—Pondré orden en la ciudad —dijo el nuevo obispo, con determinación.
De’Unnero hablaba con su boca real, no mediante la comunicación telepática del espíritu. Markwart le oyó con toda claridad, a pesar de que la forma corporal del padre abad estaba a cientos de kilómetros de distancia, en sus aposentos privados de Saint Mere Abelle.
—Ya he tomado alguna medida en ese sentido —continuó De’Unnero, recuperada ya la serenidad que había alterado el inesperado aspecto de la consistente aparición del padre abad.
Markwart asintió con la cabeza, lo cual era algo insólito teniendo en cuenta que aquel lenguaje no verbal se expresaba mediante comunicación espiritual. La última vez que había visitado a De’Unnero mediante la piedra del alma, sólo había sido capaz de establecer una comunicación rudimentaria, que le había servido para ordenar al abad de Saint Precious que cogiera su piedra del alma a fin de que pudieran relacionarse de forma más completa estando ambos en estado espiritual. En aquella ocasión, no obstante, ese segundo paso resultó innecesario, pues Markwart había transportado su espíritu a Chasewind Manor de forma tan plena que podía hablar directamente con la forma física de De’Unnero, lo cual representaba un nivel de comunicación muy superior al que antes habían logrado, a pesar de que entonces De’Unnero no tenía ninguna piedra del alma para complementar la acción de la de Markwart. El abad de Saint Mere Abelle casi sintió que su forma física podía pasar simplemente a través de la conexión, es decir que él mismo podía trasladarse por entero a aquel lejano lugar.
De’Unnero, de forma ostensible, también estaba impresionado.
Markwart lo observó estrechamente, y advirtió la avidez de su rostro. Marcalo De’Unnero siempre había sido un hombre apasionado; en especial, cuando estaba en juego alguna parcela de poder. Sin embargo, siempre había mantenido el control sobre sí mismo. Incluso cuando se plantaba de un salto en medio de un grupo de trasgos, siempre había mantenido la cabeza clara, siempre había conseguido que la mente le guiara el cuerpo.
—Debes tener cuidado de no pasarte de la raya —explicó Markwart—. El rey estará observando de cerca lo que hagas, para ver hasta qué punto un obispo que sustituye a uno de sus barones conviene a sus intereses.
—Entonces, tengo que tener mucho cuidado con los emisarios de Ursal —respondió De’Unnero—. Te aseguro que los soldados del rey, mandados por el capitán Kilronney, estarán dispensados de las tareas más enojosas que debo realizar para conseguir mis fines; bastarán los guardias de la ciudad.
»Me he propuesto recuperar todas las gemas de la ciudad —le siguió explicando el obispo—, y por tanto, si los amigos del hereje están por aquí, los cazaré.
—Deberías tener en cuenta que los mercaderes se quejarán al rey —lo avisó Markwart.
El padre abad, no obstante, estaba pensando en otra cosa: reflexionaba sobre la última frase de De’Unnero y sobre las respuestas no verbales del obispo mientras él le había hablado. Markwart tuvo la impresión de que aquel hombre estaba fingiendo, pues advirtió que De’Unnero no creía realmente que el hecho de confiscar las gemas de la ciudad llevaría a capturar a los antiguos compañeros de Avelyn. Markwart se dio cuenta de que De’Unnero había dicho aquello sólo para calmarlo. Pese a todo, el engaño le agradó, pues si De’Unnero sabía algo más de lo que decía, era posible que tuviera una buena pista del paradero de los fugitivos.
En el rostro de De’Unnero se dibujó una amplia sonrisa y llevó al padre abad a reemprender la conversación que mantenían.
—Los mercaderes harán lo que les diga —explicó el obispo—. Aún me temen demasiado para quejarse al rey Danube.
Markwart sabía que De’Unnero estaba jugando un juego muy peligroso. No podía seguir la pista de todos los mercaderes y de los muchos guardias y exploradores que les servían. Las acciones del obispo contra la clase de los mercaderes serían, con toda seguridad, un chisme que se extendería por Ursal en poco tiempo, si es que no se había extendido ya. Pero, con todo, el padre abad dudaba si debía pedirle a su peón que cesara tales acciones. Le intrigaban las posibles alternativas. ¿Y si la Iglesia reclamaba todas las gemas sagradas bajo pretexto de que era una orden divina directamente emanada de Dios? En tanto el rey no se opusiera, los mercaderes serían incapaces de ofrecer resistencia.
—E incluso si informan al rey —prosiguió De’Unnero mientras la sonrisa de su rostro se ensanchaba aún más—, tenemos una excusa para esa iniciativa. El rey Danube está al corriente de las gemas robadas. ¿Acaso no fueron sus propias tropas los que llevaron al traidor Jojonah a la pira? Así pues, si presentamos el asunto de las gemas robadas como una amenaza para él y su reino…
El obispo se detuvo y dejó la tentadora idea en el aire.
Y de hecho, era tentadora para el padre abad Markwart. Quizás había llegado la hora de que la Iglesia abellicana volviera a poseer las gemas, todas las gemas. Las recuperadas de los mercaderes harían algo más que completar las robadas por Avelyn; tal vez había llegado la hora de que la Iglesia hiciera valer sus derechos, de que después de la guerra se convirtiera en la fuerza dominante de las vidas de todas las personas del mundo civilizado.
¿Qué legado dejaría, entonces, Dalebert Markwart?
—El enclave de los behreneses en Palmaris es considerable —dijo Markwart en una repentina inspiración.
—Abajo, hacia el río —confirmó De’Unnero.
—Hazles la vida particularmente difícil —le ordenó Markwart—. Crearemos tantos enemigos comunes a la Iglesia y al Estado como sea posible.
La sonrisa de De’Unnero demostró que aquella perspectiva no lo disgustaba en absoluto.
—¿Y qué hago con las gemas? —le preguntó—. ¿Puedo continuar?
Entonces, le tocó sonreír a Markwart, pues comprendió que el insolente obispo continuaría con o sin su permiso.
—Sí, hazlo —dijo Markwart—, pero sin pasarte de la raya. Estoy seguro de que sólo podremos mantener a nuestro lado al rey Danube si no encolerizamos al clan de los mercaderes.
Markwart, entonces, dejó que la conexión se cortara, y su espíritu voló de Chasewind Manor hasta el cuerpo que yacía en Saint Mere Abelle. En realidad, no estaba demasiado preocupado por el hecho de molestar a los mercaderes, o incluso al rey. Estaba empezando a sentir la medida de su verdadero poder. Creía que la guerra había cambiado el equilibrio en el interior del reino a favor de la Iglesia. Nombrar obispo a De’Unnero había abierto muchos pasadizos para las intrigas del padre abad.
Posibilidades…, posibilidades. ¿Hasta dónde podría llegar?
De vuelta a su habitación en Saint Mere Abelle, el padre abad miró la hematites que tenía en la mano. Pensó de nuevo en lo completo que había resultado su último viaje espiritual, en la sensación experimentada: como si realmente hubiese sido capaz de llevar su forma corporal con él en lugar de haber tenido que hacer que su espíritu regresara a ella. ¡Qué poder comportaba eso! Estar en cualquier lugar en cualquier momento, y sin dejar el menor rastro.
Posibilidades…, posibilidades. Quizá podía recorrer el camino hasta Ursal, el camino hasta la corte del rey Danube, el camino hasta el mismísimo rey.
Aquel día el hermano Francis había encontrado al padre abad de buen humor, y eso le había dado esperanzas de que recibiría con cierta tranquilidad las noticias relativas a Braumin y a los demás. En efecto, después de un breve momento en el que la cara de Markwart se había puesto colorada y parecía a punto de explotar, el padre abad se había calmado considerablemente, e incluso había esbozado una torcida sonrisa.
—¿Y han huido los cinco? —preguntó, sereno.
Francis asintió con la cabeza.
—¿Estás seguro de que Braumin Herde y los otros conspiradores han abandonado Saint Mere Abelle?
—Se han ido, padre abad —contestó un vacilante Francis mientras bajaba la vista.
—Saint Mere Abelle es un lugar muy grande —comentó Markwart—; hay muchos sitios oscuros.
—Creo que se han ido —respondió Francis—. Han salido juntos de la abadía y dudo que tengan intención de volver.
—¿Y qué se llevaron con ellos? —preguntó Markwart con una voz que parecía un gruñido de cólera creciente.
Francis se encogió de hombros, sorprendido por la pregunta.
—¿Gemas? —clarificó Markwart, ladrando aquella palabra—. ¿Se llevaron alguna piedra sagrada?
—No, padre abad —dijo, a bulto, Francis—. No, estoy seguro de que no.
—Necedades —replicó con aspereza Markwart—. Pon a una docena de hermanos a hacer inventario de las piedras sagradas.
—Sí, padre abad —respondió Francis.
Se dio la vuelta para irse pensando que había sido un necio por no prever que Markwart temería otro robo. Realmente, era probable que la noticia de que otros herejes habían huido de la abadía hiciera que el padre abad se preguntara si la maldición de Avelyn lo había visitado de nuevo.
—¿Adónde vas? —le gritó Markwart a Francis cuando este se hubo alejado un paso.
—Dijiste que me ocupara del inventario —protestó el aturdido hermano.
—¡Cuando hayamos acabado!
Francis se acercó apresuradamente al escritorio y permaneció erguido, como un reo que esperara sentencia.
Markwart reflexionó un buen rato, mientras se frotaba la arrugada cara de viejo. A medida que transcurría el tiempo y mientras analizaba todas las posibles derivaciones, el rostro pareció que se le iluminaba un tanto.
—Padre abad, me temo que un ayudante de cocina llamado Roger Billingsbury —continuó Francis— también ha huido de la abadía.
—Y debería preocuparme por eso porque… —advirtió Markwart.
El hermano Francis miró largo y tendido a aquel hombre sorprendente. ¿Acaso Markwart no le hizo confeccionar una lista de todos los trabajadores de la abadía? ¿Acaso Markwart no le había dicho que creía que podía haber un espía entre esos trabajadores? De repente, Francis se preguntó si había sido sensato mencionar a Roger. Había asumido que el padre abad había revisado la lista y que había llegado a la misma conclusión que él; pues, dada la ausencia de otros posibles enemigos, no había sido difícil para Francis averiguar que Roger era el candidato más probable.
—Los campesinos que contratamos nos dejan a menudo —le recordó Markwart—, según me has contado tú mismo. Es una queja que expusiste cuando elaboraste la lista, si recuerdo bien.
Francis analizó aquellas palabras con mucho cuidado, sorprendido de que Markwart tratara de descartar la idea de una conspiración entre el grupo de Braumin y el sospechoso ayudante de cocina. Hasta entonces, las sospechas de Markwart habían rayado la paranoia o, por lo menos, parecían el resultado de un plan esmeradamente construido para echarles la culpa de todo lo ocurrido en Saint Mere Abelle en los últimos años a Avelyn, Jojonah y sus seguidores.
—No entiendo, padre abad —repuso Francis.
Markwart lo miró, burlón.
—Tu actitud actual —le explicó Francis—. Había pensado que te sentirías ofendido por esa deserción.
—¿Ofendido? —repitió Markwart con incredulidad—. ¿Ofendido porque nuestros enemigos emprendan una acción tan favorable para nuestra causa? ¿No lo entiendes, joven hermano? La deserción de Braumin Herde representa el final de la pequeña conspiración de Jojonah; es una forma tan clara de admitir la culpabilidad como la que más.
—O de admitir que se tiene miedo, padre abad —se atrevió a decir Francis.
Se alejó un paso del gran escritorio mientras Markwart clavaba la vista en él.
—No habría habido nada que temer si hubieran seguido las reglas de la orden —estableció Markwart con una sonrisa irónica—. Me produce un gran placer saber que inspiro temor a los herejes. Tal vez cuando los atrapen, y lo harán, no lo dudes, podríamos analizarlos detenidamente para medir y anotar sus niveles de terror.
Francis se apoyó alternativamente sobre uno y otro pie, incómodo al pensar en los castigos que Markwart podía llevar a cabo y en el destino al que, sin querer, podía haber mandado a Braumin y a sus compañeros.
—Pareces apenado, hermano —observó Markwart.
Francis sintió como si la mirada escrutadora del anciano padre abad lo estuviera aplastando.
—Sólo tenía miedo de que… —empezó a decir, pero se detuvo para buscar una manera distinta y mejor de argumentar—. El hermano Braumin se ha extraviado, no lo dudo —dijo al fin—, al igual que los otros.
—Pero… —indicó Markwart.
—Pero una vez en sus corazones hubo una vocación auténtica, por lo menos en el del hermano Braumin —explicó Francis.
—¿Y crees que podríamos ayudarlos a encontrar la forma de regresar al buen camino?
Francis asintió con un movimiento de cabeza.
—Tal vez con indulgencia —dijo—, tal vez con generosidad. ¿No sería mejor para la Iglesia y para tu legado que pudieras atraer a los protegidos de Jojonah y llevarlos de nuevo al rebaño? ¿No convendría más a nuestro Dios que alguien del talento del hermano Braumin fuera conducido de nuevo al buen camino? Entonces, con toda probabilidad, se convertiría en un fiable y fanático crítico de Jojonah y Avelyn; sería un supremo ejemplo de alguien que, después de haberse hundido en las tinieblas, sube de nuevo hasta la luz.
Francis estaba improvisando desesperadamente, pues no quería ver más ejecuciones de hermanos de la orden. Sin embargo, aunque le gustaba la claridad de su lógica y juzgaba que sus palabras sonaban bien, comprendió que era como querer alcanzar la luna. Aún en el caso de que Markwart estuviera de acuerdo, ¿lo estaría Braumin Herde? Francis lo dudaba. Era mucho más probable que aquel insensato de principios inamovibles siguiera denunciando a Markwart mientras lo llevaban a la estaca. Pero, con todo, Francis, estaba más desesperado por esa cuestión de lo que había supuesto.
—Únicamente me pregunto si no podríamos darle la vuelta a la situación en beneficio nuestro —insistió.
—No, hermano Francis, no es eso lo que te preguntas —dijo con solemnidad el padre abad mientras se ponía en pie y daba la vuelta al escritorio—. En tus palabras advierto compasión en vez de pragmatismo.
—La compasión es una virtud —dijo Francis en voz baja.
—Es verdad —asintió Markwart, pasando el brazo sobre los hombros de Francis, un gesto infrecuente en una persona normalmente distante y que hizo que Francis se sintiera bastante incómodo.
—Pero sólo es verdad si ese sentimiento se destina a quien se lo merece —prosiguió Markwart—. ¿Acaso serías indulgente con un trasgo o con un powri?
—Pero es que no son humanos —empezó a argüir Francis.
Su voz, que al principio había ganado fuerza, se debilitó progresivamente ante la carcajada de Markwart.
—Ni tampoco herejes humanos —replicó con aspereza y súbitamente Markwart. Su cólera duró poco, se calmó de nuevo y continuó de forma fría y controlada—: De hecho, los herejes valen menos que los trasgos y los powris porque originalmente eran seres humanos y, por consiguiente, poseían un alma; pero arrojaron por la borda el don divino e insultaron a aquel que los había creado. Afirmo que antes merece piedad un powri que un hereje, ya que los powris están privados de ese don y son seres horribles. Powris y trasgos son malos porque el mal es su naturaleza, pero el auténtico hereje, aquel que da la espalda a Dios, elige libremente ser malo. Eso, hermano mío, es el epítome del pecado.
—Pero si alguien se pierde, padre abad, ¿no podemos rescatar su alma? —adujo Francis.
Esa vez el padre abad no se burló de aquella idea con una carcajada, sino que silenció a Francis con una severa e intransigente mirada.
—Ten cuidado, hermano Francis —le advirtió en tono grave—, estás a punto de aceptar los mismos principios que ocasionaron la caída de Jojonah, y la de Avelyn antes que él; los muy idealistas e insensatos juicios que obligaron a Braumin Herde y a sus compañeros de conspiración a abandonar Saint Mere Abelle.
—Según las palabras de santa Gwendolyn, ¿no es el amor lo que engendra amor? —respondió Francis, procurando con denuedo controlar el tono para que sonara como si simplemente estuviera buscando clarificación y guía, y no pretendiera discrepar del padre abad.
—Santa Gwendolyn era una necia —dijo Markwart, con indiferencia.
Francis tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para controlar su expresión, pero los ojos se le abrieron más de lo normal y tuvo que morderse el labio inferior para no jadear. No se permitían palabras insultantes contra los santos. Francis lo sabía perfectamente desde sus años de estudiante, era un principio enunciado una y otra vez en el dogma de la Iglesia.
—No te sorprendas tanto —dijo Markwart—. Quizás es pronto para que te conviertas en padre… —añadió maliciosamente mientras le lanzaba una mirada por el rabillo del ojo—. Y si pensaras como un padre, comprenderías y admitirías la verdad: Gwendolyn era una necia. La mayoría de mis colegas lo saben sin ninguna duda.
—El proceso de canonización se realizó sin protesta alguna —arguyó Francis.
—El pragmatismo, de nuevo —le explicó Markwart—. Gwendolyn era la única candidata posible entre las mujeres de la Iglesia y, si lees con detenimiento la historia de aquellos tiempos problemáticos, comprenderás que era necesario aplacar a las mujeres. Por consiguiente, nació una santa. No me interpretes mal, querido discípulo: Gwendolyn poseía un corazón generoso y una naturaleza bondadosa, pero nunca, nunca, supo apreciar la suprema verdad de nuestro objetivo, al igual que Jojonah. Ten cuidado —repitió Markwart—, no vaya a ser que te conviertas en un humanista.
—No conozco esa palabra —admitió Francis.
—Vigila para no anteponer los derechos de los individuos al bien superior —explicó Markwart—. Creía que ya había eliminado esas debilidades de tu interior durante nuestra relación con los Chilichunk, pero parece ser que las tienes profundamente enraizadas. Y por tanto, quiero que te quede muy claro, pues es mi último aviso. Hay quienes creen, Avelyn y Jojonah entre ellos, y ese es su mayor pecado, que la Iglesia abellicana debería ser el guardián del rebaño, el sanador de todas las heridas, tanto físicas como espirituales. Esa gente querría que viviéramos como los pobres y que anduviéramos entre los campesinos con las piedras sagradas para mejorar la vida de todos ellos.
Francis ladeó la cabeza con curiosidad, pues aquello no le sonaba precisamente como un pecado.
—¡Necios! —espetó Markwart en tono cortante—. No es misión de la Iglesia sanar las enfermedades del mundo. La responsabilidad de la Iglesia consiste en ofrecer una esperanza mayor en un mundo más allá de este. ¿Conmovería a alguien Saint Mere Abelle si sólo fuera un conjunto de casuchas? ¡Claro está que no! Es nuestro esplendor, nuestra gloria, nuestro poder el que proporciona esperanza a la multitud. El simple temor hacia nosotros, emisarios de un Dios vengativo, es lo que los mantiene en el camino de la luz verdadera. Nunca te enfatizaré lo suficiente esta verdad y te aconsejo que jamás la destierres de tus pensamientos. ¿Deberíamos abrir las puertas de nuestra abadía? ¿Deberíamos entregar las gemas a los campesinos? ¿Dónde radicaría el misterio, entonces, joven hermano? Y sin el misterio, ¿dónde estaría la esperanza?
Francis trataba desesperadamente de asimilar aquel sorprendente discurso. Era seguro que algunos de los argumentos de Markwart resonaban profundamente en su interior, pero no se le escapaban ciertas inconsistencias.
—Pero entregamos gemas, padre abad —osó recordarle—, a mercaderes y nobles.
—Es un equilibrio —admitió Markwart—. Vendemos, e incluso damos, algunas piedras, pero sólo a cambio de mayor riqueza y poder. De nuevo, tengo que recordarte que tenemos que mantener un nivel alto para que los campesinos encuentren en nosotros la esperanza que buscan. Es una obligación solemne mantener la Iglesia por encima de la masa vulgar, y a veces, desgraciadamente, eso nos obliga a trabajar junto al poder seglar del Estado y junto a la clase de los mercaderes —añadió, y soltó una risita que pretendía ser irónica, pero que al hermano Francis, en cierto modo, le sonó siniestra.
—Pero no temas, joven hermano —dijo, para acabar, el padre abad, mientras acompañaba a Francis a la puerta—, pues ahora la orden abellicana está bendecida con un jerarca que tiene tanta voluntad como capacidad para corregir algunas de las más desagradables necesidades del pasado.
Abrumado, el hermano Francis inclinó la cabeza ante su superior y se marchó, lleno de estupor. Tenía miedo sinceramente por el hermano Braumin y los demás, pero aún le daba más miedo que tuviera que presenciar su castigo final, y aún más si Braumin o, probablemente, sus compañeros, que eran más débiles, fueran conducidos de nuevo a Saint Mere Abelle y, derrotados por la inevitable tortura, confesaran que había sido Francis quien los había ayudado a marchar de la abadía.
¿Tendría en cuenta, entonces, el padre abad Markwart la lealtad que Francis siempre le había demostrado y sería indulgente, o «el bien superior» lo llevaría a actuar de forma muy distinta?