—No toleraré tus mentiras —afirmó el espíritu de Markwart de modo terminante y con expresión amenazadora.
Tanto a Markwart como a De’Unnero les asombraba la perfección lograda en la comunicación. Aquella vez no hubo mensajes telepáticos, ni siquiera para el saludo inicial: ¡el espíritu de Markwart, que parecía tangible, casi físico, había ido simplemente a la habitación privada de De’Unnero y había empezado a conversar con el obispo!
A pesar de la imponente presencia de Markwart, Marcalo De’Unnero, seguro de sí mismo, se limitó a sonreír y permaneció recostado en su cómodo sillón.
—No dudes que puedo pillarte —lo avisó Markwart.
—Claro está que no lo dudo, padre abad —respondió el obispo—. Sólo dudo que desees asestarme un golpe, dado que nuestros objetivos son los mismos y yo no soy ninguna amenaza para ti. Tal vez son simplemente mis métodos los que te enojan.
—Son tus mentiras —gruñó Markwart.
De’Unnero alzó las manos en señal de inocencia, como si no supiera de qué le estaba hablando.
—Me refiero a la confiscación de gemas —aclaró Markwart—; al pretexto que aduces para llevarla a cabo. No desapruebo tus gestiones con los mercaderes, pues no son hombres de la Iglesia y, por consiguiente, no deberían estar en posesión de piedras sagradas; en ese punto, estamos de acuerdo.
De’Unnero observó al abad con todo detalle. Sabía que a ambos les gustaba la perspectiva de fortalecer el poder y el control de la Iglesia sobre el reino, pero pensaba, y era lo bastante agudo como para comprender que, si bien el padre abad compartía ese punto de vista, sus motivos y los de Markwart podían no ser los mismos.
—No pretendas que tu labor en Palmaris está directamente relacionada con los amigos de Avelyn Desbris —continuó Markwart—. Sabes perfectamente que no se encuentran en la ciudad.
De’Unnero le dio la razón en aquel punto, asintiendo con la cabeza.
—Mi centro de atención cambiará cuando sepa más cosas de su paradero —le prometió.
—Tu centro de atención seguirá siendo Palmaris —le ordenó Markwart—. Tu trabajo aquí es incluso más importante que capturar a los fugitivos.
De repente, la expresión de De’Unnero se endureció. La última orden de Markwart lo había cogido obviamente desprevenido.
—Padre abad —dijo prudentemente—, mientras he consolidado mi…, mejor dicho, nuestro control sobre Palmaris, he ido recabando información relativa a los fugitivos; están al norte de la ciudad, pero no fuera de mi alcance.
—¿Tu alcance? —repitió Markwart—. ¿Ya volvemos a eso, maese De’Unnero?
De’Unnero bajó la vista; no quería que aquel hombre viera la explosiva rabia que reflejaba. ¿Maese De’Unnero? Aquella palabra le hizo subir la bilis a la garganta. ¡Qué cruda manera de recordarle quién era el amo y quién el sirviente! En la orden abellicana, el hecho de dirigirse a un miembro con su título anterior se consideraba uno de los peores insultos.
—¿Cuántas veces tendremos que librar esa batalla? —preguntó Markwart—. ¿Cuántas veces debo decirte que otros se ocuparán del asunto del legado de Avelyn Desbris y que las responsabilidades de Marcalo De’Unnero son de mayor nivel?
—¿Y cuántos tendrán que fracasar antes de que me permitas acabar con el asunto del legado de Avelyn? —se atrevió a preguntar De’Unnero—. Primero, Quintall; luego, los imbéciles de Youseff y Dandelion.
—Imbéciles adiestrados por De’Unnero —comentó Markwart.
—Y De’Unnero te dijo que fracasarían —replicó con aspereza el obispo—. Esos amigos de Avelyn han demostrado ser unos enemigos con muchos recursos y muy peligrosos. Han sobrevivido, no simplemente huyendo y escondiéndose, sino que se han enfrentado y han derrotado a cuantos hemos interpuesto en su camino. ¡Y no olvidemos que estamos firmemente convencidos de que esos fugitivos viajaron a la montaña de Aida, se enfrentaron a Bestesbulzibar y lo vencieron!
Markwart emitió un gruñido grave, bestial.
—No podemos infravalorarlos —prosiguió De’Unnero—. Según dicen todos, la mujer es muy eficiente con las gemas, enormemente poderosa, y el hombre…
La súbita carcajada de Markwart cortó de golpe al obispo, y De’Unnero advirtió que se estaba burlando de él.
—Me divierte mucho la avidez de tus ojos cuando hablas de contrincantes dignos —explicó Markwart, que al fin había captado lo que realmente quería decir el obispo.
—Exigen nuestro respeto —insistió De’Unnero.
—Te intrigan —corrigió Markwart—. Has llegado a ver en ese hombre, el Pájaro de la Noche, un desafío personal. ¿Es posible que Marcalo De’Unnero no sea el mejor guerrero del mundo?
—¿Tenemos o no que recuperar las gemas robadas? —preguntó De’Unnero secamente, tratando de cambiar de tema, lo cual no hizo más que confirmar las sospechas de Markwart.
—Por supuesto, obispo —susurró el padre abad—. Con todo, me parece que las gemas robadas no son tu principal motivo, dada la implicación en el asunto de ese que llaman el Pájaro de la Noche.
»Te aseguro que no te estoy reprendiendo —añadió Markwart cuando De’Unnero se inclinaba hacia adelante para responder—. De hecho, admiro tu aspiración. Desde que llegaste por primera vez a Saint Mere Abelle, estabas decidido a demostrar la supremacía de tu capacidad de lucha; has oído los rumores de que eres el mejor guerrero que jamás ha dado la orden abellicana, y esos rumores te incomodan mucho.
—¿Cómo es posible? —preguntó De’Unnero—. Si soy un gran vanidoso como pareces creer, ¿no deberían esos rumores llenarme de satisfacción?
—No —contestó, de forma terminante, Markwart—, porque son sólo rumores, y porque no todo el mundo está de acuerdo. Y sobre todo, porque hablan de ti como del más grande de los guerreros abellicanos. Tú no quieres ver tu fama limitada a ese ámbito.
—Orgullo —respondió De’Unnero—. El pecado más grave de todos.
De nuevo, Markwart se echó a reír.
—El hombre que no tiene orgullo no tiene ambición, y el hombre sin ambición no es mejor que una bestia de carga. No, Marcalo De’Unnero, obispo de Palmaris, el mundo te reserva grandes conquistas. Quizás el Pájaro de la Noche sea uno de esos retos. Pero sólo… —añadió el padre abad, e hizo una pausa para levantar un escuálido y amenazador dedo—, sólo si tu combate se integra en el curso natural de otros acontecimientos más importantes. El mundo está cambiando, y nosotros somos los precursores de ese cambio. No voy a arriesgar mi legado y la posible hegemonía de la Iglesia abellicana por culpa del orgullo de mi subordinado.
—Pero ¿acaso no seremos mucho más poderosos cuando el Pájaro de la Noche no exista? —protestó, sonoramente, De’Unnero—. Sé dónde encontrar a los ladrones; destruirlos y recuperar lo robado será una tarea de poca monta.
—¡No! —replicó incisiva y ásperamente Markwart. El poder de la voz del padre abad hizo retroceder a De’Unnero en su sillón mientras, en silencio, miraba fijamente al espectro.
—No —dijo, de nuevo, Markwart—. Ahora no hay ninguna necesidad de que corras semejante riesgo. Tienes que concentrar toda tu atención en tu vital trabajo en Palmaris.
—Pero…
—Tus maquinaciones deben ser más cuidadosas, amigo mío —continuó Markwart—. Hay modos mejores de actuar: gánate la confianza del Pájaro de la Noche y de la mujer para atraparlos desprevenidos.
—Dudo que los discípulos de Avelyn Desbris confíen alguna vez en la Iglesia de Dalebert Markwart —repuso De’Unnero con franqueza.
—Eres afortunado, sirviente mío —respondió Markwart—, pues sé que eres más inteligente de lo que indican tus palabras. Tienes recursos más adecuados para conseguir la muerte de los seguidores de Avelyn. Para descubrirlos, te bastará mirar con atención.
Mientras aquellas intrigantes palabras resonaban en la oscuridad de la sala, el espíritu de Markwart desapareció.
De’Unnero, sentado en el sillón con las manos ante él y entrechocando los dedos, analizaba las alternativas que tenía. La reunión no había sido lo que esperaba, ya que Markwart había demostrado ser más astuto de lo que el obispo jamás hubiera pensado. De’Unnero había creído que su asignación a Palmaris, y en particular, el hecho de verse elevado a la categoría de obispo, le daría alguna autonomía; pero los nuevos trucos de Markwart con la piedra del alma lo habían puesto bajo el dominio del padre abad aún más que cuando estaba en Saint Mere Abelle.
Tal constatación no hizo más que aumentar su cólera; de un salto se levantó del sillón y empezó a deambular nerviosamente por la habitación. Poco le faltó para coger la zarpa de tigre y sumergirse en su magia con objeto de imaginar que se iba hacia el norte convertido en un gran felino. Si eliminaba a los dos principales enemigos de la Iglesia, ¿seguiría Markwart enfadado con él?
Pero De’Unnero se dio cuenta de que si fracasaba, si su intento sólo servía para advertir al Pájaro de la Noche de que la Iglesia todavía lo vigilaba y, en consecuencia, lo forzaba a ocultarse aún más, en tal caso sería preferible que el peligroso guerrero acabara con él en el bosque.
Eso sería preferible a enfrentarse a la ira de Markwart.
—¿Quién es ese hombre? —se preguntó el obispo, y no pensaba en el Pájaro de la Noche.
Hacía más de una década que De’Unnero conocía a Dalebert Markwart y había sido uno de sus consejeros durante varios años, desde que había adiestrado al primer hermano Justicia, Quintall, para que persiguiera a Avelyn Desbris. No obstante, en ese momento, al hablar con el espíritu del padre abad, al percibir en él una fuerza de voluntad aún más poderosa, De’Unnero tenía la impresión de que no lo conocía en absoluto… o, por lo menos, de que lo había infravalorado durante todos aquellos años.
Tal constatación le hizo considerar cuidadosamente el aviso que Markwart le había dado, y le llevó, después de una noche en vela deambulando por la habitación, a trazar un plan alternativo.
Markwart se dirigió hacia su forma corporal, que lo esperaba tumbada en la cama de Saint Mere Abelle. Le satisfizo comprobar, mientras atravesaba la sala exterior, que nadie había entrado.
Su cuerpo experimentó escalofríos cuando el espíritu entró de nuevo en él, y el padre abad, aunque era muy tarde, saltó de la cama. Sí, era bueno que Saint Mere Abelle se hubiera librado del hermano Braumin y de sus seguidores, musitó, pues, desde Ursal y Palmaris, muchas cuestiones urgentes requerían su atención.
De forma automática, el padre abad se dirigió al escritorio y tomó un pequeño rubí y una hematites, y se encaminó hacia la sala de las conjuras. Dio la vuelta a la estrella de cinco puntas y, al llegar a cada una de ellas, se agachó para, con un pensamiento enviado al rubí, producir una pequeña llama capaz de encender los cirios. Luego, se situó en el centro exacto de la estrella y se sentó con las piernas cruzadas, posición y lugar habituales para meditaciones profundas.
La voz del interior de su cabeza se lo había enseñado. Al principio, Markwart se había resistido. Nada de lo que había leído, incluso en el libro Encantamientos de brujería, mencionaba que tuviera que sentarse dentro de la estrella. Aquella posición normalmente se prescribía con objeto de conjurar y confinar seres de otro mundo y, de hecho, Markwart la había utilizado precisamente con esa intención cuando llamó a un par de demonios menores a fin de que entraran en los cadáveres de los Chilichunk.
Pero después, en su nueva introspección, Markwart había encontrado una segunda y tal vez todavía más importante utilización de la estrella. Empleó la piedra del alma para sumergirse en el interior de sí mismo, en los lugares más recónditos de su mente: el más alto nivel de contemplación.
En efecto, con tal combinación de piedras y posición, el padre abad Markwart podía hallar respuestas a los mayores misterios del universo, a dilemas personales y a acontecimientos trascendentales que sacudirían los cimientos tanto de la Iglesia como del Estado. Se concentró en las gemas de tal modo, alcanzó un nivel de soledad tan grande, que quedó muy lejos de él cualquier distracción del mundo material, y en el seno de esa soledad, Markwart encontró a Dios.
La voz, aquella noche, era más potente que antes, del mismo modo que su última conexión con De’Unnero, también aquella misma noche, había alcanzado un desconocido nivel de perfección. Markwart expuso las cuestiones que lo preocupaban, y la voz, como siempre, le dio las respuestas. Tenía que conseguir que el hermano Francis trabajara aún más duro. Debía consolidar la base de su poder en Saint Mere Abelle, y para ello lograr que todos los monjes cerraran filas tras él, de manera que, cuando él extendiera los brazos para apoderarse del resto del reino, no tuviera que preocuparse de traiciones internas. Las demás abadías, aunque podrían cuestionar o, incluso, oponerse verbalmente a su política, no emprenderían ninguna acción directa contra él sin contar con posibles aliados, dispuestos a apoyarlas, dentro de Saint Mere Abelle, que era la mayor de las abadías, mayor incluso que todas las demás juntas. Y su principal rival sería, sin lugar a dudas, Saint Honce, la abadía más vinculada al poder seglar del reino.
Sí, ahora que él y De’Unnero habían llegado a un buen nivel de entendimiento, ahora que Palmaris estaba pasando al control de la Iglesia, Markwart tendría que prepararse para enfrentarse a la previsible oposición de Ursal, si no del rey, sí ciertamente de los consejeros de Danube.
Paso a paso, se recordó a sí mismo: «Confía en De’Unnero, pues el obispo hablaba sinceramente al afirmar que sus objetivos y los tuyos son los mismos; haz que el hermano Francis trabaje duro para descubrir la menor discrepancia, la menor queja entre la gente de aquí».
Los ojos de Markwart se cerraron y suavemente se sumergió en una profunda meditación. Sus pensamientos regresaron a De’Unnero, el impaciente guerrero. Empezaba a pensar que tal vez aquel hombre no ocupaba el lugar adecuado. Un obispo debía ser un político sutil y astuto, no un guerrero impetuoso. Pero Markwart estaba lejos de desmoralizarse por tal constatación y empezó a diseñar un nuevo papel para su obispo.
«¿Acaso no luce el sol con más brillo después de la noche más oscura?», dijo la voz en su interior.
¿Tal vez De’Unnero, tan imponente, tan brutal, resultaría esa noche?
«¿Y no tiene el guerrero mayor sed de batalla cuando sus enemigos le hacen frente, pero están todavía fuera de su alcance?», preguntó la voz.
Podía retener a De’Unnero, como se tensa un arco en Y, el arma mortal empleada por los nómadas To-gai del oeste de Behren. Markwart sabía que ofreciéndole al obispo el Pájaro de la Noche tensaría la cuerda al máximo y, cuando al fin dejara libre al obispo, este saldría disparado como una flecha.
Y su ausencia permitiría a Markwart brillar como el sol de la mañana.
Todas las respuestas aparecían ante él. Satisfecho, el padre abad abrió los ojos y se distendió. Estaba contento, y también lo estaba su voz interior, la voz que él tomaba por intuiciones de Dios.
Después de que Avelyn hubiese desencadenado la magia blanca de la amatista y hubiese destruido la montaña de Aida, el demonio Dáctilo Bestesbulzibar había perdido su asidero en Corona, había perdido su forma corporal. Tan sólo la desesperación del aterrorizado padre abad Dalebert Markwart, que le llevó a establecer inadvertidamente contacto con el espíritu del demonio mediante un casual uso del libro Encantamientos de brujería, le había permitido a este mantener alguna esperanza de que no había perdido de manera definitiva su última oportunidad para determinar el destino del mundo.
Markwart era el padre abad de la Iglesia abellicana; tenía que haber sido el enemigo más odiado del demonio Dáctilo.
Tal hecho convertía las sesiones de consulta en algo realmente grotesco.
El capitán Shamus Kilronney fue convocado a Chasewind Manor a primera hora de la mañana. Encontró al obispo De’Unnero en un estado de excitación rayano en el frenesí, a pesar de que admitía no haber dormido en absoluto la noche pasada.
—Son tiempos demasiado importantes para dedicarlos a cosas tan triviales como dormir —le explicó el obispo mientras le indicaba un sillón frente a él, en su elegante mesa de jardín en la que se habían dispuesto dos desayunos.
Shamus inclinó la cabeza y tomó asiento.
—Sin duda, has llegado a la conclusión de que nuestra conversación sobre tus amigos del norte era de la mayor importancia para mí —empezó diciendo De’Unnero, antes de que Shamus hubiera tenido tiempo de hincar el tenedor en la gruesa tortilla.
—No me incumbe sacar conclusiones relativas a los asuntos de mis superiores —respondió el capitán.
De’Unnero sonrió. Le gustaba aquella obediencia ciega.
—Esos dos, el Pájaro de la Noche y Pony, ¿eran amigos tuyos?
—Aliados —corrigió Shamus—. Luché a su lado y, tal como te expliqué, quedamos satisfechos con su ayuda.
—¿Y nunca viste al centauro?
Shamus sacudió la cabeza y alzó las manos.
—De hecho, lo que recordaba tu prima era cierto —explicó De’Unnero—. Había un centauro con la caravana que cruzó Palmaris; se llama Bradwarden y está considerado uno de los fugitivos más peligrosos del mundo, un conspirador integrado en un plan para robar las sagradas gemas de Saint Mere Abelle. Lo tuvimos en nuestras manos y estábamos preparando el aplastamiento de la conspiración cuando tus amigos, capitán Kilronney, lo sacaron de la prisión de Saint Mere Abelle.
Shamus exhaló un suspiro. Así pues, era cierto: tal como Colleen había supuesto, el Pájaro de la Noche y Pony eran unos proscritos para la Iglesia.
—No los he llamado amigos —explicó al obispo—, no los conozco lo suficiente como para otorgarles ese título.
—Me parece que, de hecho, no los conocías en absoluto —dijo con sarcasmo De’Unnero—. Pero los llamaste aliados, y eso no constará en tu expediente como un mérito precisamente. Si el padre abad se entera de esa complicidad, hablará con toda seguridad con el rey de tu graduación y de la continuidad de tu carrera.
Shamus no supo qué contestar. Tenía la clara impresión de que De’Unnero pretendía que negara toda relación con los proscritos, pero su honor le impedía semejante embuste. No, había luchado junto a los dos y sufriría las consecuencias que le esperaban, cualesquiera que fueran.
—Tienes que considerarte muy afortunado —prosiguió el obispo—, pues eres un oficial de la corte del rey, un representante de la ley en Honce el Oso.
Shamus lo miró, lleno de curiosidad, sin entender nada.
—No hay duda de que el centauro es peligroso —dijo De’Unnero—, pero los otros dos, el Pájaro de La Noche y Pony, son quizá los criminales más peligrosos del mundo; de modo que, sí, eres afortunado, capitán Kilronney, pues has coincidido con ellos y sigues con vida. Cualquiera de ellos te podría haber matado, desprevenido como estabas.
—¿Por qué iban a hacerlo? —se atrevió a preguntar Shamus.
No sabía qué responder a las acusaciones de De’Unnero, ya que no tenía conocimiento alguno de la supuesta conspiración ni de la irrupción de Pony y del Pájaro de la Noche en Saint Mere Abelle. A Shamus le costó bastante relacionar las acusaciones de De’Unnero con los dos compañeros que había conocido en las tierras del norte.
De’Unnero se limitó a reír ante la pregunta.
—Cuando dispongamos de más tiempo —dijo—, tú y yo hablaremos de la naturaleza del mal.
—Soy un soldado del ejército del rey y he participado en batallas durante meses —repuso Shamus.
De’Unnero resopló con desprecio.
—Has luchado contra trasgos y powris, y tal vez contra uno o dos gigantes —dijo—, pero ¿qué son comparados con la verdadera maldad del Pájaro de la Noche y de Pony? No, amigo mío, ni siquiera puedes imaginarte la buena fortuna que te permite seguir respirando. Pero no importa; ahora estás sobre aviso y, por consiguiente, cuando vuelvas al norte, hoy mismo, tú y tus hombres tomaréis las debidas precauciones.
—¿Volver al norte? —repitió, escéptico, el capitán.
—Toma una docena…, unos veinte, o bien pensado, unos cuarenta de tus mejores soldados —le ordenó el obispo—. Cabalgad duro hasta Caer Tinella, o más allá si, como me temo, el Pájaro de la Noche y la mujer ya han salido para las Tierras Boscosas.
—¿Y tengo que hacerlos prisioneros? —le preguntó Shamus, esforzándose en pronunciar aquellas palabras.
—¡En absoluto! —rugió De’Unnero, horrorizado al pensar en otro atentado fallido contra el Pájaro de la Noche perpetrado por subordinados—. ¡No! Vas a ayudarlo a reconquistar las Tierras Boscosas. Quiero que estés junto al Pájaro de la Noche cuando yo llegue. Entonces, se hará justicia.
Poco después, Shamus Kilronney, visiblemente alterado, abandonaba Chasewind Manor. Pensó en visitar a Colleen, pero, antes de dar el primer paso hacia sus barracones, concluyó que allí no encontraría más que dolor, y problemas, pues Colleen se limitaría a reírse y quizás a hablar mal de De’Unnero en público. Shamus estaba pasando un infierno para convencerse de que el Pájaro de la Noche y Pony eran tan malvados como pretendía el obispo, pero se dijo con determinación que tenía que sobreponerse a sus sentimientos personales y servir a su rey.
No quería pensar en el futuro encuentro con el obispo De’Unnero, en el norte.