Elbryan estaba sentado a horcajadas sobre Sinfonía, al borde de una hilera de árboles situada en la parte superior de la ladera de un ancho prado. Se protegía los ojos de la gris y deslumbradora luz. La noche anterior había habido una gran tormenta de invierno y el viento había acumulado nieve en algunos lugares con espesores más altos que un hombre de considerable estatura. No obstante, la gente de Dundalis la había soportado bien, ya que habían construido cabañas adecuadas, que, afortunadamente, habían resistido el tremendo peso de la nieve y el empuje del viento.
Pero entonces tenían otro problema, según habían descubierto Elbryan y Bradwarden el día anterior, justo antes de que se desencadenara la tormenta. En la zona había muchos trasgos; vivían entre las ruinas de Prado de Mala Hierba, a sólo un día de marcha hacia el oeste.
—Cuando la señora Dasslerond y los elfos aparezcan, me alegraré —comentó el guardabosque.
Elbryan apenas podía creer que un grupo tan nutrido de elfos, según Roger más de una docena, estuviera rondando por la zona sin establecer contacto con él.
—Con esa gente menuda nunca se sabe —respondió Bradwarden—. Podrían estar en un árbol, justo encima de nosotros, sin que el mejor adiestrado de los humanos llegara a descubrirlo.
El guardabosque miró al centauro con el rabillo del ojo, observó que tenía una expresión extraña, y entonces captó el sentido de lo que acababa de decir y miró hacia arriba. Allí, instalada en una rama a unos siete metros de su cabeza, se veía la inequívoca figura alada de un elfo.
—Hola, guardabosque. Ha pasado mucho tiempo desde que compartimos una canción —le dijo el elfo.
—¡Ni’estiel! —exclamó Elbryan, al reconocer la voz aunque todavía no podía distinguir más que una silueta que destacaba apenas sobre un cielo de tono un poco más gris y brillante a través de los copos que seguían cayendo—. ¿Dónde están tu señora, Juraviel y todos los demás?
—Por ahí —mintió Ni’estiel—; he venido para avisarte que los trasgos se han puesto en marcha.
—¿En qué dirección? —preguntó el guardabosque—. ¿Tal vez hacia el oeste, hacia Fin del Mundo? ¿O hacia el este?
El elfo se encogió de hombros.
—No están donde estaban; eso es todo lo que he, mejor dicho, hemos podido averiguar hasta ahora.
—Roger ha salido a explorar —recordó Bradwarden en un tono que expresaba una cierta preocupación por su amigo.
El guardabosque compartía aquella preocupación. Roger era un explorador astuto, bien capacitado para ocultarse y para correr, pero la espesa capa de nieve podía neutralizar sus habilidades: podía hacer que fuera divisado y atrapado mucho más fácilmente.
—Y hay otra fuerza en marcha —gritó Ni’estiel desde arriba—; se nos está acercando desde el sur.
El guardabosque se disponía a preguntar más detalles al elfo, pero este se alejó ágilmente por las ramas y revoloteó hacia un árbol cercano hasta desaparecer.
—¿Quiénes crees que pueden ser? —preguntó Bradwarden.
Ambos tenían que asimilar demasiadas cosas. Elbryan espoleó a Sinfonía al trote a lo largo de la cresta de la sierra barrida por el viento. Luego, se hundió de nuevo en la nieve y se esforzó en conducir el caballo hacia otra cresta cercana, que ofrecía una mejor perspectiva sobre las pistas del sur. Tan pronto como él y Bradwarden llegaron arriba, divisaron la fuerza: era un grupo de soldados, que por sus relucientes yelmos y puntas de lanza, tenían que ser Hombres del Rey. Avanzaban despacio por la nieve; era un grupo obviamente maltrecho y fatigado.
—Han pasado la tormenta de esta noche al raso —comentó Bradwarden—. ¡Oh, pero apuesto a que hoy están de muy buen humor!
El guardabosque sonrió y soltó una risita, pero esa expresión, cuando la banda se les acercó, se borró de su rostro, sustituida por otra que reflejaba curiosidad.
—¡Shamus Kilronney! —dijo alegremente Elbryan—. Reconozco su manera de montar y los andares de su caballo. Es Shamus el que marcha a la cabeza de los soldados.
—¡Oh!, los dioses deben de habernos bendecido —murmuró Bradwarden con sarcasmo y en voz baja, pero, sin duda, lo suficientemente fuerte como para que Elbryan lo oyera.
—Es un hombre bueno —repuso el guardabosque.
—Y alguien que podría andar buscando a tus nuevos amigos monjes —le avisó Bradwarden.
Sus palabras borraron la sonrisa de Elbryan, pero sólo un minuto. Shamus y sus soldados demostrarían, sin duda, ser de gran ayuda en la lucha contra la numerosa banda de trasgos que habían localizado en Prado de Mala Hierba.
—No debe de haber venido a perseguirlos —dijo al fin—, y aunque así fuera, no tardará en darse cuenta de la verdad y dejará que los monjes se escapen por el bosque.
—Me alegraré mucho de su compañía —comentó secamente Bradwarden.
Entonces, Elbryan comprendió que el malhumor del centauro tenía poco que ver con la potencialmente comprometida situación de los cinco monjes. Bradwarden se había dejado ver hacía poco tiempo y era conocido y aceptado sin problemas por la gente de Tomás Gingerwart. Pero sería más difícil, mucho más difícil, justificar su presencia ante los Hombres del Rey, unos soldados que probablemente, al menos en apariencia, eran aliados de la Iglesia abellicana. En cualquier caso el problema no era que a Bradwarden le importara mucho la compañía de los humanos, con la excepción de Elbryan y Pony, pero hacía tiempo que estaba harto de tener que esconderse de ellos.
—No tardarán en vernos —observó el centauro—, así que yo me las piro —añadió, y pateando el suelo se dispuso a lanzar su enorme cuerpo hacia la profundidad del bosque.
—Shamus es un hombre bueno —dijo Elbryan, antes de que hubiera dado un solo paso.
Bradwarden se detuvo y miró hacia atrás y por encima de su ancho hombro a los sinceros ojos verdes de su amigo.
—Te aceptará y no te juzgará —afirmó el guardabosque.
—Serías un estúpido si se lo dijeras —replicó el centauro—, pues entonces quedaría claro que tú fuiste el que me rescató. Libra tus propias batallas con la Iglesia, muchacho, pero yo no tengo el más mínimo deseo de poner los pies en Saint Mere Abelle.
Elbryan no supo qué contestar.
—Por tanto, ve y haz tus propios planes respecto a los trasgos —continuó Bradwarden—, pero no tardes si es que piensas matar alguno. Yo voy a cazar de nuevo por mi cuenta y es seguro que me dolerá la barriga por causa de la carne de trasgo.
Soltó una afectuosa carcajada y se perdió entre las sombras.
Por encima de todo, Elbryan oyó la profunda resonancia de aquella carcajada. Los primitivos habitantes de Dundalis habían bautizado acertadamente a Bradwarden con el nombre de Fantasma de los Bosques; y hasta el regreso del Pájaro de la Noche a la región, después de ser adiestrado por los elfos, el centauro había sido un personaje solitario. Pero Bradwarden había llegado a pasarlo bien en compañía de Elbryan y de los demás durante los últimos meses; eso le resultó evidente al guardabosque más por el tono de aquella carcajada que por el malhumor del centauro al ver a Shamus y a los soldados.
Elbryan suspiró y llevó a Sinfonía al trote por la sierra, en dirección a su amigo Hombre del Rey. Estaría muy bien pelear de nuevo junto a Shamus y a sus bien adiestrados soldados, aunque hubiera sido preferible que la situación no fuera tan complicada.
Pony se despertó en la oscuridad y se dispuso a levantarse, pero la cabeza le chocó contra una rígida madera a poco más de cinco centímetros por encima de ella. En aquella opresiva oscuridad, una sorprendida y asustadísima Pony trató de extender los brazos: las manos golpearon la madera, dura y firme, y no encontraron asidero alguno.
Le subió un grito a la garganta; pateó hacia arriba y se contusionaron las rodillas y los dedos de los pies.
La madera parecía definitivamente cerrada sobre ella.
Estaba encerrada, bloqueada, enterrada viva. Desesperada, rebuscó en su bolsa, pero alguien le había quitado las gemas y su arma había desaparecido. No había nada más: un ataúd, a oscuras.
Pony pegó violentos puñetazos contra la madera y gritó tan fuerte como pudo. Hizo caso omiso del dolor y golpeó una y otra vez, pateó y arañó. Quizá conseguiría perforarla, pero entonces la tierra entraría en el ataúd, la ahogaría y la aplastaría; con todo, era mejor luchar por la libertad que una muerte lenta y angustiosa. Chilló de nuevo, aunque era consciente de que no había esperanzas de que alguien la oyese.
Pero entonces… se produjo una respuesta. Y no desde arriba, sino desde un lado. Y de repente, ya no estaba a oscuras sino bañada por la suave luz de un fanal, un fanal situado en la puerta de un camarote. ¡Un camarote! Y no estaba tumbada en un ataúd, sino en la cama superior de una litera, con la cara pegada al techo.
Pony cerró los ojos, suspiró profundamente y sintió una gran sensación de alivio por todo el cuerpo. Entonces, se dio cuenta de que estaba en un barco, pues allá abajo era perceptible el ligero vaivén de las aguas del río, y no la inmovilidad de la tierra firme.
Pony se fijó en el hombre, un hombre que conocía, un hombre que en una ocasión les había permitido cruzar el río, sin formular preguntas a ella, Elbryan, Bradwarden y Juraviel.
—Capitán Al’u’met —comentó—, parece que el azar nos ha hecho coincidir de nuevo.
Al’u’met la miró con curiosidad durante un momento, y después, al reconocerla, los ojos oscuros le brillaron de un modo especial.
—La amiga de Jojonah —dijo en voz baja, calmado—. ¡Ah!, eso sólo ya explica muchas cosas.
—No soy enemiga de los behreneses —afirmó Pony con franqueza—, ni amiga de la Iglesia abellicana.
—Ni de la ciudad, ya que ahora ciudad e Iglesia son la misma cosa.
Pony bajó la cabeza para mostrar su acuerdo, pero con cuidado, pues le dolía todo el cuerpo a causa de los golpes que había recibido. Deslizó los pies hacia un lado, salió de la litera y, con un estremecimiento, bajó al suelo. Al’u’met se precipitó a su lado en un instante, y la sostuvo con su fuerte brazo.
—Hablas mal de esa unión —insinuó Pony—; sin embargo, eres amigo de maese Jojonah de la orden abellicana.
La sonrisa de Al’u’met sólo ocultó hasta cierto punto una mueca de dolor, y Pony lo atribuyó a que él se había dado cuenta de su ardid. Cuando Al’u’met respondió, ella se dio cuenta de que algo mucho más terrible lo apesadumbraba.
—Jojonah no estaba de acuerdo con su Iglesia —dijo con toda franqueza.
Pony se disponía a asentir con la cabeza, pero de repente el tiempo del verbo de la frase de Al’u’met la dejó muy intrigada. ¿Habrían cambiado las creencias de Jojonah?
—Sólo hablé con él una vez —explicó Al’u’met mientras se iba hacia un lado y colgaba el fanal en un gancho—; remontamos el Masur Delaval hasta Amvoy, de regreso a Saint Mere Abelle. Entonces me dijo que recordara el nombre de Avelyn Desbris, y así lo hice. Y ahora que he oído cómo la Iglesia de Palmaris blasfemaba públicamente utilizando ese nombre, he llegado a entender la preocupación de Jojonah. Ahora me doy cuenta de que quería muchísimo a Avelyn y de que temía por su legado.
De nuevo, usó el verbo en tiempo pasado al referirse a Jojonah, y la expresión de Pony reflejó su creciente temor.
—Maese Jojonah fue ejecutado por hereje —le explicó Al’u’met—, por conspirar con intrusos que rescataron al prisionero más codiciado por el padre abad, un centauro del que se dice que presenció la destrucción de la montaña de Aida y del demonio Dáctilo.
Pony retrocedió dos pasos y se sentó al borde de la cama inferior de la litera.
—¿Tal vez sabes algo de esa conspiración? —preguntó Al’u’met, tímidamente.
La mujer lo miró con dureza, pues no le gustó aquella pregunta.
Al’u’met la correspondió con una inclinación de cabeza.
—Confundes culpa con pena —comentó.
—Viste a mis compañeros cuando cruzamos el río.
—Desde luego —dijo el capitán—, y no tengo la menor duda de que los cargos contra Jojonah por conspiración estaban bastante fundamentados. Por lo que respecta a la acusación de herejía…
—Jojonah estaba más cerca de la verdad y de la bondad de la Iglesia que ningún hombre que haya conocido jamás —afirmó Pony—, con la excepción del hermano Avelyn Desbris.
Una segunda inclinación de cabeza de Al’u’met fue la respuesta.
—¿Qué ocurrió, entonces, con el centauro? —preguntó el capitán.
Pony lo observó con mucho cuidado durante unos instantes para tratar de calibrar su sinceridad. ¿Sería un agente de la Iglesia? Tan pronto como recordó las circunstancias de su captura, se dio cuenta de que no era nada probable. Al’u’met y sus sureños behreneses de piel oscura, obviamente, no eran sus enemigos.
—Bradwarden está libre, en las tierras del norte —dijo con sinceridad. Con ello le demostró su confianza, al contestar a su pregunta y, además, darle el nombre del centauro—. Una buena recompensa para un héroe.
—¿Estuvo en la montaña de Aida, durante el famoso fin del demonio Dáctilo?
—Más que famoso —respondió Pony con una risa sofocada. Se pasó una mano por su espesa melena rubia, sacudiéndose los últimos vestigios de su aturdimiento—. Yo estaba allí cuando el hermano Avelyn destruyó al demonio y su guarida, y también la otra persona que estaba conmigo cuando cruzamos en tu barco el Masur Delaval.
Vaciló mientras hablaba. Se preguntó si no estaba yendo demasiado lejos, pero decidió por pura intuición que había mucho en juego y que el tiempo era vital. Se daba cuenta de que si iba a emprender una acción contra el obispo De’Unnero; tenía que implicar a aquel hombre.
—Creíamos que Bradwarden había dado la vida para salvarnos, pero gracias a un golpe de suerte y a la magia élfica sobrevivió, aunque después se lo llevaron a Saint Mere Abelle y lo encerraron en las mazmorras.
—¿Lo encerraron porque el padre abad no creyó lo que contó del demonio Dáctilo?
—Porque el padre abad tiene miedo de la verdad de Avelyn Desbris —corrigió Pony.
Al’u’met evaluó durante unos instantes la profundidad de aquellas palabras y las consecuencias que de ellas se derivaban, y se sentó en la cama junto a Pony.
—Por esa razón, el pobre Jojonah fue condenado y eliminado —comentó.
—Y por esa razón, nombraron a De’Unnero obispo de Palmaris —respondió Pony—. ¿Y qué vamos a hacer nosotros dos al respecto? —añadió mientras lo miraba fijamente.
La sonrisa decidida de Al’u’met le demostró que ambos pensaban lo mismo.
Entonces, el behrenés le devolvió la bolsa de gemas sagradas.
Desde las sombras de unas espesas ramas, Bradwarden contempló cómo Elbryan conducía a Sinfonía hacia el grupo. El centauro observó que los soldados estaban bien adiestrados, pues al escuchar el sonido de un caballo que se acercaba, adoptaron enseguida una formación defensiva. La formación se rompió cuando reconocieron al jinete, y el centauro vio cómo Elbryan se detenía junto al jefe —Shamus Kilronney, claro— y ambos se daban un afectuoso apretón de manos y palmadas en el hombro.
El centauro frunció el ceño y musitó varias maldiciones. Tenía un mal presentimiento en relación con el regreso de los soldados, pero quería convencerse a sí mismo de que se debía a su enfado por tener que esconderse otra vez entre las sombras. Por consiguiente, refunfuñando de frustración, se dio la vuelta para irse.
No estaba solo; lo supo inmediatamente. Algo se movía despacio entre la maleza, se hundía en la nieve y producía el característico ruido de la nieve al ser pisada. Bradwarden estimó enseguida la dirección y la distancia, y afinó el cálculo teniendo en cuenta la visibilidad del oscuro bosque.
Se dio la vuelta y puso su revelador torso de aspecto humano detrás de un árbol, de forma que las partes visibles para un recién llegado serían sólo los cuartos traseros de un caballo.
—Ack, caballito —dijo una rechinante voz de trasgo—; procúrame algo de comida antes de que nos decidamos por los huesos de los hombres.
Bradwarden reprimió las ganas que tenía de darse la vuelta y derribar a aquel ser, y esperó pacientemente a que el repugnante trasgo se le acercara.
—Ahora no te muevas, así podré matarte rápidamente —dijo el trasgo con calma, aproximándose al centauro.
¡De qué modo se le desorbitaron los ojos cuando Bradwarden retrocedió y reveló su verdadera naturaleza! La criatura quedó tan asustada, tan cogida de improviso, que arrojó la lanza —en realidad, sólo un palo terminado en punta— al suelo. Aunque trató de escapar por todos los medios, el centauro lo atrapó por la garganta y se la apretó con fuerza, mientras levantaba su pesada porra con la otra mano.
Arriba, muy arriba, y de repente hacia abajo, en todo lo alto de la cabeza del trasgo, que trataba de escabullirse. Luego, sólo el poderoso agarro de Bradwarden mantuvo de pie a aquel ser muerto.
—De modo que salís de vuestros agujeros —dijo con calma el centauro.
Estaba sorprendido, pues desde que la guerra había acabado en desbandada, pocos monstruos habían dado muestras de querer pelea, y la mayoría sólo trataban de huir cuanto antes lo más lejos posible. El aviso de Ni’estiel de que los trasgos estaban en marcha le hizo pensar en un primer momento que los monstruos habían oído hablar del asentamiento de humanos y habían decidido huir en dirección contraria, hacia el oeste, más allá de los pueblos. Pero al reflexionar unos instantes sobre ello, Bradwarden comprendió que tenía sentido que se encaminaran hacia el este. Aquel trasgo y los de su especie se habían atrincherado en Prado de Mala Hierba el tiempo suficiente como para recuperar la claridad de ideas. Probablemente hacía mucho que los powris y los gigantes se habían ido, de modo que los trasgos, con toda seguridad, habían apretado filas en torno a un solo líder o a un par de figuras destacadas.
Y con la llegada del invierno, los tragos habían planeado aproximarse furtivamente a los humanos y atacarlos duramente, tal vez para robarles provisiones.
El centauro permaneció en absoluto silencio, con todos los sentidos atentos al bosque que lo rodeaba. Gradualmente, fue distinguiendo los reveladores sonidos de los monstruos al moverse: un suave frufrú ahí, la rotura de una ramita allá. Sí, habían venido desde Prado de Mala Hierba, en dirección este, hacia Dundalis, con ganas de pelearse con los nuevos pobladores.
Y como los elfos, como Elbryan y como él mismo, habían avistado a los soldados que se aproximaban.
El centauro echó una ojeada por encima del hombro. Si lo que suponía respecto al número de trasgos en Prado de Mala Hierba era correcto, Elbryan y los soldados se encontrarían con una desagradable mañana.
—Hemos recuperado Dundalis —dijo Elbryan a Shamus Kilronney, tan pronto como hubieron terminado las bromas. El guardabosque conocía a los soldados que acompañaban a Shamus, y ellos a él, por lo que no hicieron falta presentaciones—. Pronto podrás informar a tu rey de que las Tierras Boscosas están seguras.
—¿Mi rey? —repuso Shamus en tono ligero, pero con una punta de intención camuflada en la pregunta—. ¿Acaso no es también Danube Brock Ursal el rey del Pájaro de la Noche?
Era la primera vez que le formulaban aquella pregunta al guardabosque y, francamente, no tenía ni idea de cómo responder.
—Mis raíces están en Honce el Oso —admitió, mientras ponderaba atentamente las reacciones de los hombres de Shamus a cada una de sus palabras—. Con todo, nací y he vivido toda mi vida fuera de los dominios del rey Danube.
Hizo una pausa para reflexionar cuidadosamente sobre la cuestión. ¿Era un ciudadano de Honce el Oso, o…, o qué? ¿Un canalla sin techo? Difícilmente. Pero jamás había considerado que Danube fuera su rey, ni, en el mismo sentido, que la señora Dasslerond fuera su reina. Se encogió de hombros, confuso, con expresión perpleja.
—Lo mires como lo mires, parece que el rey Danube y yo, en este conflicto, estamos en el mismo bando —añadió con una risita.
Shamus lo imitó, aunque el guardabosque no dejó de advertir que la risa del capitán parecía un poco forzada.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó el militar al cabo de un momento—. Habéis recuperado Dundalis, pero hay otro pueblo, ¿no?
—Dos más —corrigió Elbryan—. Prado de Mala Hierba, actualmente en poder de una banda de trasgos, un contingente importante, según creo, y Fin del Mundo, el tercer pueblo, el que se encuentra más al oeste y, por lo que sé, desierto.
Como hecho adrede, una enorme flecha se clavó en el suelo entre los dos jinetes, y ambos caballos se revolvieron y relincharon. Los soldados desplegaron una frenética actividad: gritaron sin cesar «¡A las armas!» y «¡Desenvainad!», y se esforzaron en llevar los caballos a una posición defensiva.
Y menos mal que lo hicieron así, pues antes de que se hubieran reagrupado adecuadamente, los trasgos cargaron: docenas de perversas criaturas como surgidas de una niebla intangible se precipitaron hacia el grupo, mientras chillaban, maldecían y les arrojaban lanzas con una agresividad que Elbryan no había visto desde que él y Pony, camino de Saint Mere Abelle, se habían encontrado con una aparentemente desprotegida caravana de mercaderes al este del Masur Delaval.
Antes de que los soldados de Kilronney estuvieran preparados, un hombre fue derribado bajo el peso de dos lanzas, y otro perdió su caballo, pues el pobre animal fue alcanzado varias veces. Otro soldado recibió un rasguño, y el Pájaro de la Noche evitó que una lanza le alcanzara en la cara gracias a que se las apañó para situar Tempestad en la posición adecuada para desviarla en el último momento.
Shamus Kilronney se dio cuenta de que la maniobra más ventajosa hubiera sido una violenta carga dirigida contra la parte más débil del círculo de trasgos, pero no tenían tiempo para conseguir el impulso necesario a causa de la espesa capa de nieve, ya que los trasgos estarían encima de ellos casi antes de que se hubieran recuperado de la inesperada lluvia de lanzas.
El Pájaro de la Noche hizo dar una brusca carrera a Sinfonía, y el poderoso semental enterró al trasgo más cercano bajo el peso de sus cascos, mientras el guardabosque propinaba una estocada a otra criatura al pasar corriendo junto a ella. Shamus estuvo a punto de protestar a gritos, pues le pareció que el guardabosque se proponía abandonar el campo de batalla. Pero tan pronto como hubo despejado la primera línea, el Pájaro de la Noche hizo dar la vuelta a Sinfonía y miró a su alrededor para ver por dónde convenía atacar.
Shamus se sintió aliviado y admitió que su temor se debía más a las advertencias que le había hecho De’Unnero sobre el Pájaro de la Noche que a alguna acción que el guardabosque hubiera realizado en su presencia. Pero no era un momento para reflexionar, se dijo el capitán, y una bien dirigida lanza de un trasgo se encargó de recordárselo de forma elocuente. Apartó la lanza de un golpe y se inclinó para atacar, pero tuvo que retirar la espada para esquivar el vuelo de un palo con pinchos. Lo alcanzó con éxito entre dos pinchos y lo hizo girar hacia un lado, pero cayó en la cuenta de que tenía un problema: el pivote siguiente del trasgo le impediría desclavar la hoja con facilidad y lo dejaría desprotegido ante el nuevo ataque de la lanza del primer monstruo.
Shamus dio un fuerte grito y cerró los ojos, y…
Nada.
Los ojos de Shamus se abrieron de golpe y vieron cómo el trasgo se desplomaba bajo el ataque de un soldado: la reluciente hoja rajó la cabeza del monstruo y un surtidor de sangre carmesí salpicó la nieve. Para ese soldado, sin embargo, la maniobra resultó desastrosa, porque un par de trasgos saltaron desde un lado, lo atraparon con sus fuertes manos y lo derribaron de la silla.
Shamus liberó la espada e hizo brincar al caballo por delante del trasgo que empuñaba el palo. La criatura le propinó un duro tajo en la grupa mientras pasaba causándole un profundo corte, pero el herido animal respondió con una fuerte coz contra el pecho del monstruo y lo envió volando al suelo.
Shamus trató desesperadamente de acercarse a su salvador, pero la horda trasga en torno a ellos era tupida, y el capitán hizo todo lo que pudo para mantener a raya manos y armas que se les venían encima.
Los cascos de Sinfonía excavaban profundas huellas en la nieve mientras el guardabosque hacía virar al caballo de forma imperiosa. Divisó a un soldado en situación muy apurada y se dispuso a ir en aquella dirección, pero se detuvo antes de que Sinfonía diera un solo paso y, con una mueca de dolor, desvió al semental para ir hacia otro lado. El soldado, ensartado por el pecho por una lanza de un trasgo, se derrumbó al suelo.
Otro hombre, que había perdido su montura en la primera lluvia de lanzas, estaba en el suelo. El guardabosque atacó, blandiendo Tempestad, e hizo retroceder a los trasgos con temibles estocadas. Pasó la pierna por encima del lomo de Sinfonía y saltó al suelo sobre la marcha, utilizando la turquesa incrustada en el pecho de Sinfonía, el enlace telepático con el magnífico semental, para guiarlo.
Un trasgo trató de asestar un latigazo transversal con su palo, pero el Pájaro de la Noche ya se le había acercado demasiado. Trabó con el antebrazo los brazos del monstruo y lo inmovilizó antes de que pudiera realmente empezar el movimiento. Luego lo dobló hacia adelante y, con un golpe, lo dejó fuera de combate.
Después se precipitó hacia el soldado. Tempestad se movió para esquivar los ataques de tres trasgos, tan deprisa que no se podía ver con nitidez. La hoja iba de izquierda a derecha: desvió la estocada de una lanza y el tajo de una espada. El guardabosque hundió un pie y dio un giro, y Tempestad llegó a tiempo de atajar la afilada punta de otra punzante lanza.
El Pájaro de la Noche pensó en ir hacia adelante para terminar con el trasgo desarmado, e incluso empezó a hacerlo, pero sólo como una estratagema contra los dos monstruos que tenía detrás.
Se dio la vuelta y se desplazó a un lado, y con la mano libre agarró la lanza mientras esta trataba de apuñalarlo y la desvió hacia afuera sin que causara el menor daño, mientras él iba hacia adelante. Tempestad describió un círculo con la punta hacia abajo delante del guardabosque y alcanzó la tajante espada del trasgo por debajo de la hoja, la levantó por encima de la cabeza del trasgo, y luego la deslizó por debajo para arrojarla lejos. Un diestro giro de la muñeca del guardabosque inclinó la punta de Tempestad hacia abajo en la posición adecuada, y entonces, avanzó; un repentino ataque según los cánones de la bi’nelle dasada derribó al trasgo mientras chillaba y se apretaba el pecho desgarrado.
El Pájaro de la Noche volvió a la carga y agarró la lanza que el trasgo todavía sujetaba. El obstinado monstruo no quería soltarla, y aún mantenía las dos manos sobre ella cuando Tempestad le propinó un tajo en plena cara.
El guardabosque, raudo, se dio la vuelta, y respiró algo más aliviado al ver al soldado otra vez de pie que acababa de liquidar al de la lanza rota.
Pero más monstruos se acercaban por doquier, contentos de poder atacar a dos humanos sin montura.
Sinfonía acudió veloz en ayuda del Pájaro de la Noche, que se agarró a la silla y con un solo y ágil movimiento consiguió montar a horcajadas. Luego, extendió el brazo y cogió la mano del soldado y tiró de él para montarlo en la grupa.
Los trasgos, sorprendidos, se pararon en seco, pero el Pájaro de la Noche no les hizo el menor caso. Pasaron ante ellos a toda velocidad y el soldado saltó del lomo de Sinfonía a su propio caballo y se agarró como pudo a la silla mientras el Pájaro de la Noche mantenía ocupados a los monstruos.
Entonces, el guardabosque regresó al núcleo de la batalla y vio que los hombres de Shamus estaban ganando, incluso a pie, a los agresores. Se sintió lleno de esperanza, que pronto se desvaneció, pues el guardabosque divisó un par de trasgos que se mantenían al margen de la lucha, con las lanzas preparadas y con varias más en el suelo, a sus pies. Sinfonía saltó hacia ellos, pero un trasgo levantó el brazo para lanzar su arma a un soldado que peleaba furiosamente de espaldas al monstruo, y el Pájaro de la Noche se dio cuenta de que no tenía tiempo de impedirlo.
Gritó para intentar que el trasgo le arrojara la lanza a él.
El trasgo, de repente, huyó. Poco faltó para que el guardabosque hiciera perder el paso a Sinfonía al erguirse sobre los estribos a causa del asombro, pero en un instante ya estaba de nuevo en posición normal, con la cabeza baja y gritando para llamar la atención del otro trasgo.
La criatura se dio la vuelta y trató desesperadamente de huir, mientras intentaba arrojar la lanza. El arma voló lejos del blanco. El guardabosque ni siquiera aminoró la marcha y despachó al vulnerable monstruo con una brutal estocada mientras Sinfonía seguía corriendo.
En aquel momento advirtió que el trasgo había sido alcanzado por una pequeña flecha que le sobresalía de la parte baja de la espalda. Entonces, se sintió más confiado; si habían llegado la señora Dasslerond y los elfos, la lucha no tardaría en convertirse en una desbandada.
De nuevo, hundió profundamente los cascos del caballo, y Sinfonía pivotó en dirección a la batalla. El Pájaro de la Noche sonrió al pasar por delante del primer arrojador de lanzas muerto; tenía una enorme flecha clavada en el costado.
Echó un vistazo a la hilera de árboles, pero no vio ni a los elfos ni a Bradwarden. Luego, el Pájaro de la Noche se fijó en Shamus Kilronney y condujo a Sinfonía por la espesa maraña de trasgos para situarse junto a su amigo.
El capitán estaba cubierto de sangre, pero Elbryan comprobó, con gran alivio, que casi toda era de sus enemigos.
—¡El día es nuestro! —gritó Shamus, espoleando el caballo para derribar a un trasgo y golpear a otro hasta hacerle perder el equilibrio.
Tempestad alcanzó a la aturdida criatura a un lado de la cabeza y la tumbó patas arriba sobre la nieve ensangrentada.
—¡El día es nuestro! —gritó de nuevo Shamus, más fuerte, mientras alzaba la espada para que sus hombres se reunieran en torno a él.
Y desde luego, la suerte de la batalla cambió en contra los trasgos: los jinetes mejor armados y adiestrados conseguían mayor ventaja segundo a segundo.
Otro trasgo cayó bajó la acción frenética de espadas y de patadas de cascos, y otro más huyó, corriendo y chillando, y sus gritos de terror ayudaron a minar aún más la moral de la desfallecida horda trasga. Con gran alegría del guardabosque, la criatura se tambaleó una vez, luego otra, y aún otra más: tres flechas élficas dieron con él en el suelo.
El Pájaro de la Noche se enfrascó de nuevo en el combate: Sinfonía derribó a otro trasgo al suelo, y el guardabosque, que agitaba Tempestad con furia, desvió un débil ataque de un palo y después tajó hacia abajo por segunda vez y rajó la cara del monstruo. Luego, alzó la hoja en el otro sentido y propinó una estocada a un trasgo que atacaba a otro jinete. El golpe no lo alcanzó, pues el monstruo chilló y se agachó, pero su desesperado movimiento lo desequilibró, y el Pájaro de la Noche aprovechó la ocasión: sobre la marcha lo apuñaló en el hombro con mano firme y segura, y la criatura cayó al suelo retorciéndose; allí la remató con facilidad el otro soldado a caballo.
La batalla terminó tan bruscamente como había empezado. Los trasgos que quedaban rompieron filas y se dispersaron por las brumas y el bosque. Varios soldados los persiguieron un poco para asegurarse de que no regresarían, pero la mayoría, incluido el guardabosque, desmontaron tranquilamente y se precipitaron hacia los compañeros caídos.
En cualquier caso, el Pájaro de la Noche se imaginaba que los trasgos estarían muertos en cuestión de segundos: Bradwarden y más de una docena de elfos rondaban cerca, escondidos en el bosque.
Shamus Kilronney se sentó a horcajadas en el caballo, hipnotizado por la imagen de los hermanos Jierdan y Tymoth Thayer, que habían estado a su servicio durante toda la guerra. Jierdan, cubierto de sangre, casi toda suya, estaba arrodillado junto a su postrado hermano y se esforzaba furiosamente por taponarle una herida. Pero el desgarrón que le cruzaba el vientre era demasiado grande, y sangre e intestinos se esparcían por las manos de Jierdan. Llamó repetidas veces a su hermano, se debatió con la herida un poco más, y, entonces, echó la cabeza hacia atrás y chilló desvalidamente. Entre jadeos, Jierdan se abalanzó sobre Tymoth, le meció la cabeza, y acercó la cara a la de su hermano como si quisiera insuflarle vida.
—No te mueras —repetía una y otra vez, mientras lo acunaba hacia atrás y hacia adelante—. ¡No te mueras!
Shamus estaba enfurecido. Miró en derredor, en busca de alguna salida.
—Cabalga hasta el pueblo y encuentra a un hombre llamado Braumin Herde —oyó que decía el Pájaro de la Noche. Sólo después de que el guardabosque se lo repitiera, Shamus se dio cuenta de que estaba hablándole a él. En aquel momento, el capitán había encontrado un modo de descargar su furia: un par de trasgos que corrían por la cresta de la sierra y hacia los árboles. Shamus hundió los talones con fuerza, y el caballo salió disparado.
—¡Shamus! —le gritó el Pájaro de la Noche, pero era inútil, pues el capitán ni siquiera miró hacia atrás.
El guardabosque ordenó a otro hombre que fuera a buscar a Braumin y, después, se fue corriendo hacia Sinfonía, montó y salió en pos de su amigo.
Shamus chocó con la hilera de árboles. Apartó las ramas y sin hacer caso de rasguños y arañazos obligó al caballo a seguir hacia adelante. No volvió a avistar a los trasgos, pero sabía que continuaban corriendo y que se alejaban en línea recta del campo de batalla. La maleza se espesaba en torno a la montura. El caballo se resistió a pasar por una maraña de ramas de pino, de forma que Shamus desmontó de un salto y, espada en mano, cargó. Llegó al borde de una estrecha garganta de más de tres metros de profundidad, a menos que la nieve fuera más espesa de lo que parecía, y tal vez el doble de ancha; los márgenes eran demasiado inclinados para retener mucha nieve.
Un único y nuevo sendero bajaba por la nieve, así que el capitán bajó por allí, tambaleándose y cayendo; pero a gatas consiguió trepar por el otro lado. Tras alcanzar la parte opuesta de la garganta, tropezó con un tocón, pero —a rastras, apoyado en manos y rodillas, en manos y pies, y luego, de nuevo a la carrera— continuó la salvaje persecución sin hacer caso alguno de los cortes ensangrentados de los nudillos de la mano que empuñaba la espada, ni del frío que le entumecía los dedos. Ante él apareció otro bosquecillo de pinos. Bajó la cabeza y cargó con intención de avanzar en línea recta.
Pero, entonces, oyó un gruñido y el agudo crujido de un hueso, y avanzó con cautela, mientras apartaba las ramas y trataba de ver entre las sombras.
Un trasgo voló por los aires y se estrelló contra un árbol. Los ojos de Shamus se abrieron desmesuradamente cuando miró hacia el otro lado y distinguió la enorme figura de un centauro, que con una mano apretaba estrechamente la garganta de un monstruo y lo inclinaba hacia atrás, mientras con la otra empuñaba una enorme porra que alzaba por encima de su cabeza.
Shamus hizo una mueca de dolor cuando vio que la porra caía para propinar un golpe brusco y violento que partió el cráneo del trasgo. Con un movimiento de muñeca aparentemente ligero y rápido, el centauro hizo volar a un segundo monstruo. Luego, cogió un enorme arco —el mayor arco que Shamus jamás había visto y que explicaba la gran flecha que había contemplado como preludio del ataque de los trasgos— y trotó hacia el bosque en dirección opuesta, sin mirar atrás.
Una mano agarró el hombro de Shamus y, atemorizado por el espectáculo del centauro, poco le faltó para saltar fuera de sus botas. Se dio la vuelta y vio al Pájaro de la Noche junto a él, con Ala de Halcón en la mano.
—Hay otro enemigo en el bosque —afirmó Shamus.
—Hay muchos, probablemente —respondió el guardabosque—, pues los trasgos se han dispersado. Que corran, amigo mío. Si se quedan en la zona, no tardaremos en encontrarlos, aunque mucho me parece que los supervivientes no dejarán de correr hasta llegar a sus oscuras madrigueras en las montañas.
—Un enemigo de otra especie —dijo el capitán con más energía, lo cual provocó que Elbryan lo mirara lleno de curiosidad—. Es un adversario de mayor tamaño y mucho más peligroso.
—¿Un gigante?
—Un centauro —dijo Shamus, frunciendo el ceño.
El guardabosque se sobresaltó. Miró detrás del capitán y divisó al trasgo muerto más cercano. Shamus había visto a Bradwarden, y por tanto, el secreto se había desvelado incluso antes de que los soldados entraran en Dundalis.
—No es un enemigo —corrigió con voz firme Elbryan.
—Se dice que hay un centauro proscrito —dijo Shamus—, y parece ser que ha venido a esta región. Diría que en estos tiempos quedan pocos centauros.
Shamus y Elbryan intercambiaron duras y fijas miradas durante un buen rato. El guardabosque era consciente de que empezaba a adoptar una posición que podía destruir su amistad con el capitán, que incluso les podía hacer llegar a las manos y que lo señalaba claramente como un proscrito. Pero también comprendía que adoptaba esa posición por Bradwarden, tan injustamente acusado; Bradwarden, que se contaba entre sus amigos más íntimos y más queridos.
—Es él —gruñó con la mandíbula firme—. El centauro que acabas de ver es Bradwarden, que estuvo prisionero injustamente en Saint Mere Abelle. El centauro que disparó la flecha que se clavó en medio de nosotros para avisarnos del ataque era el mismo Bradwarden del que se rumorea que es un enemigo de la Iglesia abellicana.
—Su conducta contra una banda de trasgos, un enemigo común, no es excusa para… —empezó a decir Shamus.
—Tengo que ir a atender a los heridos —le interrumpió Elbryan, y se dio la vuelta y se marchó.
Shamus Kilronney permaneció entre los árboles un buen rato, tratando de entender lo que había visto. Era un oficial del rey, y un oficial del obispo, y ciertamente no estaba autorizado para juzgar la justicia o la injusticia ejercida sobre aquel centauro.
El capitán cerró los ojos y recordó las instrucciones y las advertencias de De’Unnero. Realmente, la simple presencia de Bradwarden en la región y el hecho evidente de que fuera amigo de Elbryan daba credibilidad a las palabras del obispo.
Aquel guerrero, el Pájaro de la Noche, aquel hombre al que había conocido como aliado y amigo, era sin duda el proscrito que había entrado furtivamente en Saint Mere Abelle.
Mientras Elbryan volvía por la cresta, la lucha había acabado, y los trasgos heridos habían sido pasados a cuchillo. Los soldados se estaban curando sus heridas, pero el guardabosque se detuvo y exhaló un profundo suspiro al ver tres cuerpos cubiertos por mantas.
Advirtió que había muchos más trasgos muertos esparcidos en el suelo. Aunque no era la primera vez que veía morir hombres que habían peleado a su lado, el coste de aquella batalla había sido demasiado alto, según su apreciación, y seguramente hubiera sido mucho peor de no ser por el aviso de Bradwarden, que les había dado unos segundos de ventaja.
«Pero ¿dónde se han metido los elfos?», se preguntó Elbryan. Al inspeccionar el campo de batalla, sólo vio un par de trasgos heridos por flechas élficas. Más de una veintena de monstruos les habían tendido una emboscada, pero la banda de la señora Dasslerond, si era tan numerosa como Roger había asegurado con insistencia, podía haber acabado con ellos antes de que el primero de los trasgos se hubiera acercado a los jinetes.
No tenía sentido, y para Elbryan tampoco lo tenía que los elfos —los mejores exploradores del mundo, seres que conocían los caminos y los sonidos del bosque mejor que nadie, incluidos el centauro y el guardabosque— se hubieran limitado a dar un simple aviso.
Con todo, Elbryan se culpaba a sí mismo. Tenía conocimiento de la existencia del campamento trasgo, pero no había creído que los monstruos pudieran atacar, ni siquiera después de que Ni’estiel les avisara que los trasgos se habían puesto en marcha. Por esa razón, él y los soldados recién llegados fueron cogidos por sorpresa.
Y habían pagado un precio muy caro.
Al poco rato, Roger Descerrajador, Braumin Herde y los otros monjes aparecieron por la carretera con el jinete que el guardabosque había destacado.
Para entonces había fallecido un cuarto soldado.