Durante las dos semanas que siguieron al discurso del nuevo obispo, Palmaris cambió sensiblemente. Cada cuatro días, Saint Precious se llenaba hasta rebosar: más de dos mil personas celebraban a la vez los ritos sagrados. Pocos se atrevían a cuestionar por qué esos ritos incluían la colecta de monedas del reino de plata y oro con un oso grabado o, incluso, si las personas no tenían dinero, de joyas o ropa.
Aparentemente, había pocas muestras de descontento. La exhibición de fuerza del obispo —monjes y soldados patrullando diariamente por las calles— mantenía la paz y dibujaba unas sonrisas, a menudo forzadas, en los rostros de todos los fieles allí reunidos. En palabras de Pony, era «fe por intimidación».
La situación empeoró para los behreneses de los alrededores de los muelles. Desde que De’Unnero había tomado posesión del cargo, los soldados y los monjes tenían mano libre para hostigarlos, pero incluso los ciudadanos comunes y corrientes de Palmaris insultaban, escupía y arrojaban piedras a los «extranjeros». Los behreneses, con su piel oscura y sus distintas costumbres, eran fácilmente identificables. Pony advirtió que eran una perfecta cabeza de turco para De’Unnero. La joven pasó muchos días en los muelles para observarlos y analizarlos; le pareció obvio que los behreneses, aunque no parecían dar señales de ello, habían empezado a establecer un plan orientado a su seguridad colectiva. Todos los días, antes de que llegaran los soldados y los monjes, aunque no seguían ninguna planificación, la mayoría de los behreneses más débiles —ancianos, enfermos, mujeres con niños— desaparecían.
Y según observó Pony, siempre andaba por allí el mismo puñado de hombres y un par de mujeres, dispuestos a recibir los ataques a su dignidad y a su cuerpo.
Un tipo atrajo especialmente su atención, y lo observó con sumo cuidado. Era un marinero alto, de piel oscura, que estaba al mando de un barco llamado Saudi Jacintha; parecía un hombre de cierto renombre, alguien a quien los monjes no molestaban. Pony sabía que se llamaba capitán Al’u’met, pues había sido él quien los había transportado en transbordador a ella, Elbryan, Bradwarden y Juraviel a través del Masur Delaval cuando regresaron de Saint Mere Abelle. Habían acudido a él por recomendación de maese Jojonah y, con el escrito del monje en la mano, tuvieron el transporte asegurado sin preguntas indiscretas.
Al’u’met era mucho más que un pirata, advirtieron Pony y los demás, y mucho más que el capitán de un transbordador de alquiler. Era amigo de Jojonah; la recomendación del padre había sido del más alto nivel, unas palabras que se basaban más en los principios que en el pragmatismo. En ese momento, parecía que el capitán estaba dando otra vez pruebas de coraje. Se diría que se mantenía al margen del tumulto mientras paseaba por la cubierta de su barco, pero Pony lo vio en varias ocasiones intercambiando señales con el líder de los behreneses.
El trabajo de Pony con Belster iba muy bien. La mayor parte de los miembros de la tupida red no simpatizaban en absoluto, para alivio de Pony, con el nuevo obispo. Ella soñaba con vincular el grupo a los behreneses, pero sabía que eso resultaría una tarea más difícil.
El capitán del Saudi Jacintha podría ser la pieza clave.
—Hoy os acompañaré personalmente —explicó un agitado De’Unnero al hermano Jollenue y a varios soldados.
Se preparaban para salir de la abadía con objeto de realizar su ronda diaria por el barrio de los mercaderes y proseguir la incansable búsqueda de gemas. La noche anterior, el obispo, mediante el granate, había detectado que en una mansión particular utilizaban una poderosa piedra, una casa que los monjes ya habían visitado. El mercader les había jurado que no tenía piedras mágicas.
El hermano Jollenue echó un vistazo lleno de sospechas y miedos a De’Unnero. Jollenue había sido nombrado jefe de la requisa de gemas emprendida por De’Unnero. En la abadía habían circulado rumores —aunque la mayoría provenían de hermanos celosos de las atenciones que el nuevo obispo le otorgaba— de que Jollenue había estado haciendo tratos con los mercaderes y les había permitido conservar las gemas de más valor y entregar sólo las piedras menos poderosas.
—No fallaré, mi señor —comentó el monje, un hermano de quinto año—. He sido muy riguroso.
La mirada de De’Unnero fue de incredulidad.
—No…, no me gusta importunar a un hombre tan importante y ocupado como tú —tartamudeó el hermano Jollenue, derritiéndose bajo aquella mirada—. Procuro cumplir con mi deber.
De’Unnero continuó con la vista clavada en él; disfrutaba contemplando el sufrimiento de su subordinado. Su decisión de acompañar al monje no había tenido nada que ver con la falta de confianza en él, sino que se debía a su aburrimiento… y a la oportunidad de darle un escarmiento al mercader mentiroso.
—Si has oído algo poco ejemplar respecto a mi forma de desempeñar esta misión de vital importancia que me has asignado… —empezó a decir un nervioso Jollenue.
—¿Debería de haberlo oído? —lo interrumpió De’Unnero, incapaz de resistir.
El joven hermano temblaba, y el sudor le goteaba por la frente.
—No, no, mi señor —respondió el hombre inmediatamente—. Quiero decir… que sólo son acusaciones falsas de algunos hermanos celosos.
De’Unnero se lo estaba pasando bien; en realidad, no había oído la menor queja contra Jollenue.
—Recogí todas las piedras —prosiguió Jollenue, con un punto de desesperanza en la voz. Luego se fue animando a medida que hablaba, mientras agitaba las manos—: Jamás permitiría que un hombre ajeno a la Iglesia tuviera ni siquiera un diminuto diamante, aunque su casa estuviera desprovista de velas —afirmó Jollenue—. Reza en la oscuridad, le diría; confiésate los pecados a ti mismo. Deja que Dios…
Las palabras del monje se convirtieron en un gruñido cuando De’Unnero le agarró una de sus oscilantes manos y le dobló el pulgar hacia atrás. Antes de que el hermano pudiera reaccionar, el obispo se situó al lado de Jollenue, puso el dedo índice debajo de la oreja del pobre hombre y le apretó en el punto más sensible.
Paralizado por el dolor, el pobre Jollenue, sólo pudo gemir e implorar gracia.
—Vaya, querido hermano Jollenue —comentó el obispo De’Unnero—, jamás se me ocurrió que pudieras estar defraudándome y defraudando a la Iglesia.
—Por favor, mi señor —jadeó Jollenue—. No he hecho tal cosa.
—¿Me estás mintiendo? —preguntó, tranquilamente, De’Unnero mientras apretaba el dedo con tanta fuerza que las piernas del monje se doblaron.
—¡No, mi señor!
—Sé muy bien la verdad —afirmó De’Unnero—. Te voy a dar una última oportunidad de confesarla; si mientes, apretaré hasta que el dedo te llegue al cerebro. Es una muerte muy dolorosa, te lo aseguro —añadió. Jollenue iba a contestar, pero De’Unnero apretó aún más—. Una última oportunidad —repitió De’Unnero—: ¿Me has engañado?
—No —consiguió decir Jollenue, y De’Unnero lo soltó.
El monje se desplomó y se arrolló en el suelo mientras gruñía y se llevaba la mano a un lado de la cabeza.
De’Unnero escudriñó con la vista a los soldados, y todos retrocedieron respetuosamente.
La reacción complació inmensamente al nuevo obispo.
Una vez recuperado Jollenue, emprendieron la marcha: media docena de soldados y dos monjes. Al principio, Jollenue iba a un paso por detrás de De’Unnero, pero el obispo le hizo señas para que se pusiera a su lado.
—Has estado ya antes en esta casa, o quizás estaba asignada a otro grupo —explicó De’Unnero—. No importa —añadió enseguida, al ver que el monje se ponía muy nervioso, mientras trataba de encontrar alguna excusa para aquel fallo—. Al parecer, ese mercader es astuto. No estoy seguro de si entregó algunas gemas y se guardó las más preciadas, o si de alguna manera se las apañó para eludirnos.
—Pero por poco tiempo, al parecer —dijo, esperanzado, Jollenue.
Los labios de De’Unnero dibujaron algo que igual podía ser una sonrisa que un gruñido, echó un vistazo a Jollenue y apretó el paso, caminando con determinación. No tardaron en llegar al barrio de los mercaderes. Recorrieron una calle empedrada con guijarros, setos pulcramente recortados a ambos lados e imponentes mansiones de piedra separadas unas de otras; parecían fortalezas individuales, pues disponían de un muro que las rodeaba.
—Esa —exclamó De’Unnero, señalando una vivienda más bien austera, de piedra marrón.
El hermano Jollenue asintió con la cabeza y bajó la vista.
—¿La inspeccionaste? —inquirió De’Unnero.
—Aloysius Crump —respondió el monje—; un hombre jovial, fuerte de cuerpo y de espíritu. Se trata de un comerciante de lujosas ropas y pieles.
—¿Se opuso a tu derecho a registrar?
—Nos permitió entrar —explicó uno de los soldados—; cooperó perfectamente, mi señor, tanto como un hombre orgulloso como maese Crump puede cooperar ante algo tan indigno como una inspección.
—Hablas como si lo conocieras —lo acusó.
—Vigilé una caravana en la que él era uno de los jefes —admitió el soldado—; un viaje a las Tierras Boscosas.
—Ya —dijo el obispo—; háblame de maese Crump.
—Es un guerrero —repuso el soldado, evidentemente impresionado por el mercader—. Ha participado en muchas batallas y nunca ha evitado la pelea, sin que le importara estar en inferioridad de condiciones. En dos ocasiones fue dado por muerto en el campo de batalla, pero regresó horas después vivito y coleando, y buscando venganza. Lo llaman Crump el Tejón, y te aseguro que es un apodo bien merecido.
—Desde luego —dijo de nuevo el obispo, evidentemente poco impresionado—. ¿Confías y respetas a ese hombre?
—Sí —admitió el soldado.
—Y en consecuencia, tal vez tu opinión sobre él entorpeció la inspección del hermano Jollenue —insinuó el obispo, poniendo al soldado en guardia.
Cuando iba a protestar, De’Unnero alzó la mano.
—Nuestra charla sobre este tema la reemprenderemos en otro momento más oportuno —dijo—; pero te aviso: no entorpezcas mi inspección. Por supuesto, vas a esperarte aquí, en medio de la calle.
El soldado se puso rígido, enderezó los hombros e hinchó el pecho. De’Unnero tomó buena nota de su actitud desafiante y se le ocurrió que podría ser divertido poner a prueba ese orgullo más adelante.
—Venid, enseguida —ordenó el obispo a los demás—. Vamos a visitar al mercader antes de que tenga tiempo de esconder sus preciosas gemas.
—Maese Crump tiene perros —avisó el hermano Jollenue, pero De’Unnero apenas aflojó el paso.
Se precipitó hacia la verja, dio un salto, se agarró a la parte superior y se impulsó para pasar por encima con un ágil movimiento. Pocos segundos después, los sabuesos empezaron a ladrar y la verja se abrió por completo. Jollenue y los soldados entraron corriendo para reunirse con el obispo, pero De’Unnero no los esperó y se precipitó hacia un patio abierto, sin hacer caso de los gritos de un guardia ni de los ladridos de dos perros de negro y reluciente pelo corto y blancos dientes brillantes.
El perro que iba en cabeza corrió hacia el obispo y, a apenas tres metros de distancia, le saltó a la garganta.
De’Unnero se agachó súbita y rápidamente. El perro se lanzó sobre su cabeza y la mano de De’Unnero salió disparada hacia arriba para agarrarle la pata trasera; el obispo se irguió y, con la otra mano, atrapó la otra pata trasera. Tenía las manos cruzadas: la izquierda sujetaba la pata derecha del perro y la derecha sujetaba la izquierda. Lo obligó a apoyarse en las patas delanteras mientras el animal trataba de darse la vuelta y morderlo.
De’Unnero echó los brazos hacia atrás y forzó las patas del perro para que se abrieran más de lo que permitían los huesos de la pelvis. Al oír el crujido, De’Unnero dejó caer al suelo al lisiado y aullante animal, y se dio la vuelta a tiempo para reaccionar ante el segundo perro, que se le había lanzado como una flecha hacia la garganta.
El antebrazo del obispo propinó un golpe hacia arriba contra la mandíbula del animal y lo volteó en el aire; la bestia chocó contra él y se las apañó para desgarrarle el antebrazo, pero De’Unnero, con un movimiento brusco de la mano libre, le agarró la garganta.
Con un gruñido bestial, el obispo mantuvo apartado en el aire los casi cincuenta kilos, sin esfuerzo aparente.
Detrás de él, el hermano Jollenue y los guardias se habían quedado sin aliento a causa de la sorpresa. Delante, el único guardia aminoró la carga y avanzó al paso, boquiabierto.
De’Unnero mantuvo su posición un instante, y luego aplastó la tráquea del animal y arrojó a la agonizante criatura a los pies del guardia de Crump.
El hombre musitó una amenaza y dio un cauteloso paso hacia adelante con la espada extendida.
—¡Alto! —le gritó el hermano Jollenue—. Es Marcalo De’Unnero, el obispo de Palmaris.
El guardia miró fija y duramente al obispo; era evidente que no sabía qué hacer. De’Unnero decidió por él, pues avanzó majestuoso hacía el guardia y, con lentitud lo apartó a un lado.
—No hace falta que me presentes a maese Crump —le explicó el obispo—; me conocerá muy pronto.
Se encaminó a la puerta, seguido por una fila de soldados encabezada por el hermano Jollenue, mientras el guardia permanecía en el patio y miraba, perplejo, a los intrusos. El obispo abrió la puerta de par en par con una patada y entró.
Algunos sirvientes que habían acudido al vestíbulo para averiguar la causa del tumulto, se apresuraron a alejarse de las peligrosas maneras de aquel hombre. Entonces, otro hombre, un tipo enorme y lozano, con un rizado y espeso cabello negro salpicado de gris, entró por una puerta situada al otro lado. Su rostro era la viva estampa del ultraje.
—¿Qué significa todo esto? —exigió.
De’Unnero echó un vistazo hacia atrás, hacia el hermano Jollenue.
—Aloysius Crump —le confirmó el joven monje.
Mientras en el rostro se le dibujaba una amplia sonrisa, De’Unnero se dio la vuelta lentamente para observar a aquel hombre que se le acercaba como si pretendiera levantar en vilo al obispo y arrojarlo a la calle. Ciertamente, el tal Crump era un ejemplar impresionante, más cerca de los ciento treinta kilos que de los noventa, calculó De’Unnero. Tenía varias y llamativas cicatrices, entre ellas una costra a un lado del cuello debida a una herida muy reciente.
—¿Qué significa? —repitió con suavidad De’Unnero, riéndose entre dientes—. Significado es una palabra de muchas connotaciones: el significado de una cosa, el significado de la vida. Tal vez, la palabra propósito habría expresado de forma más precisa lo que querías decir.
—Pero ¿qué son estas tonterías? —replicó, con aspereza, Crump.
—¿Acaso el verdadero significado no proviene de lo que es sagrado? —le preguntó De’Unnero.
El guardia del patio entró precipitadamente, pasó por donde se hallaban De’Unnero y los que estaban en torno a él, y se apostó junto a su amo. El obispo sabía que era para susurrarle la identidad del intruso.
—Mi señor —dijo Crump un momento después con una reverencia—, deberías haberme prevenido de tu visita, para que, de forma adecuada, pudiera haber…
—¿Esconder tus gemas? —dijo De’Unnero para terminar la frase.
Al escuchar aquellas palabras, poco faltó para que a Aloysius Crump le diera un colapso. Era un hombre fuerte, un luchador que se había forjado en las duras regiones de las Tierras Boscosas y de las Tierras Agrestes. Había sido trampero, pero se dio cuenta de que podía ganar mucho más dinero como intermediario de otros tramperos en los mercados de Palmaris y de otras tierras civilizadas.
—Ya contesté las preguntas que me hicieron los de tu Iglesia —insistió Crump.
—Palabras —dijo con calma De’Unnero mientras agitaba el brazo—. ¡Qué útiles pueden llegar a ser las palabras! Palabras que expresan significados, que sirven para mentir.
El rostro de Crump se arrugó ante tan desconcertante respuesta. No era un hombre de muchas letras, pero se dio perfecta cuenta de que se estaban burlando de él y apretó con fuerza los puños que le colgaban a cada lado.
Pero entonces, sin previo aviso, De’Unnero recorrió el metro y medio que los separaba en un abrir y cerrar de ojos, y situó el extremo del dedo índice por debajo de la mandíbula del mercader.
—Estuve aquí la pasada noche, estúpido Crump —gruñó en la cara del hombretón.
Crump agarró la muñeca de De’Unnero, pero advirtió que apartar aquel dedo punzante no era nada fácil.
—Palabras —dijo de nuevo el obispo—. «Ten a bien enterarte de que esas piedras, caídas en la sagrada tierra de Pimaninicuit, son el don del único Dios verdadero a los elegidos de su grey». ¿Conoces esas palabras, mercader Crump? —empujó con el dedo.
Crump se tambaleó hacia atrás un par de pasos.
—Son del Libro de Abelle, el Salmo de las Gemas —le explicó De’Unnero—. «Y así Dios dio a conocer a sus elegidos que se haría un buen uso de las piedras, y todo el mundo se alegró, pues vieron que eso era bueno».
El obispo hizo una pausa lo bastante larga como para comprobar que los puños del hombretón se habían aflojado.
—¿Conoces estas palabras? —le preguntó a Crump.
El hombre sacudió la cabeza.
—¿Hermano Jollenue? —preguntó De’Unnero.
—El Libro de los Hechos —contestó el joven monje—, escrito por el hermano Yensis en el quinto año de la Iglesia.
—¡Palabras! —le gritó De’Unnero a Crump en su velluda cara—. ¡Las palabras de la Iglesia…, de tu Iglesia! Y a pesar de todo, crees que las comprendes mejor que quienes administran la palabra de Dios.
Crump sacudió la cabeza, obviamente confuso e intimidado.
—Mi edicto era claro —explicó De’Unnero—; no, mío no, ya que de hecho eran las palabras del mismísimo padre abad: la posesión de piedras hechizadas por parte de alguien ajeno a la Iglesia está prohibida por la doctrina eclesiástica.
—Incluso si fue la Iglesia la que vendió…
—¡Prohibido! —rugió De’Unnero—, sin excepción alguna. Te lo dijeron, y con todo no devolviste las piedras que posees.
—No tengo…
—Tienes piedras de esas —le cortó De’Unnero, y un gruñido bestial acompañaba cada palabra—. La pasada noche estuve aquí —dijo—, y sentí que alguien utilizaba magia. Tu negativa no sirve de nada, porque yo mismo percibí esa magia.
Durante un largo momento, los dos hombres estuvieron al borde del desastre. Nadie podía saber si Crump iba a atacar al obispo. El orgulloso grandullón no parpadeaba, pero tampoco lo hacía De’Unnero, cuya mirada acerada invitaba a pelear.
—Puedo quemarte la casa hasta reducirla a cenizas y cribarlas —le prometió De’Unnero.
Aloysius Crump se pasó la lengua por los labios.
—Si no colaboras, serás tachado de hereje —le aseguró De’Unnero.
—No tienes ningún derecho a irrumpir en mi casa —dijo el hombre con toda la intención—; yo fui amigo personal del barón Rochefort Bildeborough.
—Está muerto —dijo De’Unnero con una risa sofocada, cosa que no gustó a los soldados que estaban detrás de él.
De nuevo, ambos se miraron fija y duramente el uno al otro. La tensión se rompió cuando Crump se dio la vuelta y asintió con la cabeza hacia su guarda personal. El hombre lo miró con escepticismo.
—¡Ve! —chilló Crump, y el hombre salió corriendo.
—Una sabia decisión, maese Crump —empezó a decir el hermano Jollenue, pero el obispo lo hizo callar con una terrible mirada.
El guardia regresó al cabo de unos instantes con una pequeña bolsa de seda y se la entregó a Crump, el cual se la lanzó a De’Unnero. El obispo extendió la mano con rapidez y la atrapó en el aire y, sin dejar de mirar fijamente a Crump, se la pasó a Jollenue.
—Confío en que no seas tan insensato como para obligarme a mí o a alguno de mis emisarios a volver aquí por tercera vez —dijo.
Crump lo miró con dureza.
—Dime, buen mercader —prosiguió De’Unnero mientras cambiaba bruscamente de actitud—, ¿qué piedra utilizaste anoche?
El hombre se encogió de hombros con impaciencia.
—Ninguna —dijo con voz bronca—. No entiendo de piedras.
—¡Ah!, pero se diría que anoche te peleaste un poco —observó De’Unnero mientras señalaba la costra.
—Me peleo muchas noches —repuso Crump. Se esforzó para mantener el mismo nivel de voz cuando De’Unnero extendió la mano hacia atrás para coger la bolsa—. Me mantiene en forma para mis viajes al norte.
De’Unnero abrió la bolsa y vació las gemas sobre su mano: un ámbar, un diamante, un ágata ojo de gato y un par de pequeñas celestitas. Durante un instante, las contempló con curiosidad y, luego, con expresión recelosa, volvió a mirar hacia el cuello de Crump.
—Si hay alguna más, estás perdido para siempre —afirmó con rotundidad.
Los soldados, tanto los que estaban detrás como el guardia de Crump, sostuvieron el aliento al oírlo.
—Me pediste mis gemas, unas piedras que compré legalmente, y te las he dado —respondió Crump—. ¿Insinúas que no soy un hombre de honor?
—No insinúo nada —contestó sin vacilar el obispo—. Te digo abiertamente que eres un mentiroso.
Tal como era de esperar, Crump avanzó precipitadamente, pero De’Unnero se dio la vuelta y le propinó una patada que lo hizo tambalear hacia atrás, hasta ir a parar a los brazos de su asombrado guardia.
De’Unnero se metió la bolsa con las gemas en un bolsillo del hábito, y luego giró sobre sus talones y salió a toda prisa de la casa, seguido de cerca por sus hombres. Llegaron a la calle, pero De’Unnero se detuvo allí de forma súbita.
—¿Tenemos otros asuntos para hoy en este distrito? —se atrevió a preguntar el hermano Jollenue después de que transcurrieran varios largos minutos.
—¿No lo entendéis? —repuso De’Unnero—. Maese Crump nos ha mentido.
—¿Y vamos a registrar la casa? —preguntó uno de los soldados.
—Las ruinas de su casa —replicó con aspereza De’Unnero, y todos comprendieron que no bromeaba—. Pero quizá no haga falta llegar a eso —añadió.
De’Unnero creía sinceramente en lo que acababa de decir, pues el perspicaz monje había descubierto muchas más cosas de las que Aloysius Crump se había propuesto contarle. El mercader había participado en una pelea la noche precedente, eso era evidente por la herida del cuello. Y era igualmente evidente para De’Unnero que la herida había sido tratada con alguna hierba potente o con magia. Una piedra del alma no habría dejado ni rastro de la herida, pues no hubiera consumido demasiada energía mágica para sanar por completo un corte de poca importancia como aquel.
Por consiguiente, tal vez se utilizó una poción mágica; tal vez.
—Seguidme —mandó De’Unnero mientras se disponía a regresar a la casa y sacaba un granate de otro bolsillo del hábito—. Y aprended —añadió. El obispo se detuvo frente a la verja, que un sirviente había vuelto a cerrar, el tiempo necesario para concentrarse en el granate y dejar que en su cara se pintara una ancha sonrisa. Antes de que sus compañeros lo hubieran alcanzado, De’Unnero saltó por encima del muro y, esa vez, no se molestó en abrir la verja tras de él.
Atravesó el patio corriendo, sin hacer caso de los gritos del guardia, que había vuelto a salir. Se fue directamente a la puerta, la cruzó y allí, en el vestíbulo, estaba un atónito Aloysius Crump, flanqueado por varias sirvientas, que le frotaban la herida que De’Unnero le había infligido, una herida que, observó el obispo, ya estaba mejorando.
De’Unnero, completamente tranquilo, inspiró una gran bocanada de aire: ningún olor, ningún rastro de hierbas. El obispo no necesitó utilizar de nuevo el granate para descifrar el misterio, pues no era novato en descubrir los trucos que a menudo los mercaderes realizaban con las piedras sagradas.
—Quítate las botas —le ordenó a Crump.
El hombre arrugó la frente.
—¿Delante de señoras? —preguntó, sarcástico, levantando una ceja ligeramente al mirar por encima del hombro de De’Unnero.
Pocos se hubieran dado cuenta de aquella pista, pero para De’Unnero fue tan nítida como el sonido de una de las enormes campanas de Saint Precious. Se dio la vuelta, advirtió el movimiento del guardia que se acercaba con la espada extendida y golpeó con el brazo la parte lateral de la hoja. El borde le cortó la manga del hábito e hizo que por el antebrazo le bajara un hilillo de sangre, pero había conseguido que el hombre quedara con la guardia baja. La mano de De’Unnero salió disparada y agarró la del guardia, que empuñaba la espada. El obispo tiró del brazo hacia atrás y le hundió el hombro en el pecho.
Entonces, podría haber propinado una lluvia de golpes a la cara y al pecho del guardia, pero el interés de De’Unnero se centraba en la mano que empuñaba la espada. Agarró al guardia por la muñeca con su otra mano y dobló la mano del hombre como si quisiera prolongar su muñeca exageradamente; sintió que el agarrón del guardia flaqueaba y, con una perfecta sincronización, lo soltó a tiempo para asir la empuñadura del arma. Un diestro giro de la muñeca, un paso atrás y luego una estocada hicieron que la espada se hundiera profundamente en la barriga del guardia.
Un empujón hizo rodar por el suelo al hombre agonizante, y entonces el obispo soltó la empuñadura de la espada y se volvió para encararse con Crump, que apenas se había movido.
De’Unnero se echó a reír. Oyó el zumbido de sus compañeros en el vestíbulo detrás de él, pero levantó la mano para mantenerlos a raya.
—Pero, mi señor… —protestó el hermano Jollenue.
No pocos soldados retuvieron el aliento al ver al hombre, que gruñía en el suelo, en medio de un charco de sangre.
—¡Soy yo quien tiene que darle una lección! —pronunció De’Unnero en un tono tan frío como la muerte, que silenció al joven monje.
»Te lo voy a pedir otra vez —dijo De’Unnero a Crump—, como deferencia a tu posición. Sácate las botas.
—¡Perro asesino! —repuso el mercader. Se precipitó hacia la pared situada tras él y descolgó una vieja lanza para cazar jabalís—. ¡Es a ti a quien te quitarán las botas de los pegajosos pies, para no desperdiciar un par tan bonito en un cadáver sin ningún valor!
—Obispo De’Unnero —dijo uno de los guardaespaldas de la ciudad.
—¡Quédate dónde estás! —gritó De’Unnero a sus compañeros—. Yo soy el profesor, y Crump el alumno.
—Coge su espada —le ofreció Crump, mientras la señalaba con su lanza, una negra pieza metálica con una segunda hoja en forma de garfio debajo de la punta para impedir que el animal empalado pudiera deslizarse por el arma y escapar—. Nunca permitiré que se diga que Aloysius Crump ha matado a un hombre desarmado.
De’Unnero estalló en carcajadas.
—¿Desarmado? —repitió—. Parece que tu soldado cometió el mismo error.
Crump bajó la lanza y dio un cauteloso paso, lo cual demostraba el debido respeto que le infundía el peligroso obispo. Hizo oscilar lentamente la lanza hacia adelante y hacia atrás, y mostró un perfecto control de esos movimientos, como si quisiera dejar claro que el obispo no podía escabullirse de su punta mortal, algo que podría haber intentado si hubiera empuñado la espada del guardia.
De’Unnero, de repente, empezó a avanzar, pero se retiró bruscamente dos pasos cuando Crump soltó un aullido y apuñaló con decisión. La embestida quedó corta, y el enojado mercader volvió a la carga; su apuñalamiento se dirigió de nuevo a la cabeza del obispo De’Unnero.
El obispo se agachó, se dio la vuelta y rodó para alejarse de la hoja. Al creer que llevaba ventaja, Crump lo persiguió con una nueva embestida.
De’Unnero se apartó rápidamente hacia un lado, dio un golpe plano con el antebrazo contra la hoja y medio desvió el golpe. No obstante, Crump fue rápido y lo bastante fuerte como para invertir el impulso en un sorprendente abrir y cerrar de ojos, e hizo volar la lanza por los aires.
De’Unnero apenas pareció moverse de cintura para arriba. Encogió las piernas con tanta eficacia que la silbante hoja le pasó debajo de los pies antes de que Crump o cualquier otro observador pudiera darse cuenta de que la había esquivado. Cuando al fin comprendió su obvia vulnerabilidad, Crump pegó un chillido y retrocedió desesperadamente; se sorprendió al ver que el obispo no pegaba un brinco para alcanzar el arma, sino que permanecía cautelosamente apoyado en una pierna, con una mueca de dolor, como si se hubiera herido a sí mismo.
Crump pegó otro grito, en esa ocasión de victoria y no de temor, y derrapó para detenerse. Volvió a avanzar una vez más, con la lanza por delante, dirigida contra el aparentemente vulnerable obispo.
De’Unnero se dobló ante el ataque de la lanza. Detrás de él, el hermano Jollenue chilló al creer que el mercader lo había empalado.
Pero la punta del arma jamás lo alcanzó. De’Unnero dio una vuelta de campana por encima de la lanza que lo atacaba; bajó la mano, empujó el arma hacia abajo y pegó una palmada al mango. Luego, aprovechó el impulso hacia adelante de Crump y lanzó ambos pies hacia afuera: uno de los talones aplastó la cara del mercader, y el otro, el pecho.
Crump se quedo paralizado, con los brazos colgándole inertes. La lanza hubiera caído al suelo de no ser porque De’Unnero se apresuró a cogerla. Con agilidad acrobática, el obispo se separó de Crump con tanta limpieza como si hubiera saltado un muro y se volteó para tomar tierra con suma gracilidad, al mismo tiempo que el maltrecho Crump caía de las rodillas.
De’Unnero arrojó la lanza a un lado. Agarró a Crump por los cabellos, le dobló la cabeza hacia atrás, con lo que le quedó el cuello al descubierto, y puso en tensión los dedos de la otra mano, prestos a golpear. Podría haberle roto el cuello con los dedos, pero lo pensó mejor y decidió simplemente dejarlo jadeante por falta de aire, pero con vida.
De’Unnero miró a los que habían contemplado la escena y saboreó la victoria. Puso el pie en el hombro de Crump y, de forma nada ceremoniosa, lo pateó para que cayera al suelo. Fue hacia él y se le arrodilló encima.
—Te advertí que no me obligaras a volver —le dijo al todavía jadeante mercader—. ¿Había alguna otra forma más clara de avisarte? ¡Ah, sí!, claro; pero no son más que palabras.
De’Unnero se movió para cogerle una bota, pero el terco mercader le propinó una patada. De’Unnero se puso en pie y le dio, a su vez, una patada en la ingle.
Crump aulló y se dobló a causa del dolor.
—Si me das otra patada, te castraré, aquí y ahora —le prometió De’Unnero con calma.
Crump no ofreció resistencia mientras el obispo le quitaba las botas. En el segundo dedo del pie izquierdo de Crump estaba lo que el obispo había sospechado: un anillo de oro, con una pequeña hematites montada.
—Sé testigo de la resistencia e imaginación de los mercaderes —dijo De’Unnero a Jollenue mientras alargaba el brazo y estiraba el anillo del dedo de Crump—. Era una simple piedra del alma, de las que, sólo en Saint Precious, hay a docenas; pero gracias a la inteligencia de un alquimista y poderoso monje de algún remoto siglo pasado se ha convertido en esto: un anillo que facilitará un lento pero seguro proceso de curación de las heridas de quien lo lleve. Un pequeño y valioso objeto que ha permitido a nuestro maese Crump, aquí presente, labrarse la impresionante reputación de salir con vida de campos de batalla en los que había sido abandonado por estar, al parecer, mortalmente herido.
»Aquí termina la leyenda, una vez descubierto el misterio —dijo el obispo al soldado que antes le había contado las hazañas de Crump y que después había seguido a los demás hasta el interior de la casa.
El soldado echó un vistazo a sus compañeros, evidentemente nervioso, como todos cuantos estaban en el vestíbulo, sin saber lo que el imprevisible obispo iba a hacer a continuación.
De’Unnero los dejó en esa incertidumbre largos instantes.
—¡Llevadlo a Saint Precious! —dijo súbitamente—. ¡A la misma mazmorra en donde encerramos al centauro proscrito!
Dos soldados obedecieron al instante. Se precipitaron hacia Crump, pasaron los brazos por debajo de los anchos hombros del mercader y lo pusieron en pie. De’Unnero se apresuró a unirse a ellos.
—La menor resistencia —lo avisó, alzando la mano, que entonces era la zarpa de un tigre con las uñas extendidas— y te castro.
Poco faltó para que Crump se desmayase. Luego, se puso en marcha penosamente, empujado por los dos soldados.
De’Unnero miró al guardia derribado en el suelo.
—Enterrad a vuestro muerto —ordenó a los sirvientes—; boca abajo y en tierra no consagrada.
Una mujer se echó a llorar. De’Unnero les acababa de ordenar que infligieran a aquel hombre y a sus familiares la mayor afrenta que la Iglesia podía decretar.
—Cubrid por completo su tumba con una gran roca —continuó el inmisericorde obispo, llevando aún más lejos la ofensa—, para que su espíritu lleno de demonios no pueda escapar del mundo subterráneo.
De’Unnero frunció el ceño mientras observaba a los sirvientes, y les dio a entender que correrían la misma suerte si desobedecían.
Luego, abandonó la casa, llevándose con él al hermano Jollenue y a los restantes soldados.
Sabía que les había dado una lección y que cuantos la habían recibido tardarían en olvidarla.