18

El jardín de la reina Vivian

El hombre alto de piel negra gritaba enojado al rey Danube mientras aparecían tras unos grandes arbustos floridos en el magnífico jardín situado en la parte posterior del castillo de Ursal.

El abad Je’howith sabía que aquello no era una buena señal. El embajador de los behreneses debía de estar ofendido, y debía de tener razón para que el rey Danube aceptara que lo tratara de aquel modo.

—Encontraré un barón que desdeñará tu Iglesia tanto como yo —prometió el duque Targon Bree Kalas, que se había inclinado para susurrar su promesa al oído del anciano abad.

—Y yo te mostraré un Dios que te recordará esas palabras cuando tus restos mortales se pudran en la tierra —respondió el anciano abad con calma.

El duque Kalas, joven, fuerte y lleno de vida, se limitó a reírse de aquella ocurrencia, pero si las amenazas de Je’howith no hicieron mella en el joven Kalas, las burlas del duque no afectaron para nada al anciano clérigo. Je’howith lo miró con total serenidad, mientras con su silencio le aseguraba que ya aprendería con el paso de los años, cuando los huesos empezaran a dolerle los días de tormenta y cuando le costara recobrar el aliento después de jugar en el césped, de cabalgar o incluso de pasear por el jardín.

Kalas adivinó claramente los sentenciosos pensamientos del abad; su risa se cortó en seco, y su sonrisa se convirtió en un fruncimiento.

—Sí, un Dios —dijo—; tu Dios, el todopoderoso ser que no pudo salvar a la reina Vivian. ¿O tal vez fue culpa de la debilidad de carácter de la persona que tu Dios decidió utilizar en aquella lamentable ocasión?

Entonces, le tocó a Je’howith fruncir el entrecejo, pues el comentario de Kalas le había herido profundamente, en especial, allí, en el jardín que la reina Vivian había diseñado, en el jardín por donde el rey Danube paseaba cada mañana para rendir tributo a su difunta esposa. ¡Eran tan jóvenes y tan llenos de vida, en aquellos días, el rey y la reina de Honce el Oso! Danube apenas había pasado de los veinte años, era fuerte y gallardo. Vivian tenía diecisiete y era una dulce y hermosa flor, de cabello negro como el azabache que le colgaba hasta la cintura, de misteriosos ojos grises que cautivaban las almas de cuantos los miraban y de piel tan brillante como los pétalos de las rosas que trepaban en torno a la puerta del castillo. Todo el reino los adoraba, y todo el mundo parecía suyo.

Pero Vivian se vio afectada por la enfermedad del sudor, una extraña y rápida asesina. Por la mañana del fatídico día, casi veinte años antes, mientras paseaba por el jardín se había quejado de dolor de cabeza. Al mediodía, se había acostado con algo de fiebre. Y a la hora de la cena, cuando por fin había llegado Je’howith para aliviar su dolor, estaba delirando y tenía el cuerpo pálido y empapado de sudor. El abad se esforzó furiosamente junto a su cama y convocó a los más expertos empleadores de gemas de Saint Honce.

La reina Vivian había muerto antes de la llegada de los otros monjes.

El rey Danube no culpó a Je’howith; incluso, había agradecido al anciano abad sus heroicos esfuerzos en repetidas ocasiones. De hecho, muchos de los consejeros de la corte habían observado a menudo la gran afabilidad del rey en los días que siguieron al fallecimiento de la reina Vivian. Pero Je’howith, que había pasado muchas horas con la pareja y que había oficiado la ceremonia de su boda, nunca había estado convencido de la profundidad del amor de Danube por Vivian, a pesar de aquellos diarios paseos por el jardín. El abad pensaba que era mucho más probable que los paseos se debieran al placer personal que Danube sentía al darlos, que al respeto por el recuerdo de su desaparecida esposa. El rey y la reina habían sido felices juntos, había sido una relación aparentemente maravillosa, pero no era un secreto que Danube había tenido muchas amantes durante los tres años de matrimonio, lo cual permitía comprender a mucha gente la razón por la que Constance Pemblebury, que no era de linaje noble, había alcanzado el cargo de consejera oficial de la corte, y se rumoreaba que estaba en primera línea sucesoria del ducado de Entel cuando muriera el duque Prescott, que había tenido la profunda desgracia de casarse con seis mujeres estériles, según su versión de los hechos.

Se rumoreaba, y Je’howith sabía que eran algo más que rumores, que también Vivian había encontrado un compañero de cama.

Ese hombre, el duque Targon Bree Kalas nunca había simpatizado con la Iglesia abellicana, pero su sarcástico desprecio por todo lo abellicano se había convertido en odio abierto hacia la Iglesia y, en particular, hacia Je’howith, la noche en que murió la reina Vivian.

—Basta de querellas personales —les ordenó Constance Pemblebury mientras se interponía entre los dos—. El yatol Rahib Daibe en persona ha venido a visitar al rey Danube esta mañana y su conducta ha sido muy poco respetuosa.

—Una consecuencia de lo de Palmaris —dijo Targon Bree Kalas—; de los turbios manejos de la Iglesia de Palmaris —añadió, agresivo.

—¡Basta! —pidió Constance—. Eso no lo sabes, e incluso si tus sospechas resultaran ciertas, te debes al rey Danube; debes permanecer fuerte y unido a los demás, junto a él y contra el embajador de los behreneses.

—Sí —asintió Kalas, con los ojos medio cerrados mientras miraba a Je’howith—; cada cosa a su tiempo.

El grupo permaneció en silencio mientras el yatol Rahib Daibe pasaba ante ellos con aire majestuoso y les lanzaba una mirada poco afable, en particular al anciano abad, que vestía el hábito abellicano, al que además dedicó un despreciativo gesto.

—Sospechas confirmadas —murmuró en voz baja Targon Bree Kalas, y se dio la vuelta para saludar al rey Danube, que se les acercaba sacudiendo la cabeza.

—Nuestros amigos del reino del sur no están contentos —les informó el rey a los tres—, en absoluto.

—A causa del comportamiento de la Iglesia en Palmaris —dijo con sumo placer Kalas.

—¿Qué significa esa persecución de behreneses? —preguntó el rey Danube a Je’howith—. ¿Estamos en guerra con Behren? Y si así es, ¿por qué no me han informado?

—No me consta ninguna persecución —repuso Je’howith mientras bajaba la cabeza con respeto.

—Pues ahora ya te consta —replicó el rey Danube con voz potente y áspera—. Parece ser que a tu nuevo obispo no le gustan nuestros vecinos sureños de piel morena, y ha emprendido contra ellos una persecución sistemática en Palmaris.

—No son abellicanos —dijo Je’howith, como si aquello fuera una excusa.

El rey Danube rugió.

—Pero son poderosos —repuso—. ¿Queréis empezar una guerra contra Behren por el simple hecho de que no son abellicanos?

—Naturalmente, no deseamos ninguna guerra con Behren —dijo Je’howith.

—Quizá seas tan estúpido que no adviertas que una cosa puede conducir a la otra —puntualizó Targon Bree Kalas—. Quizá…

Constance Pemblebury agarró al explosivo duque por el antebrazo y le clavó una mirada tan ceñuda y dura que el hombre soltó un gruñido y se calló mientras agitaba el brazo despreciativamente hacia Je’howith. Después, se marchó con paso altivo.

—Behren no nos declarará la guerra, ocurra lo que ocurra en Palmaris —afirmó Je’howith de modo terminante.

No quería que la discusión fuera por aquellos derroteros; no tenía las menores ganas de comentar la posibilidad de que los actos temerarios de De’Unnero pudieran causar problemas al rey. Aún en el caso de que la situación en Palmaris no condujera a la guerra, podía complicar otros delicados asuntos.

El rey Danube le había contado confidencialmente a Je’howith que había enviado una orden al duque Tetrafel, el duque de las Tierras Agrestes. Normalmente, se trataba de un título meramente honorífico, uno de los muchos títulos vacíos de contenido otorgados para que las familias ricas estuvieran contentas y apoyaran a la corona. Pero entonces el rey Danube tenía un plan. El rey estaba interesado por los robustos ponis pintos de los miembros de la tribu To-gai del oeste de Behren. En tiempos, To-gai-ru había sido un reino independiente, pero lo habían conquistado los yatoles hacía un siglo, y por eso el comercio de los peludos pintos To-gai tenía que realizarse a través de la corte del jefe Chezru en Jacintha. Danube imaginaba que si Tetrafel, de alguna manera, podía encontrar un paso hacia las estepas To-Gai a través de los encumbrados picos del oeste de la cordillera de Cinturón y Hebilla, podrían secretamente negociar en condiciones mucho mejores para obtener los codiciados caballos.

Desde luego, tales negocios implicarían sustanciales sobornos al siempre vigilante yatol Rahib Daibe.

Con todo, Je’howith tenía que defender a su Iglesia y recordar al rey que los behreneses no creían en el mismo Dios. Y tuvo que asegurar al rey que las acciones del obispo en Palmaris no conducirían a nada serio, pues una guerra contra la brava gente de Behren podía resultar desastrosa para Honce el Oso, especialmente tan poco tiempo después del final del conflicto con los secuaces del demonio Dáctilo.

—No, pero seguro que harán que los viajes de nuestros barcos mercantes resulten complicados —repuso el rey Danube—. El yatol Daibe destacó este punto en concreto, y se preguntó cómo nuestros barcos conseguirán navegar con tantos piratas en las costas de Behren sin la protección de la flota del jefe Chezru. También habló de tarifas y otras cosas desagradables, incluida una moratoria del comercio de los pintos To-gai. ¿Acaso ha declarado tu Iglesia la guerra a los mercaderes de Honce el Oso, abad Je’howith? Primero, exige que los mercaderes devuelvan sus gemas, unas gemas por las que pagaron un generoso precio a tu propia Iglesia, y ahora, esto.

—¿Qué pasa con las gemas? —preguntó Targon Bree Kalas, mientras se les acercaba, obviamente preocupado.

El rey Danube lo alejó con un gesto.

—Me temo que esa medida ha resultado desastrosa, abad Je’howith —dijo el monarca.

—Concédenos un poco más de tiempo —respondió Je’howith, pero sus palabras parecieron más una fórmula de cortesía que un ruego sincero, como si Je’howith hablara como simple representante de la Iglesia, pero no expresara sus propias convicciones—. La ciudad está cada día más controlada; es un primer paso imprescindible después de una guerra tan difícil.

El rey Danube sacudió la cabeza.

—Honce el Oso no puede permitirse conceder más tiempo al obispo De’Unnero —dijo.

Je’howith se disponía a protestar, pero el rey levantó la mano, y se dirigió hacia la puerta orlada de rosas, seguido por Constance Pemblebury y Targon Bree Kalas.

—Un barón que desdeñe a la Iglesia —murmuró el duque a Je’howith cuando pasaba—; te lo prometo —añadió.

Y Je’howith sabía que no era una amenaza infundada, ya que Palmaris estaba dentro de los límites del ducado de Kalas.

La imagen del anciano abad sentado al borde de la cama, con la cara inyectada en sangre y las manos temblorosas, tranquilizó al padre abad Markwart y le recordó el poder de su aura. Allí, en Ursal, era tan sólo una presencia espiritual y, con todo, la insustancial niebla de su espíritu podía evocar un terror primario en alguien de tanta edad y experiencia como el abad Je’howith.

¿Qué podría esa aura evocar en alguien que no había estudiado la historia de las gemas, en alguien que no sabía obtener nada espectacular con la magia? Había llegado la hora de que el rey de Honce el Oso conociera la verdad del poder.

Markwart atravesó las murallas y siguió la dirección que Je’howith le había indicado. Pasó delante de los confiados soldados con apenas un pensamiento. Luego recorrió las grandes salas privadas del rey, cruzó el enorme salón de audiencias, las habitaciones para reuniones privadas, el comedor particular y, al fin, entró en el dormitorio del rey Danube.

El corpulento hombretón yacía profundamente dormido en una cama en la que podrían haberse acostado cinco hombres cómodamente. Tal opulencia no ofendió a Markwart; sólo aguzó su afán de mayores riquezas. Y mientras movía una fría y espectral mano hacia el rostro de Danube y lo llamaba suavemente, cayó en la cuenta de que aquellas riquezas estaban a su alcance. El monarca se revolvió, emitió un gruñido ininteligible y trató de darse la vuelta.

Pero, de repente, la ojerosa cara de Markwart invadió los sueños de Danube; se abría paso a la fuerza en el interior de su conciencia. El rey se despertó asustado, se incorporó rápidamente y miró a su alrededor, por todas partes, mientras un sudor frío le cubría la frente.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

Markwart se concentró y forzó la magia al máximo para conseguir que su figura apareciera más nítida en la oscura habitación.

—No me conoces, rey Danube Brock Ursal —le dijo el padre abad con voz firme y potente, como si su forma corpórea estuviera realmente en la habitación—. Pero has oído hablar de mí; soy el padre abad Markwart, de la orden abellicana.

—¿Có…, cómo es posible? —tartamudeó el rey—. ¿Cómo has podido pasar por delante de mis guardias?

Markwart se echó a reír antes de que el rey acabara la pregunta. A medida que se iba despertando y que adquiría conciencia de la realidad del espectro, también el rey Danube se dio cuenta de lo absurdo de la pregunta. Entonces, se recostó y se deslizó hacia abajo mientras agarraba el grueso edredón y lo tiraba hacia arriba para taparse.

Pero el frío que sentía no era de los que un grueso edredón puede vencer.

—¿Por qué estás tan sorprendido, mi rey? —preguntó Markwart con calma—. Has sido testigo de los milagros de las gemas; conoces de sobra su poder. ¿Acaso te sorprende que yo, el líder de la Iglesia, pueda establecer semejante contacto?

—Jamás había oído hablar de nada parecido —respondió el conmocionado rey—. Si querías una audiencia, el abad Je’howith podía haberla concertado…

—No tengo tiempo para trámites inútiles —le interrumpió Markwart—; quería una audiencia, y aquí estoy.

El rey empezó a protestar hablando de protocolo y cortesía, y, cuando vio que el espíritu de Markwart no se inmutaba, intentó otra táctica y amenazó con avisar a los guardias.

Markwart se rio de él.

—Pero si no estoy aquí, mi rey —dijo—; sólo he venido a verte en espíritu, y todas las armas de Ursal no podrían causar el menor daño a lo que tienes ante ti.

El rey reunió todo su coraje y soltó un gruñido hacia Markwart. Se desprendió del edredón, saltó de la cama y avanzó con decisión hacia la puerta.

—Ya lo veremos —exclamó con firmeza.

El brazo del espectro se proyectó hacia adelante y los pensamientos de Markwart también lo hicieron: una descarga de órdenes insinuantes penetraron en la mente de Danube Brock Ursal y lo coaccionaron para que volviera a la cama. El hombre se resistió y, aunque temblaba, dio con determinación otro paso hacia la puerta.

El espectro de Markwart alargó aún más la mano hacia él, pero se cerró en el aire. La orden «¡Vuelve!» resonó en la cabeza de Danube. Entonces, el rey se detuvo, aunque seguía luchando contra la tangible voluntad del padre abad. Luego, dio un paso hacia atrás y después otro; por fin, se dio la vuelta, se acercó tambaleándose a la cama y se dejó caer sobre ella.

—Te aviso —farfulló.

—No, mi rey; el único que avisa aquí soy yo —explicó Markwart, en un tono mortalmente sereno y monótono—. La recuperación de Palmaris va muy bien; el trabajo del obispo De’Unnero ha sido excelente, y la ciudad está funcionando incluso de forma más eficiente que antes de la guerra. Sean cuales sean las amenazas que los behreneses puedan proferir, sean cuales sean las quejas de los insensatos mercaderes, el destino de Palmaris está determinado. Y tú no vas a hacer nada para estropearlo.

»Y desde luego, mi rey —prosiguió Markwart en un tono que de nuevo era de tranquila obediencia—, te ruego que te reúnas conmigo en Palmaris para que puedas conocer la realidad de lo que allí ocurre, en lugar de escuchar los ridículos rumores que te cuentan los que sólo quieren medrar.

El rey Danube, tenazmente, rodó para salir de la cama, se puso en pie y se dio la vuelta para encararse con el padre abad, decidido a hacer valer su autoridad. Pero cuando lo hubo hecho, se dio cuenta de que la habitación estaba vacía y de que el espíritu de Markwart se había ido. Echó un vistazo por todas partes, incluso inspeccionó en su frenética búsqueda todos los rincones de la habitación, pero no encontró el menor rastro de que el padre abad hubiera estado allí. ¿Había estado allí realmente?

El rey trató de convencerse de que sólo había sido un sueño. Después de todo, la situación en Palmaris lo había estado preocupando profundamente cuando aquella noche se había ido a la cama.

El rey se acostó de nuevo y se relajó bajo el grueso edredón. Era imposible catalogar como un sueño la horrible sensación causada por la invasión de Markwart en su mente, y pasó mucho tiempo antes de que el rey Danube osara cerrar los ojos otra vez y se dejara vencer por el sueño.

Markwart salió de la sala de los conjuros, exhausto pero satisfecho. Tenía previsto ir a visitar a De’Unnero para repetirle que fuera más despacio. Iría a Palmaris, como también haría Danube, y era importante que el rey viera la ciudad tranquila.

¿Lo era? Al recordar las palabras de aquella voz interior afirmando que el sol brillaba con mayor intensidad después de la oscuridad de la noche, Markwart ya no estaba seguro. Tal vez debería incitar a De’Unnero a adoptar una posición aún más tenebrosa, dejarle que apretara el puño todavía más y dar rienda suelta a su deseo de perseguir al Pájaro de la Noche y Pony.

¡Entonces, él, el sol resplandeciente, tendría muchas más cosas que salvar!

Markwart se metió lentamente en la cama y se acostó de lado con un gruñido. El viaje para establecer un contacto tan completo con un hombre que no tenía ninguna piedra del alma, y que por tanto no propiciaba la comunicación, y que ni siquiera tenía experiencia en el uso de piedras mágicas o en ejercicios de concentración mental, le había hecho consumir ingentes cantidades de energía. Se dio cuenta de que, aunque tenía muchas ganas de hacerlo, en aquel momento no podía visitar a De’Unnero. Pero el padre abad decidió que no importaba. Dado el grado de terror que había infundido al rey Danube, aquel paso ya no era necesario. El rey no se le opondría, fuera cual fuera la situación en Palmaris.

Al día siguiente, una soleada mañana, el rey Danube celebró su audiencia diaria con sus tres principales consejeros, seculares y religiosos, en el pequeño jardín del lado este del castillo de Ursal. El jardín estaba situado debajo del castillo, sobre el acantilado que dominaba la gran ciudad, al abrigo de la muralla del castillo y rodeado por su propia muralla, más baja. Era muy seguro gracias a que se había construido en la parte más escarpada del acantilado, de casi setenta metros de altura.

El abad Je’howith avanzaba despacio, inseguro, y se tambaleaba al mirar fijamente hacia la impresionante ciudad que tenía debajo. La cautela le impedía mirar a Targon Bree Kalas. Aquella mañana, el duque parecía muy pagado de sí mismo, pues estaba convencido de que, por fin, tenía bien planteada la batalla contra Je’howith y, a pesar de la visita del padre abad de la noche anterior, Je’howith no estaba seguro de que la confianza del duque fuera infundada. Danube todavía no había llegado. Je’howith tenía miedo de lo que podría ocurrir cuando lo hiciera.

—Así que la guerra se ha prolongado un poco más de lo que habíamos previsto —decía Targon Bree Kalas a Constance Pemblebury—. ¿Cómo podíamos prever que nos saldrían enemigos de nuestras propias filas?

—Estás exagerando, amigo mío —repuso la calmada mujer—. No se trata de ninguna guerra, sino de una simple disputa entre grandes jerarcas.

Kalas resopló al oírlo.

—Si dejamos que el insensato de De’Unnero continúe con su política en Palmaris, no tardaremos en tener, de nuevo, una auténtica guerra, no lo dudes —afirmó—, según las mismísimas palabras del yatol Rahib Daibe.

—Palabras que interpretas a tu conveniencia, duque Kalas —osó decir Je’howith; mejor dicho, tuvo que decir, mientras se daba la vuelta para mirarlo cara a cara.

—Preveo las consecuencias lógicas —empezó a protestar Kalas.

La ira del duque se desvaneció cuando la puerta del castillo crujió y el rey Danube hizo su entrada en el jardín acompañado por un par de soldados. Se sentó a una mesa, en la parte umbría del jardín y esperó a que los tres se reunieran con él.

—Debemos considerar cuidadosamente las palabras del obispo De’Unnero —dijo con franqueza, yendo directamente al grano—. La transición en Palmaris no está exenta de dificultades.

—Tengo una lista de candidatos que he elaborado para ti, mi rey —dijo el duque Kalas—, cada uno de ellos con sus propias cualidades y ventajas.

—¿Una lista? —preguntó el rey Danube en un tono que parecía sinceramente sorprendido.

—Una lista de candidatos a la baronía —explicó Kalas.

El rey Danube pareció más enfadado que intrigado, algo que confundió a Kalas y a Constance, pero no a Je’howith, que precisamente empezaba a preguntarse qué había ocurrido después de que Markwart abandonara sus aposentos.

—Es prematuro —decretó el rey Danube, mientras sacudía la mano y terminaba el debate antes de que el obstinado Kalas pudiera ni siquiera intervenir—. No; primero debemos, con mayor objetividad, enjuiciar el trabajo llevado a cabo por el obispo De’Unnero.

—Has…, has oído los informes —tartamudeó Kalas.

—He oído lo que otros decían —repuso Danube con frialdad—; otros, que sin duda alguna tienen sus propios planes respecto a Palmaris. No, este asunto es demasiado importante; iré a Palmaris personalmente para evaluar la situación. Y sólo entonces —siguió el rey en un tono secante, que cortó de golpe la inminente protesta de Kalas—, y sólo en el caso de que no esté satisfecho, aceptaré hablar de posibles sustitutos.

Kalas farfulló algo, y se fue. La decisión del rey era totalmente contradictoria con lo que Danube había decretado tan sólo la mañana anterior.

Pero era el rey, después de todo, y podía cambiar de idea a su antojo, si el destino de todo el reino estaba en juego.

O, como comprendió Je’howith, aunque no los otros dos consejeros, si el padre abad podía hacer que cambiara de idea.