Pony se agazapó en un rincón de la casa del guarda y contempló el espectáculo de los muelles de Palmaris. El transbordador acababa de llegar, repleto de gente, del pueblo de Amvoy, al otro lado del Masur Delaval, y los soldados de la ciudad de Palmaris y un par de monjes de Saint Precious empujaban a los recién llegados para registrarles lo que llevaban y para interrogarlos con brusquedad. Cada día era peor.
Pony ya llevaba más de una semana en la ciudad. Después de haber detectado problemas similares en la puerta norte cuando había llegado, entró en la ciudad de noche, secretamente. Con ayuda de la malaquita, había conseguido que ella y Piedra Gris se elevaran y pasaran por encima de una posición poco vigilada de la muralla de la ciudad. Había sido una cabalgada muy emocionante: había puesto a Piedra Gris a medio galope para que diera un gran salto y había utilizado los poderes levitatorios de la gema para superar con holgura la muralla de más de tres metros y aterrizar al otro lado.
Tras conseguir alojamiento para Piedra Gris en los establos del extremo norte de la ciudad, Pony se había encaminado directamente a la próspera posada El Camino de la Amistad. Allí había encontrado a Belster O’Comely con una mujer, Dainsey Aucomb, que, años antes, había ido a ayudar los Chilichunk, cuando Pony se había alistado en el ejército. En El Camino de la Amistad también había gente del norte: algunos eran trabajadores, y otros, clientes. Al principio, Pony había tenido miedo de que muchos la reconocieran y de que aquello le causara problemas graves. Sin embargo, Belster se había ocupado del asunto, la había llamado aparte enseguida y la había ayudado a cambiar de identidad. Ahora Pony se llamaba Caralee dan Aubrey, una combinación de los nombres de una persona amiga y de su pequeña sobrina, ambas muertas durante el primer ataque de los trasgos a Dundalis, muchos años antes.
Así, Pony pudo comprobar lo organizados que estaban Belster y sus amigos. El hombre le explicó que semejante hermandad secreta había sido necesaria debido a las normas del nuevo jerarca de la abadía de Saint Precious, el abad De’Unnero. Algunos ya murmuraban que, además de abad de Saint Precious, era también obispo de Palmaris, un título que le confería tanto los poderes del abad como los del barón. Tal idea aterrorizó a Pony, ya que en un mundo en el que los edictos del rey y del padre abad podían tardar semanas en llegar, el cargo ponía en manos de De’Unnero, de hecho, los poderes de un dictador.
Tras adaptarse a las costumbres de El Camino de la Amistad, Pony salía cada día para observar lo que sucedía en la ciudad, en particular cerca de las puertas y los muelles, en donde los cambios parecían ser más acusados.
Palmaris era una ciudad fortificada, pero sobre todo era una ciudad comercial, un puerto situado en la desembocadura de un gran río, el centro de operaciones de todos los mercantes que comerciaban con el noroeste de Honce el Oso. Consiguientemente, las puertas de la ciudad habían tenido siempre una vigilancia relativa, pero en aquellos tiempos…
La razón dada para justificar el incremento de medidas de seguridad eran las muertes del abad Dobrinion y del barón Bildeborough; pero según lo que Elbryan le había contado, según lo que ella misma había observado en De’Unnero y a juzgar por lo que le había dicho Jojonah, la mujer sabía que el propio De’Unnero conocía que la Iglesia había estado estrechamente implicada también en el asesinato del barón Bildeborough. Ese hecho dejaba claro a Pony que De’Unnero usaba el miedo del pueblo de Palmaris con el único fin de aumentar su poder: utilizaba los asesinatos como una excusa para fortalecer su posición.
Pony reflexionó un buen rato sobre las consecuencias que podía tener el nuevo título de De’Unnero. Iglesia y Estado quedaban concentrados en un solo hombre. Y al contemplar a los soldados y a los monjes trabajando juntos en el transbordador, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Cuando se hubo autorizado la entrada en Palmaris a aproximadamente la mitad de los pasajeros y se hubo devuelto a la otra mitad a bordo para obligarla a regresar a Amvoy, la atención de soldados y monjes se dirigió hacia otro lugar. De camino hacia la salida de los muelles, se detuvieron bastante rato para molestar con preguntas, insultar e incluso escupir a un grupo de jóvenes behreneses que jugaban en la calle. La parte sur de los muelles de Palmaris era, desde hacía muchas décadas, un enclave de los behreneses. Durante todos los años que Pony había vivido en Palmaris, la gente de la ciudad miraba a los behreneses, incluso a los sacerdotes yatoles, con compasión y fraternidad; en especial, los monjes de Saint Precious, a los cuales se les veía a menudo por los muelles con paquetes de comida y ropa para ayudar a los behreneses recién llegados a instalarse con cierta comodidad en una ciudad extraña.
¡Cómo habían cambiado los tiempos! Pero no era sólo la pobre gente que vivía en los muelles o los viajeros con menos relaciones que trataban de entrar en la ciudad los que tenían problemas con las nuevas normas.
Pony cruzó Palmaris a toda prisa y entró en la zona de pronunciadas pendientes situada en la parte oeste de la ciudad, donde residían los ciudadanos más ricos. En El Camino de la Amistad, la noche anterior, uno de los contactos de Belster había mencionado que ocurría algo extraño en aquel barrio, y el rumor fue confirmado por lo que Pony oyó por casualidad a un hombre en el muelle del transbordador.
Pony no tardó en ver aquello de lo que hablaban el informador de Belster y el hombre del muelle. Observó a un grupo de aproximadamente una docena de soldados de la ciudad y tres monjes abellicanos que paseaban descaradamente por el Camino Bildeborough, la avenida principal de aquel barrio de Palmaris. Afortunadamente, Pony los vio antes de que ellos la divisaran y se agachó tras uno de los numerosos setos que había en el barrio. Sin apenas atreverse a respirar, la joven se reprochaba a sí misma haber ido allí de forma física en lugar de haber utilizado la piedra del alma para espiar espiritualmente la zona.
Entonces, mientras el grupo se acercaba, se dio cuenta de que uno de los monjes estaba usando una gema roja.
—Granate —susurró en voz baja.
Granate, la vista del dragón, era la piedra que se empleaba para detectar emanaciones mágicas. ¡El grupo estaba intentando localizar gemas mágicas!
Pony los vio detenerse ante una puerta. Uno de los soldados golpeó con el guantelete metálico la gran campana de la entrada. Un par de guardias de la casa aparecieron casi inmediatamente. En cuestión de segundos, la conversación alcanzó un volumen suficiente como para que Pony pudiera entenderla, pese a estar a varias puertas de distancia.
—No vamos a seguir discutiendo con simples guardaespaldas de un mercader —afirmó el soldado que había golpeado la campana—. Abrid la puerta de par en par por orden del obispo de Palmaris, o la derribaremos, y haremos lo mismo con cuantos se nos pongan delante.
—Y no creas que vuestro amo os va a proteger con sus trucos de magia —indicó otro soldado—. Con nosotros vienen hermanos de Saint Precious que sabrán de sobra repeler tales ataques.
Tras unos pocos empujones más y unos pocos gritos más, los guardias de la casa abrieron la puerta. Pidieron que sólo entraran uno o dos de los hombres para hablar con su amo, pero el grupo entero se abrió paso con brusquedad. Al cabo de unos minutos, salieron rodeando a un hombre de mediana edad, vestido con ricas ropas. Uno de los monjes llamó la atención de Pony, pues llevaba en la mano un vistoso tocado, una corona con resplandecientes gemas incrustadas.
La mujer dedujo que algunas de esas piedras debían de tener propiedades mágicas, pues había oído decir que los mercaderes compraban piedras a la Iglesia y que mediante alquimia u otras gemas las convertían en objetos mágicos. Aquella corona del mercader, sin duda, contenía mucha energía mágica. Pony creía que eso era lo que había atraído a aquel grupo hasta aquella puerta. ¡Cómo se alegraba de no haber ido allí espiritualmente!
El grupo se fue —y Pony suspiró algo más aliviada— en dirección oeste; bajó por una calle ancha que llevaba a Chasewind Manor, el antiguo hogar de la gobernante familia Bildeborough, pero que entonces, a decir de todos, era la residencia del abad, el obispo De’Unnero.
—¡Qué raro! —murmuró Pony para sí mientras regresaba a zonas más céntricas y concurridas de la ciudad.
La joven se dijo a sí misma que De’Unnero podría tener muchas razones para detectar el uso de magia en aquellos tiempos peligrosos, pues la guerra había terminado hacía muy poco y todavía eran recientes las muertes de los dos anteriores líderes de la ciudad. Pero sospechaba que aquella búsqueda constante por toda la ciudad tenía otro propósito.
El obispo la estaba buscando a ella.
—Prima, si eres sensata, aunque sé que no lo eres, depondrás tu enfado antes de llegar a Chasewind Manor —dijo Shamus Kilronney a Colleen.
Todavía no habían acabado de cruzar la puerta norte de Palmaris cuando unos centinelas empezaron a chismear sobre los numerosos cambios que habían tenido lugar en la ciudad. Shamus y Colleen se habían dirigido directamente a Saint Precious para hablar con el nuevo abad, pero los habían obligado a darse la vuelta, regresar al cuartel y esperar a que los convocaran.
La espera fue larga, y entretanto lo único que Shamus pudo hacer fue simplemente mantener a raya a Colleen. Rumores y más rumores iban filtrándose hasta ellos: el abad había sido nombrado obispo, lo que le confería poderes de abad y de barón; el nuevo obispo había fijado su residencia en Chasewind Manor; utilizaban a los soldados de Colleen como escoltas en misiones de la Iglesia. A cada rumor la intranquilidad de Shamus y Colleen iba en aumento; especialmente, la de la mujer, que seguía muy alterada por la muerte de su adorado barón, y aquella serie de novedades era más de lo que podía resistir.
Por fin, después de más de una semana de haber regresado a Palmaris, la pareja fue convocada a Chasewind Manor para informar al obispo Marcalo De’Unnero. Una hueste de monjes los recibió en el patio, donde tuvieron que esperar durante más de una hora. Entraron otros soldados de aspecto imponente y un magnífico carruaje. Shamus reconoció que era uno de los del rey; el capitán no conocía a los dos hombres que bajaron del vehículo, pero sabía que venían de la corte del rey Danube y que, desde luego, eran importantes emisarios.
Pasaron ante de ellos sin decir palabra, ni siquiera dedicaron una inclinación de cabeza al capitán de los Hombres del Rey.
—¿Cuánto tiempo tienen intención de hacer que esperemos? —preguntó Colleen en voz alta antes de que aquellos dos hombres hubieran entrado en la casa; pero ellos no le hicieron caso alguno, ni tampoco los monjes. De hecho, la única respuesta que recibió llegó de su nervioso primo.
—Nos tendrán esperando tanto tiempo como convenga a los nobles —la reprendió Shamus—. No has entendido el lugar que nos han asignado o el posible castigo si nos salimos de él.
—¡Bah! —resopló Colleen—. Acabarás obligándome a hacer reverencias y formular súplicas. Y a decir «sí, señor» y «no, señor», y «¿me permitiría limpiarle la baba de la barbilla, señor?».
—No entiendes a la nobleza.
—He servido al barón durante diez años —arguyó Colleen.
—Pero Rochefort Bildeborough era un hombre de Palmaris, no de la corte de Danube Brock Ursal —puntualizó Shamus—. ¡Esos nobles tendrán tu respeto o tendrán tu lengua, o algo peor!
Colleen escupió al suelo, muy cerca de los pies de uno de los monjes. Miró a sus compañeros soldados, muchos de los cuales habían sido guardias de la casa de la familia Bildeborough, y se consoló al ver sus expresiones ceñudas y comprender que se debían a que tampoco ellos estaban contentos. Todos habían servido a Rochefort Bildeborough durante años; todos habían llegado a respetar a aquel hombre como líder, e incluso a quererlo.
Apareció un monje por la puerta frontal de la casa señorial, con un rollo de pergamino en la mano.
—¡Shamus Kilronney —exclamó—, capitán de los Hombres del Rey! ¡Y Colleen Kilronney, de la guardia de la ciudad!
—Procura que no te traicione tu temperamento —susurró Shamus mientras él y Colleen avanzaban hacia aquel hombre.
—Si no me controlo, querido primo, estoy segura de que me pegarás un corte —repuso con un gruñido—. Espero ser capaz de fingir antes de que lo hagas.
Shamus la miró con dureza y enojo.
—Ya verás cómo lo hago —dijo, tozuda, la mujer, como si lo desafiara.
La discusión acabó ahí, y Shamus respiró algo más tranquilo, porque en el interior de la casa se les acercó un grupo de soldados armados, a los que Colleen no conocía, y muchos monjes abellicanos, de rostros severos, que les exigieron sus armas. Shamus obedeció con presteza, pues sabía que en la corte del rey sólo se permitía llevar armas a unos guardias especialmente asignados. Colleen dio una palmada en la mano del monje que se disponía a cogerle el arma y desenvainó la espada de forma amenazadora. El monje saltó hacia atrás y se preparó para pelear, y varios soldados echaron mano a las empuñaduras de sus espadas.
Pero Colleen se limitó a sonreír. Luego, soltó una carcajada y lanzó al aire la espada, la atrapó a media hoja y la entregó.
—No voy a pelear a tu lado —la avisó Shamus en voz baja mientras se dirigían, escoltados, hacia la sala de audiencias.
—¿Acaso te crees que no lo sé? —repuso Colleen secamente.
La sala de audiencias era amplia, pero a ellos dos no se lo pareció, ya que se apelotonaban allí numerosos monjes y soldados, además de visitantes nobles y mercaderes, todos con la mirada puesta en el joven y fornido obispo. Muchas cabezas se dieron la vuelta para echar un vistazo distraído a los dos soldados: Shamus llevaba el espléndido uniforme de los Hombres del Rey, y Colleen, su desgastada ropa de viaje.
—Te aseguro que no es difícil saber cuál de esos dos viene de la corte del rey —dijo uno de los visitantes, un noble de Ursal, con expresión despectiva.
El obispo le hizo un gesto al noble para que se callara, y su mirada penetrante se encontró primero con la de Shamus y luego con la de Colleen.
Colleen no pudo menos que admitir que el obispo era impresionante, y su mirada, potente e intensa. Aquel primer encuentro se convirtió enseguida en una lucha de voluntades, y ambos permanecieron con la vista clavada uno en el otro, sin parpadear, durante un buen rato.
Al fin, el obispo De’Unnero desvió los ojos para mirar al Hombre del Rey.
—¿Eres Shamus Kilronney? —preguntó—. ¿El capitán Kilronney?
El aludido enderezó los hombros.
—Lo soy, señor —contestó.
—Muy bien —dijo De’Unnero—. ¿Estás al corriente de mi nuevo cargo?
Shamus asintió con un gesto de cabeza.
—Y los dos, tanto uno como otro —agregó enseguida, dando una ojeada a Colleen—, ¿comprendéis lo que significa mi título?
—Creo que quiere decir que no hay más Bildeborough —comentó Colleen, mientras recibía un fuerte codazo de Shamus en las costillas.
Pero De’Unnero se limitó a reír.
—Por supuesto, no los hay —dijo con una risita—; ni tampoco había nadie más digno del cargo. Por consiguiente, ahora yo sirvo tanto al rey como al padre abad, en calidad de abad y de barón, es decir, de obispo, mi nuevo título.
—Nos han informado de ello, obispo De’Unnero —se apresuró a decir Shamus, antes de que Colleen se descolgara con algún comentario sarcástico.
—Y dado el desorden que reina en la ciudad, el rey Danube ha considerado necesario prestarme un contingente de sus soldados —explicó el obispo.
—Comprendo —respondió Shamus—. Y por supuesto, mis hombres y yo estamos a tu completa disposición —continuó para expresarle de forma protocolaria la debida obediencia.
—Por supuesto —repitió el obispo—. ¿Y tú qué dices, Colleen Kilronney? He oído a muchos de los guardias de Chasewind Manor hablar en tono elogioso de ti. Desde luego, también he oído muchos rumores acerca de que Colleen Kilronney no estaría de buen humor al volver del norte y descubrir los cambios ocurridos en la ciudad.
Los ojos de Colleen se abrieron desmesuradamente, sorprendida de la forma tan directa con que el nuevo obispo había puesto la cuestión sobre la mesa. Se dispuso a contestar, pero De’Unnero la detuvo.
—Comprendo tu enfado —le dijo—. Me han dicho que no había nadie más leal al barón Rochefort Bildeborough. Naturalmente, ese sentimiento persistirá durante un cierto tiempo después de su muerte. Aplaudo tu lealtad —añadió, y se inclinó hacia adelante en su butaca, de forma que sólo ella y tal vez Shamus pudieran oírlo—, pero no toleraré la menor deslealtad con el sucesor de tu querido barón.
Colleen frunció el entrecejo de forma amenazadora mientras De’Unnero volvía a recostarse en la butaca. Ambos volvieron a mirarse con dureza, y esa vez fue Colleen la que bajó finalmente la vista.
—Necesitaré un completo informe de vuestros viajes al norte —prosiguió De’Unnero sin apartar su imponente mirada de la mujer guerrero—. Lamentablemente, en estos momentos, tengo que ocuparme de otros asuntos.
—Volveremos cuando nos llames —respondió Shamus, y se dispuso a hacer una reverencia, creyendo que había llegado el momento de retirarse.
—No, os quedaréis y esperaréis —le corrigió De’Unnero. Hizo un gesto a uno de los monjes—. Encuéntrales algún lugar, una habitación lateral en alguna parte —le ordenó el obispo con aire ausente.
—¿Estás segura de que era en este ojo? —preguntó Dainsey Aucomb por tercera vez, extendiendo la mano para ajustar el parche en el ojo de Pony.
—El ojo derecho —respondió Pony con un suspiro y creciente impaciencia.
Pony se esforzó por disimular su frustración. Dainsey no era una lumbrera, pero tanto la idea como la realización del disfraz habían nacido de ella, y era lo único que permitiría a Pony salir de El Camino de la Amistad. Además, Dainsey había sido una leal trabajadora de Graevis y Pettibwa, una especie de hija, que había llenado el vacío de sus vidas cuando Pony fue enviada al ejército por el abad Dobrinion como castigo por agredir a su marido, Connor Bildeborough. Y más recientemente, Dainsey había resultado de gran ayuda a Belster, le había cedido de buen grado el control de la taberna —que había quedado a su cuidado cuando los Chilichunk habían sido secuestrados por la Iglesia— y se había quedado con él sin queja alguna para ayudarlo a llevar el negocio.
Así pues, Pony, a pesar de su frustración y temor, procuró que no se le notara el enfado.
—¿Dices que era el derecho? —preguntó Dainsey, sinceramente perpleja.
—¡Yo creía que era el izquierdo! —exclamó la voz de Belster, que en ese momento entraba en la habitación.
Pony lo miró con su único ojo y vio en el rostro jovial del posadero una sonrisa más ancha que de costumbre, que se transformó en una sonora carcajada cuando Dainsey, obstinadamente, alargó la mano hacia el parche.
—Era el derecho —dijo Pony con firmeza, apartando la mano de Dainsey.
Se sentía más enojada con Belster que con la mujer, pues sabía que el posadero le estaba tomando el pelo. Dejó de mirarlo, ya que su evidente malhumor todavía lo hacía reír más a gusto. Miró a Dainsey, la agarró con fuerza por la muñeca y le empujó la mano hacia abajo.
—Bueno, el ojo derecho —asintió, al fin, Dainsey—. Tu cuello delgado ya va bien; sin embargo, déjame que te ponga algunos polvos más. No se puede ver ningún cabello dorado, ni el más mínimo destello.
La simple mención del polvo gris hizo que Pony se rascara la sien y se pasara la mano por la tupida melena; sabía que Dainsey tenía razón. Su ayuda le permitía ir cada noche a El Camino de la Amistad como si fuera Caralee dan Aubrey O’Comely, esposa de Belster, forrada con almohadillas para parecer más gorda y vestida con ropa pasada de moda, de forma que parecía veinte años mayor que Jilseponie Ault.
—¿Alguna novedad? —preguntó Pony.
—Nada importante —respondió Belster—. Es como si a nuestro querido Roger Descerrajador se lo hubiera tragado el maldito Masur Delaval —añadió sacudiendo la cabeza con expresión frustrada. Luego, esperó a que Dainsey se hubiera marchado—. ¿Qué hay de los soldados? —preguntó en voz baja Belster— ¿Estás segura de que andaban buscando las gemas?
—Si no fuera así, ¿por qué había monjes con ellos? —repuso Pony—. Y los monjes empleaban el granate, la piedra conocida también como la vista del dragón porque confiere a quien la utiliza el poder de detectar magia.
—Pero para que se puedan detectar las piedras, alguien tiene que estar usándolas, ¿no? —preguntó, nervioso, Belster.
Pony asintió, y el gordo posadero suspiró, aliviado.
—No he utilizado ninguna gema desde que he vuelto —añadió ella—. El hermano Avelyn me dijo en una ocasión que muchos mercaderes compraban gemas a la Iglesia.
—Y ahora el obispo las recupera —dedujo Belster.
—Puede ser verdad en parte —asintió Pony—, pero por encima de todo está buscando gemas porque el hecho de encontrarlas puede conducirlo hasta los amigos de Avelyn Desbris.
—Eso no lo dudo —dijo Belster—, aunque puede tratarse de algo más que de seguir buscándote a ti y al Pájaro de la Noche. No me gustan mucho los rumores que oigo de Saint Precious o de Chasewind Manor, desde que el nuevo obispo ha fijado allí su residencia.
Dainsey regresó entonces cantando una canción —Pony hubiera preferido que se la guardara para ella—, y los dos se callaron. Unos pocos polvos más, un poco de pasta grisácea en la hermosa cara de Pony, y la mujer se retiró unos pasos para admirar su trabajo.
—¿La mujer de Belster? —preguntó Pony mientras saltaba del taburete y se daba lentamente la vuelta con los brazos separados para que pudieran contemplarla mejor.
—¡Vaya, me gustas más con el otro aspecto! —dijo Belster con una risa maliciosa, una risa que se vio cortada en seco por el golpe de alguien que llamaba a la puerta.
—¡Soldados en El Camino de la Amistad! —exclamó, en voz muy baja, Heathcomb Mallory, otro amigo de las tierras del norte que trabajaba en la posada las pocas noches que no bebía allí.
—¿Estás segura de que no utilizaste las piedras? —preguntó otra vez Belster mientras se dirigía hacia la puerta.
Dainsey salió con él de la habitación, pero Pony se limitó a atisbar.
El Camino de la Amistad aquella noche estaba a rebosar, como casi todas las noches, pero el posadero no tuvo ningún problema para localizar a los soldados. Según observó, no sólo iban vestidos con su uniforme completo, sino que además llevaban espadas al costado. Belster se dirigió inmediatamente al extremo de la larga barra más próximo a los tres soldados y empezó a pasarle el trapo, mientras una ancha sonrisa se dibujaba en su cara.
—¡Caballeros! —exclamó—. Es raro ver por aquí a nuestros protectores. ¡Demasiado raro, diría! ¡Pedid lo que os apetezca, paga la casa!
Uno de los soldados se relamió y se apoyó en la barra. Se disponía a decir algo, pero otro le dio un manotazo en el pecho para cortarlo de golpe.
—No nos apetece nada —dijo ese segundo soldado—; esta noche, no.
Si el primer soldado tenía alguna intención de discutir, se le pasaron las ganas cuando un monje de Saint Precious se abrió paso entre la muchedumbre, llegó a donde estaban los soldados y se encaró con Belster.
—¿Eres O’Comely? —preguntó el monje de modo terminante.
—Belster O’Comely —respondió el posadero, cuya voz sonó tan amable como siempre, aunque la falta de respeto de aquel hombre, que apenas tenía la mitad de sus años, le hizo apretar los dientes.
—¿Y cómo adquiriste la taberna? —preguntó el monje—. ¿Conocías a los antiguos propietarios?
Antes de que Belster pudiera responder, se acercó Dainsey contoneándose.
—Se la cedí yo —afirmó—. Y bien se la podía ceder, ya que, a decir de todos, los Chilichunk no van a regresar pronto, precisamente.
El monje observó con cuidado a Dainsey, y luego echó un vistazo a los tres soldados.
—¡Oh, no sea tan malpensado! —protestó Dainsey—; ya me habéis llevado en tres ocasiones a vuestras prisiones. ¿Cuántas veces tendréis que oír que yo no soy la mujer que robó las apestosas piedras?
El monje la observó una vez más, y luego volvió a mirar a sus compañeros.
—Ha estado allí —admitió uno de los soldados, y su rubor mostró que había sido uno de los muchos que habían interrogado a Dainsey.
—¿Han robado alguna piedra preciosa? —preguntó Belster con aire inocente mientras miraba a Dainsey como si no tuviera ni idea de lo que ella estaba hablando.
El monje lo miró atentamente.
—Había en el norte un hombre y una mujer de los que se decía que tenían ciertos poderes mágicos —admitió Belster.
El posadero sabía que las historias sobre las hazañas del Pájaro de la Noche y de Pony en aquellos días eran populares en Palmaris, e indudablemente el obispo y sus lacayos las habían oído.
—¿Eso quiere decir que eres del norte? —preguntó el monje.
—De Caer Tinella —mintió Belster, pues creyó que vincularse a Dundalis era peligroso—. Pensaba volverme allí hasta que la señorita Dainsey, aquí presente, nos ofreció a mí y a mi mujer una nueva vida en Palmaris, en El Camino de la Amistad.
—¿Y qué sabes de ese hombre y de esa mujer del norte? —preguntó el monje.
Belster se encogió de hombros.
—No mucho. Huíamos hacia el sur y oímos que nos habían ayudado a escapar de los monstruos, eso es todo. Realmente, no los he visto nunca; quizás haya visto al hombre, aunque de muy lejos, majestuosamente montado en un imponente caballo negro.
—¿Majestuosamente? —repitió el monje con sarcasmo—. Es un ladrón, maese O’Comely; deberías elegir mejor a tus compañeros.
—No era un compañero —insistió Belster—; sólo alguien que me ayudó, a mí y a muchos otros, a huir de los monstruos —agregó.
Mientras hablaba con respeto del supuesto proscrito, advirtió las expresiones de los cuatro hombres, que oscilaban entre el desdén y la intriga. El posadero se alegró de tener la ocasión de aumentar la fama de su amigo Elbryan y de sembrar la semilla de la duda entre los fieles peones del obispo.
Pony salió, entonces, de la trastienda y se situó, con audacia, junto a Belster.
—¿Les ofreciste alguna bebida? —le preguntó al voluminoso hombretón mientras le agarraba el brazo.
—Mi esposa Caralee —explicó Belster.
—¡Ah, padre! —dijo Pony al monje—, ¿no llevarás alguna piedra maravillosa contigo? ¿Crees que podrías curarme el ojo? Me lo desgarró la punta de una lanza de un trasgo, ¿sabes?
Una expresión agria se dibujó en el rostro del monje.
—Ven a la abadía —dijo hipócritamente—; tal vez uno de los veteranos… —añadió. Luego, agitó la mano para despedirse y, con un gesto, indicó a los soldados que lo siguieran.
—En mi opinión, te arriesgaste bastante —le dijo Belster a Pony en voz baja cuando los soldados y el monje hubieron dado la vuelta para irse.
—No tanto —repuso Pony, serenamente, mientras miraba cómo se alejaban—. Si me hubieran reconocido, habría tenido que matarlos.
Dainsey jadeó.
—¿Y si te hubieran invitado a ir con ellos a Saint Precious? —preguntó Belster con calma.
—¿Para curarme el ojo? —se burló Pony—. Eso no lo hace la Iglesia de la cual se escapó Avelyn; la Iglesia que asesinó a mi familia y torturó a Bradwarden. Los abellicanos ayudan cuando necesitan ayuda, y sólo la prestan a aquellos que pueden devolverles el favor con oro o poder.
La frialdad de su voz produjo escalofríos a Belster y trató de cambiar de tema.
—Y una vez más tenemos que dar las gracias a Dainsey —comentó en tanto se volvía hacia aquella mujer más bien pequeña, que hizo una reverencia bastante torpe.
—Es cierto, Dainsey —dijo Pony con sinceridad—. Desde mi llegada me has ayudado mucho; ahora comprendo por qué Graevis y Pettibwa te querían tanto.
Dainsey se sonrojó intensamente, soltó una risita tonta, se dio la vuelta para recoger una bandeja y se dirigió a unos clientes que la llamaban con señas desde una mesa cercana.
—Es una buena chica —observó Belster.
—Y eso, desgraciadamente, puede matarla —dijo Pony.
Belster tenía ganas de reprenderla por su osadía, pero no pudo. Parecía que en los últimos días, los hombres del nuevo obispo, tanto soldados como monjes, estaban en todas partes; era como si husmearan en torno a Pony y, por supuesto, en todo Palmaris.
El monje dejó a Shamus y a Colleen en una habitación lateral, provista sólo de tres pequeñas sillas y de una diminuta chimenea. No estaba encendida y por ella se colaba un aire muy frío.
Shamus se sentó en una silla, se puso las manos detrás de la cabeza, se inclinó para apoyarse en la pared y cerró los ojos. Habituado a las costumbres de los nobles, el capitán sabía que la espera podía ser muy larga.
Colleen, como era previsible, estaba mucho más inquieta; iba de un lado para otro de la habitación, se sentaba y se volvía a levantar de un salto. A pesar del ruido que hacía, a pesar de la fuerza con que pateaba con sus pesadas botas en el piso de madera, no podía conseguir la menor reacción de su primo, lo cual, naturalmente, no hacía más que aumentar su enojo e impaciencia.
Al fin, después de haber transcurrido más de una hora, se sentó: apoyó una silla en la pared y se quedó mirando la puerta con suma atención.
Pasó otra hora. Colleen empezó a quejarse, pero Shamus se limitó a abrir un ojo soñoliento y a recordarle que el obispo De’Unnero era el que mandaba en la ciudad, tanto en el aspecto seglar como en el espiritual, y que ciertamente ellos dos no figuraban entre sus mayores prioridades.
Colleen soltó otro gruñido y se inclinó hacia atrás con los brazos cruzados sobre el pecho y las mandíbulas apretadas.
Transcurrió otra hora, y luego otra más. Colleen se levantó y se puso a pasear para volver a sentarse al poco rato en repetidas ocasiones. Pero se ahorró sus sonoros gruñidos, ya que eran inútiles: Shamus dormía profundamente.
Finalmente, la manecilla de la puerta empezó a moverse. Colleen se levantó de un salto y se apresuró a pegarle una patada a Shamus. Este abrió los ojos mientras la puerta giraba y, con gran sorpresa, ambos vieron que no se trataba de un mensajero, sino del obispo De’Unnero en persona.
—Quédate sentado —le ordenó a Shamus, e hizo una seña a Colleen para que también se sentara; pero el obispo no se sentó, sino que permaneció encumbrado sobre ellos.
—Quiero que me contéis con todo detalle vuestra estancia en las tierras del norte —explicó De’Unnero—. No necesito saber nada de las batallas contra los monstruos, ni ninguna característica del entorno. Me preocupa más saber con quién os habéis aliado en esas latitudes; sobre todo, guerreros que pudieran ayudarnos si las tinieblas volvieran a cernirse sobre nosotros.
—Nada más fácil —respondió, diligente, Shamus—: el Pájaro de la Noche y Pony dominaron las batallas en los bosques.
De’Unnero se echó a reír de repente, divertido, al ver cuán sencillo había sido obtener tan codiciada información. Con una simple pregunta había averiguado el paradero de las dos personas más buscadas por la Iglesia abellicana.
—Sí, el Pájaro de la Noche y Pony —ronroneó. Entonces, se fijó en la otra silla y la arrastró para acercársela—. Habladme de ellos. Quiero saberlo todo.
Shamus miró a Colleen con el rabillo del ojo, con expresión tan curiosa y preocupada como la de la mujer, pues ambos detectaron algo extraño en el tono del obispo. A Colleen le pareció que aquel hombre sentía una avidez desmesurada por la información, que estaba demasiado impaciente por saber cosas de los dos héroes, habida cuenta de la razón aducida.
—¿Estaban los dos en Caer Tinella cuando llegasteis? —urgió De’Unnero a Shamus—. ¿O llegaron después?
—Ambas cosas —contestó el soldado con sinceridad—. Los dos estaban en el norte mucho ante de nuestra llegada, pero no se hallaban realmente en Caer Tinella cuando mis soldados entraron en el pueblo.
—Hasta… —insistió el ansioso obispo.
Shamus se llevó la mano a la barbilla mientras trataba de recordar la primera vez que se había encontrado con el Pájaro de la Noche y su hermosa compañera. No podía acordarse exactamente de la fecha, pero sabía que había sido a principios de Calember.
De’Unnero lo acució en varias ocasiones y, a los ojos de los dos perspicaces soldados, se puso claramente en evidencia que el obispo tenía por los dos héroes más interés del que podría derivarse de hipotéticas alianzas.
Al fin, el obispo creyó haber oído lo suficiente acerca de la fecha en que había tenido lugar el primer encuentro y empezó a urgir a Shamus, y después a Colleen, con mayor insistencia sobre el comportamiento de la pareja. Incluso habló de un centauro: ¿lo habían visto? Y cuando Shamus explicó que habían oído rumores de semejante criatura pero que no la habían visto personalmente, De’Unnero se alegró en grado sumo.
—Un momento, ¿acaso no fue un hombre caballo el que fue arrastrado a través de Palmaris por tus compañeros monjes de aquella ruidosa caravana de Saint Mere Abelle? —preguntó Colleen.
—Sería prudente que tuvieras más cuidado al referirte a mis sagrados colegas —la avisó De’Unnero, pero volvió a animarse en cuanto se ocupó otra vez de los fugitivos—. ¿Y esos dos, el Pájaro de la Noche y Pony, están todavía en Caer Tinella?
—Allí deben de estar, o justo al norte de ese lugar —admitió Shamus—. Tenían la intención de guiar una caravana hacia las Tierras Boscosas, aunque el viaje estaba planificado para poco antes del inicio de la primavera.
—Interesante —musitó De’Unnero mientras se acariciaba la barbilla y su mirada adquiría una expresión ausente.
Luego, se puso en pie, levantó la mano para que los otros dos no lo hicieran y se encaminó hacia la puerta.
—Podéis iros —explicó—. Volved a vuestros cuarteles y no habléis de esta conversación con nadie; con nadie, ¿me oís bien?
Y luego, se marchó, dejando a Shamus y Colleen perplejos y sentados en las sillas.
—Así que tu amigo y su chica son unos proscritos para la Iglesia —comentó Colleen después de un buen rato—. ¡Vaya palo para ti!
Shamus no contestó y se limitó a mirar nerviosamente hacia la puerta.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Colleen en tanto se ponía de pie y prácticamente lo obligaba a levantarse de la silla.
Una vez recuperada la calma, Shamus se alisó la chaqueta e irguió los hombros.
—No sabemos nada de eso —dijo con firmeza—. Ni una sola vez el obispo ha indicado que el Pájaro de la Noche y Pony sean proscritos.
—¡Ah!, pero queda el pequeño detalle del centauro —observó Colleen, obviamente divertida con la angustia de su presumido primo—. El centauro tachado de proscrito por la Iglesia, hecho prisionero por la Iglesia, y luego arrebatado de las manos de la Iglesia. Parece que tus amigos tomaron parte en todo eso, de modo que ¿qué piensa hacer el capitán Shamus, de los Hombres del Rey?
—Serviré a mi rey —respondió con frialdad, dirigiéndose hacia la puerta—, y tú harás lo mismo.
—¿A tu rey…, o al obispo? —inquirió Colleen mientras lo seguía.
—El obispo habla en nombre del rey —fue la breve réplica.
Colleen aflojó el paso y dejó que se alejara de ella para tener la ocasión de observarlo detenidamente. Sus movimientos mostraban una perceptible angustia y pensó que Shamus, por su ciega devoción, tenía bien merecido un poco de inquietud. Sabía que en su primo había ido creciendo un sincero afecto y un profundo respeto por el Pájaro de la Noche y por Pony, y que entonces estaba pasando un mal momento al tener que digerir la idea de que aquellos dos no eran, en absoluto, lo que le habían parecido, o tal vez que eran mucho más de lo que le habían parecido.
Para Colleen, las sensaciones eran más viscerales. No le importaba que el Pájaro de la Noche fuera un proscrito a los ojos del obispo De’Unnero. De hecho, su respeto por aquel hombre y por Pony había aumentado. Ella era un soldado del barón, no del rey, y dado que su querido barón había chocado con la Iglesia justo antes de su muerte, los asombrosos cambios en Palmaris no eran, en modo alguno, de su gusto.
«Cualquier problema que puedan causar el Pájaro de la Noche y su amiga me complacerá en gran medida», pensó mientras sonreía, satisfecha.
En Shamus, la reunión con De’Unnero había despertado pensamientos mucho más perturbadores. En las historias que la gente de Caer Tinella le había contado sobre el guardabosque y durante el tiempo que pasó al lado del Pájaro de la Noche, sólo había visto bondad en él; era un verdadero héroe para la asediada gente de las tierras del norte. ¡Sin duda, había algún error! ¡Aquel hombre no podía ser un proscrito!