El aire de la noche era vigorizante y sólo unas pocas nubes oscuras, arrastradas en las alturas por el viento, manchaban el cielo. Un millón de estrellas brillaban a pesar del resplandor de la luna llena que aparecía por el este. Juraviel pensó que era una buena noche para el halo, pero ¡ay! la cinta de color no quiso aparecer.
El elfo se encontraba en ese momento muy al sur, en la región donde vallecitos rodeados estrechamente por árboles se esparcían entre campos cultivados, separados unos de otros por paredes secas. Avanzaba entre las sombras, corriendo y bailando, pues, aunque sabía que tenía que darse prisa, no podía resistir el gusto de pegar un brinco y de girar en el aire, lo cual lo desviaba del camino que había elegido. Y aunque a menudo veía velas encendidas en las ventanas de granjas recuperadas hacía poco tiempo, Juraviel iba cantando reposadas y cautivadoras melodías que le recordaban Andur’Blough Inninness.
Tan ensimismado estaba que transcurrieron muchos segundos antes de que percibiera otros cantos, cuya armonía llegaba hasta él a través del aire encalmado.
La canción no lo puso en guardia, sino que lo tranquilizó e hizo que arrancara a correr. Comprobó que su instinto y la percepción de la canción predilecta lo habían guiado bien. El corazón se le llenó de júbilo, pues realmente ansiaba ver de nuevo a sus hermanos. Los encontró en un bosquecillo de robles y de pinos esparcidos aquí y allá. En las caras de una docena de elfos se dibujaron amplias sonrisas. La presencia de un Touel’alfar, como Tallareyish Issinshine, al cual, a pesar de su avanzada edad, le encantaba salir del valle de los elfos, no sorprendió a Juraviel. Pero la presencia de una elfa en concreto lo dejó asombrado. Al principio, apenas se dio cuenta, pues llevaba la capucha puesta de forma que sólo se le veía el brillo de los ojos.
—Te hemos echado de menos, Belli’mar Juraviel —dijo la elfa.
Su voz, una voz especial, potente y melódica a la vez incluso en comparación con las de los elfos, detuvo la danza de Juraviel.
—Mi señora —dijo sin aliento, sorprendido, incluso asombrado, al descubrir que la señora Dasslerond en persona había salido del valle.
Juraviel se precipitó hacia ella y se arrodilló, tomó la mano que la elfa le ofrecía y la besó suavemente.
—La canción de Caer’alfar pierde sin tu voz —respondió la señora Dasslerond.
Ese era uno de los mayores cumplidos que un elfo podía decir a otro.
—Perdóname, señora, pero no lo entiendo —dijo Juraviel—. Has venido hasta aquí, pero sé que te necesitan en Andur’Blough Inninness. La huella del demonio Dáctilo…
—Sigue allí —respondió la señora Dasslerond—. Me temo que la señal dejada por Bestesbulzibar en nuestro valle sea profunda, y por tanto, la putrefacción ya ha empezado, una putrefacción que puede echarnos de nuestros hogares, del mismísimo mundo. Pero eso es algo que tardará décadas, tal vez siglos, en llegar, y ahora me temo que hay necesidades más urgentes.
—La guerra fue bien. Anímate, pues el Pájaro de la Noche está de nuevo en su sitio, o lo estará pronto —le contó Juraviel—. El país conocerá la paz una vez más, aunque su recuperación haya tenido un alto coste.
—No —repuso la señora Dasslerond—; todavía no, me temo. Es una constante en la historia de los humanos que las posguerras ocasionen los desórdenes mayores; sus jerarquías e instituciones están conmocionadas. Inevitablemente alguien pretende el liderazgo y, a menudo, es uno que no lo merece.
—¿Has oído hablar de la muerte del barón de Palmaris? —comentó Tallareyish—. ¿Y de la del abad Dobrinion, que estaba al frente de la Iglesia en Palmaris?
Juraviel asintió con la cabeza.
—Nos llegó la noticia antes de que el Pájaro de la Noche se fuera hacia el norte, a las Tierras Boscosas —explicó.
—Ambos eran buenos y dignos de confianza, para lo que son los humanos —explicó la señora Dasslerond—. Palmaris es un lugar importante para nosotros, dado que es la principal ciudad y la que dispone de mayor guarnición entre nuestro hogar y las tierras más pobladas de los humanos.
Juraviel sabía que Palmaris era una ciudad importante para los elfos, pero no podían ir allí abiertamente. Pocos humanos conocían su existencia; de hecho, a causa del trabajo de Juraviel en la guerra al lado del Pájaro de la Noche, el número de humanos que podían en verdad pretender que habían visto un elfo probablemente se había doblado durante aquellos últimos meses. Pero las acciones de los humanos interesaban a los elfos, y la señora Dasslerond había enviado elfos a Palmaris, de vez en cuando, durante las últimas décadas.
—No nos gustan los rumores que vienen de la ciudad —comentó Tallareyish—. Hay una lucha en el seno de la Iglesia de los humanos, en la que nosotros, mejor dicho, tú, inadvertidamente, has representado un papel.
—No tan inadvertidamente —repuso Juraviel. Le sorprendió que le dirigieran unas miradas, en cierto modo, acusadoras, y levantó las manos—. ¿Acaso no fue la mismísima señora Dasslerond la que me ordenó que fuera a la montaña de Aida? —preguntó—. ¿Y no fue ella la que salió de Caer’alfar para venir en mi ayuda cuando Bestesbulzibar descendió sobre mí y los humanos refugiados?
—Tienes razón —asintió la señora Dasslerond—, y fue Tuntun, no Juraviel, la que completó nuestro destacado papel en el viaje a la montaña de Aida.
—Incluso llevaste el demonio a nuestro hogar —respondió Juraviel—. Y no estoy en desacuerdo con tu decisión —añadió enseguida al ver cómo ella fruncía el ceño—; de hecho, de no ser por esa decisión, yo habría sido destruido al norte de nuestro valle.
—Y ahí debería haber acabado el asunto —explicó la señora Dasslerond—, en Andur’Blough Inninness para nosotros y en la montaña de Aida para Tuntun. Nuestra participación en ese conflicto había terminado con la destrucción del demonio Dáctilo.
La fuerza de sus palabras impresionó a Juraviel. De hecho, los elfos habían dado por concluida su intervención en el conflicto hasta que el Pájaro de la Noche y Pony llegaron a las laderas montañosas situadas sobre el valle de los elfos. Un encantamiento les impedía la entrada, así que Juraviel había salido a su encuentro. Entonces, con la bendición otorgada de mala gana por la señora Dasslerond, Juraviel se había ido con la pareja para participar en la batalla contra los restos dispersos del ejército del demonio Dáctilo.
—Si me hubieras mandado que me quedara en Andur’Blough Inninness —dijo Juraviel, con suavidad, a la señora del valle—, habría obedecido sin quejarme. Me limité a seguir la iniciativa que me pareció más válida.
—¿Hasta llegar a Saint Mere Abelle? —comentó Tallareyish en un tono no precisamente suave.
«Ahí está —advirtió Juraviel— el límite de la tolerancia de los elfos». La señora Dasslerond le había encargado que, junto al Pájaro de la Noche y Pony, se ocupara del progreso de la guerra contra trasgos, gigantes y powris, pero él había seguido al guardabosque y se había mezclado en asuntos estrictamente humanos.
Juraviel bajó la vista al suelo ante la gran señora élfica.
—Fui a Saint Mere Abelle para rescatar al centauro Bradwarden, que es amigo de los elfos desde hace muchos, muchos años —dijo con humildad.
—Lo sabemos —respondió la señora Dasslerond.
Tras un buen rato, todos los elfos empezaron a hablar a la vez: susurraban el nombre del centauro. Juraviel oyó que pronunciaban varias veces la palabra justificado, y al final reunió el coraje necesario para mirar a los ojos de la señora.
La señora Dasslerond lo examinó con atención durante unos momentos, y luego asintió lentamente con la cabeza.
—No puedo, en conciencia, discutir tu decisión —admitió—, pues no entendiste del todo las consecuencias de involucrarte en semejantes asuntos. Bueno, ¿qué novedades hay de Bradwarden?
—Está en el norte, con el Pájaro de la Noche —respondió Juraviel.
Antes de que entrara en detalles, uno de los elfos, desde lo alto de una rama de un árbol vecino, indicó que alguien se acercaba, y en un instante todos los elfos desaparecieron en el sotobosque.
Poco después, pudieron ver la luz de una antorcha que serpenteaba entre los árboles, y Juraviel sonrió al reconocer a uno de los dos humanos que aparecieron ante su vista.
—Conoces a ese —afirmó la señora Dasslerond mientras señalaba hacia Roger.
Entretanto, varios elfos empezaron a cantar suavemente, y sus voces se fundieron con los sonidos naturales del bosque nocturno. Con su canción predilecta, urdieron un muro sónico, una barrera mágica, a través de la cual no pasaban las voces de los elfos, que podían continuar sus conversaciones sin temor a que los oyeran los humanos que se acercaban.
—Roger Billingsbury —confirmó Juraviel—, aunque es más conocido como Roger Descerrajador, un apodo bien ganado.
La inclinación de cabeza de la señora Dasslerond demostró que también ella había oído hablar de las hazañas de Roger Descerrajador.
—¿Y el otro? —preguntó—. ¿Lo conoces?
Juraviel observó al hombre con todo detalle para tratar de recordar si lo había visto durante algunas de las raras ocasiones en que él y sus dos compañeros se habían cruzado con monjes camino de Saint Mere Abelle.
—No —contestó—; creo que no lo he visto nunca.
—Se llama Braumin Herde —le explicó Dasslerond—. Es un discípulo del hermano Avelyn.
—¿Discípulo? —repitió Juraviel con escepticismo.
—Hay cinco hombres con Roger —explicó la señora—; todos son hermanos de la orden abellicana y devotos de tu antiguo compañero Avelyn. Roger los conduce hacia el norte en busca del Pájaro de la Noche, pues ahora son unos proscritos para la Iglesia, hombres sin hogar.
La expresión de Juraviel dejaba entrever algunas dudas.
—¿O son hermanos Justicia —preguntó— que hacen ver que son amigos para localizar a Jilseponie y las gemas que Avelyn sacó de Saint Mere Abelle?
—Son sinceros —le aseguró la señora Dasslerond—. Los hemos vigilado cuidadosamente durante estos últimos días y hemos escuchado todas sus conversaciones.
—¿Os han visto?
—Sólo Roger —dijo la señora—. Se lo ha contado a los demás, pero no le han creído —añadió.
Echó una ojeada a Juraviel, y luego observó a los dos hombres que se acercaban.
—Tal vez ha llegado el momento de las presentaciones formales —dijo la señora Dasslerond.
Ostensiblemente, salió al paso de los hombres de la antorcha. ¡Cómo se desorbitaron los ojos de Braumin Herde al ver a la señora Dasslerond, y cómo los ojos y la sonrisa de Roger se iluminaron cuando Belli’mar Juraviel avanzó junto a la señora de Andur’Blough Inninness!
—¡Juraviel! —exclamó Roger mientras corría a saludar a su amigo—. ¡Cuánto tiempo sin vernos! —comentó.
Sin embargo, la emoción de Roger disminuyó al mirar a su compañero y ver que Braumin Herde retrocedía y temblaba a cada paso, mientras la luz de la antorcha le iluminaba un rostro cada vez más pálido.
—¡Calma, hermano Braumin! —le dijo la señora Dasslerond.
En su voz había una sensación imperativa superior a todo lo que el monje había oído hasta entonces, incluso superior al poder del severo tono de Markwart en las últimas reuniones en la abadía. Braumin se detuvo en seco.
—¿No te ha hablado Roger Descerrajador de nosotros? —preguntó con franqueza—. ¿Acaso no te dijo que probablemente encontraríais al hombre que buscáis en compañía de Belli’mar Juraviel, de los Touel’alfar?
—Yo…, yo había pensado… —tartamudeó Braumin.
—Somos exactamente tal como Roger nos ha descrito —prosiguió la señora Dasslerond.
—¿Descerrajador? —repitió Braumin mirando a su amigo.
—Un apodo más que un nombre —repuso Roger.
—Lo sabemos porque mientras os hablaba de nosotros, estábamos en los árboles encima de vosotros —prosiguió la señora Dasslerond—. Así pues, sorpréndete de que semejantes leyendas sean verdad, pero deja que se te pase pronto la sorpresa, pues tenemos mucho de que hablar.
El hermano Braumin exhaló un profundo suspiro y se serenó tanto como pudo. Roger, atrapado por sorpresa, miró con expresión interrogante a Juraviel. Trató de acercarse una vez más a él, pero su amigo, cauteloso ante el temperamento de la señora Dasslerond, lo mantuvo a raya.
—Condúcenos a tu campamento para que nos reunamos con tus compañeros —ordenó la señora Dasslerond—; no me gusta contestar dos veces a las mismas preguntas.
La reacción en el campamento fue la esperada: los cuatro monjes quedaron absolutamente asombrados al comprobar que las inverosímiles historias de Roger eran ciertas. El hermano Castinagis consiguió controlarse con un decidido esfuerzo, al igual que Dellman; pero Mullahy se quedó mudo, sentado en el suelo con la mirada fija, y Viscenti se tambaleó de la emoción y tropezó varias veces, y en una de ellas poco faltó para que se cayera al fuego tan largo como era.
—Belli’mar Juraviel nos trae buenas noticias —empezó diciendo la señora Dasslerond cuando al fin los monjes se calmaron—, pues el Pájaro de la Noche no está lejos de aquí, aunque se dirige hacia el norte como nosotros. Lo encontraremos en Dundalis, en las Tierras Boscosas.
—Y al centauro —comentó Roger—. Os vais a quedar asombrados de lo fuerte que es, si se ha restablecido totalmente de sus heridas.
—Se ha restablecido —le aseguró Juraviel, mientras sonreía a Braumin y a Dellman, los cuales ya se habían encontrado antes con Bradwarden.
—Y a Pony —comentó Roger, obviamente encantado con el solo hecho de pronunciar su nombre—. Jilseponie Ault —explicó—; entre las amistades de Avelyn, era su mejor amiga y su mejor discípula.
Juraviel no dijo nada, pero la observadora señora Dasslerond captó la mirada que por un instante apareció en la cara del elfo y se dio cuenta de que este tenía alguna información que contradecía la afirmación de Roger.
—Es única con vuestras gemas —prosiguió Roger.
La sorprendente confesión llamó la atención de la señora Dasslerond e hizo que fijara su atención en los cinco monjes para analizar sus reacciones. No vio ningún indicio de intenciones ocultas, y dado que habitualmente leía con facilidad los corazones de los humanos, se quedó tranquila.
—Tal vez si constituimos nuestra propia Iglesia, Jilseponie Ault se avendrá a devolver las gemas —comentó Castinagis.
Roger se rio de aquella idea.
—Si constituís vuestra propia Iglesia, una Iglesia basada en la vida de Avelyn Desbris, deberéis pedir a Pony que sea vuestra madre abadesa —dijo.
—Una petición que ella, sin duda, consideraría muy halagadora —dijo la señora Dasslerond—; pero veamos el camino que nos aguarda en vez pensar en lo que podamos encontrar al final del mismo.
—De hecho, el camino parece menos tenebroso ahora que hemos encontrado semejantes aliados —dijo Braumin Herde con una profunda reverencia.
—Compañeros de viaje —le corrigió severamente la señora Dasslerond—; no interpretes mal nuestra relación —continuó diciendo la señora de Andur’Blough Inninness con voz aguda y clara—. Parece que vuestro camino y el nuestro, por el momento, coinciden, y por consiguiente nos beneficiará ir juntos. Seremos vuestros exploradores desde el bosque, y vosotros os enteraréis de lo que podáis con los humanos que encontremos por el camino. Pero la conveniencia no siempre constituye una alianza; no obstante, si nos tropezamos con un enemigo común, gigante, trasgo o powri, mi gente y yo lo destruiremos, y por tanto, en esa situación concreta podéis considerarnos aliados.
Roger miraba fijamente a Juraviel mientras la señora hablaba, desconcertado por su tono distante e incluso áspero. La expresión de Juraviel no le sirvió de mucho. El elfo comprendía la sorpresa de Roger; hasta entonces, el único elfo que el joven había conocido era el propio Juraviel. Pero la señora Dasslerond hablaba como responsable del destino de los Touel’alfar. Juraviel sabía que aquella actitud hacia los humanos no era infrecuente.
—Sin embargo —continuó la señora Dasslerond mientras miraba a todos y a cada uno de los seis hombres—, podríamos toparnos con enemigos exclusivamente vuestros: soldados del rey, tal vez, u hombres de vuestra Iglesia. En ese caso, la batalla es problema vuestro únicamente. Los Touel’alfar no deben implicarse en asuntos humanos.
A Juraviel esa última frase lo afectó profundamente, pues sabía que la señora Dasslerond la había formulado de aquella manera para que él se diera por aludido.
—Sólo quería… —trató de explicar el pobre Braumin.
—Sé lo que querías —le aseguró la señora Dasslerond—. Y sé lo que supones.
—No quería molestarte.
La señora Dasslerond se rio ante tal idea y no disimuló su aire de superioridad.
—Simplemente, te muestro las cosas tal como son —dijo en tono flemático—, ya que los malentendidos respecto de nuestra relación resultarían fatales.
Dirigió una señal hacia los árboles que los rodeaban. Las ramas se movieron ligeramente cuando los elfos se internaron en la oscura noche del bosque.
—Debéis montar guardia esta y todas las noches —les explicó la señora Dasslerond a los hombres—. Nosotros estaremos preparados para dar la alerta si algún monstruo merodea por los alrededores, pero si el intruso es un humano, únicamente os protegerá vuestra propia vigilancia.
Dicho esto, se dio la vuelta seguida por Juraviel y se alejó lentamente. No se perdió en las sombras enseguida, como los demás elfos, sino que permitió que los hombres la contemplaran el mayor tiempo posible para que le tomaran las medidas.
También Juraviel tomó buena nota de la actitud de la señora: fue un buen recordatorio de la naturaleza de las relaciones entre elfos y humanos. Juraviel tenía grandes amigos entres los hombres, pero se le había recordado inequívocamente que aquello se apartaba de la norma.
Una vez en el bosque, la señora Dasslerond ordenó a Tallareyish que situara a los demás elfos en lugares de vigilancia y que se distribuyeran de tal forma que también pudieran observar el campamento de los humanos. Juraviel se ofreció voluntario para ocupar uno de esos lugares, pero la señora Dasslerond lo dispensó de esa obligación.
—¿Crees que no tendremos demasiados problemas en encontrar al Pájaro de la Noche? —le preguntó cuando Tallareyish y los demás se hubieron ido.
—No está escondido —respondió Juraviel—, y aunque lo esté, su lugar predilecto es el bosque.
—El guardabosque ahora es importante para nosotros —dijo la señora Dasslerond—; he tenido gente destacada en Palmaris, Tallareyish entre ellos, desde que emprendiste viaje al este. Sobre todo hemos vigilado a la Iglesia, y no estoy precisamente animada con todo lo que hemos visto.
Juraviel asintió con un movimiento de cabeza.
—El Pájaro de la Noche puede representar en todo esto un papel importante —explicó la señora Dasslerond—, de manera que nos aseguremos que el resultado sea el que más nos convenga.
—Y también Jilseponie —comentó Juraviel.
—Sí, la mujer —dijo la señora Dasslerond—; háblame de ella. No está con el Pájaro de la Noche, eso quedó muy claro a la vista de tu reacción ante las afirmaciones de Roger.
—Está en Palmaris —dijo Juraviel—, o debería estarlo.
—¿Tienes miedo por ella?
—La Iglesia la busca desesperadamente —respondió Juraviel—, pero Jilseponie es una guerrera experta, y su poder con las gemas es, desde luego, considerable.
—Pero no es de nuestra incumbencia —puntualizó la señora Dasslerond.
—El Pájaro de la Noche le enseñó la bi’nelle dasada —confesó Juraviel—, y es maravillosa.
La señora Dasslerond apretó las mandíbulas y se puso muy rígida. En los árboles vecinos, los elfos jadearon y murmuraron, obviamente ofendidos. Juraviel no se sorprendió por esa reacción, pues también él se había molestado cuando por primera vez supo que el Pájaro de la Noche había compartido semejante don, un don que tan sólo los Touel’alfar podían otorgar. Pero entonces contempló cómo Pony entretejía bellísimas evoluciones con el Pájaro de la Noche, como si lucharan juntos contra múltiples trasgos, y no pudo negar que era merecedora de aquel don y que el Pájaro de la Noche la había enseñado bien.
—Te pido, señora mía, que reserves tu juicio hasta que veas bailar a Jilseponie —imploró—; o mejor aún, que la veas danzar al lado del Pájaro de la Noche. La armonía de sus pasos es…
—Ya es suficiente, Belli’mar Juraviel —lo interrumpió la señora Dasslerond, con frialdad—. Ya nos ocuparemos de eso otro día; ahora tenemos que pensar en el guardabosque y en si utiliza los dones que le concedimos de la manera más conveniente para los intereses de los Touel’alfar.
—Deberíamos también ocuparnos de Jilseponie —se atrevió a discrepar Juraviel.
—¿Lo dices por lo de las gemas? —preguntó la señora—. ¿Por haber aprendido la bi’nelle dasada? Eso no la convierte en amiga de los Touel…
—Porque está esperando un hijo —la cortó Juraviel—, un hijo del Pájaro de la Noche.
La señora Dasslerond se quedó intrigada. ¡El hijo de un guardabosque! No era algo sin precedentes, pero sí raro.
—Entonces, el linaje de Mather continuará —exclamó Tallareyish desde debajo de la cubierta vegetal—. ¡Qué bien!
—Estará bien si Jilseponie demuestra ser digna —repuso la señora Dasslerond, mirando con expresión dura a Juraviel.
—Superará todas tus expectativas —le contestó el elfo—. Es excepcional que dos humanos tan dignos vayan a tener un hijo —añadió sin saber si la señora de Andur’Blough Inninness se alegraba o no.
—¿Ibas a Palmaris a velar por ella? —preguntó.
—Pensé hacerlo —admitió Juraviel—; pero, no, preferí volver a casa, a Caer’alfar, pues anhelaba la amable compañía de los míos.
—La has encontrado —dijo la señora Dasslerond—. ¿Estás satisfecho?
Juraviel comprendió el honor que le había conferido la señora Dasslerond al haberle dado la opción de elegir.
—Estoy satisfecho —dijo—, y por tanto, con tu permiso, decido quedarme contigo para tomar la carretera del norte en busca del Pájaro de la Noche.
—No —repuso la señora Dasslerond, lo que sorprendió no poco a Juraviel—. Dos continuarán hacia el norte para escoltar a los humanos, pero mi rumbo, y también el tuyo, ahora va hacia el sur.
—¿Hacia Jilseponie? —preguntó Juraviel.
—Quiero conocer bien a esa mujer que tendrá un hijo del Pájaro de la Noche —explicó la señora Dasslerond—, a esa mujer que ha aprendido la bi’nelle dasada, aunque no fueran los Touel’alfar quienes se la enseñaran.
Juraviel sonrió, pues estaba seguro de que la señora quedaría satisfecha.
Aquella mañana, sólo un par de elfos siguieron los movimientos de Roger y de los monjes, mientras los demás se dirigían rápidamente hacia el sur entre danzas y carreras.
—Lo levantamos, lo derribaron, así que lo levantamos de nuevo, y lo volvieron a derribar —se lamentó Tomás Gingerwart mientras miraba fijamente las ruinas carbonizadas de Dundalis.
El lugar había sido completamente devastado, ni una sola tabla se había salvado de la quema o de la destrucción.
—Y aquí estamos otra vez, tercos, insensatos, dispuestos a reconstruirlo de nuevo —añadió.
Se disponía a soltar una risita, pero se contuvo al ver el profundo dolor reflejado en el rostro de Elbryan.
—Cuando Dundalis fue saqueado por primera vez, yo era un muchacho —explicó el guardabosque. Señaló los restos calcinados de un edificio cerca del centro—. Esa era la taberna de Belster O’Comely —explicó—. El Aullido de Sheila. Pero antes, mucho antes de que Belster y los demás que conociste hubieran venido al norte, era mi casa.
—¡Ah!, era un bonito pueblo en aquellos viejos tiempos —comentó Bradwarden, que sorprendió a Elbryan y a Tomás al salir de unos arbustos y dejarse ver ante todos.
Tomás les había hablado a los demás del centauro, y muchos lo habían visto de forma muy fugaz, pero todo el mundo emitió un grito sofocado.
—Me gustaba más aquel primer pueblo que el segundo —dijo Bradwarden—; se escuchaban más canciones de niños, como las tuyas y las de Pony.
—¿También Pony era de Dundalis? —preguntó Tomás—. No conozco la historia.
—Y ahora no tenemos tiempo para contártela —repuso Elbryan—; tal vez esta noche, cuando hayamos acabado el trabajo y estemos reunidos en torno al fuego.
—Pero ¿por qué la antigua aldea estaba llena de chiquillos y la segunda no? —insistió un hombre.
—El segundo grupo, compañeros de Belster, fue hacia el norte, a un pueblo que había sido destruido —explicó Elbryan—; al igual que nuestra caravana, conocían la historia reciente de Dundalis y no llevaban niños con ellos. Era gente más fuerte que los que vivían en el primitivo pueblo.
—Y sin embargo, también los habrían matado a todos de no ser por un guardabosque que velaba por ellos —observó el centauro.
Elbryan no dio mucha importancia al cumplido, pero, en realidad, se sentía muy orgulloso por haber ayudado a salvar a la mayoría de los habitantes de Dundalis antes de la llegada del ejército de Bestesbulzibar. La gente se encontraba en la misma situación que había costado la vida a su propia familia y a sus amigos, y mediante los dones de los Touel’alfar, había conseguido que las cosas sucedieran de forma sustancialmente distinta.
—Y aquí estamos, dispuestos a reconstruir de nuevo este lugar —comentó Tomás.
—¡Ah!, pero contarás con el guardabosque —dijo el centauro.
Tomás miró largo y tendido a Elbryan, y vio que la sombra de dolor no había desaparecido de sus ojos verde oliva.
—Vamos a reconstruirlo —propuso mientras posaba una mano en el hombro del guardabosque—, pero no tiene por qué ser en el mismo lugar; hay otros sitios adecuados.
Elbryan lo miró sinceramente impresionado por su delicadeza y por su propuesta.
—Aquí —respondió—. Dundalis se alzará de nuevo para desafiar a trasgos y a demonios, y a quienquiera que intente detenernos. Aquí mismo, un pueblo como el de antes, y cuando la región esté apaciguada, traeremos gente, mayores y niños, para que llenen el aire con sus canciones.
El grupo se convirtió en un hervidero de murmullos de asentimiento.
—Pero ¿por dónde empezamos? —preguntó una mujer.
—Por esa colina —contestó Elbryan sin vacilar, mientras señalaba la ladera del norte—. Una torre allá arriba permitirá otear todos los senderos del norte. Y aquí abajo, empezaremos con una resistente casa común: un lugar para beber y cantar en tiempos de paz, un refugio cuando llegue el invierno, y una fortaleza si volviese a amenazar la guerra.
—Parece como si lo tuvieras todo planificado —comentó Tomás.
—Miles de veces —repuso Elbryan—, todos y cada uno de los días desde que me vi obligado a correr y a esconderme en el bosque. Dundalis renacerá de sus cenizas, y en esta ocasión, para persistir.
Aquella manifestación provocó sonrisas, murmullos de entusiasmo e incluso aplausos.
—¿Y los otros pueblos? —preguntó Tomás.
—De momento, no tenemos los recursos humanos necesarios para recuperar Prado de Mala Hierba ni Fin del Mundo —explicó Elbryan—. Bradwarden y yo mismo vamos a ir a explorarlos, pero por ahora los dejaremos como están. Una vez que Dundalis haya revivido y progresado de nuevo, acudirán más pobladores, y les ayudaremos a recuperar esas dos aldeas.
—¿Ambas con una casa común que sirva de fortaleza? —preguntó Tomás con una risita.
—Y una torre —repuso Elbryan.
—Y un guardabosque —dijo Bradwarden con una carcajada—. ¡Ah, vas a correr por todas partes, Pájaro de la Noche!
Así pues, aquel mismo día se pusieron manos a la obra. Recogieron escombros y marcaron líneas para algunas de las futuras construcciones. Aquella misma tarde hicieron los cimientos del edificio central, perfilaron las paredes y las primeras vigas de la estructura de la base de la torre que Elbryan quería levantar y desde la que se dominaría el valle de musgo caribú.
Arriba, en la cresta de la ladera norte, el guardabosque revivió alguno de los más vívidos e intensos recuerdos de su juventud: su padre a la cabeza de los cazadores que regresaban con el trasgo muerto, el primer signo inquietante; los muchos días pasados con Pony, mientras contemplaban el hermoso manto blanco de los arbustos que cubrían el campo en torno a las hileras de abetos; la noche en que Pony y él subieron allí y quedaron paralizados por la espectacular visión del halo multicolor de Corona, que brillaba en el sur, de una a otra parte del firmamento, como un arco iris celestial.
Y tal vez el recuerdo más vívido de todos y el más doloroso: su primer beso a Pony, la deliciosa y cálida sensación destruida por gritos cuando los trasgos saquearon el pueblo.
Aquella noche en torno a la fogata del campamento, les contó esos recuerdos a Tomás y a todos los demás. Estaban cansados después de la dura jornada de trabajo y sabían que les esperaba otro tanto el día siguiente, pero nadie se durmió, fascinados por el relato que el guardabosque les iba urdiendo. La luna ya se había puesto cuando acabó su narración, y todos se pusieron a dormir aún más convencidos de que Dundalis se levantaría de nuevo.