6

Sin tomar partido

Roger Descerrajador creía que se había vuelto imbécil. Se reprendió a sí mismo porque su juicio estaba distorsionado por la desesperación y la soledad. No obstante, siguió avanzando con tenacidad por el corredor que bordeaba los aposentos del padre abad Markwart, escoba en mano, simulando ostensiblemente —demasiado ostensiblemente— que estaba cumpliendo sus obligaciones.

Se detuvo frente a la puerta del padre abad mientras miraba a uno y otro lado del pasadizo e, incluso, barría un poco.

—Una hora —se susurró a sí mismo para darse coraje.

Los monjes iban a reunirse para vísperas, y probablemente nadie se acercaría por allí en una hora, al menos. Roger había observado con sumo cuidado sus costumbres, noche tras noche, pues sabía que un error significaría para él la tortura y la muerte. Pensó en Elbryan y en Pony, y en el heroico centauro con el que nunca había coincidido, y eso fortaleció su resolución. Echó un último vistazo en cada dirección, se acercó a la puerta y puso una rodilla en tierra.

Hizo honor a su nombre, pues en cuestión de segundos consiguió abrir el sencillo cerrojo. Sorprendido de lo fácil que había resultado penetrar en los aposentos del más alto jerarca de la Iglesia abellicana, reflexionó un momento y sintió un repentino temor de que pudiera haber una trampa mágica o mecánica emplazada en la puerta. Inspeccionó exhaustivamente las junturas de la jamba, pero no encontró nada; luego, volvió a dudar, miró a ambos lados, y suspiró profundamente, pensando que, con toda probabilidad, una trampa mágica no sería físicamente detectable, salvo las cenizas —sus cenizas—, que quedarían allí después de que hubiera estallado.

El obstinado joven emitió un gruñido y empujó la puerta.

Pero no ocurrió nada especial y, una vez dentro, hincó de nuevo una rodilla en tierra para volver a cerrar la puerta. Apoyado en ella para recuperar el aliento y la determinación, dio un vistazo a las salas. Los aposentos de Markwart constaban de cuatro habitaciones. El despacho donde se encontraba era la estancia más grande y el centro del conjunto; había una puerta cerrada a la izquierda, y otra, parcialmente abierta en el lado opuesto de la sala, detrás del gran escritorio, dejaba ver una esquina de la cama del padre abad; una tercera a la derecha, completamente abierta, permitía observar cuatro cómodos sillones sobre una alfombra y frente a una chimenea que ardía lentamente.

Roger cruzó en primer lugar la puerta abierta y entró en el estudio, pero al poco rato volvió al despacho, pues no encontró nada de especial interés, ni siquiera una simple pista de sus amigos desaparecidos. A continuación, se dirigió al dormitorio y halló el diario de Markwart en una mesita de noche. Roger no era un lector experto, aunque una amable mujer en Caer Tinella, la señora Kelso, se había ocupado de enseñarle. La escritura de Markwart era estilizada y fácilmente legible, y Roger pudo hacerse una cierta idea de lo escrito, lo que, de hecho, suponía una verdadera hazaña para quien había llevado la vida de un vulgar campesino de Honce el Oso. Los monjes sabían leer y escribir, al igual que la mayoría de los nobles, el Pájaro de la Noche —adiestrado por los elfos—, Pony y algunos otros individuos excepcionales. Pero muy pocos, menos de dos de cada treinta de los que se llamaban a sí mismos súbditos del rey Danube Brock Ursal, eran capaces de comprender sencillas cartas.

En semejante contexto, Roger Descerrajador era un prodigioso lector. Con todo, encontró muchas palabras que no conocía, y a veces no podía entender la conexión lógica entre las frases. Una lectura rápida del diario no le enseñó nada valioso. Casi todo eran meditaciones filosóficas de carácter personal: el padre abad escribía sus ideas acerca de la preeminencia de la Iglesia abellicana sobre la gente común y sobre los líderes laicos, incluso sobre el rey. Roger se estremeció ante aquellas palabras al recordar con demasiada claridad el asesinato de uno de esos líderes laicos, el barón Bildeborough, el hombre que lo había acogido para que se uniera a su causa contra la Iglesia.

Roger continuó la lectura del libro y, aunque tuvo poca suerte con las partes más sutiles, llegó a la conclusión de que había sido redactado por dos personas distintas; tal vez lo había escrito físicamente una sola mano, pero Roger creía que buena parte del texto había sido dictada. Su convencimiento no se debía tanto a los términos empleados como a diferencias en el tono.

¡O bien lo habían escrito dos personas distintas, o el padre abad se encontraba en un estado de grave confusión emocional!

Roger se preguntó si habría alguna manera de utilizar el diario en contra de Markwart. Quizá podría visitar al rey y enseñarle el libro, y acompañarlo con la denuncia de que ningún powri, sino un monje, había asesinado al abad Dobrinion de Saint Precious, y de que un agente de la Iglesia, y no un animal salvaje, había matado al barón Bildeborough.

Pero Roger era consciente de que sería tratado como un imbécil, incluso con el diario como prueba. Volvió a leer los distintos apartados que pudo localizar con relación al rey y tuvo que reconocer que el autor, el padre abad Markwart, había sido muy cuidadoso en no cruzar la frontera de la traición. Se había limitado a enumerar diferencias filosóficas, pero sin especificar acción alguna contra la corona: eran especulaciones, no pruebas.

Algo más atrajo la atención de Roger: las repetidas referencias de Markwart a una nueva introspección, a una voz en el interior de su cabeza que guiaba su mano. El padre abad creía, sin duda, que estaba hablando directamente con Dios y que era un simple agente del ser supremo.

Roger se estremeció ante tal idea. Contempló bajo una nueva luz la personalidad escindida que reflejaban los escritos y comprendió que no hay ningún hombre más peligroso que el que se cree agente de Dios.

Depositó de nuevo el libro sobre la mesa y abandonó la sala.

Con objeto de dejar el despacho para una última y más completa inspección, acto seguido, Roger se fue hacia la puerta cerrada. Sus sospechas aumentaron al advertir que no estaba asegurada con uno, sino con tres candados. Aún más inquietante le resultó al joven ladrón una protección todavía mayor en dos de los candados: trampas de aguja y resorte.

Roger dedicó un buen rato a examinar las trampas, y luego se puso manos a la obra con dedos expertos y delicadas piquetas. Empezó a desarmarlas, pero de tal modo que cuando se fuera le resultara fácil rearmarlas de nuevo. Roger gruñía mientras transcurrían los minutos y se daba cuenta de la cantidad de tiempo perdido en aquella puerta, pero, con todo, todavía empleó unos instantes a inspeccionarla una vez más, por si había más trampas, antes de dedicarse a los candados. Consiguió que saltaran todos y, a punto de abrir aquella pesada puerta, volvió a pensar en la posibilidad de que encerrara una mágica trampa mortal.

La habitación estaba vacía, salvo por unos candelabros, un gran libro abierto y un curioso dibujo grabado en el suelo; pero el corazón de Roger empezó a latir aceleradamente, la sangre le circuló a toda velocidad y comenzó a jadear. Se sintió rodeado por un aura tangible, mientras una frialdad le penetraba en la espina dorsal y lo invadían una oscuridad de espíritu y una profunda desesperanza. Se limitó a quedarse el tiempo suficiente para leer el título del voluminoso libraco, Encantamientos de brujería. Después, salió corriendo de la sala y se apoyó de nuevo en la puerta cerrada durante largos minutos, hasta conseguir que las manos le dejaran de temblar y así ser capaz de cerrar los candados y montar las trampas otra vez.

Sólo le quedaba el despacho. El gran escritorio tenía muchos cajones y, probablemente, estarían cerrados en su mayoría.

—Debería estar aquí, hermano —dijo en tono de disculpa maese Machuso.

Era un hombrecito rechoncho, cuyas mejillas coloradas parecían envolverle la diminuta nariz. Dejó entrar al hermano Francis en las despensas, y ambos comprobaron que el joven en cuestión no se encontraba allí. El padre iba a rezar las vísperas cuando Francis le había salido al paso, aduciendo una necesidad más perentoria.

—Roger Billingsbury ha estado toda la semana asignado a las despensas.

—Lo siento, maese Machuso —dijo Francis con una sonrisa y una respetuosa reverencia—, pero parece que no está aquí.

—¡Obviamente! —asintió Machuso, estallando en una embarazosa carcajada—. ¡Oh!, intento que sean disciplinados, ya sabes —explicó—; pero la mayoría de los que vienen a trabajar aquí no se quedan mucho tiempo. Lamento decirte que sólo están lo justo para ganar algo con que comprar bebida o tabaco de pipa. Todos los aldeanos conocen nuestro talante generoso y saben que no les va a pasar nada si nos abandonan, incluso volveré a contratarlos si regresan al cabo de unas semanas en busca de trabajo. —El bondadoso padre se echó a reír otra vez—. Si los hombres de Dios no pudieran perdonar las debilidades humanas, ¿quién podría hacerlo?

Francis consiguió dibujar en su rostro una sonrisa forzada.

—¿Aldeanos, dices? —comentó—. Entonces, ¿ese Roger Billingsbury es un aldeano de Saint Mere Abelle? ¿Conoces a su familia?

—No a la segunda pregunta —respondió Machuso—, y también no a la primera. Conozco a la mayoría de la gente del pueblo, y desde luego a las familias más importantes, pero no conozco ningún Billingsbury. Bueno, ninguno salvo al joven Roger, naturalmente. Un buen muchacho. Buen trabajador y, según dicen, tan habilidoso con las manos como con el cerebro.

—¿Ha dicho que es del pueblo? —insistió Francis.

Machuso, sin comprometerse, se encogió de hombros.

—Podría ser —respondió—; sinceramente, no presto demasiada atención a esos detalles. Hay muchos desplazados a causa de la guerra. Han dejado de existir pueblos enteros. Así pues, si el joven Roger pretende ser de Saint Mere Abelle, ¿por qué se lo voy a discutir?

—Por supuesto, no tienes por qué —contestó Francis con otra reverencia—. Y no pongo en cuestión tus métodos, maese Machuso. Si todos nosotros en Saint Mere Abelle fuéramos capaces de atender nuestras obligaciones tan bien como maese Golvae Machuso, es seguro que la vida del padre abad sería más tranquila.

El jovial Machuso soltó otra sonora carcajada.

—¿Hay algún otro sitio adonde pueda haber ido el joven Billingsbury? —preguntó Francis.

Machuso arrugó el rostro mientras reflexionaba, pero no tardó en sacudir la cabeza y en levantar las manos con aire desvalido.

—Si no ha abandonado la abadía, estoy seguro de que volverá a las despensas —indicó—. Ese joven es un buen trabajador.

Francis se esforzó por ocultar su frustración. Esperaba que Roger no se hubiera marchado de Saint Mere Abelle, pues si sus sospechas sobre el joven contratado eran ciertas, Roger podía ayudarle a desembarazarse de algunos problemas muy enojosos. Se despidió muy rápidamente de Machuso y salió corriendo hacia sus habitaciones particulares con objeto de dedicarse a la piedra del alma, que el padre abad había permitido que cogiera de entre las de su colección privada. Tenía que realizar sus propias averiguaciones; enseguida.

Las pistas eran escasas: una hoja de papel desmenuzada, que parecía ser un primer borrador del edicto que había condenado a maese Jojonah y que hablaba de una misteriosa «intrusión y evasión» en Saint Mere Abelle, y otro papel relativo a la persistente conspiración en la abadía. Para mayor frustración, Roger no había encontrado ni un solo compartimiento secreto en el gran escritorio, aunque estaba seguro de que tenía que haber muchos. Pero había llevado la cuenta de los minutos transcurridos con sumo cuidado y sabía que el tiempo se le estaba tirando encima. Volvió a la puerta, echó un último vistazo a la sala para asegurarse de que todo estaba tal como lo había encontrado y, después, silenciosamente, regresó al vestíbulo.

—Tienes que cerrar el candado —dijo una voz desde las sombras en el preciso momento en que Roger se daba la vuelta para hacerlo.

El joven se quedó helado, inmóvil, como si se hubiera petrificado. Sólo movía los ojos, ojeando de uno a otro lado en busca de una salida. Presa del pánico, trató de inventar alguna historia creíble. Captó un movimiento por el rabillo del ojo, se dio la vuelta y se enderezó de repente, escoba en mano, para encararse con el hombre.

—Curiosa herramienta para las despensas, Roger Billingsbury —dijo el hermano Francis con calma.

Roger advirtió por el cíngulo blanco que le ceñía el hábito oscuro que se trataba de un monje de cierta categoría, tal vez un hermano inmaculado.

—Me dijeron que subiera aquí a limpiar…

—Te dijeron que trabajaras en las despensas —le interrumpió el hermano Francis, dispuesto a no perder ni tiempo ni paciencia con tales tonterías.

Con la piedra del alma, el espíritu de Francis había surcado los corredores de la abadía y, por pura casualidad, había llegado hasta el despacho de su superior, donde, con gran sorpresa, había encontrado al joven ayudante de cocina inclinado sobre el gran escritorio.

—¡Ah, sí…, sí! —tartamudeó Roger—, pero el hermano Jhimelde…

—¡Basta ya! —gruñó Francis, haciéndolo callar—. ¿Eres Roger Billingsbury?

Roger bajó un poco la cabeza para asentir, mientras analizaba qué podía hacer. Pensó que podría golpear al monje con la escoba y echar a correr, pues aunque era más voluminoso que él, no parecía fuerte.

—¿Y de dónde eres? —preguntó Francis.

—De Saint Mere Abelle —respondió, sin vacilar, Roger.

—Tú no eres de Saint Mere Abelle —afirmó Francis con frialdad.

—Del pu… pueblo, no de la abadía —tartamudeó Roger.

—¡No!

Roger se puso rígido y agarró la escoba con todas sus fuerzas. Ya en una ocasión había matado a un monje, a un hermano Justicia, y había esperado que tal experiencia no tendría que repetirse.

—No hay ningún Billingsbury en el pueblo de Saint Mere Abelle —insistió el hermano Francis.

—Somos nuevos en la región —repuso Roger—. Nuestras casas ardieron…

—¿Y dónde estaban esas casas? —preguntó Francis.

—En un pequeño pueblo…

—¿Dónde? —exigió Francis. Y enseguida añadió con voz perversamente cortante e intimidatoria—: ¿Cómo se llama? ¿Cuántos habitantes tiene? ¿Cómo se llaman las otras familias?

—Hacia el sur —empezó a decir Roger, pero su mente era un torbellino.

—Eres de algún pueblo del norte de Palmaris —puntualizó el hermano Francis—, a menos que mis suposiciones sean falsas, lo cual no suele ocurrir, te lo aseguro. Reconozco tu acento.

Roger se enderezó y lo miró con dureza, pero poco faltó para que las siguientes palabras de Francis lo derribaran al suelo.

—Eres amigo de los que conocieron a Avelyn Desbris —afirmó el monje—; tal vez eras incluso amigo del hereje.

La mandíbula de Roger se aflojó.

—Pero eso no importa —prosiguió el hermano Francis—. Eres amigo de una mujer llamada Pony y de su compañero, al que llaman el Pájaro de la Noche.

Los nudillos de Roger se volvieron blancos de la fuerza con que asía la escoba. Desesperado, se dispuso a propinar el golpe, pero Francis lo atacó con violencia, agarró el mango de la escoba con una mano y lo golpeó con la otra.

—Imbécil —dijo el monje, arrebatándole la escoba con un hábil giro—. No soy tu enemigo; si lo fuera ya estarías encadenado y de rodillas ante el padre abad.

—Entonces, ¿qué quieres? —osó preguntar Roger, mientras se frotaba la dolorida mejilla, sorprendido de que aquel hombre, que parecía tan normal, pudiera haberlo desarmado y pegado con tanta facilidad.

—Ven, deprisa —le ordenó Francis, mientras se daba la vuelta y se alejaba—. Las vísperas están acabando y no serías nada prudente si dejaras que el padre abad te encontrara fisgando por aquí.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el hermano Viscenti por vigésima vez quizás.

Al igual que en las demás ocasiones, el hermano Braumin no le respondió directamente.

—¿Cuándo se reunirá Dellman con nosotros? —preguntó el monje de más edad.

Viscenti echó una ojeada a la puerta de la habitación de Braumin, como si esperara que Dellman fuera a empujarla de un momento a otro. Luego, sacudió y giró la cabeza con rapidez mientras sus ojos miraban con fijeza.

—Volverá; dijo que volvería —insistió Viscenti, con voz cada vez más alta a causa de la ansiedad.

Braumin dio una palmada en el aire para tratar de calmarlo. Sin embargo, realmente, Braumin comprendía la gravedad de la situación. ¡El hermano Francis, el asesor tal vez más próximo al padre abad Markwart, se había presentado en su reunión!

—¡Deberíamos ir a pedir perdón al padre abad! —exclamó, de repente, Viscenti con frenesí.

Braumin miró con fijeza y frialdad al nervioso monje, enojado ante semejante alternativa. Incluso atado a la estaca y con el fuego ardiendo bajo sus pies, el hermano Braumin Herde no pediría perdón a Markwart. ¿Cómo era posible que Viscenti formulara semejante propuesta si creía de veras en la santidad de Avelyn y de Jojonah?

Pero Braumin se calmó enseguida, pues comprendió el miedo que sentía el monje. Viscenti estaba atemorizado, y no le faltaban motivos para ello.

—Es preferible que nos confesemos culpables de pecar contra la Iglesia abellicana —dijo Braumin con tanta calma como pudo—. Nos reunimos a rezar; nada más. Es preferible que urdamos nuestra historia…

Se detuvo al oír que alguien llamaba a la puerta; los dos se quedaron helados.

—¿Será el hermano Dellman? —susurró Braumin a Viscenti.

—O el hermano Castinagis —respondió el escuálido monje con una voz nasal que era casi un susurro.

Braumin se acercó lenta y silenciosamente a la puerta y pegó el oído con objeto de captar algún indicio sobre quién podía ser.

Sonó otro golpe.

Braumin miró a Viscenti, que se estaba mordiendo el labio inferior hasta casi arrancárselo. Con un desesperanzado encogimiento de hombros, Braumin agarró cautelosamente el pomo de la puerta y exhaló un profundo suspiro, mientras en su imaginación conjuraba imágenes del padre abad Markwart y de huestes de airados verdugos armados que llegaban para llevárselo. Al fin, reunió el coraje necesario y abrió. La puerta crujió y, aunque no se trataba de Markwart y de su gente, el corazón le dio un vuelco.

—Déjame entrar —dijo, tranquilamente, el hermano Francis.

—Estoy ocupado —repuso Braumin.

Francis soltó un bufido.

—Sea lo que sea lo que estés haciendo, te aseguro que esto tiene prioridad —afirmó, empujando la puerta con la mano.

Braumin apoyó el hombro contra la madera e inmovilizó la puerta.

—Te aseguro que no tenemos nada de que hablar, querido hermano —dijo, y se dispuso a cerrar la puerta.

Francis, sin embargo, coló el pie por la abertura.

—¡Querido hermano, estoy muy ocupado! —exclamó con mayor insistencia Braumin.

—¿Preparas la próxima reunión? —preguntó Francis.

—Sí, una reunión para rezar —respondió Braumin.

—Para blasfemar, querrás decir —corrigió Francis con severidad—. Si prefieres discutir conmigo en el pasillo —prosiguió en voz más alta—, no tengo el menor inconveniente. Eres tú el que necesita mantener las cosas en secreto, no yo.

Braumin abrió completamente la puerta, se apartó hacia un lado, y el hermano Francis se apresuró a entrar en la habitación. Después de que el visitante entrara, Braumin asomó la cabeza por el pasillo y, luego, cerró la puerta. Dirigió su atención al interior de la sala y vio que Francis y Viscenti se estaban mirando fija y duramente. Los ojos de Viscenti reflejaban algo salvaje, la mirada de un animal tímido acorralado en un rincón. Por un instante, Braumin creyó que el escuálido monje iba a abalanzarse sobre Francis. No obstante, Viscenti no pudo sostener su mirada y desvió la vista, mientras movía nerviosamente las manos que le pendían a cada lado.

—Se diría que te gusta interrumpir todas mis conversaciones —dijo secamente el hermano Braumin para impedir, a propósito, que Francis continuara clavando los ojos en Viscenti—. Alguien menos confiado que yo podría suponer que me estás vigilando.

—Alguien más sensato que tú comprendería que necesitas que te vigilen —repuso el hermano Francis.

—¿Y eres tú ese hombre más sensato?

—Soy más sensato que los que mantienen conversaciones heréticas en los subterráneos de Saint Mere Abelle.

—Sólo conversamos sobre verdades —dijo Braumin, y sus labios se torcieron para emitir un gruñido mientras daba un paso hacia adelante.

—Sobre mentiras —replicó, con aspereza, Francis sin ceder terreno.

De pronto, el hermano Viscenti se apostó junto a Francis, muy pegado a él, de forma que este quedó entre aquel y Braumin. Los dos conspiradores tenían un aspecto amenazador.

Pero Francis no pareció inmutarse lo más mínimo.

—No he venido hasta aquí para discutir de teología —explicó.

—Pues, ¿a qué has venido? —le preguntó Braumin.

—A prevenirte —dijo Francis de modo terminante—. Estoy enterado de lo de vuestro grupo y sé que os dedicáis a honrar la memoria de los herejes Jojonah y Avelyn Desbris.

—¡No son herejes! —chilló Viscenti.

Francis no le hizo el menor caso.

—Y el padre abad también está al corriente de lo vuestro y no tardará demasiado en ocuparse de vosotros y destruiros tal como hizo con Jojonah.

—No lo dudo, si utiliza la información que el hermano Francis, con toda diligencia, le proporcionará —repuso Braumin.

Francis exhaló un suspiro de exasperación.

—No puedes imaginar el poder que tiene —dijo—. ¿Crees realmente que el padre abad Markwart me necesita para algo?

—¿Por qué nos estás diciendo todo esto? —preguntó Braumin—. ¿Por qué no te limitas a acompañar a los guardias del padre abad cuando vengan a prenderme? Quizá Markwart te permitirá que eches a la pira la primera rama encendida bajo mis pies.

La rara expresión que apareció en el rostro de Francis hizo reflexionar a Braumin. El monje parecía poco menos que herido, o perplejo; en sus ojos había una mirada extraviada.

Al cabo de cierto tiempo, Francis volvió a fijar su atención en el hermano Braumin y lo fulminó con una mirada mortalmente grave.

—El padre abad te vigila de cerca —dijo con toda seriedad—. No lo dudes. Preparará los procesos de herejía y, dado que ninguno de vosotros ha alcanzado la categoría de padre, se celebrarán aquí, en Saint Mere Abelle, con o sin la bendición de otros abades. No esperéis ganar.

—No somos herejes —replicó Braumin con los dientes apretados.

—Eso no importa en absoluto —respondió Francis—. El padre abad tiene todas las pruebas que necesita contra vosotros. Si lo estima oportuno puede imputaros cualquier otro delito con toda facilidad.

—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? —gritó Braumin—. ¿No hay verdadera justicia en nuestra orden?

Francis miraba fijamente hacia adelante sin darle respuesta alguna.

—Entonces, estamos condenados —gimió el hermano Viscenti poco después. Miró a Braumin en busca de consuelo, de algún gesto denegatorio, pero el monje no tenía nada que manifestarle.

—Tal vez haya otra posibilidad —comentó Francis.

El rostro del hermano Braumin se tensó. Esperaba que Francis le advirtiera que tenía que reprobar abiertamente a los herejes Jojonah y Avelyn, que tenía que arrodillarse ante el todopoderoso Markwart e implorar perdón. Braumin se dio cuenta de que Viscenti hubiera elegido esa alternativa, al igual que uno o dos de los demás.

El hermano Braumin cerró los ojos y se esforzó por superar el momento de enfado con sus compañeros de conspiración. Si elegían pedir clemencia, fuera lo que fuera lo que tuvieran que decir o hacer, incluso si las consecuencias de sus actos recaían pesadamente sobre él, no los iba a juzgar.

No obstante, tampoco se uniría a ellos. El hermano Braumin decidió en aquel lugar y en aquel momento, en cierto modo como una predestinación, aceptar el castigo, las llamas; jamás abjuraría de los principios de Avelyn Desbris ni hablaría mal de su mentor Jojonah.

Pero entonces Francis lo cogió desprevenido.

—Puedo dejar que salgáis de Saint Mere Abelle —propuso el monje—, y podréis huir y esconderos.

—¿Nos ofreces tu ayuda? —preguntó, escéptico, Viscenti—. ¿Al fin has encontrado la verdad, hermano Francis?

—No —respondió Braumin antes de que Francis pudiera contestar. Braumin lo observó con mucha curiosidad—. No, no comparte nuestras creencias.

—Os he tachado de herejes —confirmó Francis—. Os doy mi palabra, no la del padre abad.

—Entonces, ¿por qué vas a ayudarnos? —inquirió Braumin—. ¿Por qué nos quieres ver fuera de Saint Mere Abelle si sabes que no representamos ninguna amenaza para ti ni para tu adorado padre abad?

Mientras hablaba, el hermano Braumin se preguntaba si el padre abad no estaría al corriente de la visita de Francis, si no lo habría enviado allí para tratar de librarse discretamente de aquellos problemáticos monjes.

—¿O acaso representamos una amenaza? —preguntó Braumin, maliciosamente—. Tal vez tenéis miedo de la reacción que pueda producirse tanto dentro como fuera de la Iglesia cuando nosotros cinco, al igual que ocurrió antes con Jojonah, seamos atados a las estacas y quemados públicamente. Quizás os preguntéis cuán firme es, en realidad, el control del padre abad sobre la Iglesia.

Francis sacudió la cabeza lenta y sombríamente, pero Braumin insistió.

—Así que nos convences para que nos vayamos, y con esta pública renuncia perdemos nuestra posición en el seno de la Iglesia.

—Tu razonamiento no está bien fundado, hermano —respondió Francis—. Supervaloras la reacción negativa del populacho ante una ejecución horrible. Muchos de los aldeanos todavía hablan en un tono emotivo, incluso excitado, de la quema del hereje Jojonah.

—¡No lo llames así! —pidió el hermano Viscenti.

—No se quedaron terriblemente acongojados ante el espectáculo, como bien sabes —prosiguió Francis—. Y de hecho, otra pizca de emoción en sus vulgares vidas sería bien recibida. Por lo que respecta a los jerarcas de la Iglesia, ahora ya han regresado a sus respectivas abadías y están recuperándose de la guerra. Te aseguro que apenas levantarían una ceja. El padre abad os tachará de herejes y todo acabará para vosotros antes de que nadie pueda protestar. Después, consumados los hechos, dejarán que el asunto se vaya olvidando; un problema menos para cada uno de ellos.

La respuesta sobresaltó a Braumin y cortó de raíz sus sospechas acerca de los verdaderos motivos de Francis. Markwart, que se atrevió a usurpar el poder del abad Dobrinion cuando estuvo en Palmaris, que hizo prisioneros a ciudadanos de esa población y permitió que murieran mientras estaban bajo su responsabilidad, que quemó públicamente en la hoguera a Jojonah ante los jerarcas de la Iglesia, no tendría miedo de ninguna represalia si decidía eliminar a un puñado de insignificantes conspiradores.

Entonces, ¿por qué estaba allí Francis?

—¡No tienes agallas para eso! —exclamó, de repente, Marlboro Viscenti, que dio un salto hacia atrás, señalando con el dedo a Francis—. Incluso el hermano Francis, el declarado lacayo del padre abad, se sintió enfermo ante el trato recibido por el buen Jojonah.

Francis no contestó inmediatamente, y la mirada de Braumin pasó de él a Viscenti, que mostraba una expresión confiada. Marlboro Viscenti no era considerado un gran pensador ni por sus compañeros ni por sus instructores, pero Braumin sabía que tenía ciertas intuiciones. Quizá se debía a su perpetuo nerviosismo, que lo mantenía celosamente pendiente de lo que tenía a su alrededor. En cualquier caso, Viscenti había resuelto muchas veces cuestiones enmarañadas, que habían parecido fuera del alcance del hermano Braumin.

—¿Crees que Jojonah era un hereje? —le preguntó Braumin a Francis.

—Sus acciones lo condenaron —dijo Francis con firmeza—. Oíste cómo confesó que había ayudado a los intrusos a apoderarse de nuestro prisionero.

Braumin agitó la mano como si aquello no importara en absoluto.

—No voy a discutir contigo la bondad de sus actos —explicó—. Admitamos que lo consideres un traidor a la Iglesia, pero aun así mi querido hermano Viscenti seguiría teniendo razón. ¿Por qué, hermano Francis, tienes miedo de vernos en la hoguera? ¿Por qué te trastornó tanto el espectáculo de la ejecución de Jojonah?

Francis se esforzó duramente por mantener su fría y premeditada actitud, pero Braumin se dio cuenta de que estaba perdiendo la batalla. Temblaba y tenía la frente empapada de sudor.

—Maese Jojonah me perdonó —dijo, al fin, Francis con franqueza—. Perdonó mis pecados, contra él y contra los demás.

Braumin lo miró, incrédulo. Luego, miró a Viscenti para tratar de encontrar algún sentido a lo que Francis acababa de decir, pero comprobó que su amigo tenía la vista fija en Francis y se hallaba igualmente perdido.

—No confundáis mi visita con la compasión ni penséis que comparto vuestras creencias —añadió Francis—. Os doy la oportunidad de salvar vuestras miserables vidas, de salir de Saint Mere Abelle, de salir de mi vida y de la del padre abad, para que vayáis a esconderos en algún agujero y enterréis allí, con vosotros, vuestras insensatas creencias.

—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó Viscenti.

—¿Y adónde vamos a ir? —añadió Braumin.

—Sabéis que Jojonah ayudó a escapar al centauro Bradwarden —explicó Francis—. Y con él, creo, iban dos viejos amigos de Avelyn Desbris.

De nuevo, en el rostro de Braumin, se pintó una mirada de sospecha. ¿Iban a convertirse él y sus compañeros en el fanal que indicaría una conspiración de mayor alcance?

—Pero todavía sigue en Saint Mere Abelle otro de los conspiradores, un hombre que llegó después y que hace muy poco se enteró de que el centauro y sus otros amigos habían escapado. Creo que tratará de encontrarlos y también creo que podríais convencerlo de que os lleve con él.

—Qué interesante para ti y para el padre abad —comentó Braumin.

—No voy a garantizar vuestra seguridad. Una vez fuera de la abadía, tendréis que apañároslas por vuestra cuenta. No dudéis que os atacarán poderosos enemigos; no dudéis que el padre abad volverá a capturar al centauro y también atrapará a los otros conspiradores. No, vuestro destino fuera de Saint Mere Abelle queda en vuestras manos. Me limito a realizar exclusivamente esto para compensar a Jojonah. No voy a pasarme el resto de mi vida en deuda con un hereje.

—Si fuera un hereje… —empezó a protestar Viscenti.

Sin embargo, el hermano Braumin alzó la mano para indicarle que callara. Braumin lo había comprendido, aunque Viscenti no… y Francis tampoco.

—Lo único que pido a cambio es que no pronunciéis mi nombre si os hacen prisioneros —prosiguió el hermano Francis—. Y… el libro.

—¿Qué libro? —preguntó Braumin.

Francis lo miró fija y severamente.

—El libro que leíais en vuestra ridícula reunión —explicó—, el libro que miente sobre nuestro pasado y a partir del cual vosotros construís los rumores sobre nuestro presente.

Braumin se burló de aquella afirmación.

—No saldréis de Saint Mere Abelle a menos que consiga ese libro —dijo serenamente Francis.

—¿Por qué? —replicó Braumin con aspereza—. ¿Para ponerlo en un estante de libros prohibidos? ¿Para que puedas enterrarlo junto con las otras verdades que podrían derrumbar los muros de vuestra sagrada institución?

—No aceptaré ninguna solución de compromiso, hermano —afirmó Francis—. Conseguiré el libro ahora o lo cogeré de vuestra habitación mientras os queman.

—Me lo dio Jojonah —dijo Braumin—. Me pidió que lo mantuviera a buen recaudo.

—Lo estará —respondió Francis—, y en el lugar que en rigor le corresponde.

El hermano Braumin cerró los ojos; comprendió que Francis no cedería. Rogó a maese Jojonah que lo aconsejara, que lo ayudara a solucionar el dilema. ¿Había llegado la hora de defender la verdad? ¿Iba su lucha a acabar tan pronto? Jojonah había querido que ascendiera en la jerarquía de la orden abellicana, pero si la abandonaba, eso sería imposible. Aunque se las apañara para eludir a los verdugos de Markwart, él y sus amigos estarían fuera de la Iglesia, inhabilitados para promover ningún cambio positivo.

Pero si se quedaba, Braumin estaba convencido de que no tardaría en morir.

La respuesta le llegó en forma de una imagen, un recuerdo de un lugar lejano, que una vez fue la guarida de la encarnación del mal y entonces era la tumba de un verdadero santo. Braumin vio de nuevo el brazo de Avelyn emergiendo del suelo, señalando hacia el cielo como símbolo del último acto de desafío contra el demonio Dáctilo, del último acto para llegar a Dios.

El hermano Braumin supo qué responder. Al margen de lo que Dios le hubiera reservado, quería ver de nuevo aquel lugar antes de morir. Se acercó a la cama, se inclinó hacia el suelo, rebuscó debajo y volvió junto a Francis. Bloqueó con la suya la mirada del monje, luego, bajó un poco la cabeza en señal de asentimiento y le entregó el libro.

—Léelo —le pidió—. Lee las palabras de otro hermano Francis de Saint Mere Abelle. Aprende lo que sucedía en otro tiempo y descubre la verdadera naturaleza del hombre al que sirves.

El hermano Francis no pronunció palabra alguna y se limitó a alejarse de Braumin para dirigirse a la puerta y salir de la habitación.

—Se lo has dado —dijo Marlboro Viscenti con temor e incredulidad—. Es seguro que ahora nos va a traicionar.

—Si pretendiera traicionarnos, Markwart ya nos habría echado el guante —insistió Braumin.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Esperar —contestó Braumin mientras posaba en su hombro la mano para reconfortarlo—. Que Francis haga lo que ha prometido. Volverá a reunirse con nosotros.

El hermano Viscenti se pasó la mano por los labios y se encogió de hombros. No obstante, no volvió a cuestionar el punto de vista de Braumin y se limitó a permanecer junto a él, mirando fijamente la puerta con expresión perpleja.

En realidad, si la puerta no les hubiera impedido ver lo que ocurría al otro lado, los dos monjes habrían constatado que el hermano Francis todavía estaba en el solitario y mal iluminado pasadizo, mirando el tomo que el hermano Braumin le había dado. En un rincón ignoto de su cerebro, el hermano Francis comprendía que podía haber parte de verdad en las afirmaciones de Braumin. Sin duda, Francis había presenciado suficientes brutalidades perpetradas por su querida Iglesia como para dar cierta credibilidad a los pesimistas argumentos del monje.

Y entonces tenía en su poder aquel libro antiguo, que podía acabar con la base de sus creencias, que podía convertir su vida en una mentira, y a su superior, en el diablo. Si abría sus páginas y las leía, ¿no caería también él en el abismo de la herejía, como antes había caído Jojonah y después sus discípulos?

El hermano Francis escondió el libro bajo el brazo y, a paso rápido, se dirigió al hueco de la escalera que lo conduciría a la biblioteca inferior, donde podría librarse del peligroso tomo. Tenía que volver a visitar a Roger Billingsbury y preparar muchas otras cosas, pero decidió que todo aquello podía esperar. Enterrar aquel libro en un rincón oscuro de un oscuro lugar era, con mucho, lo más importante.