón de su mente, se había imaginado que el niño nacería muerto, o que tendría un aborto, ya que la idea de que se trataba de algo real, de que iba a ser madre le parecía improbable e, incluso, imposible.

Pero entonces sabía que era verdad, que era algo real: el hijo —su hijo, el hijo de Elbryan— estaba vivo.

Abundantes lágrimas le brotaron de los ojos y le empaparon las mejillas. Se sentía muy sola e incapaz de controlar la situación. Se puso la mano en el vientre, pero no encontró consuelo, sólo vulnerabilidad.

—¡Maldita seas! —refunfuñó Pony en la oscuridad, jurando contra sí misma. Sin ni siquiera ser consciente de moverse, se levantó y empezó deambular por la habitación—. ¡Maldita seas! —repitió con los puños apretados en los costados.

¿Por qué no había esperado? ¿Por qué había seducido a Elbryan y le había prácticamente obligado a hacerle el amor, con tantas probabilidades de que aquello acabara en un desastre?

Pony gruñó y dio una palmada a la bandeja de la mesita de noche, que se estrelló contra el suelo sin que ella apenas lo advirtiera.

—¡Qué idiota soy por haber hecho semejante cosa! —exclamó en voz alta. De nuevo, se puso la mano en el vientre, pero entonces no se lo acariciaba con suavidad sino que se apretaba la piel—. El mundo entero está en peligro y, en nombre y en recuerdo de Avelyn, tengo la responsabilidad de luchar. ¿Y, con todo, cómo voy a hacerlo? ¿Qué clase de guerrera soy con un ser en mi vientre?

De nuevo alargó el brazo hacia la mesita, en esa ocasión para asirla por la parte superior con la intención de levantarla y arrojarla contra la pared a través de la ventana. Pero se detuvo, pues hasta aquel momento no se había dado cuenta del ruido que había hecho. Entonces, oyó los pasos de alguien que se acercaba por el vestíbulo, arrastrando los pies, el suave golpe que dio al llamar a la puerta y el crujido de esta al abrirse. Una asustada Dainsey Aucomb apareció en el umbral mirándola fijamente con los ojos desorbitados.

—¿Te encuentras mal, Pony? —le preguntó la mujer con timidez.

Pony aflojó su agarro, demasiado avergonzada como para continuar su rabieta, pero todavía dominada por la cólera y el arrepentimiento. Se enderezó y se dio la vuelta para encararse con Dainsey.

—¿Quieres que te traiga algo para calmarte? —le propuso Dainsey.

—Estoy embarazada —afirmó Pony de forma terminante.

—Bueno, eso ya lo sabía desde hace algún tiempo —repuso Dainsey.

Pony resopló irónicamente.

—¿De veras? —le preguntó con explícito sarcasmo—. Has descubierto esa simple realidad, pero ¿tienes idea de lo que significa realmente?

—Creo que significa que darás a luz a un bebé dentro de pocos meses —dijo Dainsey con una esperanzada risita—; en el sexto mes del año, supongo, o tal vez a finales del quinto.

Un brusco movimiento del brazo de Pony derribó la mesita al suelo, y Dainsey pegó un brinco hacia atrás.

—Significa que habéis perdido a un importante aliado en esta crítica guerra —refunfuñó Pony—; significa que cuando Palmaris esté en el punto álgido de la revolución, si eso llega a ocurrir, Pony se encontrará en el punto álgido de los dolores de parto.

La cara de Pony se destensó y miró a la mujer.

—Significa que he fracasado —añadió en voz baja.

—¡Pony! —dijo Dainsey, mientras pateaba el suelo de madera con los pies descalzos.

—¡Qué imbécil he sido! —exclamó Pony.

—¡Qué imbécil eres ahora, querrás decir! —le espetó Dainsey—. ¿Acaso te arrepientes del hijo que llevas en tus entrañas?

Pony no contestó, pero su expresión era la confirmación que Dainsey quería.

—Pues cometes un error —osó decir Dainsey, mientras daba un cauteloso paso—; no debes pensar nada malo del hijo que llevas en el vientre. No, eso nunca, pues se daría cuenta, Pony; oiría tus pensamientos, no lo dudes, y entonces…

—¡Cierra el pico! —le espetó Pony, y dio un paso hacia adelante.

Dainsey se disponía a retroceder, pero se detuvo bruscamente y adoptó una actitud desafiante.

—No pienso hacerlo —afirmó con decisión—. Echas de menos a tu amado y estás asustada por él y por tu hijo, pero te comportas como una estúpida y no sería tu amiga si no te lo dijera.

Mientras hablaba, Pony se fue hacia ella, y la empujó hacia la puerta. Dainsey trató de resistirse, pero Pony no tardó en obligarla a salir al vestíbulo. Dainsey se recuperó enseguida y trató de volver, pero Pony le cerró la puerta en las narices.

Inasequible al desaliento, Dainsey golpeó la madera.

—¡Escúchame, Pony! —dijo—. Escúchame bien. Te das cuenta de la vida que llevas en tu seno y sabes que cuidar de ella, y no de esa estúpida lucha, es tu deber más importante. Escucha a tu corazón… —añadió y, con un último y frustrado golpe en la puerta, se retiró por el vestíbulo.

Pony se acostó otra vez, con la cara húmeda entre las manos. Toda su vida le parecía tumultuosa y confusa. Quería que Elbryan estuviera allí para que le diera ánimos. Y no quería estar embarazada.

El darse cuenta de lo último que había pensado, el escuchar sus propias palabras en su mente, la hizo ponerse en pie, con los ojos desmesuradamente abiertos, sin apenas advertir que respiraba con dificultad.

—¡Por Dios! —murmuró.

Las manos se le fueron frenéticamente hacia el vientre, se lo acarició con mucho más énfasis, tratando de desdecirse de todo lo que había dicho antes y de asegurar al bebé de su seno que no había querido decir nada de todo aquello.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció Dainsey; tenía la vista fija en Pony.

—¿Pony? —preguntó amablemente la mujer.

Pony se desvaneció y poco faltó para que se cayera, pero Dainsey la sostuvo, la abrazó estrechamente y le susurró al oído que todo iba perfectamente bien.

Pony ansiaba ser capaz de creerlo.