—Mercaderes que venían del norte me han contado algunas historias muy inquietantes —afirmó, con franqueza, el rey Danube Brock Ursal tan pronto como llegó el abad de Saint Honce.
Excepcionalmente, la conversación entre los dos jerarcas era privada; en la sala, sólo había tres hombres más: un guardaespaldas, un archivero del rey Danube y un monje que estaba junto a Je’howith.
—Sin duda, la transición será difícil —repuso Je’howith—. La Iglesia te pide que tengas paciencia.
—Hay rumores de que vuestro obispo ha decretado que todas las gemas sean devueltas a la Iglesia —insistió Danube, sin andarse con chiquitas.
La familia gobernante de Honce el Oso poseía una importante colección de tales gemas, regalos de abades que databan de siglos pasados, e incluso varios «regalos propios del cargo», de los períodos en que el rey disfrutaba también del título de padre abad.
—No puedo hablar en nombre del padre abad —admitió Je’howith—, pues realmente tus palabras me han cogido por sorpresa. Supongo que la situación en Palmaris es excepcional, dado que se cree que los seguidores del ladrón y hereje Avelyn Desbris están en esa región.
El rey Danube asintió con un gesto de cabeza y emitió sonidos interjectivos que evidenciaban que en absoluto estaba convencido.
—No pienso decretar lo mismo en Ursal —dijo, con franqueza, Je’howith.
—No sería aconsejable —comentó Danube en un tono que indicaba que sus palabras eran una clara amenaza—. ¿Y hasta dónde esperas que llegue tu Iglesia en estos tiempos de incertidumbre? No dudo que la orden abellicana puede ser un consuelo y una ayuda para la gente, especialmente después de la devastación de las estribaciones del norte causada por la guerra, pero ahora te prevengo de que es lo máximo que voy a tolerar.
—Nos has encargado una misión muy vital —repuso Je’howith—. Apaciguar y restablecer el orden en Palmaris no es una tarea menor. Pero te pido que tengas paciencia; deja que sean los resultados el factor determinante, no los desagradables detalles del período de transición.
—¿Debo hacer caso omiso de las quejas de algunas de mis predilectas familias de mercaderes? —preguntó el rey con escepticismo—. ¿Debo rehuir hombres cuyos padres sirvieron a mi padre, cuyos abuelos sirvieron a mi abuelo?
—Dales largas —le sugirió Je’howith—. Explícales que vivimos un momento crítico y que dentro de poco todo volverá a su cauce.
El rey Danube, dubitativo, miró con fijeza al anciano abad durante un buen rato.
—Sabes bien que incluso Constance Pemblebury sería instada a dar soporte a tu orden en esta cuestión —soltó una risita y miró la sala vacía en la que estaban—. Y conoces de sobra, naturalmente, la segura reacción del duque Targon Bree Kalas. Permití a tu Iglesia que gobernara Palmaris, pero sólo durante un período de prueba. Otorgué el título de obispo, y puedo revocarlo —añadió, chasqueando los dedos— con este simple gesto. Y también debes comprender, e informar a tu padre abad, que si me veo obligado a revocar el título y el privilegio, la posición de tu Iglesia en mi reino se verá sensiblemente rebajada. ¿Nos vamos entendiendo el uno al otro, abad Je’howith? Me disgustaría profundamente que te fueras de aquí sin haber comprendido la gravedad de la situación. Me pedías paciencia, y por tanto voy a ser paciente, pero sólo durante un breve periodo.
Al abad se le ocurrieron varias respuestas, pero ninguna parecía ser práctica o adecuada. El rey lo había pillado con la guardia bajada; Je’howith no tenía ni idea de que el ambicioso De’Unnero se hubiera movido con tanta celeridad y contundencia para consolidar su posición en Palmaris. ¿Estaría enterado el padre abad Markwart de sus manejos?
Je’howith sonrió ligeramente al pensar en eso. Recordaba la espeluznante comunicación espiritual con Markwart y estaba seguro de que el padre abad había mantenido contactos regulares con De’Unnero. No; era consciente de que la situación podría desencadenar una auténtica crisis entre Iglesia y Estado, pues si el mismísimo padre abad había decidido la política de Palmaris, entonces Markwart y el rey Danube estaban cabalgando uno hacia el otro por un sendero muy estrecho.
El abad se preguntó, entonces, si debía empezar su propia campaña. ¿Había llegado el momento de distanciarse de la actual jerarquía de la Iglesia? Si susurraba al rey Danube una sutil denuncia contra el padre abad en general y contra aquella, su estrategia, en particular, tal vez estaría poniendo los cimientos de una posición más fuerte para él mismo, en caso de conflicto abierto entre el padre abad y el rey.
Pero evocó el desagradable contacto espiritual con Markwart, la sensación de poder que había captado en él. «Debo tener mucho cuidado», advirtió, pues si la situación entre el rey y el padre abad se deterioraba, Je’howith estaba lejos de saber quién de los dos ganaría, y sabía que equivocarse de bando en semejante conflicto era muy peligroso.
—Me enteraré de todo lo que pueda y te informaré de forma exhaustiva, mi rey —dijo el abad con una reverencia.
—No lo dudo —repuso, secamente, Danube.
Pony se inclinó sobre una palangana y vomitó. Trataba de mantener aquel síntoma revelador en secreto, aunque Dainsey Aucomb últimamente le había lanzado sospechosas miradas.
Pony tomó un sorbo de un vaso de agua, se enjuagó la boca y se inclinó para escupir.
Oyó pasos detrás y el chirriar de la puerta al abrirse.
—Dainsey —empezó a decir, mientras se incorporaba y se daba la vuelta, pero se detuvo de golpe, sorprendida al ver a Belster O’Comely en el umbral.
—Cada mañana te encuentras mal —le comentó el posadero.
Pony lo miró firme y fijamente.
—No me encuentro bien —mintió—, pero no estoy tan mal como para que no pueda trabajar.
—Siempre y cuando aflojes las cintas de tu delantal para dejar sitio a tu vientre —respondió con malicia Belster.
Pony bajó la vista de forma automática, un poco confusa, pues el estómago ya le había empezado a engordar.
—Bueno, todavía no, quizá —dijo Belster.
—Supones demasiadas cosas —repuso Pony con una punta de ira en la voz.
Se fue hacia la puerta y apartó a Belster para pasar. Este la detuvo por el hombro y la obligó a darse la vuelta de forma que quedara frente a él.
—Yo tuve tres —dijo.
—Hablas con acertijos.
—Resuelvo acertijos —corrigió el posadero con una ancha sonrisa en el rostro—. Sé que has pasado mucho tiempo junto a tu amado; sé que habían disminuido las exigencias de la guerra y sé lo que hacen los jóvenes enamorados. Y, reservada amiga mía, también sé lo que indican esos mareos matinales… Esperas una criatura —añadió con franqueza Belster.
La sombra de desconfianza se desvaneció de los brillantes ojos azules de Pony, que asintió con una ligera inclinación de cabeza.
La sonrisa de Belster se amplió tanto que poco faltó para que le llegara a las orejas.
—Entonces, ¿por qué te has alejado de Pájaro de la Noche? —le preguntó, y de forma súbita frunció el entrecejo—. Él es el padre, por supuesto.
Entonces fue Pony la que sonrió y rio sonoramente.
—¿Por qué has venido aquí, muchacha, mientras el Pájaro de la Noche se ha quedado en el norte? —le preguntó Belster—. Debería encontrarse a tu lado, para estar pendiente de lo que necesites y desees.
—Ni siquiera lo sabe —confesó Pony, y le contó una pequeña mentira—. No lo sabía ni yo, cuando salí de Caer Tinella.
—En ese caso, debes reunirte con él.
—¿Para que me pille una ventisca? —preguntó, escéptica, Pony—. Supones que Elbryan está en Caer Tinella; dado que el tiempo se ha suavizado, ya podría estar camino de las Tierras Boscosas —añadió. Alzó la mano para calmar a Belster, que cada vez estaba más agitado—. Pronto volveremos a estar juntos: a principios de la primavera, a tiempo para decírselo —le explicó Pony—. No temas, mi buen amigo; nuestros caminos se han separado, pero no para siempre ni para mucho tiempo.
Belster reflexionó sobre las palabras de la mujer durante unos instantes; luego, estalló en una carcajada y estrechó a Pony en un fuerte abrazo.
—¡Ah, deberíamos estar celebrándolo! —rugió mientras la levantaba del suelo y le hacía dar vueltas—. ¡Esta noche vamos a celebrar una gran fiesta en El Camino de la Amistad!
Para Pony era un momento agridulce, y no sólo porque sabía que aquella fiesta, o cualquier otra manifestación de su estado, era improcedente. Sobre todo, fue la reacción de Belster lo que se le clavó en el corazón. Debería haber sido Elbryan el que la levantara y el que le hiciera dar vueltas: era Elbryan quien tenía que compartir su alegría. No era la primera vez que la mujer lamentaba la decisión de no habérselo contado a su marido.
—No habrá ninguna fiesta —dijo, con firmeza, Pony cuando Belster la posó en el suelo—. No serviría más que para suscitar preguntas inconvenientes; nadie lo sabe excepto tú, y lo prefiero así.
—¿Ni siquiera Dainsey? —le preguntó Belster—. A ella deberías decírselo; es una amiga buena y leal. Y aunque no es rápida para ciertas cosas, para otras, como esta, es sin duda muy lista.
—Quizá se lo diga —asintió Pony—, pero cuándo y cómo yo quiera.
Belster sonrió y asintió con la cabeza, satisfecho. Luego, de repente, estalló en carcajadas y abrazó a Pony de nuevo y le hizo dar rápidos giros.
—¡Es hora de irse! —dijo una voz desde la sala principal.
—¡Ah, sí! —comentó Belster, mientras posaba delicadamente a Pony en el suelo y adoptaba una expresión seria—. Con la emoción de alzarte, poco ha faltado para que se me olvidara; un pregonero, un monje de Saint Precious, bajaba por la calle y convocaba a los buenos abellicanos para que se reunieran en la plaza de la ciudad, frente a las puertas de Saint Precious. Parece que el nuevo obispo quiere hacer un discurso.
—No estoy segura de que me consideren una buena abellicana —dijo Pony—, pero no pienso perderme esa concentración.
—¿Una oportunidad para conocer mejor a tus enemigos? —preguntó Belster con sarcasmo.
Pony asintió con un gesto de cabeza, pero su expresión era seria.
—Y para saber más cosas de los disturbios en Palmaris —dijo.
—Deja tus gemas —le previno Belster.
Pony se mostró absolutamente de acuerdo. Después de todo lo que había presenciado aquellos últimos días, no le sorprendería que registraran a todo el mundo en la plaza de la ciudad. El nuevo jerarca de Palmaris no parecía muy interesado en los derechos de los ciudadanos.
—Dainsey se ocupará de tu cara —comentó Belster—, a menos que te atrevas a pasearte sin maquillaje entre la muchedumbre.
Pony reflexionó unos instantes.
—Un poco de maquillaje, tal vez —decidió, pues no quería sufrir la penosa experiencia de transformarse en la anciana mujer de Belster, ni tampoco creía que iba a tener problemas mezclada entre la muchedumbre.
Poco después, Pony, Belster y Dainsey abandonaron El Camino de la Amistad, y se unieron a cientos de personas que bajaban por las calles hacia la gran plaza. Tal como Belster había sugerido, Pony no llevaba ninguna gema, una decisión que le daba una cierta tranquilidad mientras entraba en la concurrida plaza y observaba que el lugar estaba rodeado por completo de soldados bien armados intercalados con monjes. Todos vigilaban atentamente a la multitud.
El nuevo obispo estaba en una plataforma erigida ante las enormes puertas de la abadía. Anteriormente, Pony lo había visto una vez: en el anillo defensivo de una caravana de mercaderes que habían sido asaltados por trasgos invasores. Pony y Elbryan habían ayudado a los mercaderes a salvarse. Aquel hombre y sus compañeros monjes, que se encontraban no muy lejos, carretera abajo, cuando los trasgos habían atacado, no se dejaron ver hasta que la batalla hubo terminado. Pero incluso entonces, el único monje que había ayudado a curar las heridas de los combatientes fue el bondadoso Jojonah, y a Elbryan y Pony les resultó obvio que el obispo De’Unnero no era amigo de Jojonah.
Mientras se abría paso para situarse en primera fila de la multitud que llenaba la plaza, Pony se dio cuenta de que sus primeras impresiones sobre De’Unnero cuadraban perfectamente con lo que entonces veía. El obispo tenía los brazos cruzados sobre el pecho y observaba a la muchedumbre con aires de poderoso conquistador. Pony era una mujer perspicaz y leía las expresiones de De’Unnero con bastante facilidad. La arrogancia lo cubría como un velo; su mirada severa era especialmente peligrosa, dado que aquel hombre lleno de orgullo se había colocado por encima de los demás y era capaz de justificar prácticamente cualquier cosa.
Cuanto más se acercaba a la plataforma, más firmemente creía Pony en sus percepciones iniciales. El aspecto físico de De’Unnero —los músculos tensos, los brazos cruzados con las mangas del hábito remangadas lo suficiente como para mostrar los potentes antebrazos, los ojos de depredador y los cabellos negros, muy cortos— le decía a gritos que tuviera cuidado. Cuando la mirada del obispo exploró la zona donde estaba Pony, la joven estuvo segura de que la estaba mirando a ella, sólo a ella.
El momento de pánico pasó, pues Pony no tardó en darse cuenta de que todo el mundo a su alrededor se había sentido por un breve instante bajo aquella penetrante mirada; todos habían sentido lo mismo.
La multitud continuaba creciendo, mientras circulaba tal o cual rumor.
—He oído decir que está haciendo pagar a los cerdos de los mercaderes por todos los años que nos han estado robando —dijo una mujer anciana.
—Y a los sacerdotes yatol —dijo otro—. Sucia espuma de Behren. ¡Hay que ponerlos en una embarcación y enviarlos al sur, digo yo!
Al oírlos, la preocupación de Pony aumentó. La ambición de De’Unnero iba más allá de la persecución de los seguidores de Avelyn e inventaba cabezas de turco para cualquier insatisfacción de la gente. Había tratado terriblemente mal a los mercaderes, y aún peor a los behreneses, pero «si logra presentarlos como enemigos del pueblo, ¿cómo no va esa gente a ponerse de su parte?», se preguntó, estremeciéndose.
El obispo avanzó unos pasos y abrió los brazos. Luego, con voz potente y resonante, los invitó a rezar.
Miles de cabezas se inclinaron, incluida la de Pony.
—Demos gracias a Dios de que la guerra haya terminado —empezó a decir De’Unnero—. Demos gracias a Dios de que Palmaris haya sobrevivido y haya encontrado el camino de vuelta a los brazos de la Iglesia.
A partir de ahí, prosiguió con el discurso habitual de cualquier ministro abellicano en las grandes concentraciones: invocaciones para que las cosechas fueran buenas y para la ausencia de enfermedades, para la prosperidad y la fertilidad. Dio entrada a la multitud para que entonara cánticos en los momentos adecuados, todo perfectamente sincronizado para mantener y elevar su atención. Luego, De’Unnero empezó a improvisar. Como observó Pony, no hizo mención del barón Bildeborough, observó Pony, ni del rey Danube, aunque invocó con respeto, en repetidas ocasiones, el nombre del padre abad Markwart.
Cuando terminó y les pidió que alzaran los brazos por última vez, todas las manos se extendieron hacia el cielo.
Entonces la multitud empezó a murmurar otra vez y muchos hicieron ademán de irse.
—¡No os he dicho que os vayáis! —gritó De’Unnero de forma cortante.
Todas las cabezas se volvieron hacia él, y las murmuraciones cesaron.
—Tengo que deciros algo más —explicó el obispo—; algo de naturaleza práctica, no mística. Vosotros, ciudadanos de Palmaris, tal vez más que nadie en Honce el Oso, habéis sido testigos de los horrores del demonio Dáctilo, ¿no es cierto?
Un murmullo de «Sí, mi señor» se extendió entre la multitud.
—¿No es cierto? —rugió De’Unnero, tan repentinamente, tan amenazadoramente, que Pony dio un brinco.
Entonces, la respuesta fue tremenda, un grito de asentimiento, nacido del temor.
—¡No culpéis a nadie más que a vosotros mismos de la vuelta de Bestesbulzibar! —les increpó De’Unnero—; pues la negrura de vuestros corazones generó la aparición del demonio Dáctilo: la debilidad de vuestra carne es carne que alimenta a la diabólica criatura. ¡No podéis eludir esa culpa! ¡Tú, no! ¡Ni tú! ¡Ni tú! —gritó, mientras se desplazaba de uno a otro lado del estrado y señalaba a diversos individuos aterrorizados—. ¿De qué cuantía han sido vuestros diezmos a la Iglesia? ¿Cuánta tolerancia habéis tenido con los paganos? Vuestros muelles están llenos de porquería a causa de la suciedad de los no creyentes. ¿Y quién ha sido vuestro líder en estos últimos años? —gritó—. ¿El abad Dobrinion? Lo dudo, pues vosotros, al igual que tantos otros, habéis seguido las palabras de un líder secular.
Se calmó y permaneció en silencio. Los murmullos empezaron de nuevo a pesar del miedo, ya que había hablado mal precisamente del barón Bildeborough, que había sido muy querido por la gente de Palmaris.
—No me interpretéis mal —continuó De’Unnero—. Vuestro barón Bildeborough era una persona de valía, un hombre humilde que no quiso ponerse por encima de Dios. Pero ahora, amigos míos —dijo mientras levantaba el puño en el aire, frente a él, y los músculos del antebrazo se le tensaban como cintas de acero y su cara brillaba con gran intensidad—, ahora, tenemos la oportunidad de arrojar a Bestesbulzibar y a toda su casta de malvados demonios al sueño eterno. Gracias a la prudencia del rey Danube, Palmaris brillará como nunca hasta ahora. Somos la tierra de la frontera, los centinelas del reino. ¡El rey Danube lo sabe, y también sabe que si Palmaris encuentra su alma, Bestesbulzibar no cruzará nuestras puertas!
El ademán que hizo para rubricar la última frase levantó oleadas de aplausos en la muchedumbre. Pero no los de Pony. La joven miró los rostros de la gente sencilla que la rodeaba y vio muchos humedecidos por las lágrimas. Tenía que admitir que era bueno; aquel nuevo obispo comprendía a su rebaño. En primer lugar, la emprendió contra las dos clases que el pueblo llano de Palmaris estaba más que predispuesto a considerar enemigas: los mercaderes y los extranjeros. Y después los llamaba a sus brazos espirituales. Muchos de ellos habían perdido seres queridos en los combates —e, incluso antes de la guerra, muchos se habían tenido que enfrentar diariamente con la muerte—; el mensaje de De’Unnero de que, de alguna manera, podían trascender su pobre existencia poseía un indudable atractivo.
—¡Debéis volver a Dios! —gritó De’Unnero—. Os esperaré a todos y a cada uno de vosotros: a ti, y a ti, y a ti —dijo, señalando de nuevo con el dedo mientras se desplazaba por el estrado—. Nunca más los monjes de Saint Precious ejercerán su ministerio para unos pocos. No, os lo aseguro, porque Dios me ha mostrado la verdad. Y Dios ha hablado a vuestro rey y me ha inspirado para que ponga la ciudad bajo la custodia de la Iglesia abellicana. Por consiguiente, seremos los vigilantes del alma. Derrotaremos a los descendientes de Bestesbulzibar. Os enseñaré cómo.
A cada nueva proclama, los aplausos crecían. Pony analizó a los que estaban en torno a ella: los observó detenidamente en busca de algún signo que demostrara que aquel público asentimiento podía no estar tan enraizado como se temía. Pero vio alzadas hacia el obispo las manos de mucha gente que necesitaba desesperadamente algo en lo que creer; pero también vio a otros muchos que aplaudían simplemente por miedo a los omnipresentes monjes y soldados.
Hasta que De’Unnero no hubo acabado, Pony no volvió a mirar hacia el estrado; allí estaba, de pie, de nuevo con los brazos cruzados. Era un orador elocuente, un hombre que conmovía las almas. Pero Pony sabía la verdad y sabía que sus actos en nombre del ser inmortal, en realidad, estaban destinados a servir a un ser mortal.
«Pero la gente no lo sabe», recordó la mujer mientras observaba la multitud; y su ignorancia podía permitir a De’Unnero ejercer una brutal presión a los que no estuvieran de acuerdo con la Iglesia. Con todo, Pony estaba convencida de que no todos lo creían; eran gentes que esperaban abrazar la verdad.
Lo que entonces ella tenía que hacer era pensar cómo transmitir su mensaje al pueblo llano.
Mientras presidía las plegarias de la mañana de los estudiantes más jóvenes, el padre abad Markwart captó el hormigueo de una comunicación espiritual. Alguien estaba intentando establecer contacto con él mediante el uso de la piedra del alma, pero la intrusión telepática era tan suave que Markwart no pudo reconocer de qué alma se trataba.
El padre abad, bruscamente, se excusó, delegó sus obligaciones en el hermano Francis y se fue corriendo a sus aposentos particulares. Se disponía a retirarse a la sala más privada, pero vaciló, al recordar que el espíritu errante de un monje podía observar el entorno físico. Aun en el caso de que el espíritu de Markwart interceptara al del monje, ¿podría este deslizarse a través del padre abad y ver la sala?
Markwart soltó una sonora carcajada. No, aquel monje, quienquiera que fuese, era un ser débil, un simple chiquillo. El padre abad mantuvo a raya al espíritu invasor, cogió la piedra del alma y, con apenas un pensamiento, se sumergió en la suavidad grisácea de la hematites y su espíritu se liberó de su cuerpo.
Comprobó que la llamada era de Je’howith y también comprobó que el espíritu del monje ya mostraba signos de flaqueza mágica. El espíritu de Markwart, con un gesto, indicó al abad que se fuera: le dejó claro que quería comunicarse con él en Saint Honce y no en Saint Mere Abelle. Luego, regresó a su cuerpo y se fue a la habitación de la estrella de cinco puntas, donde sintió su poder de forma más intensa.
En cuestión de segundos, el espectro del padre abad apareció en los aposentos de Je’howith y se encaró con la presencia material del abad. A Markwart le resultó evidente que la excursión espiritual de Je’howith a Saint Mere Abelle lo había dejado exhausto. Después de calmar a Je’howith, Markwart le ordenó que hablara clara y rápidamente.
—El rey está molesto por las iniciativas del obispo De’Unnero en Palmaris —explicó Je’howith—. Se apodera de las gemas de los mercaderes; son piedras que nos compraron a nosotros. Es increíble que De’Unnero demuestre tanto descaro cuando hace tan poco tiempo que…
—El obispo De’Unnero cuenta con mi bendición —replicó de forma terminante Markwart.
—Pe…, pero, padre abad —tartamudeó Je’howith—, no podemos enojar al clan de los mercaderes. Es seguro que el rey no permitirá…
—No es un asunto de la incumbencia del rey Danube —explicó Markwart—. Las gemas son dones de Dios y, por tanto, de control exclusivo de la orden abellicana.
—Pero tú mismo las has vendido a mercaderes y nobles —osó responder Je’howith.
Mientras pronunciaba aquellas palabras lo invadió una sensación helada y sintió un pavor como nunca había sentido antes.
—Tal vez no fuera tan sensato como ahora cuando era más joven —repuso Markwart con aparente calma, lo que acobardó aún más al abad—. O quizás estaba demasiado condicionado por la tradición.
Je’howith lo miró con curiosidad. Markwart se había mostrado siempre muy inclinado a las tradiciones; de hecho, siempre que la asamblea de abades le había objetado alguna decisión, casi siempre se había escudado en prácticas del pasado para justificarla.
—¿Ahora has descubierto algo mejor? —preguntó con cautela el abad.
—Al experimentar mi creciente poder con las piedras y comprender que son una forma de penetrar más profundamente en la voluntad de Dios —repuso Markwart—, me he convencido de que vender gemas sagradas era un error —añadió.
Hizo una pausa, pues sus propias palabras le llamaron la atención. Al fin y al cabo, ¿no había Avelyn Desbris expuesto exactamente el mismo argumento? ¿No fue la venta, realizada por la abadía, de muchas de las piedras recogidas por Avelyn en Pimaninicuit una de las primeras causas de su deserción?
A Markwart le hizo gracia aquella ironía del destino; pues, sí, las acciones habían sido, desde luego, las mismas, aunque las razones fueran muy distintas.
—¿Padre abad? —preguntó Je’howith con curiosidad al cabo de unos largos momentos.
—El obispo De’Unnero actúa de acuerdo con mis nuevos puntos de vista —declaró con firmeza Markwart—, y seguirá adelante.
—Pero provoca el enojo del rey —protestó Je’howith—, y no dudes que el rey Danube considera el nombramiento del obispo como algo provisional. Le revocará el título y nombrará un barón para que gobierne Palmaris, y ten por seguro que no será muy proclive a los intereses de la Iglesia.
—Al rey Danube le será más difícil revocar un título que concederlo —respondió Markwart.
—Mucha gente cree que la Iglesia y el Estado son instituciones separadas.
—Son tontos —dijo Markwart—. No podemos pretender el gobierno entero de golpe, ya que eso seguro que incitaría a la asustada chusma a ponerse de parte del rey Danube. No, nuestra dominación será una paulatina adquisición de control por parte de la Iglesia: primero, sobre una ciudad o una región; después, sobre otra, y así sucesivamente.
Los ojos de Je’howith se desorbitaron y apartó la vista hacia un rincón de la sala. Jamás había oído hablar de semejante plan y no tenía ni idea de que las ambiciones de Markwart llegaran tan arriba. Y no le gustaba. El abad Je’howith gozaba de una vida cómoda y segura en la corte del rey en Ursal y no sentía el menor entusiasmo ante la perspectiva de algo que pudiera interrumpir su lujosa existencia. Y no pudo menos que pensar que incluso podría acabar por encontrarse en el lado de los perdedores de una batalla titánica.
El abad miró al espíritu de Markwart y trató de no mostrar sus temores, pues creía que en aquel asunto había alguna posibilidad de compromiso con el padre abad.
—El rey Danube comprenderá mi punto de vista —le aseguró el padre abad.
—¿Y yo qué voy a hacer? —preguntó el sumiso abad.
Markwart soltó una risita.
—Descubrirás que tienes que hacer menos cosas de las que crees —dijo con aire misterioso. Luego, se esfumó de la habitación.
Un momento después, Markwart abría sus ojos físicos. La sala estaba tal como la había dejado; incluso los cirios no se habían consumido de forma apreciable. Antes de que Markwart pudiera ponderar el milagro de aquella comunicación espiritual, tuvo la impresión de que algo estaba fuera de lugar. Exploró lentamente la sala. Nada parecía distinto, pero Markwart percibió que algo había cambiado, que tal vez había entrado alguien en la habitación.
Sí, eso era. Alguien había entrado en la habitación, había presenciado lo que había estado haciendo. Markwart se puso en pie de un salto y se precipitó hacia su despacho.
La habitación tampoco parecía haber sufrido cambios, pero de nuevo Markwart percibió que allí, hacía poco, había habido otra persona: era como si el intruso hubiera dejado un aura palpable tras de sí.
A continuación, Markwart se fue al dormitorio, y en el umbral de la puerta percibió de nuevo aquella sensación. Más asombrado aún, el padre abad advirtió que podía seguir la pista del intruso: el hombre había cruzado el despacho, había ido hasta la puerta del dormitorio, pero había dado la vuelta, y había entrado en la sala de las invocaciones. Todo le parecía notablemente claro… Quizá su trabajo con la hematites le había permitido dejar tras él suficiente conciencia como para que esta fuera capaz de advertir los eventos que sucedían en torno a su cuerpo.
Markwart asintió con la cabeza al pensar que había descifrado el enigma…, y también al pensar que tenía una idea bastante clara de quién podía ser el intruso.
Belster, Pony y Dainsey volvieron a El Camino de la Amistad.
—Se los metió a todos en el bote. Necesitan creer en algo. Nuestro nuevo obispo lo sabe —comentó Belster.
—Y tratará de sacar tajada de la situación —añadió Pony.
—Pues entonces, pobres behreneses —dijo Dainsey con un bufido—. ¡Si es que los behreneses merecen compasión!
La mujer empezó a reír, pero comprobó que su broma no era bien recibida.
—Esa es exactamente la actitud que espera que tengamos el obispo De’Unnero —dijo Pony a Belster—, y la actitud que debemos temer.
—Pocos son los behreneses bien considerados en la ciudad —admitió Belster—. Tienen sus propias costumbres, unas costumbres extrañas que hacen que la gente de aquí se sienta incómoda.
—Son fáciles dianas para un tirano —dedujo Pony.
—¿Qué queréis decir? —quiso saber Dainsey—. Nunca me han gustado los hombres de Iglesia, especialmente desde que se me llevaron para interrogarme, pero ese hombre es el obispo, nombrado por el rey y por la Iglesia.
—Dos puntos en contra —dijo Pony secamente.
—¿Y qué creéis que podéis hacer? —preguntó Dainsey.
Al mirar a Belster a Pony le resultó obvio que él estaba pensando lo mismo que Dainsey.
—Tenemos que utilizar las propias iniciativas de De’Unnero en su contra —les explicó Pony, que improvisaba mientras les hablaba.
Su mente era un torbellino: sabía que tenía que hacer algo contra el obispo, que había que intentar alguna cosa para impedir que su poder se afianzara en Palmaris. Pero ¿qué?
—Tenemos que informar a la gente de Palmaris, Belster —decidió.
—¿Informarla de qué? —preguntó Belster con escepticismo—. El obispo les ha explicado todo lo que piensa hacer.
—Tenemos que explicarles los motivos que están detrás de esas acciones —declaró Pony—. A De’Unnero la gente no le importa, ni en esta vida ni en ninguna otra que pueda venir a continuación. Su objetivo, el objetivo de su Iglesia, es el poder, y nada más.
—Son palabras muy duras —respondió Belster—, pero no estoy en desacuerdo contigo.
—Tienes una amplia red de informadores bien situados —razonó Pony—; podríamos utilizarlos para mantener unida a la gente… y para mantenerlos informados de las acciones del obispo De’Unnero.
—¿Estás buscando pelea, entonces? —preguntó, con franqueza, Belster—. ¿Acaso crees que podemos organizar una revuelta en Palmaris capaz de barrer a De’Unnero y a toda la Iglesia…, y a todos los soldados?
La pregunta sobresaltó a Pony. Era exactamente lo que a ella le rondaba por la cabeza en aquellos precisos momentos; pero al oírlo formulado de manera tan rotunda, se dio cuenta de lo desesperado y ridículo que sonaba.
—Claro está que tengo una red —prosiguió Belster—: para proteger a gente que se encuentra en un problema o para ayudarte a preservar tu identidad, pero no para organizar una guerra.
—No lo hagas —añadió Dainsey—. ¡Oh, quisiera pegarles una patada a esos malditos monjes y enviarlos al otro lado del Masur Delaval!, pero si montas un ejército de campesinos, no tardarás en tener un ejército de campesinos muertos.
Belster puso la mano en el hombro de Dainsey y asintió con un gesto y la expresión severa.
—Es una empresa desmesurada ir contra Saint Precious y Chasewind Manor —dijo.
—No más desmesurada que las dificultades a las que nos enfrentamos en Caer Tinella —repuso Pony.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Belster.
—Por lo menos, podemos actuar como portavoces del pueblo —continuó Pony—. Podemos susurrar la verdad, y si la oyen lo bastante pronto y contrastan nuestras palabras con las acciones de De’Unnero, tal vez empezarán a comprender.
—Y entonces se sentirán tan desgraciados como tú —arguyó Dainsey—, y sin nada que puedan hacer para remediarlo.
Pony la miró largo y tendido, y luego clavó los ojos en Belster.
—Tengo algunos amigos —explicó el posadero—, y ellos tienen muchos más. Tal vez podríamos organizar una o dos reuniones y expresar nuestras preocupaciones.
Pony asintió con un gesto de cabeza. Esperaba un poco más de entusiasmo por parte de sus dos mejores compañeros en Palmaris, pero se dio cuenta de que tenía que contentarse con lo que había.
Regresó a su habitación para descansar antes de que empezaran a llegar los clientes de la noche.
Las palabras de Dainsey la siguieron hasta la cama. «Tal vez la actitud de esta mujer sea más pragmática que pesimista», tuvo que admitir Pony; y tal idea la disgustó en grado sumo. Quería enfrentarse a De’Unnero, quería mostrar la Iglesia como la institución maligna en que se había convertido, pero no podía negar el peligro que eso comportaba para ella y para sus aliados. Imaginó que movilizaba a la gente del pueblo, que juntos alzaban sus puños en el aire en actitud desafiante y avanzaban audazmente contra la abadía y contra la casa señorial…
Aquella emocionante imagen se borró de su mente al pensar en el ejército bien adiestrado y equipado que se encontrarían delante, un ejército reforzado con las gemas mágicas que, sin duda, abundaban en Saint Precious.
¿Cuántos miles morirían en las calles antes de que terminara la primera mañana de insurrección?
Pony se desplomó sobre la cama, abrumada, y se dijo a sí misma que tenía que actuar con cautela. Pasara lo que pasara, decidió que encontraría la manera de presentar batalla contra De’Unnero.
El hermano Francis se arrodilló en el suelo en una esquina de su habitación, de cara a la pared. Tenía las manos en el rostro en señal de humillación ante Dios, algo poco frecuente en los últimos tiempos de la Iglesia abellicana. Pero el joven monje creía que todos los gestos eran importantes, como si, en cierto modo, el hecho de entregarse por completo él mismo en sus plegarias pudiera acabar con la confusión que lo desgarraba.
Por un tiempo, Francis casi había conseguido apañárselas para olvidar la muerte de Grady Chilichunk. Creía que haber ayudado al hermano Braumin Herde y a los demás a escapar de Saint Mere Abelle, de alguna manera, había zanjado esa cuestión, por lo menos en parte. No obstante, la imagen de Grady yaciendo sin vida en la tumba que Francis había cavado lo seguía acosando. Se acordaba de Grady. Vio de nuevo la devastada montaña de Aida, con el brazo de Avelyn emergiendo de la tierra. Y lo más vívido de todo: no podía dejar de ver al padre abad Markwart sentado con las piernas cruzadas en medio de una estrella de cinco puntas —¡una estrella de cinco puntas!— con cirios encendidos en cada punta y con un libro perverso, Encantamientos de brujería, abierto en el suelo, a su lado.
Pero por muy horrible que fuera aquella imagen, Francis trataba de agarrarse a ella, tanto para intentar encontrar un sentido a todo aquello como para procurar evitar la todavía más estremecedora imagen de Grady, muerto en el agujero.
Pero el rostro sin vida de Grady no desaparecía.
Los hombros de Francis temblaron por los sollozos, más por miedo a estar perdiendo el juicio que por sentirse culpable. Todo parecía falso, patas arriba. Otra imagen —el torso de Jojonah reventando a causa del calor de la pira— le daba vueltas en la cabeza. Los recuerdos se mezclaban en inmensa y dolorosa confusión.
La imagen de Markwart sentado con las piernas cruzadas no tardó en desvanecerse, mientras las otras tres dejaban paso a otra más: Avelyn y sus amigos contra el padre abad. Francis vio en ese momento que no podía haber paz ni reconciliación entre los dos bandos.
Suspiró; después, se quedó helado. Había oído un ligero frufrú detrás. Siguió concentrado y escuchó atentamente, aterrorizado, pues adivinó quién había entrado.
Transcurrió un largo momento. Francis, de repente, temió que iba a ser brutalmente asesinado.
—No te ocupas de tus obligaciones —dijo Markwart con voz tranquila y agradable.
Francis no osó darse la vuelta y separar la cara de las manos para mirarlo.
—¿Cuáles son tus obligaciones? —le recordó Markwart.
—Yo… —empezó a decir Francis, pero se rindió de golpe, incapaz de recordar siquiera dónde se suponía que tenía que estar.
—Evidentemente tienes problemas —comentó Markwart mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta.
Se sentó en la cama de Francis y lo miró fijamente. Su rostro era una máscara de paz.
—Yo…, yo sólo sentía necesidad de rezar, padre abad —mintió Francis, levantándose.
Markwart, calmado y sereno, siguió con la vista clavada en el monje, sin apenas parpadear. Resultaba demasiado apacible. El pelo de la nuca de Francis se erizó.
—He delegado mis obligaciones en otros —aseguró Francis al padre abad, y se dispuso a ir hacia la puerta—, pero voy a retomarlas personalmente ahora mismo.
—Cálmate, hermano —le dijo Markwart mientras, al pasar, lo agarraba por el brazo.
Francis, instintivamente, trató de soltarse, pero el agarro de Markwart era férreo y lo retuvo con facilidad.
—Cálmate, hermano —repitió, de nuevo, el padre abad—. Claro está que tienes miedo, como yo, y como todo buen abellicano en estos tiempos turbulentos —añadió. Markwart le sonrió, condujo a Francis hasta la cama y le obligó a sentarse—. Sí, turbulentos —prosiguió, colocándose entre Francis y la puerta—, pero con unas perspectivas jamás contempladas en nuestra orden durante siglos.
—Hablas de Palmaris —dijo Francis en tanto trataba de conservar la calma, aunque tenía ganas de gritar y salir corriendo de la habitación, tal vez hasta la muralla del lado mar, tal vez incluso saltándola.
—Palmaris no es más que un experimento —respondió Markwart—, el inicio. Estaba precisamente hablando con el abad Je’howith… —añadió.
El tono era imperativo, lo mismo que el gesto: su brazo apuntaba hacia las antesalas y, en especial, hacia su habitación.
Francis creía no haber cambiado de expresión, pero advirtió en los ojos de Markwart que algo lo había delatado.
—No tenía intención de entrar en tus aposentos sin ser invitado —admitió Francis, bajando la vista—. Sabía que estabas allí, pero no contestaste a mi llamada. Temía que te hubiese pasado algo.
—Tu preocupación es conmovedora, joven amigo mío, protegido mío —le dijo Markwart.
Francis lo miró lleno de curiosidad.
—Temes que De’Unnero te haya sustituido como consejero predilecto —le dijo Markwart.
Francis sabía que el padre abad estaba cambiando de tema, sabía que aquellas palabras eran ridículas. Con todo, pensó que no debía hacer caso omiso de ellas y prestó atención a lo que le estaba diciendo.
El padre abad prosiguió.
—De’Unnero, el obispo De’Unnero, es un instrumento útil —admitió Markwart—, y con su energía y su espíritu dominante es el hombre adecuado para el experimento de Palmaris. Pero está limitado por su excesiva ambición, ya que se deja llevar por objetivos personales. Tú y yo pensamos de manera distinta, amigo mío. Tenemos una visión más amplia del mundo y procuramos las mayores glorias en provecho de nuestra Iglesia.
—Fui yo quien les dijo al hermano Braumin y a los demás que se marcharan —se descolgó diciendo Francis.
—Lo sé —respondió Markwart.
—Tan sólo temía que… —empezó a decir Francis.
—Lo sé —dijo, de nuevo, Markwart con convicción.
—Otra ejecución hubiera dejado a muchos miembros de la orden con mal sabor de boca —intentó explicar Francis.
—Incluso al hermano Francis —dijo Markwart, dejándolo helado.
Francis se derrumbó, incapaz de negar la acusación.
—Y también al padre abad Markwart —dijo el anciano mientras tomaba asiento cerca de Francis—. No me gusta lo que el destino ha cargado sobre mis hombros.
Súbitamente, Francis lo miró, sorprendido.
—Por culpa de los tiempos que corren, el despertar del demonio, la gran guerra y la oportunidad que ahora se ha presentado ante nosotros, me veo forzado a indagarlo todo sobre la orden, sobre el sentido profundo de nuestra Iglesia; incluso el lado oscuro, mi joven amigo —añadió, estremeciéndose—. He convocado algunos demonios menores en mi cámara para aprender de ellos, para cerciorarme de que Bestesbulzibar ha sido realmente desterrado.
—Yo…, yo vi el libro —admitió Francis.
—El libro que Jojonah pensaba utilizar para causar el mal —prosiguió Markwart, sin que al parecer le preocupara que Francis hubiera visto el texto—. Sí, un libro muy perverso, y me sentiré muy feliz el día en que lo pueda volver a relegar al rincón más oscuro de la biblioteca más recóndita. Sería mejor para todos que lo destruyera de una vez.
—¿Por qué no lo haces?
—Conoces los preceptos de nuestra orden —le recordó Markwart—. Todos los ejemplares de un libro, excepto uno, pueden destruirse; pero es nuestra obligación, como protectores del saber, guardar un ejemplar. No temas, pues ese perverso tomo no tardará en volver a su lugar, y nadie lo tocará de allí durante siglos.
—No lo entiendo, padre abad —se atrevió a decir Francis—. ¿Por qué debes tenerlo contigo? ¿Qué puedes aprender en él?
—Más de lo que te imaginas —respondió Markwart con un largo suspiro—. He llegado a averiguar que el despertar del demonio no fue un accidente del destino, sino un acontecimiento provocado por alguien de Saint Mere Abelle. Jojonah, probablemente con Avelyn, consultó furtivamente ese libro. Él, o ellos, tal vez casualmente, debieron de ir a lugares donde no deberían haberse aventurado, y es posible que pudieran haber despertado a una criatura que es mejor dejar dormida.
Aquellas palabras causaron un gran impacto en Francis, lo dejaron sin aliento. ¿Había despertado el demonio Dáctilo a causa de los actos de un monje de Saint Mere Abelle?
—Es posible que Avelyn y Jojonah no fueran tan malos como yo creo —continuó Markwart—. Es posible que empezaran con buenas intenciones. Tal como discutimos en otra ocasión, las bases del humanismo están llenas de buenas intenciones; pero fueron corrompidos o, por lo menos, horriblemente embaucados por el ser que encontraron.
»No importa —añadió el padre abad mientras daba una palmada en la pierna de Francis y se levantaba—. Sea cual sea la causa, son responsables de sus actos y ambos encontraron el fin que se merecían. No me interpretes mal. Puedo sentir compasión por los hermanos extraviados, pero no siento dolor por sus muertes, ni les perdono su insensato orgullo.
—¿Y qué ocurrirá con el hermano Braumin y los demás?
Markwart soltó un bufido.
—Podemos apoderarnos de todo el reino —dijo—; ellos no me preocupan nada. Son ovejas descarriadas, que vagarán por el monte hasta que encuentren un lobo hambriento. Tal vez seré yo ese lobo, tal vez el obispo De’Unnero, o, más probablemente, otro que no tenga nada que ver con la Iglesia. No me importa. Mis ojos miran hacia Palmaris. Y los tuyos también deben hacerlo, hermano Francis. Pienso visitar la ciudad y tú me acompañarás —añadió.
Se fue hacia la puerta, pero antes de irse le lanzó una última y tentadora golosina.
—Mi séquito va a ser reducido: un solo padre, y ese hombre vas a ser tú —dijo Markwart, y se fue.
Francis permaneció largo rato sentado en la cama mientras trataba de asimilar aquellas palabras. Las evocaba y las veía como una explicación del libro maldito y de la estrella de cinco puntas. Aquellas imágenes horribles se arremolinaron en su interior, pero entonces la de Markwart no parecía tan perturbadora. A Francis le sorprendió comprobar que el padre abad fuera tan increíblemente corajudo y estoico al aceptar tan pesada carga por el mayor bien de la Iglesia y, por consiguiente, de todo el mundo. Sí, esa batalla era algo terrible, y en ese contexto, Francis encontró que era mucho más fácil perdonarse a sí mismo por la muerte de Grady. La lucha era necesaria, y cuando teólogos e historiadores contemplaran esos tiempos turbulentos, reconocerían que, a pesar de las dolorosas tragedias personales, el mundo resultante había sido un lugar mejor y más piadoso.
Francis miró de nuevo hacia adelante.
—¿Maese Francis? —preguntó en voz alta y sin apenas atreverse a decirlo abiertamente.
El padre abad Markwart estaba satisfecho de sí mismo cuando regresó a sus aposentos. Comprendió que la verdadera naturaleza del auténtico poder no se medía en términos de destrucción, sino de control.
¡Qué fácil le había resultado jugar con las debilidades de Francis! Con la culpa y los miedos, con el vacilante punto donde chocan la compasión y la ambición desesperada.
Muy fácil.