La fogata ardía con llamas bajas. Eran fugitivos y tenían que tomar precauciones, pero la noche era fría. Braumin había permitido a Dellman que encendiera un pequeño fuego.
Braumin sentía un cierto consuelo al pensar en sus cuatro compañeros. No era algo de poca monta que todos hubieran estado de acuerdo en huir de Saint Mere Abelle y, por consiguiente, en abandonar la orden abellicana. Incluso el más joven había sido miembro de la orden durante una década, sin mencionar los ocho años de preparación necesarios para entrar en Saint Mere Abelle, y lanzar todo aquello por la borda…
Braumin advirtió que no era sólo el miedo a la reacción de Markwart lo que los había empujado a desertar, y el hecho de saberlo lo confortaba. Ahogó una risita al pensar en Marlboro Viscenti, el nervioso monje que entonces estaba agazapado junto al fuego mientras movía la cabeza sin cesar para explorar la oscuridad que se abría más allá de la fogata; tal vez para Viscenti el miedo a Markwart había sido causa suficiente.
Braumin recordó las reacciones de los demás cuando les había dicho que se tenían que ir de Saint Mere Abelle con el ayudante de cocina que estaba relacionado, de alguna manera que desconocían, con los que habían ofrecido su amistad a Avelyn Desbris y a maese Jojonah. Sus cuatro amigos aún se mostraron más incrédulos cuando les contó cómo había conocido a aquel hombre: ¡pensar que había sido el hermano Francis quien lo había puesto en su camino! Y sin embargo, al confiar en la decisión de Braumin, al abandonar Saint Mere Abelle con él, los cuatro jóvenes monjes habían superado la prueba más importante y difícil de sus vidas. Mucho antes de esa última crisis, se habían unido a Braumin para favorecer la causa de Avelyn y Jojonah, pero hasta aquella misma mañana su actividad no había consistido más que en una serie de conversaciones y reuniones secretas llenas de quejas, en las que incluso ocultaban las sensaciones que habían experimentado al ver a Jojonah en la hoguera. Markwart se disponía a ir tras ellos. Todos habrían tenido que enfrentarse a un dilema desesperado: o apretar filas junto a Braumin y ser ejecutados, o traicionar la palabra y el espíritu de Jojonah.
Braumin no estaba seguro de qué camino podrían haber tomado sus amigos si ese crítico momento hubiera llegado. Quería creer que se habrían quedado a su lado y habrían aceptado el juicio inmoral de Markwart, tal como hizo Jojonah. Quería creer que también él se habría mantenido firme. Pero afortunadamente el hermano Francis les había propuesto una tercera opción y, por lo menos, había pospuesto aquella suprema prueba de fe.
Pues Braumin Herde no dudaba que Markwart los perseguiría y, si los atrapaba, estaban definitivamente perdidos.
Braumin decidió que en ese momento tenía que pensar en lo que les aguardaba en la carretera, tenía que centrarse en la esperanza de encontrar a los misteriosos amigos de Avelyn Desbris y corroborar todo lo más querido por él.
Miró hacia Roger Billingsbury, que estaba sentado solo, al otro lado del campamento, dibujando en el suelo con un palo. Braumin no se sorprendió al comprobar que el joven había dibujado un rudimentario mapa de la zona, en el que unos guijarros representaban Saint Mere Abelle, el Masur Delaval, Palmaris y algunos otros puntos más al norte.
—¿Tu casa? —preguntó Braumin mientras señalaba aquellos últimos lugares.
—Caer Tinella —respondió Roger— y Tierras Bajas. Dos pueblos del extremo norte de Honce el Oso. Fue en Caer Tinella donde encontré por primera vez a Elbryan, conocido como el Pájaro de la Noche.
—Amigo de Bradwarden —dijo Braumin.
—Nunca he coincidido con el centauro —admitió Roger—, aunque lo vi una vez, atado a la parte de atrás de una veloz caravana que se dirigía hacia el sur, a Palmaris.
Braumin Herde inclinó la cabeza para asentir. Él iba en aquella caravana que regresaba de la montaña de Aida.
—¿Y ese Pájaro de la Noche es un discípulo de Avelyn Desbris? —preguntó.
—Era amigo de Avelyn —contestó Roger—, pero, en realidad, su compañera, Jilseponie, a la que él llama Pony, es la verdadera discípula del monje. Nadie en todo el mundo puede convocar mayores poderes mágicos.
Braumin lo miró con escepticismo.
—Comprendo las dudas de alguien que se ha pasado la mayor parte de su vida en una abadía —respondió, sereno, Roger—, pero ya lo comprobarás.
Braumin estaba impaciente por conseguirlo. Esperaba con suma inquietud conocer a la discípula de Avelyn.
El hermano Dellman, que parecía tranquilo en comparación con los otros, se les acercó y se agachó para examinar el mapa de Roger.
—¿A qué distancia de Palmaris se encuentran esos pueblos? —preguntó Braumin.
—A una semana a paso rápido —respondió Roger.
—¿Y allí encontraremos a los amigos de Jojonah? —dijo Dellman.
Roger se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Con el tiempo templado, es posible que ya hayan salido hacia Dundalis, su antiguo hogar, en las Tierras Boscosas —añadió, y mientras hablaba señaló un punto en el mapa, al norte de Caer Tinella.
—¿Otra semana, entonces? —preguntó Dellman.
—Por lo menos —respondió Roger—. Dundalis está aproximadamente a la misma distancia, hacia el norte, de Caer Tinella que Palmaris lo está hacia el sur. Sólo hay una carretera de Caer Tinella hacia el norte, no muy buena precisamente, y no sé si estará practicable. Incluso antes de los monstruos y del demonio Dáctilo, la carretera a las Tierras Boscosas se consideraba peligrosa.
—Si allí es donde podemos encontrar al Pájaro de la Noche y a Jilseponie, allí tenemos que ir —declaró Braumin.
—Tengo tanto interés en dar con ellos como tú —le aseguró Roger—, pero no podemos estar seguros de dónde se encuentran. Son fugitivos de la Iglesia abellicana, y no es para tomárselo a broma. Podrían estar en el norte o podrían estar en Palmaris. Me aventuraría a hacer una suposición razonable: Bradwarden, por lo menos, estará en el norte, ya que un centauro no se puede esconder fácilmente por las calles de una ciudad…
En el rostro de Braumin se dibujó una sonrisa, pero Dellman miraba a su alrededor.
—¿Es prudente hablar abiertamente de todo esto? —preguntó, nervioso.
—¿Tienes miedo de que tengamos visitantes espirituales? —le preguntó Braumin.
—Es posible que el hermano Francis nos haya dejado salir con Roger de Saint Mere Abelle para seguir nuestros movimientos y encontrar a esos dos amigos de Avelyn —explicó Dellman.
Roger frunció el entrecejo, pero Braumin no se inmutó.
—Confío en Francis en este asunto —respondió—, aunque no sé muy bien por qué. Ciertamente, hasta ahora, no me ha dado ningún motivo de confianza, pero en esta ocasión parece sincero.
—Para disimular que es un agente al servicio de Markwart —dijo Dellman.
Braumin Herde sacudió la cabeza.
—El padre abad podría haber conseguido lo que temes utilizando sólo a Roger. De hecho, la empresa hubiera resultado más simple, pues Roger, que no está versado en el conocimiento de las gemas, jamás habría sospechado que los monjes lo podían seguir espiritualmente.
Dellman sonrió admitiendo el argumento.
—Por lo que respecta a Francis —prosiguió Braumin—, creo que la historia del perdón de maese Jojonah es verdad, pues el anciano pasó ante él cuando lo sacaron a rastras de la asamblea de abades. Realmente es muy posible que el bondadoso maese Jojonah lo perdonara.
—¿Acaso no es ese el núcleo de lo que nosotros somos? —preguntó el hermano Dellman.
Braumin asintió con un gesto.
—Y por eso —añadió— trastornó tanto al hermano Francis mirar cómo maese Jojonah moría de forma tan horrible. Quizá sacudió los cimientos de su mundo.
—Tu premisa es correcta, hermano, pero tus conclusiones… —repuso Dellman mientras sacudía la cabeza para expresar su falta de convencimiento—. Francis odiaba a maese Jojonah; quedó muy claro en nuestro viaje a la montaña de Aida, y creo que aún te odia más a ti.
—Tal vez a quien odia más es a sí mismo —contestó Braumin, que miraba fijamente el vacío nocturno, seguro de que se trataba de un vacío real.
El hermano Dellman siguió aquella mirada dirigida a la oscuridad. No estaba tan seguro como Braumin, pero, en realidad, no tenía importancia. Todos sabían que el padre abad los habría ejecutado si se hubieran quedado, o los habría forzado a terribles confesiones y retractaciones: el precio que habrían pagado para salvar sus cuerpos hubieran sido sus almas. Tanto si Markwart los pillaba en la carretera como si se les hubiera echado encima en Saint Mere Abelle, el final sería el mismo.
Dellman y los demás sólo podían esperar que la opinión de Braumin sobre Francis fuera acertada.
Maese Theorelle Engress era probablemente el monje más bondadoso y amable que el hermano Francis jamás había conocido. De una modestia absoluta, Engress era tan anciano como Markwart y había vivido en Saint Mere Abelle durante más de cinco décadas. No era un hombre ambicioso y había conseguido su categoría simplemente por antigüedad y no por algún mérito especial. Humilde, generoso y muy respetado por todos los monjes de Saint Mere Abelle y de toda la orden abellicana, Engress se ocupaba de sus quehaceres cotidianos discretamente, sin hablar más que cuando le tocaba hacerlo. Se había sentido muy afligido, decían los rumores, por el proceso y la ejecución de Jojonah, pero, como en todos los asuntos, se guardaba las opiniones para él mismo y sólo discutía si lo consideraba necesario, tal como había ocurrido con la prematura promoción del hermano Francis al rango de inmaculado.
Tal vez por esa razón, el hermano Francis se hallaba al otro lado de la puerta del bondadoso padre a una hora avanzada de la misma noche en que propició la salida de los conspiradores de Saint Mere Abelle.
Maese Engress, en camisa de dormir, no se sorprendió cuando al abrir la puerta se encontró con el hermano Francis en el vestíbulo.
—Tú dirás, hermano —le invitó con educación mientras esbozaba una sonrisa tranquila, aunque era evidente que Francis lo había despertado.
Francis, como entumecido, miró al anciano.
—¿Hay algún problema? —insinuó el padre—. ¿Se trata del padre abad? ¿Acaso quiere verme?
—No se trata de él —dijo Francis, tragando saliva—, sino de mí.
Engress examinó a Francis largo rato. No era ningún secreto que se había opuesto, de forma serena, a la promoción a inmaculado de Francis y que también había hablado recientemente con el padre abad para mostrarle su desacuerdo con los obvios planes de Markwart para elevar al joven monje a la categoría de padre. Engress retrocedió un paso e invitó a Francis a entrar en la habitación.
Francis se sentó en una silla junto a la pequeña mesita de noche, suspiró profundamente y apoyó la barbilla en la mano.
—Comprende que no tiene nada que ver con tus aptitudes —le dijo maese Engress—, ni tampoco con tu carácter.
Francis miró al anciano: los ojos amables, que expresaban una profunda sensatez; la melena de espeso pelo blanco —tan distinta de la cabeza recién rapada de Markwart—; la perplejidad de su rostro.
—No —explicó—; no se trata de mi rango ni de la promoción que me hayan dado o que me vayan a conceder pronto. No tiene nada que ver con la jerarquía de Saint Mere Abelle ni con su política. Se trata de… mí.
Al principio, Engress miró con recelo al sorprendente joven monje, pero, al parecer, llegó a la conclusión de que no era ningún truco de Francis para asegurarse la promoción. El amable padre se sentó en la silla situada frente al preocupado monje, e incluso posó una de sus manos, curtidas por los años, sobre Francis.
—Estás angustiado, hermano —le dijo Engress—. Rezar aliviará tu pesar.
Francis levantó la vista y miró con fijeza y profundidad los sensatos ojos oscuros del anciano.
—Quiero confesarme —dijo.
El asombro de Engress fue obvio.
—¿No sería más adecuado que te confesaras con el padre abad? —le preguntó con calma—. Después de todo, es tu mentor…
—En algunos temas, sí —le interrumpió Francis—, pero no en este.
—Entonces, habla, hermano —dijo gentilmente Engress—. Por supuesto, te daré de buen grado mi bendición si estás realmente arrepentido.
Francis asintió con la cabeza y titubeó de nuevo, tratando de encontrar las palabras correctas; pero no tardó en darse cuenta de que para aquello no las había.
—Maté a un hombre —reveló.
Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para permanecer erguido y con los hombros rectos mientras realizaba tal confesión.
Los ojos de Engress se desorbitaron, pero también supo controlar sus emociones.
—Quieres decir que tus actos contribuyeron a la muerte de un hombre.
—Quiero decir que yo lo golpeé y que murió a consecuencia del golpe —dijo Francis. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo y se mordió el labio para que no le temblara—. En la carretera —explicó—, de regreso desde Saint Precious. La víctima fue Grady, el más joven de los Chilichunk.
—Algo he oído sobre ello —respondió Engress—, aunque me contaron que Grady Chilichunk había muerto simplemente a causa de las rigurosas condiciones del viaje.
—Murió porque lo golpeé… duramente —dijo Francis—. No me proponía hacerlo, por lo menos no quería matarlo —añadió.
Francis, entonces, narró la historia completa; fue un gran alivio. Le contó a Engress que Grady había escupido al padre abad y que él, Francis, sólo había querido proteger a Markwart; sólo había exigido que Grady lo respetara.
Engress permaneció sereno y aseguró a Francis que los delitos contra Dios se cometen con el corazón, no con el cuerpo, y que por tanto, si fue realmente un accidente, la conciencia de Francis podía estar tranquila.
Pero el atormentado Francis no se detuvo allí. Le habló de Jojonah, de la asamblea de abades y de cómo Jojonah lo había perdonado antes de ser arrastrado hasta la muerte. Maese Engress permanecía en actitud serena e indulgente, pero Francis todavía no había terminado. Le explicó lo de Braumin Herde y los demás herejes.
—Los dejé marchar, padre —admitió Francis—. He ido contra los deseos del padre abad Markwart y le he facilitado al hermano Braumin la forma de salir.
—¿Por qué lo hiciste? —inquirió Engress, evidentemente asombrado y no menos intrigado.
Francis sacudió la cabeza, pues no se había contestado esa pregunta ni siquiera a sí mismo.
—No quería que los mataran —admitió—. Parece tan brutal… demasiado brutal para castigar errores de opinión.
—El padre abad no tolerará ninguna herejía —razonó maese Engress—. Hay una larga tradición de tolerancia en la orden abellicana, pero raramente se ha hecho extensiva a aquellos que amenazan sus cimientos más profundos.
—Eso es precisamente lo que me aflige —explicó Francis—, pues comprendo la importancia de mantener la orden segura y unida. Estoy de acuerdo con el padre abad e incluso, aunque no lo estuviera, no me opondría a él; eso, jamás.
—Pero no puedes soportar la contemplación de ejecuciones de monjes compañeros tuyos —afirmó Engress.
Francis no supo qué responder.
—¿Crees que lo que hiciste estaba mal?
—¿A qué acción te refieres? —preguntó Francis.
—Eso lo debes decidir tú —repuso maese Engress—. Has venido aquí para recibir el sacramento de la penitencia y tal vez pueda absolverte de tus pecados, pero para ello es preciso que los confieses claramente.
Francis levantó las manos, completamente perdido.
—Te lo he contado todo —dijo.
—Desde luego que sí —asintió Engress—, pero tu relato fluctúa como un péndulo: unos actos a favor del padre abad y otros en contra.
—¿Y él es la medida de los delitos contra la piedad?
—De nuevo, hermano, eres tú quien tiene que decidirlo. Si viniste aquí en busca de perdón por tus actos en contra del padre abad Markwart, siento decirte que no estás hablando con la persona adecuada. A menos que esas acciones, en tu corazón, sean delitos contra Dios, tendrás que implorar perdón al padre abad, pues yo no puedo hablar en su nombre. Si has venido a pedir perdón por tu conducta en la carretera, entonces yo, como Jojonah, te otorgaré mi bendición, porque es obvio que estás verdaderamente arrepentido de tales actos y porque sólo eres culpable en parte. Si has venido a confesar tus actos en relación con el hermano Braumin, entonces debo pedirte que vuelvas al punto donde tenías que decidir si esos actos eran un delito contra Dios, y en caso afirmativo, si fueron provocados por maldad o por cobardía.
El hermano Francis permaneció sentado en silencio un buen rato. Trataba de asimilar lo que Engress le había dicho y de decidir cuáles habían sido realmente los motivos que lo movieron a actuar. Al fin, demasiado confuso para dilucidarlo, miró a maese Engress con aire desvalido.
—He venido por el ataque a Grady Chilichunk —musitó, pues era lo único que podía contestar con sinceridad.
—Ya te he dado la absolución —respondió maese Engress, levantándose de la silla y ayudando a Francis a hacer otro tanto—. Así pues, que tu corazón se libere de ese pesar. Si crees que hay otras cargas de las que necesitas liberarte, vuelve y habla conmigo. Pero date prisa en escuchar a tu corazón, joven hermano —le dijo mientras le sonreía—, pues soy un hombre viejo, muy viejo, y podría ocurrir que me hubiera ido de este mundo antes de que te aclarases.
Le dio a Francis una palmada en la espalda en tanto lo acompañaba al pasadizo.
—Confío en que esto será confidencial —insinuó Francis, que se volvió para encararse con Engress.
Engress lo tranquilizó.
—Es un sacramento, un pacto entre tú y Dios. Yo no puedo hablar de lo que has confesado porque el mortal maese Engress ni siquiera estaba presente durante tu confesión.
Francis inclinó la cabeza para asentir y se fue.
Engress permaneció en el umbral de la puerta y lo miró hasta que el monje dobló la esquina del pasadizo. El anciano estaba abrumado por la información que Francis le había dado. Había representado su parte en el sacramento a la perfección, distante y sereno: había sido los ojos y los oídos de Dios.
«Casi a la perfección», tuvo que reconocer instantes después. Pensó que había que llevar a cabo actos de expiación, un método de contrición y compensación a la sociedad, por la muerte de Grady Chilichunk. Engress, entonces, tuvo que reprenderse a sí mismo —y prometer sus propios actos de expiación— porque el motivo por el cual no había mandado ningún acto al hermano Francis era simplemente porque no quería llamar la atención sobre aquella entrevista. Si el padre abad Markwart, que siempre tenía a Francis pegado a él, veía al monje realizando actos de expiación, podría preguntar muchas cuestiones espinosas. Engress no se había comportado exactamente tal como le exigía su religión, y eso lo turbaba, como siempre le ocurría cuando daba a cuestiones prácticas más prioridad que al puro ejercicio religioso.
Y además tenía otro problema, pues aunque Engress, como monje, no le contaría a nadie lo que Francis le había dicho, Engress, como hombre, estaba conmocionado. ¡Pensar que semejante conspiración había nacido en Saint Mere Abelle! ¡Pensar que jóvenes hermanos de la orden abellicana, todos buenas personas, se habían reunido en secreto para cuestionar las decisiones del padre abad, quizás incluso para conspirar contra él!
Pero al pensar en la guerra, en lo ocurrido en Saint Precious y en las mazmorras de Saint Mere Abelle, y, por encima de todo, en la horrorosa ejecución de maese Jojonah, Engress se hacía cargo de que hombres de conciencias rectas se unieran para oponerse a la mismísima orden. Engress había sido amigo de Jojonah y, aunque no tenía pruebas para rebatir los cargos que Markwart había lanzado contra él, en el fondo del corazón no podía reconocer al Jojonah que había conocido en el hereje que Markwart pretendía que era.
—Te agarras al poder con demasiada avidez, Dalebert Markwart —murmuró el anciano monje—, y por esa razón aplastas a muchos de tus seguidores entre los dedos.
Maese Theorelle Engress se sentía muy débil y muy viejo. Cerró la puerta, se arrodilló junto a la cama y rezó para pedir consejo.
Después, rezó por el hermano Francis.
Por último, rezó por el hermano Braumin y sus compañeros.
—La marcha de Jilseponie nos ha afectado mucho a todos —dijo Tomás, sombríamente—, al igual que la marcha de Shamus Kilronney y de sus valiosos soldados. Pero ninguno de esos dos acontecimientos ha cambiado nuestro destino, especialmente desde que has afirmado que sigues con la intención de acompañarnos.
—Por supuesto —respondió el guardabosque con un suspiro exasperado, que rozaba la frustración.
Tomás había estado dando vueltas en torno a aquel punto durante mucho rato, tanteando a Elbryan con sumo cuidado.
—Y el tiempo ha sido favorable —prosiguió Tomás—, salvo la tormenta, pero ahora la nieve se está fundiendo rápidamente.
Elbryan sacudió la cabeza y miró a Tomás con fijeza, cuya expresión dejaba bien a las claras que iba a seguir insistiendo.
—Algunos murmuran que deberíamos empezar el viaje —admitió el hombretón finalmente, lo que no causó la menor sorpresa en el guardabosque—. Dicen que ya podríamos haber llegado a Dundalis y tener una buena parte de las cabañas construidas si hubiéramos salido poco después de que Comli y los otros nos dieran las provisiones.
El guardabosque soltó una risita ante la previsible consideración a toro pasado. En efecto, podrían haber llegado a Dundalis hacía días, y a menos que hubieran encontrado muchos monstruos que les bloquearan el paso, podrían haber alzado bastantes cabañas y almacenado suficiente leña como para resistir el más crudo de los inviernos. Pero no podían saber que el tiempo templado iba a durar tanto. Las tormentas de invierno, a menudo, se formaban en la costa, se establecían durante bastante tiempo en el golfo de Corona y provocaban aguanieve y lluvia abundantes en las zonas costeras, y muchos palmos de nieve en las tierras del interior. Si una tormenta hubiera atrapado a la caravana de Tomás en la carretera, Elbryan, que había pasado la mayor parte de su vida en la región, sabía que los pocos que hubieran sobrevivido se habrían visto obligados a regresar a Caer Tinella.
—El suelo apenas está helado —razonó Tomás—, y sigue sin nieve.
—Por lo menos aquí abajo —dijo el guardabosque—. No sabemos lo que podríamos encontrarnos ciento cincuenta kilómetros al norte.
—Probablemente, algo parecido —respondió Tomás sin vacilar—; lo admitiste tú mismo.
Elbryan asintió con un gesto de cabeza, dándole la razón en aquel punto. Él, Juraviel y Bradwarden no habían encontrado señales de tiempo inclemente más al norte.
—Y si esperamos hasta Bafway, es probable que las ruedas de nuestros carruajes se hundan profundamente en el barro de la primavera —continuó Tomás.
—¿Y si nos vamos ahora y se levanta sobre nosotros una gran tormenta? —dijo Elbryan de modo terminante.
—¿Y quién nos asegura que semejante tormenta no pueda asaltarnos en primavera? —arguyó Tomás.
Elbryan quería discutir, quería recordarle que las tormentas de primavera, si bien podían aumentar la capa de nieve, raramente eran tan peligrosas como las de invierno, dado que el tiempo una vez acabada la tormenta casi siempre se templaba y, en cuestión de horas, podía fundirse un palmo de nieve. Y no sólo era la nieve lo que Tomás y los demás debían temer, ya que la temperatura podía bajar bruscamente en invierno y un hombre podía quedarse congelado en el suelo…, aunque ese suelo no estuviera cubierto de nieve.
—Si nos hubiéramos ido después de la primera tormenta de la estación, la única tormenta de la temporada —prosiguió Tomás—, ahora estaríamos confortablemente instalados en Dundalis. Creo, y eso creen muchos otros, que vale la pena intentarlo ahora. El tiempo se mantiene bueno y nada indica que vaya a cambiar. Con el terreno firme y el Pájaro de la Noche como guía, en una semana podemos estar en Dundalis con la madera suficiente como para construir algunas cabañas, reservando una parte para los fuegos que nos protegerán de las inclemencias del invierno, llegado el caso.
Elbryan clavó la mirada en Tomás. Sabía que podía esgrimir en contra muchas razones de tipo práctico, pero también sabía que su amigo haría oídos sordos. Además, en realidad, no estaba muy seguro de que quisiera disuadirlo.
En aquella ocasión, no.
Pony se había ido y lo único que Elbryan deseaba era volver a estar en sus brazos. Tal vez si accedía a los deseos de Tomás y salían inmediatamente hacia Dundalis, antes de que acabara Decambria y de que el año iniciara el mes de Progros, se vería libre de sus responsabilidades con la caravana mucho antes de que el invierno hubiera terminado. El guardabosque sonrió al imaginarse en Palmaris dando una sorpresa a Pony antes del inicio de la primavera.
La sonrisa se desvaneció cuando miró a Tomás y sintió el temor de que su consentimiento se basara sólo en razones egoístas, quizás en detrimento de aquellos rudos hombres dispuestos a ir hacia el norte.
No obstante, aquella misma mañana tanto Bradwarden como Juraviel, en realidad, le habían formulado argumentos similares para salir de una vez hacia las tierras del norte. Ambos se habían dado cuenta de que Tomás quería hablar con él precisamente con tal propósito.
—¿Comprendes que no puedo garantizar nada? —preguntó el guardabosque.
Tomás sonrió ampliamente.
—Si nos pilla una tormenta…
—Somos más duros de lo que supones —repuso Tomás.
El guardabosque exhaló un profundo y derrotado suspiro, y Tomás le correspondió con una efusiva y sonora carcajada.
—No puedo garantizar nada —repitió Elbryan con expresión sombría—. Creo que podemos encontrar, y destruir o evitar, no importa cuántos monstruos, pero no puedo pretender lo mismo con los caprichos de la naturaleza.
—Seguirá en calma y propicia —le aseguró Tomás—; lo noto en mis viejos huesos.
Elbryan asintió con un movimiento cabeza y, a continuación, pronunció las palabras que Tomás Gingerwart y muchos otros se morían por oír desde hacía muchos días.
—Preparad el equipaje.