9

Abriendo nuevas rutas

El Pájaro de la Noche no había dado nombre a su caballo. El nombre le había llegado de forma mágica, como una prolongación o una donación, como la única gualdrapa adecuada para el magnífico semental negro. Y Sinfonía, en total consonancia con aquel nombre, corría por el bosque envuelto en niebla con la misma facilidad con que la mayoría de los caballos corren a campo abierto. El caballo galopaba raudo como el rayo, saltando por encima de árboles derribados por la pesada nieve de los primeros días del invierno y esquivando con holgura las ramas bajas. El Pájaro de la Noche no lo guiaba; en lugar de eso, dejaba que sus deseos fueran conocidos por Sinfonía y confiaba por completo en el caballo.

Y ambos iban acortando distancias respecto al trasgo que tenían delante.

Bordearon una pequeña hilera de gruesas píceas, y los cascos de Sinfonía se hundieron profundamente en el césped.

Delante, entre la niebla, el Pájaro de la Noche vio algo que se movía: el trasgo montado en el pequeño caballo galopaba a todo correr.

Sinfonía se apresuró en su persecución, recortó aún más la distancia, y el trasgo no tardó en quedar al alcance del guardabosque, que se aprestó a alzar Ala de Halcón.

El trasgo, frenético, espoleó con más fuerza los flancos del pequeño caballo, y el animal bajó la cabeza y arreció la marcha. Pero el trasgo, intuyendo que iban a alcanzarlo y que su enemigo se le acercaba muy deprisa, miró hacia atrás; cuando volvió la vista hacia adelante sólo vio una gruesa rama a pocos centímetros de su cara.

El caballo, sin jinete, continuó la marcha, pero la fue aminorando paso a paso.

El Pájaro de la Noche y Sinfonía trotaron hasta alcanzar al trasgo que se retorcía y chillaba, mientras rodaba por el suelo con las manos en la cara destrozada. El guardabosque desenvainó Tempestad y lo golpeó dura y certeramente. La desgraciada criatura se quedó inmóvil.

El Pájaro de la Noche limpió la espada con la capa del trasgo y la deslizó en la vaina situada al costado de la silla de Sinfonía. Miró a su alrededor, hacia el bosque cubierto de niebla, y luego apretó las piernas sobre el caballo. Sinfonía se dio la vuelta y salió disparado en dirección contraria. En cuestión de segundos, los dos avistaron a otro trasgo que huía, y Sinfonía se dispuso a perseguirlo.

El trasgo corría a pie y se protegía parapetándose de árbol en árbol, pero cometió el error de cruzarse en la trayectoria del guardabosque a tan sólo una docena de metros delante del veloz caballo. El Pájaro de la Noche vio la pequeña y encorvada silueta; Ala de Halcón zumbó, la flecha alcanzó el costado de la desgraciada criatura, le perforó ambos pulmones y la lanzó, muerta, al suelo.

Un ruido hizo que el guardabosque echara un vistazo hacia atrás; divisó a otro trasgo que salía corriendo de la maleza y emprendía una loca carrera en dirección opuesta. El Pájaro de la Noche ni siquiera pensó en hacer que Sinfonía girara, sino que se dio la vuelta él mismo, pasando una pierna por encima de la silla; quedó encarado hacia atrás y disparó una flecha.

Por tercera vez en medio minuto, un trasgo cayó muerto.

En lo alto de un árbol no lejos de allí, Belli’mar Juraviel evaluó el disparo del guardabosque con algo más que respeto, algo lindante con un temor reverencial. Los elfos habían adiestrado al Pájaro de la Noche, pero Juraviel era consciente de que afirmar que le habían enseñado todo lo que sabía hubiera sido una tremenda falsedad. Los elfos habían enseñado al Pájaro de la Noche a tener rápidos reflejos mentales y a situar el cuerpo en función de sus objetivos; pero era asombroso el aprovechamiento que de esos conocimientos había conseguido la creatividad de Elbryan.

«Como lo era la técnica del guardabosque», pensó Juraviel al mirar la cabeza del trasgo alcanzada por el tiro: un impacto perfecto, conseguido por el guardabosque mientras su caballo iba al galope tendido en dirección contraria.

Los penetrantes ojos de Juraviel seguían explorando a través de la niebla mientras sacudía la cabeza. De repente, vio, entre la misma maleza de la que había surgido el último trasgo, otra criatura, escondida, encogida, hecha un ovillo. El elfo levantó el arco. Quería matarlo limpiamente, pero apenas podía vislumbrar entre las ramas y la niebla algún punto vital en la arrebujada criatura. Por eso, disparó al centro del bulto, y su diminuta flecha desapareció en la negra figura.

Con un grito de dolor, el trasgo pegó un salto. Juraviel se aprestó a dispararle de nuevo, y aún una tercera vez, antes de que apareciera al descubierto en el camino. Entonces, le disparó por cuarta vez mientras el trasgo daba sus primeros pasos tratando de huir. Alzó el arco para disparar su quinto tiro, pero vio que el monstruo se tambaleaba y supo que su tarea había terminado.

Fríamente, Juraviel concentró su atención en explorar el resto de la zona y se lamentó de que casi le hubiera costado cinco flechas matar a un solo trasgo. Pero Juraviel sabía que se podía hacer de otra manera; por tanto, se dispuso a volver a su procedimiento original y revoloteó de árbol en árbol hasta encontrar un lugar adecuado en una gruesa rama baja que atravesaba el camino justo por encima de la altura de la cabeza de alguien a caballo. Dejó el arco a un lado, con una flecha preparada, y quitó del arco la fina y resistente cuerda.

También el centauro andaba corriendo por el bosque y no dejaba de proferir insultos contra los aterrorizados trasgos. Cuando descubrió que algunos de ellos montaban a caballo, algo muy poco frecuente, Bradwarden cogió la gaita y tocó una melodía distinta, una música reposada y apacible, en vez de mofarse de los trasgos a gritos. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para concentrarse en la melodía; durante décadas, había recorrido los bosques de las Tierras Boscosas para proteger a los caballos salvajes y, entonces, el solo hecho de pensar que un apestoso trasgo podía montar una criatura tan grácil y bella era para él un auténtico ultraje.

Sin apenas hacer caso de los trasgos que corrían a pie en desordenada huida, el centauro eligió su próximo objetivo y emprendió la caza. Sabía cómo hablar con su gaita a un caballo, a cualquier caballo, y en lugar de flechas, utilizó música en su persecución. Una sonrisa se dibujó en los labios de Bradwarden, que tuvo que dominar las imperiosas ganas de soltar una carcajada para ser capaz de seguir llenando de aire los tubos, mientras se agachaba por debajo de una rama y se abría paso con dificultad entre la maleza hasta ir a dar a un pequeño claro lleno de barro. Allí, unos tres metros más adelante, estaba sentado un frenético trasgo, pateando de manera desesperada los flancos del caballo y azuzándolo violentamente con una improvisada brida de cuerda.

Pero el caballo había oído la llamada del centauro y no se movería.

Aunque le hizo falta cierta habilidad manual, Bradwarden siguió con la melodía, tocando la gaita con una mano, mientras con la otra empuñaba su pesada porra y avanzaba silenciosa y metódicamente. El trasgo, durante un breve instante, miró hacia atrás, pero enseguida volvió a espolear al caballo y a pegarle más desesperadamente, mientras daba brincos en la silla.

El caballo relinchó con suavidad, pero no se movió.

El centauro soltó una sonora carcajada y guardó la gaita debajo del brazo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó flemáticamente.

El trasgo dejó de pegar al caballo y, con lentitud, giró su fea cabeza para mirar al poderoso centauro, que estaba justo a su lado. El monstruo se puso a chillar, pero su grito se cortó en seco cuando la porra le aplastó el cráneo y le rompió el pescuezo. El trasgo perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo; en los últimos instantes de su vida se retorció de dolor.

Bradwarden no le hizo el menor caso.

—Ahora, vete y escóndete en el bosque —le dijo al caballo, en tanto le quitaba la brida y lo incitaba a correr con una firme palmada en la grupa—. Ya te llamaré cuando llegue el momento de marcharse.

Luego, miró al trasgo caído, que seguía retorciéndose, y sacudió la cabeza con incredulidad. Era el segundo trasgo que había atrapado tratando de huir a caballo, pero por lo menos el primero había tenido la sensatez de saltar en cuanto el animal se había detenido.

El Pájaro de la Noche, mientras Sinfonía se esforzaba para acortar distancias, se dio cuenta de que se trataba de un buen jinete para ser un trasgo. Además, el guardabosque descubrió que el monstruo conocía bien el terreno, ya que se desplazaba por el exterior de los caminos sólo por breves momentos, y después volvía a tomar otro estrecho sendero; incluso forzando el galope del caballo, el trasgo sabía cuándo era preciso agacharse y cuándo inclinarse a un lado.

Sinfonía estaba más que preparado para afrontar el desafío y el gran semental pisaba con gracilidad mientras acortaba distancias.

El trasgo era una fantasmal forma gris recortada en la niebla. El Pájaro de la Noche alzó Ala de Halcón, tensó la cuerda y disparó, pero el caballo del trasgo viró y la flecha se perdió sin causar daño alguno.

El Pájaro de la Noche tuvo que agacharse bruscamente cuando Sinfonía tomó la misma curva a la velocidad del rayo. El camino volvió a enderezarse, y el guardabosque alzó de nuevo Ala de Halcón; pero justo antes de que pudiera disparar, el trasgo se agachó por debajo de una rama baja que cruzaba el camino, y el disparo volvió a perderse.

El guardabosque soltó un gruñido de frustración y pasó también por debajo de la rama. Temía que sería una persecución larga, pues el camino era cualquier cosa menos recto. Al fin, volvió a tener al trasgo al alcance de la vista, cabalgando a todo correr. El monstruo se enderezó un momento para echar un vistazo hacia atrás.

Y entonces, de repente, fue expulsado de la silla y voló por los aires mientras el caballo continuaba su galope.

Los brazos y las piernas de la criatura se agitaron violentamente durante un segundo, y luego colgaron fláccidos en el aire, retorciéndose lentamente. El Pájaro de la Noche comprendió lo ocurrido al acercarse y ver a Juraviel situado en una rama por encima de la cabeza del trasgo; un extremo de su cuerda élfica estaba atado en la rama, y el otro, en torno al escuálido cuello del trasgo.

—¿Qué?, ¿ahorrando flechas? —le preguntó el guardabosque con sarcasmo.

Antes de que Juraviel pudiera responder, una conmoción en el bosque hizo que el elfo revoloteara hasta lo alto del árbol. Incluso desde aquel privilegiado mirador, no podía ver gran cosa a través de la niebla, pero su agudo oído le proporcionó la información que necesitaba.

—Parece que el efecto sorpresa se nos ha acabado —avisó—. Los trasgos se están reagrupando.

Tan pronto como sus palabras hubieron salido de su boca, otra voz sonó clara y potente en el aire de la mañana.

—¡Qué amable por vuestra parte hacerme tal favor! —rugió Bradwarden—. ¡Os ponéis todos juntitos para facilitarme el trabajo!

Y, previsiblemente, resonó a continuación un estruendo de renovadas peleas.

—Bradwarden decidió atacarlos a todos juntos —dijo Juraviel secamente. Después, el elfo se marchó saltando y volando de rama en rama.

Sinfonía, a instancias del Pájaro de la Noche, se desvió con un salto del camino y se dirigió en línea recta, a través de la maleza, hacia el lugar de donde procedía la voz del centauro. Debido a la velocidad, ni jinete ni caballo podían evitar buena parte del sotobosque, y ambos sufrieron los arañazos de ramas agudas y maleza. Al tomar una curva demasiado cerrada en torno a un grueso árbol, el caballo hizo crujir la pierna del Pájaro de la Noche. Sin embargo, el guardabosque no se quejó y se limitó a llevarse la mano a los ojos para protegérselos, a agarrarse bien, a apretar las piernas sobre los costados de Sinfonía tan fuerte como pudo y a pegarse al cuello del caballo.

Percibiendo la urgencia, comprendiendo con su inteligencia que un amigo corría peligro, también Sinfonía encajó los leves desgarrones y no aminoró la marcha. En breves instantes, salvaron el último sotobosque y alcanzaron el borde de una depresión en forma de cuenco.

Allá abajo había un trasgo con la cabeza partida por la mitad. Otro rodaba por el suelo y aullaba de dolor mientras se apretaba el hombro aplastado. Pero ocho criaturas más rodeaban a Bradwarden y lo acosaban con espadas y lanzas; obligaban al centauro a un denodado esfuerzo para mantenerlos a raya, con objeto de que no pudieran avanzar y herirlo con sus armas. Bradwarden propinaba patadas en todas direcciones y movía peligrosamente el enorme palo entre tremendas amenazas. No obstante, no confiaba en ser capaz de prolongar aquella frenética actividad y, cada vez que aflojaba el ritmo, los trasgos se las apañaban para acercársele y azuzarlo un poco más.

En una de esas ocasiones, el centauro divisó al Pájaro de la Noche y a Sinfonía, que saltaban para unirse al combate.

—¡Ya habéis disfrutado bastante! —rugió Bradwarden.

Con la esperanza renovada le llegó una renovada energía. Se dio la vuelta en el otro sentido y cargó hacia adelante. Los trasgos allí situados se vieron obligados a ceder terreno y, por otra parte, el ataque distrajo la atención de los de atrás, por lo que no advirtieron la carga del guardabosque.

El Pájaro de la Noche pasó la pierna izquierda por encima de la silla, sacó el pie derecho del estribo y lo sustituyó por el izquierdo, con lo que siguió medio montado sobre el caballo, que continuaba su avance. Cuando jinete y caballo estuvieron encima de los primeros trasgos, las criaturas, al fin, se dieron la vuelta para hacer frente a la carga. El guardabosque saltó del caballo, y Sinfonía hundió los cascos en el suelo y viró bruscamente a la izquierda.

Sin perder el impulso hacia adelante, el guardabosque se lanzó en línea recta, apuñalando con Tempestad. Un trasgo trató con destreza de detener el ataque, pero no podía imaginar la velocidad a la que se le acercaba el arma.

El Pájaro de la Noche, sobre la marcha, arrancó Tempestad del pecho del trasgo. Dio una voltereta para disminuir la velocidad y, rodilla en tierra, dedicó un recital de temibles tajos contra la punzante lanza de otro trasgo.

El trasgo perdió el equilibrio al ser cercenada la parte delantera de su arma y avanzó dando traspiés hacia el guardabosque, el cual lo pinchó certeramente y le hundió la espada en el pecho. Con un poderoso esfuerzo, el Pájaro de la Noche levantó a la empalada criatura y la arrojó al suelo detrás de él; luego, se levantó enseguida y golpeó con su hoja la espada de otro trasgo que se le aproximaba. Con gran destreza —era un buen guerrero, según los estándares de los trasgos— el monstruo avanzó la espada repetidas veces: una, dos, tres; pero los ataques fueron hábilmente rechazados por la centelleante espada del guardabosque. Una vez perdido el impulso inicial, el trasgo trató de retroceder, pero eso dio al hombre la oportunidad de atacar.

Entonces, Tempestad pasó a la ofensiva: una, dos, tres veces. El trasgo se las apañó para rechazar los dos primeros golpes.

Espoleado por la aparición de su aliado, Bradwarden no había permanecido inactivo, aunque no había conseguido propinar ningún golpe definitivo. Pero tampoco lo habían conseguido los trasgos, evidentemente aturdidos por la aparición del guardabosque, del Pájaro de la Noche, un nombre que habían oído susurrar en sus peores pesadillas. Cuando el tercer monstruo fue abatido por las cuchilladas de Tempestad, los otros cinco consideraron que ya bastaba con lo que habían visto: se dieron la vuelta y se dispersaron para camuflarse entre los árboles.

El Pájaro de la Noche se dispuso a seguirlos, pero se detuvo en seco, asustado, ante algo que le pasó silbando frente a la cara. Comprendió lo que ocurría cuando aquel objeto —una de las pequeñas flechas de Juraviel— se clavó profundamente en los tendones de la parte posterior de la rodilla de un trasgo y convirtió su huida en un incierto tambaleo. Pasó volando otra flecha y alcanzó al siguiente trasgo de la fila, pero el elfo había apuntado algo más arriba de lo debido y la criatura siguió huyendo a todo correr con la flecha clavada en las nalgas.

—¡Oh, no corráis, estoy harto de correr! —protestó Bradwarden.

Lleno de furia, lanzó su palo contra la más cercana de las criaturas que huían. El arma voló sin causar el menor daño, pero el trasgo se detuvo para saber qué había pasado y, al mirar hacia atrás, se dio cuenta de que el Pájaro de la Noche había desaparecido entre los arbustos, en busca del monstruo que Juraviel había dejado tullido. Detrás del trasgo, el palo de Bradwarden yacía entre la maleza.

Una malvada sonrisa se pintó en el rostro repugnante del trasgo.

—Ahora no tienes ningún arma —razonó, mientras levantaba la espada y volvía a la carga contra Bradwarden.

—Idiota —murmuró el centauro—. ¿Era tu hermano el estúpido que montaba a caballo? —le preguntó.

Con un gran salto, Bradwarden pivotó y lanzó la grupa en la dirección del ataque del trasgo. Se afianzó en el suelo; luego, brincó y pateó. Las musculosas patas salieron disparadas por encima del canijo brazo del trasgo y de su canija arma; uno de los cascos lo alcanzó en el hombro, y otro, en el pecho. Con la distensión de los músculos, la patada del centauro lanzó al trasgo siete metros atrás. La criatura agitó con violencia brazos y piernas antes de estrellarse pesadamente en la maleza.

El centauro pasó de manera tranquila junto al maltrecho y aturdido trasgo para recuperar el palo. Luego, regresó y se inclinó hacia el trasgo.

—¿Con que no tenía arma, eh? —se burló, y le descargó un tremendo porrazo.

En la depresión en forma de cuenco, Juraviel remataba a los que se retorcían en tierra; después, se internó en la maleza para localizar al que había alcanzado en los tendones de la rodilla. El monstruo yacía muerto en un charco de sangre a causa de una única y eficiente estocada en la nuca.

—¿Dónde está el guardabosque? —preguntó el centauro a Juraviel cuando este apareció.

Sinfonía estaba junto al centauro y pateó el suelo con fuerza.

—Cazando, supongo —replicó el elfo, despreocupadamente.

Bradwarden miró hacia el bosque envuelto en la niebla y sonrió.

El trasgo estaba apoyado en un árbol; se daba palmaditas a un lado de la nalga en un vano intento por aliviar el dolor, sin atreverse a tocar la flecha que Juraviel le había clavado en el culo. La criatura se quedó helada al oír un sonido cercano y los ojos se le desorbitaron del terror, pero se tranquilizó al ver que se trataba de dos apresurados compañeros suyos.

Uno agarró el astil de la flecha y comenzó a extraérsela, pero el trasgo gritó de dolor, y entonces el otro se detuvo y le dio una palmada en la mano.

—¡Silencio! —dijo el tercero en un susurro imperioso—. ¿Quieres que se nos echen encima el Pájaro de la Noche y el hombre caballo? Ya les has dejado un rastro de sangre…

La voz del trasgo se desvaneció poco a poco, y los tres pudieron ver el inconfundible rastro que revelaba el paso del trasgo herido.

Los tres pares de ojos levantaron la vista: los aterrorizados trasgos se miraban unos a otros, sin atreverse a hablar.

El Pájaro de la Noche saltó desde una rama y se plantó en medio de ellos. Su puño voló para atizar a un trasgo, atacó con el pomo de la espada, e inmediatamente después con la centelleante hoja. Un golpe de revés, que lo alcanzó en diagonal desde el hombro hasta la cadera, derribó al segundo trasgo, que se tambaleaba por el impacto del pomo que había recibido; después, el guardabosque se dio la vuelta y propinó un tajo al primer trasgo, que trataba de recuperarse del puñetazo en la cara y apenas podía sostener su pesada lanza.

Le costó más trabajo al guardabosque extraer Tempestad de la cabeza partida del trasgo que matarlos a los tres.

Poco después, Elbryan se reunió con sus amigos, que le esperaban en el camino; ambos estaban descansando cómodamente bajo un cálido sol impropio de la época, mientras se pasaban el uno al otro el pesado pellejo de vino de Bradwarden, que Elbryan sabía repleto de questel ni’touel, el sabroso vino élfico más comúnmente conocido como pasmo.

—¿Me tocará cazar solo, entonces? —exclamó el guardabosque con fingido enfado—. Se nos escapan tres, somos tres para darles caza, y tengo que apañármelas yo solo en el bosque.

—¿Y a cuántos atrapaste, guardabosque? —le preguntó el centauro.

—Iban juntos —explicó Elbryan.

—Bastante fácil, entonces —dedujo Juraviel.

—Y todavía te quejas —comentó Bradwarden.

Bebió otro trago del fuerte licor, y luego se lo ofreció al guardabosque. Elbryan declinó la invitación con una sonrisa.

—No acostumbro a beber pasmo —dijo—. Siempre que trato de llevarme un frasco de ese vino a la boca, me duelen terriblemente los brazos —les explicó.

Era una obvia referencia a sus primeros tiempos de adiestramiento con los Touel’alfar, cuando tenía que ir cada mañana a la ciénaga a recoger piedras de leche y luego llevarlas al recipiente donde debía estrujarlas para sacarles su aromático zumo, hasta que el dolor de los brazos le resultaba insoportable.

Naturalmente, lo dijo para bromear, pero Bradwarden era un maestro en volver la broma en contra del que la había hecho.

—Ya está quejándose otra vez —protestó—. Sabes, elfo, tú y los de tu especie haríais bien en tomar a los de mi raza para adiestrarlos como guardabosques.

—Lo hemos probado, buen Bradwarden —dijo Juraviel, cogiendo otra vez el pellejo de vino—. Y desde luego, un centauro adiestrado es un fiero luchador, aunque me temo que sea poco ingenioso.

Bradwarden soltó un sordo gruñido.

—Me insulta y encima me roba mi pasmo —le dijo a Elbryan, que se disponía a envainar la espada en la silla de Sinfonía.

A continuación, Elbryan inspeccionó el caballo con sumo cuidado y observó un arañazo de aspecto especialmente doloroso en el costado del poderoso cuello de Sinfonía; pero se alegró al comprobar que la herida ya había sido atendida por amables manos élficas.

—¿Así es como voy a pasar el resto de mi vida? —preguntó, de repente, en un tono grave, que atrajo la atención tanto del elfo como del centauro—. ¿Recorriendo caminos forestales y cazando monstruos canallescos?

—A este ritmo, conseguirás limpiar bastante pronto toda la región —dijo Juraviel con una sonrisa. Pero sus palabras despertaron una mirada de horror en los rostros de los otros dos.

—¡Espero que no, desde luego! —repuso Elbryan, con una carcajada, mientras se le acercaba y le quitaba el pellejo de vino.

Los otros dos también se echaron a reír, pues, cuando reflexionaron, comprendieron el razonamiento del guardabosque. La presencia de trasgos, gigantes y powris había sido ciertamente una terrible experiencia para la gente de la región, una guerra amarga que había destruido casas y familias, y que había causado la muerte de muchos inocentes. Pero algo más había llegado con las tinieblas y la tragedia: un sentido del deber y de la camaradería, una necesaria solidaridad entre gentes que, en otras circunstancias, no hubieran sido ni siquiera amigos. Y también, innegablemente, aquella última fase de la guerra, la persecución de los monstruos, la reconquista de tierras cuando la gente desvalida e inocente estaba fuera de peligro, resultaba verdaderamente hilarante. Así había sucedido aquella misma mañana, cuando, mientras cabalgaban hacia la caravana de Tomás Gingerwart, los tres amigos habían divisado un campamento de unos doce trasgos. No tardaron en organizarse y en emprender la lucha y la caza.

Elbryan —con mucho, el más joven de los tres— sintió una emoción más intensa. En las ocasiones en que podía poner en acción lo que había aprendido con los elfos y convertirse en esa otra persona, en el Pájaro de la Noche, se sentía más vivo.

—Gingerwart —comentó Bradwarden al ver que se alzaba humo en la carretera hacia el sur.

Al fin la niebla comenzaba a abrirse.

Elbryan contempló aquella lejana señal. El camino estaba despejado para un nuevo día de viaje. Estarían en Dundalis, o en lo que quedara del lugar, en cuestión de un par o tres de jornadas.