11

Amigos en el bosque

Aquel día el Masur Delaval brillaba excepcionalmente bajo un sol agradable. Siempre que una nube hinchada tapaba el sol, Roger y sus cinco compañeros se acordaban de que el invierno acababa de empezar. El aire no era cálido, y tampoco lo eran las salpicaduras que levantaba el enorme transbordador, cuando su proa cuadrada chocaba con violencia contra las olas.

El grupo había seguido una ruta que daba un rodeo para llegar a aquel punto, pues temían que los de Saint Mere Abelle los persiguiesen y, además, querían cambiar de aspecto: dejar que les creciera la barba y comprarse ropa menos reveladora que los hábitos marrones. Entonces, al fin, Palmaris estaba a la vista y era algo más que emoción lo que sentían mientras se acercaban a la ciudad de Marcalo De’Unnero. Sin ninguna duda, el abad de Saint Precious había sido informado de su deserción y, a pesar de que habían hecho cuanto habían podido por disfrazarse, Braumin y los demás estaban seguros de que aquel peligroso sujeto los reconocería si los viera.

Por tanto, a pesar de los deseos de Roger de buscar algunos de los compañeros que había conocido en el norte y que todavía estaban probablemente en Palmaris, el grupo saltó del transbordador al muelle de la ciudad con el propósito de ir directamente al norte. Encontraron pocas dificultades al recorrer las silenciosas calles y sólo en alguna ocasión tuvieron que meterse en un callejón para evitar toparse con soldados.

No obstante, al cabo de menos de media hora, cuando tenían a la vista una de las puertas del norte, se toparon con otro problema, pues nadie salía ni entraba de la ciudad sin ser sometido a un concienzudo registro a cargo de unos guardias de rostro severo.

—Quizá deberíamos habernos llevado una o dos piedras —comentó el hermano Castinagis—; por lo menos, el ámbar nos hubiera permitido cruzar el río a pie por encima de las aguas, al norte de la ciudad.

Otros dos monjes —de forma más ostensible, el hermano Viscenti— asintieron con movimientos de cabeza.

—El robo de las piedras hubiera provocado que Markwart nos persiguiera incansablemente —les recordó el hermano Braumin.

Las inclinaciones de cabeza de Viscenti se trocaron inmediatamente en movimientos de uno a otro lado.

—Entonces, ¿cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Castinagis.

Braumin no supo qué contestar y por esa razón miró a Roger.

Roger aceptó la responsabilidad sin protesta alguna; de hecho, lo tomó como un gran honor. Tras ese reconocimiento de su reputación, el joven empezó a analizar el problema. En definitiva, su plan era realmente muy sencillo. Dado que el tiempo había sido bastante suave, por las puertas salían muchos carros. Granjeros del sur de la ciudad cruzaban Palmaris hacia el norte, llevando heno y otras provisiones a los granjeros que recientemente habían reconquistado sus tierras a los monstruos.

Roger condujo a los cinco monjes por una calle repleta de tabernas y de carros, cuyos arrieros se habían detenido para tomar una última copa antes de dirigirse al norte.

Se metieron entre el heno, dos hombres por carro. Era húmedo, sofocante e incómodo, pero los carros no tardaron en ponerse en marcha, y ellos estuvieron a salvo de un posible registro. Oyeron cómo los guardias de la puerta interrogaban a los granjeros, pero fue algo rutinario.

El primer carro que salió por la carretera del norte fue el que transportaba a los hermanos Castinagis y Mullahy. Se arrastraron por debajo del heno mientras el desprevenido granjero conducía, saltaron del carro y trotaron detrás un trecho; luego, se apartaron a un lado de la carretera y se dispusieron a esperar.

Pasaron varios carros, algunos hacia el norte, y otros, de vuelta a la ciudad. Entonces, divisaron a Dellman y a Viscenti, que bajaban por la carretera, y poco después, los cuatro encontraron a Roger y a Braumin Herde.

—Una vez más has demostrado que eres hombre de recursos —felicitó el hermano Dellman a Roger.

—No hay para tanto, en realidad —repuso Roger, aunque estaba emocionado por el cumplido—. El camino debería ser fácil el resto del viaje. Durante los primeros kilómetros tendremos encima los ojos de muchos granjeros, estoy seguro; pero después las casas están dispersas, a mucha distancia unas de otras, y viajaremos hasta Caer Tinella sin tener que contestar demasiadas preguntas.

—¿Y allí encontraremos a los amigos de Avelyn? —preguntó Braumin.

Era una pregunta que Roger había oído un centenar de veces desde que habían salido de Saint Mere Abelle y que no había sido capaz de contestar. Suponía que Pony y Elbryan habían vuelto a Caer Tinella, en especial teniendo en cuenta que los acompañaba Bradwarden, pero no podía estar seguro. Miró a su alrededor, a los cinco monjes que aguardaban esperanzados su respuesta, como siempre que se planteaba la cuestión. Sus expresiones recordaron a Roger el grado de desesperación en que se hallaban. Eran inteligentes, y todos mayores de veinte años, de treinta, en el caso de Braumin Herde. Pero en esa cuestión, casi parecían niños que necesitasen la guía de un padre: Roger, en aquellos momentos.

—Los encontraremos o encontraremos la manera de llegar hasta ellos —les prometió Roger.

La sonrisa de los monjes se ensanchó. El hermano Viscenti empezó inmediatamente a hablar de forma imparable de esperanzadoras posibilidades, dando por sentado lo mucho que los amigos de Avelyn los ayudarían a poner el mundo en orden.

Roger permitió aquellas ridículas fantasías sin decir nada. Aquel hombre le daba pena y también los demás, o por lo menos los comprendía. Lo habían tirado todo por la borda y se habían proclamado ellos mismos herejes, así que conocían el castigo que eso conllevaba. Lo único que les quedaba eran sus principios. Roger sabía que no era poco.

Pero uno no puede alimentarse de principios.

Y los principios no pueden detener la estocada de una espada, ni sofocar el calor de una pira ardiente.

Caminaron hasta bien entrada la noche para alejarse lo más posible de Palmaris. Con todo, cuando se instalaron en un altozano silencioso y solitario, todavía se veían las luces de Palmaris a muchos kilómetros de distancia.

Roger seguía mirando las últimas luces que quedaban por el sur cuando, ya avanzada la noche, Braumin Herde se reunió con él. Permanecieron en silencio durante algún tiempo: dos figuras solitarias en un mundo que se había vuelto loco.

—Tal vez deberíamos haber corrido el riesgo de quedarnos un tiempo en Palmaris —indicó Braumin—. Podrías haber encontrado a alguno de tus amigos.

Roger sacudió la cabeza antes de que su compañero hubiera acabado de hablar.

—Habría sido un placer volverlos a ver —dijo—, pero apruebo la decisión de abandonar la ciudad inmediatamente. Ese lugar no me inspira confianza.

—¿Quieres decir que no confías en los que gobiernan allí? —dijo Braumin con una risa sofocada—. Con todo, son los mismos que gobiernan en Saint Mere Abelle.

—Estaba con el barón Bildeborough cuando lo asesinaron —confesó Roger con la mirada clavada en las lejanas luces, y ni siquiera se volvió hacia Braumin al oír el jadeo del monje—. Nos encaminábamos hacia el sur, a Ursal, para hablar del asesinato del abad Dobrinion con el rey Danube —explicó Roger.

—Asesinado por un powri —dijo Braumin, repitiendo la versión comúnmente aceptada.

—Asesinado por un monje —repuso áspera y gravemente Roger, encarándose con Braumin—. No fue un powri, sino un monje, un par de monjes, en realidad, los que asesinaron a Dobrinion; miembros de vuestra Iglesia llamados hermanos Justicia.

Roger vio cómo la expresión de Braumin pasaba de la desconcertada negación a algo que rayaba en la cólera.

—No puedes estar seguro de eso —dijo Braumin.

Era evidente que se había esforzado mucho para aparentar convicción.

—Connor Bildeborough, el sobrino del barón, descubrió la verdad —respondió Roger, volviendo a mirar las luces distantes.

—Pero el joven Bildeborough fue detenido e interrogado por el padre abad Markwart —razonó Braumin—. Tenía motivos para odiar a la Iglesia.

—Su prueba era sólida —contestó con calma Roger—, y para mayor credibilidad, esos mismos hermanos Justicia lo persiguieron fuera de Palmaris con la intención de matarlo. Así fue como toparon conmigo, con el Pájaro de la Noche y con Pony, y así fue como ambos toparon con su fin, aunque antes uno de ellos consiguiera asesinar a Connor.

—Descríbemelos —le pidió Braumin Herde con un claro temblor en la voz.

—Uno era un hombre enorme y fuerte —respondió Roger—; el otro, con mucho el más peligroso, en mi opinión, no era corpulento, pero sí muy rápido y letal.

Braumin Herde se sobresaltó ante tal confirmación, pues él iba en la caravana cuando habían encontrado a Markwart en Palmaris, cuando Connor había sido hecho prisionero y posteriormente liberado. Junto a Markwart había dos hombres muy peligrosos, los hermanos Youseff y Dandelion; ambos habían dejado la caravana en la carretera, al este de Palmaris, y nadie los había visto desde entonces.

—La prueba de Connor fue suficiente como para convencer al barón —prosiguió Roger—, y cuando Rochefort Bildeborough no pudo obtener satisfacción alguna del nuevo jerarca de Saint Precious, decidió llevar el caso, apoyado por mi testimonio, a la corte del rey Danube Brock Ursal. Durante nuestra primera noche de viaje, el carruaje fue atacado y los mataron a todos excepto a mí.

—¿Y cómo tuviste tanta suerte?

—Estaba fuera, en el bosque, cuando el enorme felino nos atacó —explicó Roger—. Sólo vi el final de la pelea, aunque realmente fue más bien una carnicería que una pelea.

—Descríbeme el felino —pidió Braumin, en cuyo rostro se pintó la sensación de que todo se hundía.

—No era muy grande —respondió Roger—, pero sí ágil y perverso. Y estaba guiado por un firme propósito, de eso estoy seguro.

—¿Y no pudo ser un ataque casual de un animal salvaje?

Roger se encogió de hombros sin saber qué decir.

—Parecía algo más —trató de explicar—. Conozco los grandes felinos de esa región, sobre todo panteras leonadas; pero ese felino era anaranjado con tiras negras. Un tigre, creo, aunque jamás he visto nada semejante, y tan sólo he oído hablar de esos felinos a viajeros que se han internado en el oeste, en las Tierras Agrestes.

Roger se interrumpió bruscamente al mirar a Braumin, ya que el monje tenía los ojos cerrados y los puños apretados, y temblaba.

Para Braumin, entonces, todo tenía sentido: un sentido terrible y brutal. Conocía bien al nuevo abad de Saint Precious, el nuevo obispo de Palmaris, y sabía cuál era su piedra favorita, la zarpa de tigre, con la cual podía transformar partes de su cuerpo en las de un gran felino.

—Espesas tinieblas se extienden por el mundo —comentó Braumin, al fin.

—Creí que acabábamos de librarnos de ellas —respondió Roger.

—Hay otras que pueden ser aún más oscuras.

Roger, que había sido testigo de los asesinatos de Connor Bildeborough, del barón Bildeborough y de Jojonah no encontró ningún argumento lógico para rebatir esa convicción.

El fuego había quedado reducido a brasas. Soplaba un viento frío, y los cuatro monjes dormían acurrucados junto a la fogata, estrechamente envueltos en mantas. A poca distancia, el hermano Dellman, tranquilo y en silencio, estaba sentado al lado de Roger, y ambos cumplían con su turno de guardia.

Varias veces, Roger trató de iniciar una conversación con el fervoroso y sensible joven monje, pero era evidente que Dellman no estaba de humor para charlas. Roger comprendía los turbulentos sentimientos del monje, por lo que no insistió. Pero sentado allí, en silencio, mientras los minutos se convertían en una hora y luego en dos, Roger tenía que esforzarse para mantener los ojos abiertos.

—No podré continuar la vigilancia —anunció, mientras se ponía en pie y se frotaba enérgicamente brazos y piernas—. El fuego invita a dormir; un paseo me ayudará.

—¿Por el bosque? —preguntó, escéptico, Dellman.

Roger con un gesto de la mano lo tranquilizó.

—Me pasé meses en estos bosques —dijo con jactancia—, y en aquellos tiempos estaban infestados de powris y trasgos, e incluso de enormes gigantes —añadió con la esperanza de ver alguna señal que revelara que sus palabras habían impresionado al joven monje; pero Dellman se limitó a asentir con la cabeza.

—No vayas muy lejos —le pidió a Roger—. Compartimos la guardia y, por tanto, la responsabilidad.

—No voy a tener problemas en pleno bosque —repuso Roger.

—No dudo de tus habilidades, maese Billingsbury —contestó Dellman—. Sólo tengo miedo de dormirme y de que el hermano Braumin se despierte y me sorprenda así —añadió sonriendo, y Roger le correspondió con otra sonrisa.

—No me alejaré —le prometió Roger mientras bajaba por un lado de la colina. Cuando quedó fuera del alcance de la luz de la fogata se detuvo para ajustar los ojos a la oscuridad. Luego, se internó entre las sombras, pues Roger se sentía seguro en el bosque. Confiaba en sus sentidos y sabía que podía confundirse con las sombras para evitar cualquier enemigo.

«Excepto los sabuesos Craggoth», se recordó en silencio al evocar los enormes y terribles perros que a veces tenían los powris, las perversas criaturas que habían seguido su rastro en una incursión por Caer Tinella cuando estaba ocupada por los powris. Roger tenía todavía muchas cicatrices de cuando lo capturaron y estuvo en prisión; la mayoría estaban causadas por mordiscos de aquellos sabuesos salvajes.

Con todo, se sentía seguro mientras se internaba en el bosque y se alejaba de la colina; estaba en su elemento, como si formara parte del paisaje. En cuestión de minutos, el lejano fuego del campamento no fue más que un punto luminoso. Roger se instaló en una gran roca erosionada y contempló fijamente las estrellas. Se preguntaba qué habría sido de Elbryan y de Juraviel, y sobre todo de Pony. ¡Cómo echaba de menos a aquellos amigos tan especiales, los primeros amigos de verdad que había tenido! No sólo le dieron soporte cuando los necesitó, sino que además no tuvieron miedo de señalar sus fallos y lo ayudaron a superarlos. Gracias a ellos tres, Roger realmente había aprendido a sobrevivir, había aprendido a moderar su cólera y su orgullo, a mantener la cabeza serena por desesperada que fuera la situación.

Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo al pensar cómo podía haber actuado en ocasión del asesinato de Bildeborough si no hubiera aprendido tantas cosas del Pájaro de la Noche y de sus amigos. El orgullo le habría empujado a involucrarse en la pelea, y el felino, sin duda, lo habría matado. O en el caso de que hubiera huido, probablemente habría llegado a Palmaris, habría contado a gritos su violenta historia y se habría granjeado la enemistad de gente demasiado poderosa para que él pudiera vencerla. Sí, gracias al trabajo de sus queridos amigos, Roger había aprendido a analizar lo que era más conveniente antes de actuar.

Ansiaba ver de nuevo a sus amigos, ansiaba contar al guardabosque todo lo que sabía y mostrarle al Pájaro de la Noche el hombre en el que se había convertido. Quería volver a ver a Juraviel, pues sabía que también el elfo aprobaría su conducta, y Roger anhelaba desesperadamente esa aprobación.

Pero por encima de todo, Roger quería ver de nuevo a Pony, el destello de sus ojos azules, el destello de su hermosa sonrisa. Deseaba contemplar las ondulaciones del cabello en torno a sus hombros y sentir el placer del olor a flores de su lustrosa melena. Roger sabía que la chica no podía ser suya. El amor de la mujer era para Elbryan, y hacia Roger sólo sentía una profunda amistad. Pero, de alguna manera, a Roger aquello no le importaba. No sentía celos de Elbryan, ya no, y experimentaba un gran placer por el solo hecho de estar cerca de ella, de hablarle o de admirar sus gráciles movimientos.

Permaneció largo rato tumbado en la roca, con la mirada perdida en las estrellas, pero viendo solamente a su hermosa Pony. Sí, Pony y los demás ayudarían a Roger a poner el mundo, o por lo menos su pequeño rincón, en orden.

Encontraba enorme consuelo al pensar en sus poderosos amigos, al creer que no tardaría en reunirse con ellos. Entonces, se acordó de la responsabilidad que tenía en aquel momento, se sentó en la roca y miró de nuevo hacia la distante colina. Todo parecía quieto y en calma, así que Roger se puso en marcha a paso tranquilo.

No obstante, apenas había recorrido unos pasos, se detuvo y lanzó un vistazo en derredor: una inquietante sensación flotaba sobre él. En perfecto equilibrio, en completo silencio, en alerta, el joven desplazó la mirada lentamente y avanzó de sombra en sombra mientras trataba de detectar el menor movimiento.

En cierto modo, sabía que allí había algo que lo miraba.

Roger sintió que se le tensaban los músculos, que el corazón súbitamente le latía más deprisa. No podía evitar la imagen de la muerte brutal del barón Bildeborough, y temía que aquel mismo tigre, oculto tras un arbusto o encaramado en un árbol, lo estuviera mirando a él.

Le llevó mucho tiempo dar otro paso. Bajó la punta del pie y, suavemente, desplazó el peso con objeto de no hacer el menor ruido. Satisfecho, avanzó otro paso.

Un movimiento a un lado atrajo su atención: alguna criatura rápida y sigilosa.

A pesar de sus intenciones, Roger pegó un grito y echó a correr.

Algo silbó junto a él, lo asustó y lo hizo tambalear. Sin embargo, no se cayó, pues un cordel delgado, pero resistente, apareció tirante frente a él y lo sostuvo. Silbó otra flecha, y luego otra a su espalda. Roger daba vueltas frenéticamente, mientras trataba de encontrar alguna explicación a todo aquello a medida que más y más filamentos se le cruzaban en todas las direcciones imaginables. Moviéndose sólo conseguía enmarañarse más y no tardó en quedar desvalidamente aprisionado.

Entonces, el adiestramiento de Roger, su capacidad mental fría y clara en una situación aparentemente desesperada, entró en acción. Se enderezó, apoyó los pies con firmeza, extrajo un filamento y empezó a tirar.

Acababa de empezar cuando oyó que algo se movía arriba, hacia un lado. Roger se quedó helado a la espera de que un enemigo se abalanzara sobre él. Transcurridos unos segundos, el joven se atrevió a mirar por encima del hombro y poco faltó para que no se derrumbara, aliviado al ver no un tigre o una araña gigante, sino una forma familiar, sentada en una rama que lo miraba.

—Juraviel —jadeó.

—¿Dónde está? —preguntó el elfo. Por la voz, una voz de mujer, Roger se dio cuenta de que no se trataba de su amigo elfo, sino de otro de los Touel’alfar.

—¿Dón…, dónde está quién? —tartamudeó el joven. Luego se dio la vuelta y se tambaleó al ver que aparecían más elfos a su alrededor, algunos en el suelo y otros en las ramas.

—Acabas de pronunciar su nombre —dijo el elfo con impaciencia—. Belli’mar Juraviel.

—No lo sé —tartamudeó Roger, abrumado y bastante asustado.

Los elfos no parecían amistosos, y todos ellos llevaban un pequeño arco. Roger sabía que no había que fiarse del pequeño tamaño de aquellos arcos, pues había visto muchas veces cómo Juraviel usaba el suyo con efectos fatales.

—Eres Roger Billingsbury —afirmó otro elfo—. Roger Descerrajador.

El joven se disponía a contestar, pero fue cortado en seco por otro elfo.

—Y buscas a tus amigos, nuestros hermanos Juraviel y Pájaro de la Noche, el guardabosque.

De nuevo, iba Roger a responder, pero otro de los elfos lo interrumpió.

—Y a Jilseponie Ault.

—¡Sí, sí y sí! —gritó Roger—. ¿Por qué preguntáis si no queréis…?

—No preguntamos —puntualizó el primer elfo—; afirmamos lo que sabemos.

Roger no intentó contestar, pues suponía que aquel elfo, u otro, lo iba a interrumpir.

—Sospechamos que Belli’mar Juraviel fue hacia el este —añadió el elfo de la rama con una voz más melodiosa que la de los demás—, al gran monasterio.

—A Saint Mere Abelle —asintió Roger—. Bueno, no sé si Juraviel estuvo allí, pero el Pájaro de la Noche y Pony…

—Cuéntanoslo todo —dijo otro elfo en tono brusco.

—Todo lo que sepas —chirrió otro.

—¡Precisamente es lo que estoy tratando de hacer! —gritó, exasperado, Roger.

El elfo de la rama pidió silencio a todos los demás.

—Te ruego que nos relates la historia completa, Roger Descerrajador —le pidió con calma—. Es muy importante.

Roger miró con escepticismo los poco menos que invisibles hilos, y luego levantó las manos con aire desvalido.

A una inclinación de cabeza del elfo de la rama, que parecía ser el líder, varios elfos se apresuraron junto a Roger y lo ayudaron a librarse de las ataduras.

Entonces, Roger estuvo encantado de atender la petición de contarles la historia. Sabía, por su relación con Juraviel, que los Touel’alfar no eran enemigos y que, sin lugar a dudas, podían ser poderosos aliados. Habló de todo cuanto se había enterado en la abadía: de cómo el centauro Bradwarden, al parecer, había sido rescatado de las entrañas de la destrozada montaña, que fue la guarida del demonio Dáctilo, y de cómo, luego, fue hecho prisionero; de cómo, después, el guardabosque y Pony, y posiblemente Juraviel, se habían introducido en la imponente abadía y habían rescatado al centauro. Habló de Jojonah, un monje que los había ayudado a rescatarlo, y del terrible destino que sus actos le habían acarreado.

—¿Quiénes son tus compañeros? —le preguntó el elfo—. Son monjes de Saint Mere Abelle, ¿no?

—Son discípulos de Jojonah —les explicó Roger—, y antes lo fueron de otro monje, el hermano Avelyn, un gran héroe amigo del Pájaro de la Noche y de Jura…

—Conocemos la historia de Avelyn Desbris —le aseguró el elfo—. Una de nuestras hermanas viajó con él a Aida y sacrificó voluntariamente la vida para que el Pájaro de la Noche, Avelyn y los demás pudieran destruir al demonio Dáctilo.

—¡Tuntun! —exclamó Roger, pues Pony le había contado aquella historia. No obstante, su sonrisa se desvaneció al ver las caras serias de los elfos.

—La idea de tu amigo puede resultar dolorosamente cierta —prosiguió el elfo en tono grave.

Roger lo miró con curiosidad.

—El monje —explicó el elfo—, el hermano Braumin; su idea sobre el camino lleno de tinieblas puede resultar profética, teniendo en cuenta que los acontecimientos de Palmaris son inquietantes.

—¿Cómo es que conoces a Braumin? —le preguntó Roger.

Tras reflexionar al respecto, sin embargo, consideró las proezas exploratorias de los Touel’alfar, ejemplificadas por Belli’mar Juraviel, y se dio cuenta de que no le debería sorprender que los elfos los hubieran estado vigilando.

—¿Estás al corriente de los cambios en Palmaris? —le preguntó Roger.

—Estamos al corriente de muchas cosas, Roger Descerrajador —le explicó el elfo—; estamos al corriente de tu desgraciado viaje hacia el sur con el barón Bildeborough, y también de que De’Unnero es el nuevo obispo de Palmaris. No es frecuente que los Touel’alfar nos preocupemos de los asuntos de los humanos, pero te aseguro que cuando lo hacemos tenemos manera de saber todo lo que queremos.

Roger no lo dudó ni un instante.

—Vuelve con tus amigos —le ordenó el elfo—. ¿Vais hacia el norte para encontrar al Pájaro de la Noche?

—Creo que debe de estar en algún lado cerca de Caer Tinella —respondió Roger.

—¿Y qué hay de nuestro hermano Juraviel?

—Por lo que sé, está con el Pájaro de la Noche —contestó Roger.

El elfo miró a sus compañeros. Todos inclinaron la cabeza para asentir.

—Viaja con la certeza de que los Touel’alfar no estarán lejos, Roger Descerrajador —le dijo, para terminar, la elfo hembra situada en una rama.

Roger vio cómo los elfos se desvanecían silenciosamente entre las sombras; simplemente, uno tras otro desaparecieron, y Roger se quedó solo. Regresó al campamento y encontró al hermano Dellman sentado en la misma posición en que lo había dejado, salvo que tenía los ojos cerrados.

Roger iba a despertarlo, pero cambió de idea. Antes se había sentido lo bastante seguro como para irse a pasear por el bosque; entonces, sabiendo que los Touel’alfar andaban por allí, Roger comprendió que no hacía falta vigilancia alguna. Se dirigió a un lugar despejado cerca del fuego, se tumbó con las manos tras la cabeza, miró fijamente las estrellas y no se resistió cuando lo invadió el sueño.