13

Despedidas y bienvenidas

Elbryan suspiró profundamente. No estaba nada satisfecho con lo que había oído, pero era incapaz de discutir el razonamiento del elfo. Había sospechado que Juraviel tenía intención de marcharse tan pronto como hubieran recuperado Dundalis, pero que el elfo quisiera irse entonces que estaban a medio camino entre Caer Tinella y las Tierras Boscosas constituía una sorpresa.

—Tengo ganas de regresar a mi hogar —explicó Juraviel—. Es la vez que he estado más tiempo alejado de Andur’Blough Inninness en todos los siglos de mi vida.

—Regresaste allí no hace mucho —le recordó Elbryan—, cuando diste escolta a la gente que encontramos en las Tierras Agrestes. Fue a las puertas de Andur’Blough Inninness donde Pony y yo te encontramos.

—Fue una corta estancia —repuso Juraviel— y un corto respiro para la nostalgia de mi corazón. Es la forma de ser de mi pueblo, Pájaro de la Noche. Tú que estás por encima de los demás hombres deberías comprenderlo. Vivimos para el valle, para las noches de danza bajo los cielos más claros y para el placer de sentirnos juntos.

—Lo entiendo —admitió el guardabosque—, y no estoy en desacuerdo contigo. Tomás trajo guerreros, todos ellos bien preparados, y dado que Bradwarden pronto estará explorando sus lugares familiares en los bosques en torno a los tres pueblos de las Tierras Boscosas, no nos pillarán por sorpresa. Permíteme ser egoísta, amigo mío, pues voy a echarte muchísimo de menos, tanto como a Pony.

—No compartimos el mismo lugar en tu corazón —dijo Juraviel, secamente.

—Un lugar diferente —asintió Elbryan—, pero hay un lugar para cada uno. Eres como un hermano para mí, Belli’mar Juraviel. Lo sabes, y cuando Tuntun se hundió en la lava fundida, perdí una hermana.

—Yo también.

—Y estoy seguro de que mi mundo no será tan radiante sin Belli’mar Juraviel a mi lado.

—No me voy para siempre; ni siquiera para siempre tal como lo entienden los humanos —le prometió Juraviel—. Déjame un tiempo con mi gente, y luego volveré a las Tierras Boscosas para visitar a mi hermano de adopción.

—Te tomo la palabra —dijo Elbryan—. ¡Y si no te veo antes de que haya estallado por completo la floración de la próxima primavera, puedes estar seguro de que me pondré en camino hacia Andur’Blough Inninness! Y Pony vendrá conmigo, y no dudo que incluso será menos indulgente que yo si el elfo llegara a olvidarnos.

Lo dijo en broma, claro estaba, y Juraviel le devolvió la sonrisa. No obstante, el elfo sabía algo más. Elbryan, y sobre todo Pony, no emprenderían el difícil y peligroso viaje al hogar de los elfos la siguiente primavera; no con un bebé que cuidar. Poco faltó para que Juraviel se lo dijera al guardabosque, pero resistió la tentación.

—¿Cuándo te vas? —le preguntó Elbryan.

—Tomás tiene previsto levantar el campamento mañana al amanecer —respondió Juraviel—; para entonces, ya me habré ido.

—¿Se lo has dicho a Bradwarden?

El elfo asintió con la cabeza.

—No ha sido difícil —le explicó—. El centauro ha vivido mucho, amigo mío, y sobrevivirá a los hijos de tus hijos a menos que el arma de un enemigo acabe con él. Hace mucho que se relaciona con los Touel’alfar y conoce nuestras costumbres. Confesó que lo había sorprendido que me quedara tanto tiempo con vosotros, y aún lo sorprendió más que fuera contigo a la gran abadía.

—¿Bradwarden no esperaba que su amigo iría a rescatarlo?

—Bradwarden aprendió hace mucho a no esperar demasiado de los Touel’alfar —dijo Juraviel muy serio—. Tenemos nuestra propia manera de ser y nuestras propias razones. Deberías recibir clases del centauro.

—No espero nada de los elfos —respondió Elbryan—, excepto de Belli’mar Juraviel, mi amigo, mi hermano.

De nuevo, Juraviel sonrió al guardabosque, aunque no estaba totalmente de acuerdo.

—Hasta la vista —dijo el elfo—. Recuerda todo lo que te hemos enseñado y comprende las responsabilidades de tu posición. Tienes a Tempestad, forjada por los elfos, y Ala de Halcón, un regalo de mi propio padre. Tus actos, buenos o malos, también nos afectan a nosotros, Pájaro de la Noche; tendrás que rendir cuentas ante la señora Dasslerond, ante todos los elfos y, sobre todo, ante mí.

El guardabosque comprendió que Juraviel no hablaba en broma. Irguió los hombros; la determinación reflejada en su rostro expresó que aceptaba complacido aquella carga. Elbryan sabía lo que significaba ser guardabosque, había aprendido la lección con demasiada claridad a lo largo del último año y estaba convencido de no defraudar a quienes lo habían adiestrado, a quienes le habían ofrecido aquellos maravillosos regalos, en especial, el del nombre de Pájaro de la Noche.

—Hasta la vista —repitió Juraviel, y se alejó fundiéndose entre las densas sombras del crepúsculo.

—Allí —dijo Elbryan mientras señalaba pendiente abajo y entre los arbustos.

Tomás Gingerwart se detuvo y observó atentamente. Percibía ruidos de lucha allá abajo y el fuerte acento irlandés de un entusiasta guerrero, que, obviamente, estaba disfrutando con la batalla; pero no pudo entender lo que decía. Algo centelleó en su limitado campo visual; podría haber sido un jinete.

—Ven —le ordenó el guardabosque.

Cogió a Tomás por el brazo y lo condujo rápidamente por la cresta hacia una zona más abierta. No quería perderse el espectáculo de la lucha y pensó que sería mejor si Tomás tampoco se la perdía. Unos cuantos pasos más les permitieron ver la escena: Bradwarden describía rápidos círculos en torno a un maltrecho y, evidentemente, aturdido gigante.

Tomás abrió los ojos desmesuradamente y se quedó boquiabierto, pero Elbryan sabía que no era por el hecho de ver a un gigante, ya que Tomás había visto a muchos fomorianos. No, era Bradwarden, el enorme y poderoso centauro, el que lo había llenado de asombro.

—¡Ja, ja! ¡Ya no ves gran cosa, eh, tú, gran vaca gorda! —rugía Bradwarden.

Mientras se mofaba del gigante, se levantó sobre las patas traseras, y las delanteras patearon violentamente el vientre y el pecho de la enorme criatura. Y cuando el fomoriano bajó los enormes brazos para protegerse, el centauro le golpeó con la porra la parte superior de la cabeza.

El bruto se tambaleó hacia atrás, y Bradwarden se apresuró a perseguirlo; luego, se paró de golpe, se dio la vuelta y le propinó coces con ambos cascos traseros, lo que provocó que el gigante se doblara por la mitad. Con una carcajada, Bradwarden volvió a la carga e hizo volar el palo.

A Tomás se le escapó una mueca de dolor al ver que la pesada porra chocaba contra la parte lateral de la cara de la criatura. La cabeza se le torció violentamente hacia un lado, mientras de la boca le caían los dientes entre borbotones de sangre.

—Bradwarden —le explicó Elbryan—, un poderoso aliado.

—Y no es un débil enemigo —comentó Tomás.

Otra mueca de dolor se pintó en su rostro cuando el centauro aplastó el otro lado de la cara del monstruo; luego, atacó al bruto con otro golpe en la cabeza, que lo obligó a caer de rodillas.

—¡Corta por lo sano y acaba de una vez el trabajo, me repito siempre! —aulló el centauro.

Otro giro le permitió patearlo de nuevo: cada casco acertó en un ojo del monstruo. El fomoriano, con la cabeza que le estallaba, se tambaleó hacia atrás de tal modo que poco faltó para que los hombros le llegaran al suelo, y entonces, estúpidamente, se puso otra vez de rodillas.

Bradwarden le golpeó nuevamente en la cara.

Entonces, el gigante se derrumbó. Bradwarden, despreocupado, balanceó el palo de atrás hacia adelante, dio la vuelta en torno al enorme corpachón y se quedó mirando la cara desgarrada del aturdido gigante.

En lo alto de la sierra, Elbryan hizo un gesto con la cabeza a Tomás, y ambos se dieron la vuelta y se pusieron en marcha. Apenas habían dado un par de pasos cuando sonó el primer golpe agudo del palo de Bradwarden contra el cráneo del gigante.

No miraron hacia atrás, ni pronunciaron palabra alguna, hasta estar cerca del campamento de los valientes que seguían a Tomás de vuelta a las Tierras Boscosas.

—No es un enemigo, te lo aseguro —le dijo Elbryan, al ver la cara de preocupación de Tomás.

—Nunca lo he dudado —respondió el hombretón—. He aprendido a confiar en la palabra y en el criterio del Pájaro de la Noche. Pero… —añadió, aunque hizo una pausa, evidentemente incómodo— cuando estábamos en Caer Tinella, algunos de los últimos que llegaron, los que lo hicieron justo antes o después que tú y Pony, contaron muchas cosas del sur. Naturalmente, tras una guerra, los rumores abundan…

—¿Y hay algún rumor que te perturba especialmente, amigo mío? —le preguntó el guardabosque.

—No, hasta hace unos pocos minutos —admitió Tomás—. Se trata de un rumor que habla de un centauro proscrito; como sé que hay muy pocos centauros, tengo miedo de que sea tu amigo Bradwarden.

—¿Y esos rumores hablaban de otros proscritos? —le preguntó.

—No —respondió Tomás—, no he oído hablar de ninguno más.

—¿Los que contaban esos rumores no te han dicho que la Iglesia abellicana también busca a una mujer? —le urgió Elbryan—. ¿Y que la buscan más desesperadamente que al centauro? Es muy poderosa con las piedras sagradas, ¿sabes?, y tiene un buen lote en su poder.

Los ojos de Tomás se abrieron desmesuradamente al darse cuenta de la realidad. Hacía cierto tiempo que sabía que Elbryan y Pony temían estar en conflicto con la Iglesia, pero el guardabosque le estaba dando unas pistas que iban mucho más allá de lo que Tomás podía haber imaginado nunca.

—Es verdad —prosiguió Elbryan—. La buscan a ella y también a su compañero, un guerrero de las Tierras Boscosas, conocido por montar un semental negro con una mancha blanca en forma de diamante entre los ojos. Parece ser que los dos se internaron en el mismísimo centro de poder de la Iglesia, en la imponente abadía de Saint Mere Abelle, y que liberaron al centauro que se hallaba injustamente encarcelado allí. Tomás Gingerwart, ¿podría ser esa la descripción de alguien que conoces?

En el rostro de Tomás se dibujó una ancha sonrisa y se rio a pesar de sus muy reales temores.

—No —contestó inocentemente—. No he encontrado en las Tierras Boscosas a nadie que corresponda a esa descripción, y aunque hubiera visto a alguno, sin duda sería condenadamente feo para los gustos de la mujer que persigue la Iglesia.

Elbryan le sonrió, le dio una palmada en el hombro y se encaminaron juntos al campamento. Cuando se acercaban al borde del mismo, Tomás se detuvo en seco y miró con toda seriedad al guardabosque.

—¿Qué pasa con Bradwarden? —le preguntó—. ¿Un secreto entre tú y yo?

—Y Belli’mar Juraviel —le corrigió Elbryan—. Aunque me temo que nuestro pequeño amigo no se quedará mucho tiempo con nosotros, pues su camino se desvía hacia el oeste. Sin él, Bradwarden es para nosotros todavía más importante, pues tiene amigos en el bosque y es tan buen explorador como el mejor.

—Buen explorador y buen luchador —comentó Tomás en tono amistoso—. ¡Creo que lo voy a contratar! —añadió. Su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué debo hacer, entonces? ¿Tengo que mantener en secreto la existencia del medio caballo y atribuir al Pájaro de la Noche las hazañas de Bradwarden?

Elbryan miró hacia el campamento. Había más de ochenta personas, todas adultas, físicamente bien capacitadas, todas dispuestas a correr cualquier riesgo para recuperar las Tierras Boscosas.

—El centauro no es un secreto —decidió—, pero Bradwarden tampoco es un tema para comentar abiertamente. Haz lo que te parezca, Tomás.

El hombretón reflexionó unos instantes.

—Todos merecen nuestra confianza —dijo—. Han venido al norte porque confiaban en nosotros y, en consecuencia, debemos corresponderles como es debido.

—Con todo, creo que es preferible que Bradwarden permanezca fuera del campamento —repuso el guardabosque—. El solo hecho de verlo puede inquietar a más de uno, y cuanto menos se hable de él, mejor.

—Tienes miedo de que la Iglesia venga de nuevo tras él —dedujo Tomás.

—Nunca fueron en su busca —explicó Elbryan—. Su único delito consistió en encontrarse en las entrañas de Aida cuando los monjes fueron al norte a investigar.

—¿Delito? —repitió con incredulidad Tomás—. Considerando los gloriosos acontecimientos de la montaña de Aida, parece que al encontrarlo allí tenían que haberlo convertido en héroe y no en delincuente.

—Estoy de acuerdo —dijo el guardabosque—; no puedo entender el comportamiento de la Iglesia y dejé de intentarlo hace mucho tiempo. Llaman proscrito a Avelyn, pero te doy mi palabra de que era uno de los mejores y más piadosos hombres que jamás he conocido. Arrestaron a Bradwarden y lo arrojaron a una oscura mazmorra por el solo hecho de que creían que podía proporcionarles alguna información sobre Avelyn, y sobre mí y Pony. Por consiguiente, los tres somos proscritos y también lo sería Juraviel si la Iglesia conociera su existencia, pues también él fue a Saint Mere Abelle para rescatar a nuestro amigo.

Tomás asintió con la cabeza y suspiró.

—¿Y qué será de Pony? —le preguntó—. Me acabas de decir que es una proscrita, pero ha vuelto a Palmaris, donde la Iglesia es todavía más fuerte, sin duda, desde la muerte del barón Bildeborough.

—Pony tiene muchos recursos —dijo Elbryan con firmeza, aunque Tomás se dio cuenta de que estaba muy preocupado—. No la cogerán desprevenida; es decir, no la cogerán.

Lo dejaron correr en aquel punto. Tenían que mirar hacia adelante, no hacia atrás, pues todavía les quedaban duros días de viaje, y aunque la guerra estaba ganada, en la zona aún había peligrosos monstruos, como el malvado gigante al que Bradwarden acababa de vencer.

Colgado en las protectoras ramas de un pino alto y grueso, Juraviel contempló cómo el Pájaro de la Noche y Tomás entraban en el campamento. Observó las miradas de admiración que hombres y mujeres dirigían al guardabosque a su paso, y le alegró comprobar que la gente se ponía a trabajar en cuanto el Pájaro de la Noche o Tomás se lo mandaba. Era un grupo eficiente, resistente, fuerte y bien seleccionado. Juraviel no dudaba que las Tierras Boscosas no tardarían en volver a quedar bajo el control de los humanos.

Aquella no era una cuestión de poca importancia para los Touel’alfar. Los elfos tenían un plan para los reinos de los humanos; les gustaba mantener ordenado el mundo al otro lado de Andur’Blough Inninness. Esa era la verdadera razón por la que adiestraban guardabosques, aunque no se lo decían a los humanos que adiestraban. Los guardabosques actuaban como agentes de los elfos sin saberlo: patrullaban las fronteras de los tres reinos humanos y protegían los asentamientos humanos de las Tierras Boscosas y de las Tierras Agrestes. De ese modo, los elfos no sólo mantenían segura la región frente a invasiones de monstruos —el magnífico trabajo del Pájaro de la Noche durante la última guerra era buena prueba de ello—, sino que también disponían de ventanas a través de las que podían otear las principales áreas de hipotéticos avances de los humanos.

Por consiguiente, todos los eventos derivados de la guerra interesaban a los Touel’alfar, y Juraviel estaba seguro de que podía volver a su hogar con la noticia de que la reconquista de las Tierras Boscosas a cargo de los hombres de Honce el Oso, incluido el Pájaro de la Noche, era inminente. Juraviel sabía que la señora Dasslerond estaba preocupada por si los alpinadoranos aprovechaban la oportunidad para pasar los límites de la rica región forestal. Juraviel se había adelantado a la caravana de Tomás, ya había estado en la zona de los tres pueblos y había quedado satisfecho al constatar que los bárbaros bajo el ojo vigilante de Andacanavar no andaban por allí.

El camino más corto que tenía que seguir Juraviel para regresar a casa era casi siempre hacia el oeste, pero cuando abandonó su atalaya sobre el campamento de los humanos, el elfo se dirigió hacia el sur. La noche anterior había oído algo, una lejana melodía que le llevaba el viento, y pensó que tal vez era la tiest-tiel, la canción predilecta de sus hermanos. Por supuesto, no había sido un sonido audible, pero los Touel’alfar disponían de su propia magia, una magia independiente de las gemas. Los elfos podían tranquilizar con sus melodías, incluso podían sosegar a enemigos desprevenidos hasta dormirlos. Podían hablar a los animales y leer los signos de la naturaleza con toda claridad, casi siempre lo bastante bien como para averiguar la historia reciente de cualquier zona.

Pero la principal magia innata de los Touel’alfar era su facultad de comprender las emociones de sus compañeros, una empatía casi telepática. Cuando Tuntun había muerto en las remotas entrañas de la montaña de Aida, los elfos en Andur’Blough Inninness habían percibido su muerte. Eran un grupo reducido y muy unido, y cada uno podía sentir los movimientos de los demás. Un elfo que se acercara a un lugar por donde hubiera pasado recientemente uno de sus hermanos era capaz de advertirlo.

Juraviel percibió algo hacia el sur, y por tanto se dirigió hacia esa favorita canción lejana.