5

Un adiós adecuado

Elbryan y Pony ayudaron al capitán Kilronney a poner a buen recaudo a los prisioneros en un granero de Caer Tinella. Aunque parecía que ninguno de los powris se proponía escapar, el capitán dispuso en aquel lugar veinte guardias y separó a los peligrosos enanos en grupos de tres.

Satisfecho de que no hubiera problemas, el guardabosque se llevó a Piedra Gris y a Sinfonía, mientras su compañera regresaba, exhausta, a su alojamiento. Elbryan esperaba encontrar a Pony dormida cuando regresó al cabo de media hora, pero la mujer estaba junto a la ventana y miraba fijamente hacia el bosque con las ropas todavía mojadas.

—Vas a pudrir la madera bajo tus pies —dijo Elbryan con una sonrisa.

Pony lo miró el tiempo suficiente como para corresponder a su sonrisa, y luego se volvió otra vez hacia el bosque.

—Deberíamos hablar de la noche pasada —comentó Elbryan.

Se sentía molesto porque Pony había actuado sin su conocimiento y ayuda.

—Bradwarden y yo solucionamos un problema, nada más —respondió Pony.

—Un problema que se habría solucionado en cualquier caso —dijo el guardabosque—, y con menos riesgo.

Pony, con expresión severa, se encaró con él.

—¿Para quién? —preguntó—. No habrías tenido una pelea más fácil si toda la guarnición de Palmaris hubiera venido al norte para juntarse con nosotros. Ni un solo hombre ni una sola mujer se lastimó, y la amenaza ya no existe.

Elbryan levantó las manos en actitud defensiva en medio de la dura réplica de la mujer.

—Sólo temía… —empezó a responder.

—¿Que me podían haber herido? —lo interrumpió Pony—. ¿O matado? No pretendas protegerme.

—Eso nunca —dijo Elbryan—; no más de lo que tú pretendes protegerme a mí. Pero tenía miedo de que tu conducta no fuera prudente —añadió.

Vaciló a la espera de que Pony volviera a la carga, pero ella se lo quedó mirando fijamente, e incluso ladeó un poco la cabeza con aire pensativo.

—Obviamente, ningún rayo cayó por azar frente a la cueva —dijo Elbryan.

—Lo crees así porque conoces mi poder con las gemas.

—Pero la energía mágica fue considerable —prosiguió Elbryan—. Me temo que pueda haber de nuevo monjes en esta región y que nos busquen a nosotros dos y a Bradwarden. Podrían haber detectado que hemos utilizado las piedras.

Pony admitió con un simple movimiento de cabeza que aquel razonamiento era sensato.

—¿Qué pasará con los prisioneros powris? —preguntó el guardabosque—. ¿Qué extrañas historias sobre tus poderes podrían contar?

—La mayoría de los que vieron algo interesante que contar están muertos —repuso Pony, secamente.

—Pero comprendo —se apresuró a añadir Elbryan— que ha sido difícil para ti y para Bradwarden: ambos estáis llenos de justificada cólera y, no obstante, los dos os habéis visto relegados, más que ningún otro, a representar un papel pasivo.

En aquel momento poco faltó para que Pony le confesara que estaba esperando un hijo; quería decirle que el estallido contra los powris era la única venganza que se permitiría durante el embarazo, ya que se proponía mantenerse alejada de riesgos para proteger al bebé que esperaba. Vaciló y lo miró con fijeza largo y tendido; mientras, Elbryan continuó hablando: del viaje a las Tierras Boscosas y de cómo ambos, Pony —si decidía ir al norte— y Bradwarden, tendrían más oportunidades de participar en las batallas cuando los soldados se hubieran marchado.

Pony apenas oía una palabra del discurso. Su atención se concentraba en Elbryan, el hombre al que amaba. Se le acercó lentamente, se llevó un dedo a los labios fruncidos y, cuando estuvo lo bastante cerca, lo hizo callar poniendo el dedo sobre los labios del hombre.

Luego, separó su mano de los labios de él para acariciarle la mejilla, se puso de puntillas y lo besó cariñosamente.

Sintió que Elbryan se ponía tenso. La chica se dio cuenta de que estaba recordando la frenética relación que habían tenido en el bosque. Prolongó bastante el beso, tierno y suave, y luego retrocedió un paso, pero su mano siguió acariciando la mejilla del hombre.

El silencio del momento lo rompió una gota de agua que cayó del cabello de Elbryan al suelo; produjo un sonoro ¡paf! en el charco que se había formado a sus pies. Ambos miraron hacia abajo y, en sus caras, apareció una risilla tonta, debida tanto a los nervios como a lo divertido de la situación. Luego, se miraron a los ojos mientras recordaban las experiencias que habían compartido y los comienzos de su amor. Pony lo besó de nuevo, una vez, dos veces, con ternura y pasión crecientes.

Después, retrocedió un paso, se desabrochó la capa y la dejó caer al suelo. Sin pronunciar palabra, se soltó la túnica y se la pasó por encima de la cabeza, y de nuevo, fijó la mirada en su amado, desnuda hasta la cintura.

Advirtió que él no estaba tranquilo. Ella lo había perturbado con el agresivo, incluso rabioso, contacto en el bosque, y entonces su forma de comportarse lo había desconcertado.

Pony se le acercó otra vez, sonriendo melancólicamente, y lo besó. Él la rodeó con los brazos y recorrió con suavidad el cuerpo húmedo de la chica.

Hicieron el amor, pero no fue como la frenética experiencia en el bosque. Resultó una relación más cálida y afectuosa, construida con tiernas palabras y tiernas caricias.

Luego, yacieron amorosamente abrazados. Pony no había vuelto a mencionar sus intenciones, pero ambos sabían que, con las primeras luces del siguiente día, se separarían: él cabalgaría hacia el norte, y ella, hacia el sur.

De nuevo, Pony pensó en confesar a Elbryan su estado, pero advirtió otra vez que, para la tranquilidad del espíritu de su compañero, no era el momento adecuado. El camino de Elbryan se dirigía al norte, hasta Dundalis, el pueblo que un día había sido el hogar de ambos. Si tenía que realizar el viaje con seguridad y colaborar en el restablecimiento del orden en la región, tenía que estar totalmente concentrado en lo que hacía.

Pasaron el resto del día y toda la noche solos en la casita; hablaron poco: les bastaba la presencia del otro para sentirse bien.

Fue un amanecer claro y brillante; los dos salieron juntos y compartieron una última danza de la espada. Muy poco después, Pony tenía ensillado a Piedra Gris y lo cargó con las provisiones.

—Nos volveremos a encontrar aquí, en el equinoccio de primavera —le dijo Elbryan.

—Dentro de tres meses justos —observó Pony—. ¿Será bastante tiempo?

—No podré retener a Shamus muchos días más —explicó el guardabosque—; está impaciente por ir a las Tierras Boscosas y, si el tiempo es templado, probablemente querrá ponerse en camino antes.

—Entonces, márchate —repuso Pony, pensando que su amado se había propuesto ir hacia el norte desde el principio—. Parte tan pronto como el tiempo lo permita, y vuelve tan pronto como puedas. Yo ya estaré aquí, esperándote.

El guardabosque suspiró.

—Bueno, pues nos encontraremos el día que marca la mitad de la primavera —dijo Pony—; así tendrás cerca de ocho semanas para viajar y poner paz en las Tierras Boscosas.

—Demasiado tiempo lejos de ti —dijo el guardabosque.

En el rostro se le dibujó una juvenil sonrisa, y los ojos verdes resplandecieron con la luz matinal.

—Quedamos, pues, en Caer Tinella ese día —asintió Pony—. Prometo venir habiéndome sobrepuesto al dolor y dispuesta a mirar camino adelante.

—Un camino tranquilo —dijo Elbryan.

Pony soltó una risita. Sabía, igual que Elbryan, que no habría camino tranquilo para un guardabosque adiestrado por los elfos. Vivirían en el límite de las Tierras Agrestes para proteger tres pueblos de los ataques de trasgos, powris, gigantes y animales salvajes, y colaborarían con Bradwarden para defender a los animales y los bosques del descuido y la insensibilidad de los hombres.

No, la mujer sabía que el camino que los esperaba no sería tranquilo. Como mínimo estaría lleno de sonidos: llantos de un bebé, y risas y manifestaciones de alegría de unos padres orgullosos. De nuevo, poco faltó para que se lo confesara. Le dio un beso muy tierno; otra vez le prometió, entre susurros, que se reencontrarían mediada la primavera, y luego saltó sobre el recio lomo de Piedra Gris y lo espoleó para que emprendiera un vivo trote, carretera abajo, hacia el sur.

Pony no volvió la vista atrás.

—Se ha ido —dijo Elbryan en voz baja cuando la imagen del tío Mather apareció en el espejo del Oráculo—. ¡Ya la echo muchísimo de menos aunque sólo estamos a media mañana!

El guardabosque se sentó apoyado en el frío muro de la pequeña cueva y soltó una risita de autolamento. Desde luego que echaba de menos a Pony y se sentía apenado al pensar que la muchacha no estaría con él durante largos meses. Sentado allí, en silencio y a oscuras, Elbryan apenas podía creer lo mucho que había llegado a depender de ella. Además de las evidentes ventajas que proporcionaban las habilidades de Pony en las batallas, la joven era el soporte emocional de Elbryan, su mejor amiga, la única de sus compañeros más próximos que podía ver el mundo con los ojos de un ser humano y la única con quien él había decidido compartir pensamientos y sensaciones.

Elbryan suspiró profundamente y soltó otra risita al pensar lo vacío que iba a resultar el camino del norte hacia su hogar sin Pony y sin Piedra Gris trotando a su lado y al de Sinfonía.

—Comprendo por qué tuvo que irse, tío Mather —prosiguió—. Y aunque sigo sin estar de acuerdo con su decisión, admito que era cosa suya. Ya no estoy tan preocupado como lo estaba hace unos días. Pony ha adoptado una actitud mejor y más segura; pude verlo con claridad cuando Shamus Kilronney decidió capturar a los powris atrapados en lugar de matarlos. Una semana antes, Pony no lo hubiera aceptado jamás, o más probablemente hubiera matado a todos los powris antes de que llegáramos. Quizás ahora se ha liberado de buena parte de su pena. Tal vez apacigüe su espíritu volver de nuevo a Palmaris e ir a El Camino de la Amistad, al cual confío que Belster O’Comely haya devuelto su antigua reputación.

—La echo de menos y tendré que vivir largos meses de espera antes de volver a verla —admitió—. Pero puede ser beneficioso. Pony debe alejarse de las batallas, debe estar en un lugar tranquilo en el que pueda recordar a los Chilichunk de forma adecuada y pueda también, de forma adecuada, sentir pena por ellos. No creo que la carretera del norte reúna esas condiciones. Antes de que Dundalis y los otros dos pueblos se hayan reconstruido, no dudo que vamos a topar con muchos powris y trasgos, e incluso con gigantes.

Elbryan cerró los ojos y se pasó la mano por la espesa mata de pelo castaño.

—Los soldados también se han ido —le contó a la silenciosa aparición—; poco después de Pony, aunque no sabían que ella se había ido antes. Echaré de menos a Shamus Kilronney, que es un buen hombre, pero me alegro de que él y los demás soldados no viajen al norte. La gente guarda el secreto de Bradwarden y Juraviel, y los que las conocen no dicen nada de las habilidades de Pony con las gemas mágicas; estoy seguro de ello, pues Tomás Gingerwart mantuvo un ojo muy abierto sobre sus hombres y comprendió la gravedad de la situación. Estoy seguro de que Pony y yo podemos pasar desapercibidos ante las miradas de todos, salvo ante las de alguien muy enterado y fisgón; pero el peculiar aspecto de Bradwarden lo señalaría claramente a los ojos de cualquiera que conociera los hechos recientes de Saint Precious y Saint Mere Abelle. Es mejor que Shamus haya vuelto al sur. Bradwarden, Juraviel y yo despejaremos el camino del norte.

El guardabosque asintió con la cabeza mientras terminaba, convencido de la lógica de sus palabras. Se alegraba de que Pony se hubiera ido a Palmaris, si eso era lo que necesitaba, y creía que Dundalis sería reconquistada con facilidad. Pensó otra vez en su última relación íntima con Pony, tierna, compartida, y la contrastó con la que habían tenido en el bosque, poco menos que colérica. La última relación había sido sincera, lo sabía; había expresado la verdad del amor que compartían. Y el solo hecho de que la joven hubiera sido capaz de olvidarse tan completamente de su rabia le había dado esperanzas.

Así, con plena confianza en su mujer, Elbryan abandonó la pequeña cueva y vio la resplandeciente mañana: las nubes, finalmente, iban retrocediendo. Se encontró además con otra maravilla: el arco iris se extendía de una a otra parte del horizonte. Una sonrisa se dibujó en el bello rostro de Elbryan, le brillaron los ojos verde oliva y tuvo la rara sensación de que aquel arco iris era para él y Pony, y que sus franjas de colores los unirían a pesar de la distancia.

Aquella idea tomó cuerpo, y Elbryan la puso, junto con todos los demás sentimientos hacia Pony, en un cálido lugar de su corazón. En ese momento, no podía permitirse ninguna distracción. Esa era la vida que le habían dado los elfos: el guardabosque, el protector; el Pájaro de la Noche.

La tarea de reconquistar las Tierras Boscosas caía sobre sus sólidos hombros, y pobre del powri, trasgo o gigante que se le pusiera delante.

Montada a horcajadas sobre Piedra Gris, en un bosquecillo al lado de la carretera, justo al sur de Tierras Bajas, también Pony contemplaba el arco iris. No obstante, apenas se detuvo para apreciar su belleza, ni tuvo ninguna romántica visión de un arco iris que hiciera de puente de unión entre ella y Elbryan.

Su atención se concentraba en algo más práctico, y su vista se había dirigido hacia una nube de polvo que avanzaba por el norte, la reveladora prueba de que el capitán Kilronney se acercaba con sus soldados.

Pony hizo que Piedra Gris se internara un poco más entre la arboleda boscosa cuando el grupo apareció ante su vista.

Un punto más avanzado indicaba la presencia de un jinete que trotaba veloz a unos cincuenta metros del grupo principal; pasó por delante de donde estaba Pony y volvió la cabeza en busca de posibles enemigos, pero la mujer estaba bien escondida.

Shamus Kilronney y su obstinada prima encabezaban la marcha y discutían mientras cabalgaban. Pony advirtió que siempre parecían estar discutiendo y se dio cuenta de que echaría de menos a Shamus Kilronney; la mirada de la mujer lo siguió mientras el jinete pasaba delante de ella. Sentía respeto por él, le gustaba, y pensaba que si se hubieran conocido en distintas y menos comprometidas circunstancias, podrían haber sido grandes amigos. Sus sentimientos hacia Colleen eran más ambiguos; realmente, no le agradaba en absoluto la actitud condescendiente de Colleen. Pero Pony no se permitiría ser demasiado crítica. Por lo demás, Colleen Kilronney tenía un aura de competencia. Pony dedujo que aquella mujer había participado en muchas experiencias comprometidas durante la guerra y era comprensible que fuera una persona desconfiada.

Cuatro hileras de soldados de cinco hombres cada una, incluida la mayoría de los guerreros de Colleen Kilronney, venían a continuación, todos alerta y vigilando cualquier signo de peligro. Pony se sorprendió de que ninguno de ellos, ni siquiera los dos líderes, parecieran brillar con la luz de la mañana. No recordaban en absoluto a los caballeros de la famosa brigada Todo Corazón. Pony había visto cómo atronaban a su paso, luciendo sus resplandecientes armaduras, durante el tiempo que pasó en el ejército del rey; por el contrario, aquellos eran guerreros capaces, endurecidos en mil batallas, algo cansados pero listos para pelear contra cualquier enemigo.

Detrás de ellos, atados por los tobillos los unos a los otros y cada uno cargado con un enorme paquete de provisiones o con un haz de leña, venían los veintisiete prisioneros powris. A pesar de la carga, los powris, acuciados por los soldados, avanzaban a un paso increíble. La resistencia de los powris era algo legendario; los peligrosos botes barril powris no disponían de velas y eran propulsados a pedal por los enanos. Y sin embargo, esas embarcaciones surcaban las revueltas aguas del gran Miriánico y eran proverbiales sus abordajes a barcos de vela, incluso con fuertes vientos. Y entonces, hacían honor a esa fama y se apresuraban para seguir el trote de los caballos sin un gruñido ni una queja.

El grupo bajó por la carretera, dobló una curva y desapareció de la vista, salvo la reveladora nube de polvo que emergía por encima de los árboles. Conocedora de las tácticas del capitán Kilronney, Pony sabía que tenía que esperarse un poco más, y, desde luego, los dos exploradores de cola no tardaron en aparecer.

La mujer zangoloteó las riendas de Piedra Gris, y el caballo salió del bosquecillo.

—Aún no se lo has dicho —dijo una voz familiar.

Pony volvió el caballo hacia el lado, escudriñó entre los árboles y, al fin, distinguió a Juraviel tranquilamente sentado en una rama situada a más de tres metros de altura.

—¿Vamos a pelearnos de nuevo por lo mismo? —exclamó, indignada.

—Sólo temo…

—Sé lo que temes —le interrumpió Pony—. También yo lo temo. Si Elbryan encuentra la muerte en el norte morirá sin ni siquiera saber que iba a ser padre.

Juraviel, obviamente agitado, saltó a una rama más baja.

—¡Cuánta frialdad encierran tus palabras! —observó.

—¡Cuánta verdad encierran mis palabras! —corrigió ella—. Elbryan y yo hemos vivido con la sombra de la muerte cerniéndose sobre nuestras cabezas desde antes del viaje a Aida.

—Por esa razón, creía que habrías querido decírselo.

Pony se encogió de hombros.

—Claro que quiero decírselo —dijo—, pero sé que es un error. Si él lo supiera, no iría al norte, o no sin mí, por lo menos. Y yo no estoy dispuesta a ir a Dundalis.

—¿No irás nunca?

—Naturalmente, regresaré a mi hogar, y mi hogar es Dundalis —se apresuró a contestar—. Pero todavía no. Y Elbryan no iría sin mí si supiera que estoy esperando un hijo. —La mujer reflexionó—. Y eso repercutiría en detrimento de todos nosotros —prosiguió Pony—. Las Tierras Boscosas deben recuperarse, y nadie puede hacerlo mejor que el Pájaro de la Noche.

Juraviel inclinó la cabeza para asentir.

—Así que no, Belli’mar Juraviel, no se lo he contado a Elbryan —dijo de modo terminante—; pero te voy a prometer algo: tengo previsto criar a mi hijo en Dundalis y reunirme con Elbryan antes de que nazca el niño.

—Si nos viéramos en una situación de la que no pudiéramos escapar —dijo Juraviel con calma—, o si Elbryan estuviera gravemente herido y cerca de la muerte, le diría la verdad.

Pony sonrió y asintió con un movimiento de cabeza.

—No esperaba menos de ti, amigo mío —dijo.

—Otra promesa y estaré satisfecho —dijo Juraviel después de una pausa—. Quiero que me des tu palabra de que nunca olvidarás la vida que llevas en tu seno —dijo Juraviel con firmeza—. Prométeme que serás prudente, que no buscarás peleas y que rehuirás las que puedas encontrar.

Pony lo miró con severidad, indignada.

—El hijo que llevas dentro de ti, es hijo del Pájaro de la Noche —dijo el elfo sin amilanarse—. Por consiguiente, la seguridad del bebé es del mayor interés para los Touel’alfar.

—Por supuesto, mi mayor preocupación es mi hijo —repuso Pony con aspereza—. ¿Necesitas pedirme…?

—¿Necesito recordarte a los powris de la cueva? —la interrumpió con parecida dureza. No obstante, rectificó y le dedicó una sonrisa sincera y conciliadora—. El hijo que esperas es algo más que el hijo del Pájaro de la Noche —explicó—. Es el hijo de Elbryan y Jilseponie, y por tanto, la seguridad del bebé es del mayor interés para Belli’mar Juraviel.

Pony no pudo seguir discutiendo; el elfo la había atrapado con la sincera preocupación de un verdadero amigo.

—Me rindo —dijo con una carcajada—. Y te lo prometo.

—Hasta la vista, entonces —repuso Juraviel con aire sombrío—, y cumple esa promesa. No puedes empezar a comprender la importancia de la vida que crece dentro de ti.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Pony, preocupada, pues las palabras y el tono de Juraviel apuntaban a algo de más calado.

—Conozco la belleza de un niño —respondió el elfo.

A Pony le pareció una respuesta evasiva, pero conocía el estilo de los Touel’alfar lo suficiente como para comprender que no servía de nada tratar de forzarlos.

—Me reuniré con Elbryan a mediados de la primavera en Caer Tinella —explicó la mujer—; espero que también Belli’mar Juraviel lo vea allí sano y salvo.

Juraviel contó los meses en silencio. Sabía por lo que Pony le había explicado que la criatura había sido concebida camino de Saint Mere Abelle el pasado verano. Juraviel juzgó que Pony se reuniría con Elbryan sólo si todavía estaba en condiciones de viajar, pero permaneció callado. Al pensar que la mujer conocía los plazos mejor que él, se tranquilizó.

Pony reflexionó, metió la mano en su bolsa y sacó una suave Piedra Gris, una piedra del alma.

—Quizá deberías llevártela —le propuso—; es la piedra que sirve para curar y podrías hacer un buen uso de ella.

Juraviel sacudió la cabeza.

—Tenemos el brazal mágico de Bradwarden —dijo—. Guarda la gema —añadió.

La mirada de Juraviel se dirigió hacia el vientre de la mujer, y la joven comprendió que tenía miedo de que ella la fuera a necesitar aún más.

Pony metió la piedra en la bolsa.

—Hasta el día que marca la mitad de la primavera —dijo.

—Que tengas buen viaje, Jilseponie Wyndon —contestó Juraviel.

El elfo asintió con la cabeza. Pony le dedicó una última sonrisa, espoleó a Piedra Gris para que saliera rápidamente del bosquecillo y, luego, lo puso al trote por el camino del sur.

Juraviel la contempló hasta que desapareció de su vista y se preguntó sinceramente si volvería a verla. Confiaba en que Pony cumpliera la última y tan importante promesa de mantenerse alejada de cualquier peligro, pero se daba cuenta del dolor y la rabia que la mujer sentía, y comprendía su necesidad de acción. Juraviel sabía que la pelea con los powris había calmado esa necesidad y le había aportado cierta serenidad; sin embargo, era algo pasajero.

Por ejemplo, las sonrisas que Pony le había dedicado durante su encuentro no suponían algo definitivo, no eran señales de verdadero contento. El ánimo de Pony había cambiado bruscamente en pocos segundos por efecto de unas pocas palabras. Mientras contemplaba cómo se alejaba, el único deseo de Juraviel era que la muchacha no se viera envuelta en ningún problema por las peligrosas calles de Palmaris.

Y aunque Pony estuviera hacia mediados de la primavera en Caer Tinella, Juraviel dudaba que él se encontrara allí para saludarla. Poco faltaba para que regresara a su hogar, en Andur’Blough Inninness. La señora Dasslerond necesitaba enterarse de que había un bebé en camino, el hijo del Pájaro de la Noche, que, en efecto, era el hijo de Caer’alfar.

Pony no tardó en divisar a los jinetes de retaguardia. Puso buen cuidado en mantenerse alejada, pero el grupo estaba concentrado en lo que les esperaba camino adelante, por lo que la joven tuvo pocos problemas para seguirlos todo el día.

Acamparon en unas granjas abandonadas, uno de los muchos enclaves que todavía no habían sido recuperados.

Pony montó su pequeño campamento en un lugar desde el que podía ver a los soldados; la consolaban las cálidas luces que brillaban a través de las ventanas y las siluetas de los hombres que paseaban en torno al resplandeciente fuego, que ardía en terreno común entre las casas. Era evidente que creían que por allí no había grupos grandes de monstruos, o por lo menos ninguno dispuesto a enfrentarse con ellos. Pony sabía que estaban en lo cierto; con todo, pensó que era una tontería que el capitán Kilronney descubriera su posición, en especial con más de veinte peligrosos powris.

Por tanto, esa noche, Pony hizo algo más que descansar: con la piedra del alma montó una sigilosa y atenta vigilancia en torno a la tropa.

Al igual que su marido, sin duda su actitud era la de un excelente guardabosque.

Mientras tanto, Elbryan, Juraviel y Bradwarden descansaban cómodamente en una colina pelada, a cierta distancia al norte de Caer Tinella. El guardabosque yacía tumbado de espaldas, con las manos cruzadas detrás de la cabeza y la mirada fija en el cielo estrellado. Bradwarden estaba igualmente relajado, echado en el suelo con las patas delanteras de caballo cruzadas delante de él; incluso recostado de esa manera, su torso humano permanecía erguido.

—Me resulta difícil respirar si me tumbo de lado —explicó a sus amigos.

Juraviel era el más inquieto de los tres y miraba tanto a Elbryan como hacia el firmamento, aunque cualquier elfo disfrutaría del silencioso esplendor del cielo de aquella clara y vigorizante noche. Juraviel estaba preocupado por Elbryan, pues el guardabosque parecía triste y su actitud expresaba más resignación que serenidad.

Bradwarden también lo advirtió.

—La chica volverá —pronosticó el centauro—. Sabes que no puede estar mucho tiempo lejos de ti y también sabes que no hay otro hombre en su corazón.

—Desde luego —contestó Elbryan con una risa sofocada que se convirtió en un suspiro.

—¡Ah, las mujeres! —se lamentó teatralmente Bradwarden—. Muchas veces me alegro de no haber visto ningún ejemplar del bello sexo de mi propia especie.

—Eso suena un poco a soledad —dijo Elbryan, que se las apañó para esbozar una sonrisa irónica y miró a Juraviel—, y a frustración.

—¡Ah, pero ahí está lo bueno de ser un centauro! —objetó Bradwarden con un malicioso guiño—. Puedo camelarme a una estúpida yegua, sin preguntas y sin tener que dar explicaciones.

Elbryan se quitó las manos de debajo de la cabeza y se cubrió la cara, mientras gruñía y era incapaz de pronunciar palabra ante la crudeza del centauro. No quería imaginar una escena semejante.

—Alégrate de que Sinfonía sea un semental —indicó Juraviel, y el guardabosque volvió a soltar otro gruñido.

La carcajada de Bradwarden aún sonó más fuerte.

Luego, en el altozano se hizo un profundo silencio. Los tres amigos estaban solos con sus propios pensamientos, pero a la vez compartían el esplendor del cielo nocturno. Cierto tiempo después, Bradwarden cogió la gaita y empezó a tocar una cautivadora melodía, que se deslizaba entre los árboles como una niebla nocturna, discreta pero capaz de aumentar el misticismo de la noche.