—¿Estás seguro de que están ahí? —preguntó, por tercera vez, el hermano Viscenti.
El nervioso monje trató de escrutar la oscuridad que se extendía más allá del resplandor de la fogata y se estremeció, pues el viento nocturno, que bajaba del norte, era frío.
—Ten fe —respondió Roger—. Los Touel’alfar dijeron que nos acompañarían al norte, y así lo harán.
—No lo hemos visto desde que pasamos por Caer Tinella —comentó el hermano Castinagis—. Tal vez era el punto más lejano que pretendían alcanzar en su búsqueda del Pájaro de la Noche.
—Fueron los Touel’alfar los que nos contaron que lo encontraríamos en Dundalis y nos aseguraron que iban a acompañarnos —se apresuró a recordarles Roger—. Y allí lo encontraremos, quizá mañana mismo.
—¿Estamos cerca? —preguntó Braumin Herde—. ¿Te resulta familiar el paisaje?
—No he estado nunca en Dundalis —admitió Roger—, pero hay una sola carretera hacia el norte que va a las Tierras Boscosas y, dado que los árboles son cada vez más altos en torno a nosotros, es lógico pensar que nos acercamos a nuestro destino.
Los cinco monjes se miraron incrédulos unos a otros. Más de uno entornó los ojos preocupado.
—El sendero es bastante fácil —dijo Roger con firmeza—, y los Touel’alfar rondan por ahí, no temáis. Que no los veamos no significa absolutamente nada, pues nunca veríamos el menor rastro de ellos aunque un centenar de elfos siguieran todos nuestros movimientos, a menos que ellos decidieran dejarse ver.
»Y aunque no estuvieran con nosotros, no me preocuparía —añadió—, pues dado que estamos cerca de Dundalis, aunque nos desviáramos del pueblo varios kilómetros del lugar, el Pájaro de la Noche daría con nosotros, o lo haría Bradwarden. Este es su bosque, y nadie se mueve en él sin que lo sepan.
—Salvo los Touel’alfar —dijo alegremente el hermano Braumin con una amplia sonrisa, y los otros monjes también mostraron su júbilo.
—Ni siquiera los Touel’alfar —dijo Roger con seriedad.
Tenía el firme propósito de dejar claro a sus realmente nerviosos compañeros el profundo respeto que sentía por el guardabosque.
—Cuanto antes nos durmamos, antes podremos levantar el campamento —comentó el hermano Braumin.
Hizo una seña a Dellman, el cual, como era habitual, se dispuso para hacer la primera guardia con Roger. Vigilaban la posible presencia de humanos, pero no de monstruos, tal como les había indicado la señora Dasslerond.
Los cuatro monjes instalaron sus sacos de dormir tan cerca de la fogata como pudieron, pues parecía que el aire se hacía más frío a cada minuto que pasaba. Roger y Dellman se situaron cerca del fuego y permanecieron en silencio un buen rato, hasta que Roger se dio cuenta de que la rítmica respiración de sus dormidos compañeros estaba empezando a ponerlo en una situación de peligrosa relajación.
Se levantó bruscamente y empezó a pasear de un lado a otro, mientras se frotaba los brazos enérgicamente para protegérselos del frío.
—¿Estás planeando otra incursión por el bosque? —preguntó, bostezando, el hermano Dellman.
Roger lo miró, le sonrió y sacudió la cabeza, como si la sola idea de aventurarse en el bosque, en las remotas regiones del norte, fuera absurda.
—En ese caso, estás más preocupado de lo que confiesas —observó el perspicaz Dellman.
—¿Preocupado? —repitió Roger en tono festivo—. ¿O sencillamente helado? Sin duda, me moriría congelado en la oscuridad del bosque, lejos del fuego.
—Preocupado —dijo con toda seriedad Dellman—. La noche es fría, pero con este viento incluso el fuego protege poco. Con todo, no quieres arriesgarte solo y de noche en los bosques, ni lo has vuelto a hacer desde que hace más de una semana salimos de Caer Tinella.
Roger desvió la mirada, hacia la negrura del bosque. Durante muchos meses después de la invasión de los powris, el joven había considerado el bosque como su hogar y había vagado por él solo, en la oscuridad de la noche, sin sentir temor alguno. Pero tuvo que admitir que Dellman era perspicaz. Aquellos bosques le daban miedo. Roger apenas podía creer cuánto más oscuros parecían que los que estaban tan sólo a sesenta kilómetros más al sur. Los árboles eran mucho más altos y gruesos, preñados de extraños ruidos. «No, no es miedo —decidió Roger—, sino respeto, un prudente respeto ante un bosque que lo merece». Aunque todos los gigantes, powris y trasgos fueran barridos hasta el extremo más alejado del mundo, las Tierras Boscosas seguirían siendo impresionantes.
El hecho de haber llegado a esa conclusión, aumentó la admiración que sentía por Elbryan y Pony. En comparación con los bosques de los alrededores de Caer Tinella, aquel lugar era virgen.
—¿Crees, de verdad, que estamos cerca? —le preguntó Dellman.
—Sí —respondió Roger—. Sé que la distancia de Caer Tinella a Dundalis es, más o menos, la misma que la de Caer Tinella a Palmaris, y poco falta para que la hayamos recorrido. Y no es posible que nos hayamos extraviado, pues la ruta está muy bien indicada. Incluso hemos visto señales del paso de caravanas, huellas profundas que sólo pueden haber causado los carros cargados de provisiones que el Pájaro de la Noche ha escoltado.
—Bien deducido, Roger Descerrajador —pronunció una voz desde un lado, una voz que Roger reconoció.
—¡Pájaro de la Noche! —gritó el joven, corriendo hasta el límite de la zona iluminada por el fuego.
Una vez allí, se detuvo para que la vista se le acostumbrara a la oscuridad y, gradualmente, descubrió la forma de un hombre corpulento, sentado con toda comodidad en la rama más baja de un grueso árbol, a apenas cinco metros del campamento. A Roger le pareció claro que llevaba allí bastante tiempo.
El hermano Dellman se precipitó hacia los demás para despertarlos, susurrándoles que había llegado el Pájaro de la Noche. Los cinco monjes, con ojos como platos, no tardaron en reunirse con Roger.
—Os dijo que Bradwarden y yo os encontraríamos —les explicó el guardabosque.
Mientras pronunciaba esas palabras, el centauro emergió de la oscuridad y se detuvo junto a un árbol. Naturalmente, los monjes ya habían visto antes a Bradwarden, cuando estaba prisionero en Saint Mere Abelle, pero aquella criatura parecía el esqueleto del formidable centauro que entonces tenían delante, con casi quinientos kilos de músculos y una mirada brava e intensa.
Y naturalmente, Roger, que hasta entonces sólo había tenido la ocasión de entrever a Bradwarden, quedó asombrado. En tono jactancioso, había comentado a los monjes que se quedarían atónitos ante el poder del centauro cuando estuviera completamente repuesto, pero sus palabras se basaban en lo que le habían contado Elbryan, Pony y Juraviel. En ese momento, contemplaba a Bradwarden —un Bradwarden obviamente restablecido— por primera vez, y aquella descripción, por muy impresionante que hubiera sido, parecía palidecer ante la realidad de la magnífica criatura.
El Pájaro de la Noche saltó al suelo. Alargó la mano hacia Roger, pero el joven se le echó encima de un salto y le dio un fuerte abrazo. El guardabosque se lo devolvió, pero por encima del hombro de Roger miró y sonrió a Braumin Herde.
Al fin, Roger Descerrajador lo soltó, dio otro salto y le dio la mano a Bradwarden.
—Un tipo emotivo —le dijo el centauro a Elbryan.
—El camino ha sido largo y trágico —dijo Roger con toda seriedad—. Hemos venido al norte en vuestra búsqueda y lo hemos conseguido; ahora, sólo ahora, puedo respirar tranquilo.
—Os hemos estado vigilando durante dos días —explicó el guardabosque.
Los ojos de Roger se abrieron desmesuradamente.
—¿Dos días? —repitió, como si lo hubieran insultado—. ¿Y por qué no os habéis decidido a mostraros antes?
—Porque tus compañeros son monjes, se vistan como se vistan, y los monjes y yo no nos queremos mucho, precisamente.
—¿Cómo podéis conocer nuestra verdadera identidad? —inquirió el hermano Braumin.
Mientras, observó sus vulgares ropas de campesino, en las que no se apreciaba ningún detalle que revelara que él o sus compañeros fueran miembros de la Iglesia. ¡Tanto él como sus compañeros empezaban a estar hartos de semejantes encuentros, primero con los elfos y luego con aquellos dos, y siempre los otros parecían saberlo todo sobre ellos antes de que ni siquiera se hubieran hecho las presentaciones!
—Os hemos dicho que os hemos estado vigilando —respondió Bradwarden—, y eso quiere decir que hemos oído lo que decíais, no lo dudes, hermano Braumin Herde.
La expresión del monje era incrédula.
—¡Oh!, oí tu nombre, y te conozco del viaje de vuelta de Aida —comentó el centauro.
De repente, Braumin pareció turbado, al recordar el horrible trato que había recibido el centauro de sus compañeros de expedición.
—Pero viajo con ellos sin tapujos —protestó Roger—. ¿Acaso creéis que os traería enemigos?
—Tenemos que estar seguros —explicó Elbryan—. Confiamos en ti; no lo dudes en modo alguno. Pero con todo, hemos tenido suficientes tratos con la Iglesia abellicana como para saber que son hábiles coaccionando para así conseguir aliados en las filas enemigas.
—Te aseguro… —empezó a protestar Castinagis.
—No es necesario —repuso el guardabosque—. Bradwarden ha hablado muy bien del hermano Braumin; lo recuerda perfectamente de aquel viaje, y ha mencionado que era amigo de Jojonah, el cual era amigo de Avelyn, y este, a su vez, lo era de Elbryan y Bradwarden. Y sabemos que vais disfrazados para esconderos de vuestros propios hermanos abellicanos.
—Una situación que ya habéis conocido antes —observó el hermano Braumin—; con Avelyn Desbris, quiero decir.
—Vaya, vaya, ¿qué pasa? —rugió Bradwarden, imitando perfectamente la voz de Avelyn con la muletilla típica del monje.
Elbryan le echó una mirada de soslayo poco satisfecha.
—Tenía que hacerlo —dijo el centauro, secamente.
El guardabosque se limitó a suspirar y a rezar para que aquello no se convirtiera en una costumbre. Luego, le dirigió a Braumin un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Salvo que Avelyn nunca dejó de llevar el hábito —repuso—, incluso cuando toda vuestra Iglesia lo perseguía.
Braumin sonrió, pero Castinagis hinchó el pecho y enderezó los hombros al considerar que las palabras de Elbryan eran insultantes. El guardabosque pensó que el monje era demasiado orgulloso, un rasgo de carácter muy peligroso. Se acercó a él con la mano abierta, a modo de presentación formal.
Entonces, al acordarse de los buenos modales, Roger se dirigió a cada uno de los otros cuatro monjes acompañado de Elbryan y del centauro para hacer las presentaciones.
—Otro amigo de Jojonah —comentó Bradwarden al llegar junto a Dellman, pues el centauro también lo conocía de los días que pasaron juntos en la carretera—. Pero no es amigo de un tal Francis, el lacayo de Markwart.
—Y con todo, fue el hermano Francis el que nos facilitó la salida secreta de Saint Mere Abelle —comentó el hermano Braumin, y su puntualización atrajo las miradas curiosas de Elbryan y Bradwarden.
—Creo que ya va siendo hora de que nos lo contéis todo —dijo el centauro. Echó una ojeada al campamento, más en concreto a los restos de comida que los monjes habían dejado cerca de la fogata—. Después de que cenemos un poco, naturalmente —añadió, y se fue hacia el fuego al trote.
Los demás no tardaron en unírsele; si no lo hubieran hecho así, el centauro no les habría dejado ni una migaja. Cuando hubieron acabado, se sentaron y dejaron que el hermano Braumin y Roger les relataran todo lo ocurrido. Empezó Roger con los pormenores de la muerte del barón Bildeborough. El hermano Viscenti consiguió, al fin, recobrar la voz, a pesar de sus nervios, y explicó que sospechaba que Marcalo De’Unnero podía estar implicado en ella.
Después, Roger, de forma solemne, habló del triste fin de maese Jojonah; tanto el centauro como Elbryan quedaron tan impresionados como los monjes por la austera narración. Cuando había salido de Saint Mere Abelle, después de rescatar a Bradwarden, Elbryan había considerado que Jojonah era tal vez la mayor esperanza de justicia en el seno de la Iglesia. No se sorprendió lo más mínimo al saber que lo habían ejecutado, pero se sintió profundamente apenado.
Llegó finalmente la historia más reciente —y la más relevante— por boca del hermano Braumin, que explicó los acontecimientos en la abadía que habían conducido a los cinco monjes a su exilio forzoso. Volvió a contar que fue Francis el que había conseguido deslizarlos entre los dedos del apretado puño de Markwart, pero no supo explicar los motivos que lo habían impulsado a hacerlo, sólo sus actos.
Los demás monjes, por turno, relataron sus aventuras en la carretera, y el guardabosque y el centauro fingieron prestar interés ante lo que era un viaje sin nada destacable, aunque ambos se sintieron no poco preocupados al enterarse del continuo y estrecho control de la Iglesia sobre Palmaris, y muy sorprendidos al oír que los Touel’alfar, incluida la señora Dasslerond, habían estado siguiendo de cerca al grupo. Elbryan y Bradwarden intercambiaron miradas de extrañeza; encontraban muy raro que tan considerable contingente de elfos entrara en la región sin establecer contacto con uno de ellos. ¡Más de una docena de elfos viajando juntos fuera de Andur’Blough Inninness era, sin duda, un evento excepcional!
—Y de este modo, hemos llegado a tu tierra, Pájaro de la Noche —acabó diciendo el hermano Braumin—, con la esperanza de que nos brindaras refugio y amistad, tal como se los ofreciste a nuestro perdido hermano Avelyn cuando lo necesitó.
Elbryan se recostó hacia atrás y analizó aquellas palabras cuidadosamente.
—Estas son las Tierras Boscosas —dijo al fin—. Son tierras salvajes, en las que los hombres tienen que agruparse para sobrevivir; todos los hombres de buena voluntad son bienvenidos.
—Y más de uno con inclinaciones no tan buenas —añadió el centauro, cuyo estallido de carcajadas rompió la tensión.
—Por la mañana, os acompañaré a Dundalis —les aseguró Elbryan—. Tomás Gingerwart, que está al frente de los colonos, aceptará con agrado seis pares de fuertes brazos para que lo ayuden en la reconstrucción.
—Cinco reconstructores —corrigió Roger con una sonrisa—, y el Pájaro de la Noche y Bradwarden podrán contar con un nuevo explorador.
—Entonces, quizá, tú y yo podamos hablar en privado —dijo el hermano Braumin al guardabosque, sin hacer caso de Roger y atrayendo curiosas miradas de sus compañeros y, muy en especial, del muchacho.
Elbryan se dio cuenta de la intensidad de la mirada y de la voz del monje, y se apresuró a asentir.
Como el trabajo de un reloj ursulano meticulosamente construido, o así se lo pareció a Pony al contemplar y maravillarse con los movimientos de los behreneses tan pronto como sus vigías divisaban guardias de la ciudad bajando por la avenida principal que conducía a su enclave. Pony, durante los últimos días, había observado con mucho cuidado a la gente del sur. Los behreneses ya estaban acostumbrados a la opresión en Honce el Oso, pero en aquellos momentos, bajo la opresión adicional del reino del terror implantado por el obispo De’Unnero, parecía que habían refinado su capacidad de resistencia pacífica hasta convertirla en expresión artística.
Pony observó con temor y respeto cómo la noticia pasaba de boca en boca, cómo golpeaban las paredes con señales convenidas e, incluso, cómo bajaban sutilmente una bandera en un barco vecino. A cada detalle observado, aumentaba su respeto por aquella gente.
Un grupo se dirigía al sur: los mayores y los más jóvenes, una mujer embarazada y un hombre que había perdido los dos brazos.
Pony había visto muchas veces esa maniobra, pero nunca había sido capaz de seguirlos para averiguar adónde iban. Cada vez que los soldados llegaban a un enclave de los behreneses cerca de los muelles, eran muy pocos los que recibían sus malos tratos. En una ocasión, habían organizado una búsqueda más exhaustiva, y los soldados incluso habían inspeccionado los barcos en el puerto, pero tampoco habían encontrado nada.
Entonces, al fin, después de horas de búsqueda, Pony pensó que había resuelto el enigma. Avanzó despacio y con sumo cuidado por callejuelas y tejados, hacia el sur, siempre detrás de la cola de la columna de behreneses. Silenciosamente, a la sombra de los edificios, la procesión pasó por los muelles; siguió la orilla del río, por delante de largos y bajos tinglados; dobló un recodo en el Masur Delaval, justo al norte de la muralla sur de la ciudad. Allí, la ribera del río era escarpada, de blanca piedra caliza. Había unas pocas construcciones que dominaban el río; pero Pony descubrió que eran invisibles para cualquiera situado al borde del agua, justo por debajo de ellos. Además, impedía verlos una larga valla de madera construida cerca del borde, muy probablemente para evitar que los niños cayeran al río. Entonces, Pony recorrió la valla, arrastrándose entre ella y el acantilado, sin dejar de mirar hacia abajo, y sus sospechas se vieron confirmadas.
El Masur Delaval, cerca del golfo de Corona, se veía muy afectado por las mareas, y la profundidad del agua variaba más de tres metros. Con las mareas más bajas, se podían ver grietas oscuras en la roca caliza justo por encima del nivel del agua: al subir la marea, esas entradas a las cuevas quedaban sumergidas.
Pony asintió con la cabeza cuando el grupo de behreneses bajó hasta el borde del agua y uno tras otro, sujetos a una cuerda, se fueron sumergiendo en las frías aguas y desaparecieron de la vista.
Al parecer, las cuevas situadas tras aquellas entradas no quedaban debajo del agua.
—Estupendo —comentó con un tono lleno de respeto.
La había asombrado aquella demostración de ingenio. Los behreneses habían encontrado un medio tranquilo y seguro de escapar a la persecución con el único coste de un frío remojón y unas pocas horas de incomodidad en una cueva.
«¿O ni siquiera es incómoda?», se preguntó Pony. ¿Cómo habían acondicionado los behreneses sus hogares secretos?
Quería ir allá abajo, echarse al agua y nadar hasta aquel peculiar barrio privado de los behreneses. Pensar lo que ese pueblo había conseguido la reconfortó y le hizo confiar en que la ciudad entera encontraría el modo de resistir a la perversidad del obispo De’Unnero y de su Iglesia. La constatación de que los behreneses —sólo uno o dos centenares de personas claramente distinguibles por el color de la piel— podían eludir con tanta facilidad la persecución hizo pensar a Pony que también cinco mil lo podrían hacer si se ponían de su parte y en contra de De’Unnero. Sí, el mirar hacia abajo, al borde del agua situado a más de treinta metros, por donde en aquel instante desaparecía el último del grupo, la animó profundamente.
El frufrú de la hierba detrás de ella la puso en guardia. Echó un vistazo hacia atrás y vio que se acercaba un guerrero behrenés. Era un hombre bajo y delgado, pero iba armado con una cimitarra, el arma predilecta de la gente del sur. Avanzó sin decir palabra, sin mostrar en su rostro oscuro la menor intención de dialogar y con la hoja dirigida contra Pony.
Pony agarró la empuñadura de su espada y puso la barbilla contra el pecho con objeto de dar una voltereta hacia adelante, justo enfrente del guerrero que se le acercaba. Desenvainó Defensora y situó la espada por encima de ella mientras aterrizaba sobre la espalda. La pieza en forma de cruz de la empuñadura de Defensora tenía magnetitas encantadas, y Pony, a toda prisa, convocó su poder para atraer la hoja del atacante hacia la suya, mientras el hombre se precipitaba hacia ella.
La sorpresa se pintó de forma inequívoca en la cara del behrenés cuando su hoja se desvió hacia abajo y quedó pegada a la de Pony. Ese momento de confusión le bastó a Pony para rodar, ponerse de rodillas y luego de pie frente al atacante.
El guerrero behrenés pegó un tirón para despegar su hoja y dio un salto para agacharse, en una posición defensiva. Al ver que Pony no proseguía el ataque, se incorporó gradualmente, y una brillante sonrisa fue apareciendo en su negra cara. Empezó a balancear la curvada hoja con movimientos circulares, equilibrados y armoniosos, de forma que el recorrido de los brazos complementaba perfectamente la grácil línea de la cimitarra.
De repente, se lanzó en un brusco ataque —no era ningún novato, precisamente—, con la cimitarra baja, después alta, y luego en diagonal, y dirigida al costado del cuello de Pony.
La mujer se dio cuenta de que su atacante era inteligente al observar el ángulo de ataque y advertir que la manera normal de esquivarlo —desplazar la espada por el pecho hasta el hombro izquierdo— no serviría en aquel caso. La hoja curvilínea resbalaría sobre la hoja plana de su espada, apartándosela del hombro y permitiría a la cimitarra asestar un buen golpe.
Así pues, Pony lanzó Defensora en diagonal, hacia arriba, para interceptar la trayectoria descendente de la cimitarra, y lo hizo con tal celeridad que antes de que la hoja curvilínea pudiera rechazar su espada, topó con la empuñadura de Defensora. Un brusco giro de la muñeca de Pony desvió la cimitarra por encima de ella y la hoja silbó inofensivamente lejos del objetivo.
El guerrero behrenés se pasó la cimitarra a la mano izquierda, le dio la vuelta y atacó a Pony a media altura.
La mujer metió el vientre —poco faltó para que se desmayara de terror al pensar en el hijo— y brincó hacia atrás. Luego, golpeó Defensora contra el filo posterior de la curva de la hoja que la atacaba y la empujó en sentido contrario. Enseguida, se retiró un paso. Su cabeza era un torbellino: trataba de averiguar el estilo de su oponente, de buscar sus puntos débiles. El guerrero behrenés pegó un latigazo de través con la hoja, después la levantó hasta muy arriba y la bajó muy abajo, incluso por detrás de él; la agarró con la mano derecha y volvió a la carga de nuevo desde la dirección opuesta. Aquella exhibición tenía por objeto impresionar, desmoralizar a su oponente, pero a la experta Pony le sirvió para obtener información del rival.
Entonces, comprendió. El estilo de aquel hombre resultaría innegablemente efectivo contra la típica táctica espada-y-escudo, habitual en el país. Pero Pony no peleaba de aquella manera.
Peleaba de la forma en que lo hacía Elbryan, de la forma en que lo hacían los elfos, y su confianza aumentó cuando pensó que su estilo, la bi’nelle dasada, sería aún más eficaz contra una hoja curvada. Encontró su postura para luchar, el punto de equilibrio: el pie izquierdo atrás, el derecho adelante, las rodillas dobladas y el peso perfectamente distribuido sobre los dos pies. Con el codo doblado y la muñeca girada, apuntó Defensora hacia el hombre y mantuvo en alto el brazo que tenía más atrás para que le sirviera de contrapeso.
Entonces, su mayor problema era conseguir ganar la pelea sin matarlo, algo nada fácil dado el poco espacio de que disponían al borde del acantilado.
El guerrero de piel negra cargó con furiosos tajos de cimitarra.
Pony hizo ondular a Defensora frente a la hoja que blandía su rival, mientras ejecutaba una perfecta retirada con un pequeño salto. Allí estaba la diferencia entre ellos: el estilo de lucha del país, y también el de los behreneses, se basaba en tajos y fluidos movimientos de uno a otro lado, pero la bi’nelle dasada era mucho más eficaz, era un estilo basado en ataques y retiradas hacia adelante y hacia atrás.
El behrenés dio un paso hacia atrás, alzó la hoja a la altura de la cara y atisbó a Pony parapetado tras el arma, como si sintiera un nuevo respeto, como si intentara tomarle las medidas.
La joven no le dio la oportunidad. Avanzó y brincó. La cimitarra fue hacia adelante para asestar un corte defensivo, pero los pies de Pony ya estaban de nuevo en movimiento para adoptar la posición correcta. Al asombrado behrenés le pareció que apenas habían acabado de tocar el suelo, pero de pronto la mujer se le echó encima, tan deprisa que ni la vio, y el hombre tenía todavía la hoja en posición demasiado abierta.
Lo podría haber alcanzado en muchos puntos: en la garganta, en el corazón, o incluso en un ojo; pero lo pinchó en un hombro para debilitarle el brazo armado. No le clavó Defensora profundamente, cosa que podría haber hecho, sino que enseguida recuperó el equilibrio y se retiró dos pasos. La cimitarra continuó su ataque, pero sin fuerza ni energía, y Pony pasó Defensora por arriba y por debajo de la hoja y la hizo saltar limpiamente de las manos del guerrero.
Este se quedó con la mirada fija en ella, incrédulo, mientras se apretaba el hombro que le sangraba.
Pony le dirigió un rápido saludo, se dio la vuelta y se fue corriendo.
Pero no llegó muy lejos, pues en dirección contraria se le acercaba otro guerrero behrenés. Pony frenó bruscamente y echó un vistazo a cada lado. Luego, nerviosa, volvió a mirar al primer atacante, que, obstinado, empuñaba la cimitarra con la mano izquierda. No le preocupaba si podía derrotar al nuevo rival o acabar con el que tenía detrás, pero entablar una batalla y no enviar a ninguno de los dos a una muerte segura acantilado abajo no sería una tarea fácil. Y fuera lo que fuera lo que ocurriera allá arriba, no tenía intención de matar a ninguno de aquellos hombres, pues sabía perfectamente que lo único que pretendían era defender a sus familias.
Saltó hacia un lado, se agarró a la parte superior de la valla, que crujió precariamente y pareció como si fuera a precipitarse con Pony acantilado abajo. A toda prisa, se encaramó a ella y pasó al otro lado, antes de que la cimitarra del segundo atacante la alcanzara. Entonces, se encontró en una zona despejada. Pensó que eso podría protegerla de los behreneses, pero se trataba de un barrio muy poco poblado de Palmaris, con numerosos edificios deshabitados. Parecía que los sureños eran meticulosos al proteger su secreto y su seguridad. Un tercer guerrero apareció ante su vista, por detrás de un edificio cercano, y luego divisó a otro que venía en la otra dirección, desde el sur, y se movía cautelosa pero decididamente entre las sombras de la base de la muralla de la ciudad.
Pony murmuró una maldición en voz baja y se llevó la mano izquierda al bolsillo oculto, lleno de gemas. Creía que podría salir del apuro con las piedras. Podía invocar los poderes de la hematites para poseer a uno de los atacantes y usarlo como portavoz para despistar a los demás. O podía actuar de modo más expeditivo y utilizar el grafito para provocar la descarga de un rayo cuando el grupo se le acercara, y así quedar libre para huir sin problemas. O tal vez la malaquita, para levitar lejos de su alcance, posarse en lo alto de un edificio y escapar por los tejados.
Pero Pony sabía que utilizar las piedras comportaba un riesgo específico y se recordó a sí misma que aquellos hombres no eran enemigos y que los que podía atraer al utilizar las piedras sí lo eran.
Al cabo de un instante, llegó a una callejuela. Echó un vistazo hacia atrás y tuvo tiempo de ver que ambos atacantes saltaban la valla. Murmuró otra maldición y avanzó con suma cautela, pero se dio cuenta de que la huida había llegado a su fin. En torno a ella, por todas partes, había muchos más guerreros.
Dos behreneses bloquearon la salida del extremo de la callejuela; otro par cerró la única salida lateral. Oyó que alguien arrastraba los pies y comprobó que otros tres guerreros la miraban desde el tejado situado encima de ella. Sin pronunciar palabra, el cuarto de los que estaban en el suelo se le acercó, y uno de los del tejado bajó ágilmente a unos tres metros detrás de la mujer.
Pony apretó con fuerza el grafito que tenía en la mano. Sabía que sería muy fácil, pero también se daba cuenta de que tenía un margen muy estrecho, ya que debería liberar la suficiente energía como para aturdir a los guerreros, pero no demasiada para no acabar con ellos. No podía estar segura.
—No soy enemiga vuestra —empezó a decir, pero fue cortada en seco por el hombre situado tras de ella, que la atacó de repente con su hoja curvilínea.
Pony se echó a un lado para evitar la estocada, y luego desvió el golpe hacia abajo, lo que provocó que la hoja del guerrero chocara contra la pared del edificio. Después, se dio la vuelta, avanzó, levantó el codo y consiguió golpearlo dos veces en la cara. Mientras se tambaleaba hacia atrás, Pony le dirigió la rodilla contra el codo y apretó codo y arma contra la pared. Un golpe hacia abajo del pomo de Defensora forzó al guerrero a soltar la cimitarra, y esta cayó al suelo.
Pony, con ágiles movimientos, colocó la mano libre en el mentón del hombre, le empujó la cabeza hacia atrás y le puso Defensora en la garganta de forma inequívocamente mortal. Empujó al behrenés hasta que la espalda le quedó contra la pared para que su apurada situación fuera patente para los demás. Pony vio cómo se acercaban los otros guerreros y confió en que el hecho de ver a su desvalido compañero los mantendría a raya.
Ellos redujeron la marcha por unos instantes, y luego empezaron a hablar a gritos unos con otros en su propia lengua. Al fin, decididos claramente a sacrificar a su compañero, siguieron adelante.
Mil temores asaltaron a Pony: temía tener que matarlos; temía por su hijo no nacido, pues se preguntaba si podía permitirse morir a manos de esos guerreros cuando estaba en juego la vida del hijo de Elbryan; temía que su única alternativa fueran las piedras y que aquello ocasionara mayores problemas a todos, a ella y a su inocente hijo, y también a todos los inocentes behreneses, gente que sencillamente trataba de sobrevivir.
Transcurrió un largo, confuso y horrible momento. Al fin, al constatar que los soldados se acercaban sin mostrar signos de vacilación alguna, Pony tuvo que recordarse que no eran malas personas.
Soltó al prisionero y saltó hacia atrás, miró a ambos lados y arrojó la espada al suelo.
—No soy enemiga vuestra —afirmó con voz segura.
El hombre al que ella había herido en el acantilado gritó algo, y entonces, un segundo soldado saltó desde el tejado, cayó sobre Pony y la derribó. La mujer chocó violentamente contra el suelo sin aliento y se las apañó para rodar en el preciso momento en que una cimitarra bajaba hacia su cara.
Sus últimos pensamientos fueron para el hijo que esperaba.