4

Precauciones

Braumin Herde se movía con rapidez y determinación, pasando de una a otra sala de la planta superior del ala norte de la abadía. Estaba recogiendo candelabros. En la abadía de oscura piedra había muchísimos, pero a él sólo le interesaban unos determinados: los de una lista que maese Jojonah había empezado. Había dedicado las semanas transcurridas desde la muerte de Jojonah a terminarla. Todos los candelabros de aquella ala tenían una piedra solar incrustada, y una de cada treinta gemas estaba hechizada. Aquella era el área de prueba para los jóvenes estudiantes, y los padres habían ideado el sistema de las piedras solares para impedir cualquier trampa con el cuarzo transparente, la piedra de la visión a distancia o incluso con la hematites.

Maese Engress, un amable y sereno anciano, había mostrado al hermano Braumin cómo determinar qué candelabros estaban encantados, lo cual no era nada fácil con las piedras solares. El hermano Braumin le había contado a Engress una historia sobre algunos estudiantes que intercambiaban candelabros. El padre no había hecho preguntas y, con mucho gusto, le había encargado la tarea de ordenarlos cada noche después de las clases.

Maese Engress no tenía ni idea de la magnitud de lo que tramaba el hermano Braumin. Con diez candelabros, el joven monje bajó al lugar donde iban a reunirse los discípulos de Avelyn y, estratégicamente, situó los candelabros en habitaciones contiguas para protegerse de las eventuales miradas de espíritus fisgones. Braumin sabía que la única esperanza para su grupo era la discreción más absoluta, pues si el siempre receloso Markwart se daba cuenta de lo subversivas que habían llegado a ser sus prédicas, sin duda, él y sus compañeros compartirían el terrible destino de maese Jojonah.

Aquella noche, Braumin recogió los candelabros a toda prisa, reordenó los demás para que no pareciera tan evidente que alguien se había llevado algunos y, luego, se fue corriendo.

No obstante, el hermano Francis advirtió con facilidad que faltaban candelabros. Con cautela, recorrió las salas de estudio mientras el hermano Braumin bajaba por la poco frecuentada escalera posterior y pasaba por los vacíos y polvorientos pasadizos situados cuatro plantas más abajo.

Francis no lo siguió, sino que se fue hacia el sur por la planta superior hasta los aposentos del padre abad Markwart. Llamó a la puerta con suavidad, temeroso de molestarlo. Al oír la voz de Markwart, entró y lo encontró sentado detrás del escritorio, ante un amasijo de papeles y restos de la cena a un lado.

—Deberías tomarte más tiempo libre para cenar, padre abad —le propuso Francis—. Me preocupa que…

Pero el joven monje se interrumpió de golpe ante la dura mirada que le dirigió el anciano.

—La lista es más larga de lo que había pensado —repuso Markwart, enseñándole los papeles.

—Saint Mere Abelle necesita mucho personal —respondió Francis—, y la mayoría de los contratados son gente que abandona por temperamento, vagabundos que se van tan pronto como han reunido el dinero suficiente para comprar comida para algunos días.

—Para comprar bebida, seguramente —dijo con acritud Markwart—. En tal caso, ¿por qué no consignaste los distintos grupos que aparecen en la lista de una forma más ordenada? Por ejemplo, los que se marcharon antes de la intrusión y la fuga en una página; los que se fueron poco después, en otra, y los que se quedaron, en una tercera.

—Insististe en que me diera prisa, padre abad —protestó de forma sumisa Francis—, y muchos de los que se marcharon antes de la intrusión volvieron poco después. Juzgué que era imposible clasificar a los trabajadores, a menos que lo hiciera en muchas categorías.

—¡Pues manos a la obra! —rugió Markwart mientras empujaba los papeles; muchos resbalaron sobre el escritorio y planearon hasta posarse en el suelo—. Debemos estar seguros de que Jojonah y los otros que entraron en la abadía no dejaron un espía dentro. Identifica a los posibles sospechosos y vigílalos estrechamente. Si crees que cualquiera de ellos es un posible espía, detenlo en secreto y tráemelo.

«Entonces, podrás torturarlo, tal como hiciste con los Chilichunk», pensó Francis, pero, prudentemente, guardó silencio. No obstante, se dio cuenta de que su agria expresión lo había traicionado cuando sintió clavada en él la cada vez más feroz mirada de Markwart.

—¿Has vigilado de cerca al hermano Braumin? —inquirió el padre abad.

Francis asintió con la cabeza.

—No me fío de él —dijo Markwart mientras se levantaba y empezaba a pasear con aire preocupado en torno al escritorio—, aunque tampoco lo temo. Sus simpatías se siguen inclinando por Jojonah, pero con el tiempo eso cambiará, en particular cuando reciba el adiestramiento requerido para acceder al rango de padre.

—¿Lo vas a promocionar? —preguntó, sin pensar, Francis.

El hermano tenía los ojos muy abiertos a causa del impacto que le había producido la noticia y se sentía bastante enojado, ya que creía que él sería el promocionado, dada su lealtad al padre abad. ¡En virtud del mismo criterio, parecía imposible que el hermano Braumin Herde, amigo del hereje Jojonah, pudiera también conseguir la promoción!

—Es la mejor opción —respondió Markwart sin vacilar—. De’Unnero y Je’howith son buenos aliados, pero muchos de los demás abades, y no pocos padres e inmaculados, están mirando con lupa mi actuación contra Jojonah para asegurarse de que no había en ella nada personal.

—¿Y lo había? —preguntó Francis.

Advirtió que había cometido un error en el momento preciso de pronunciar aquellas palabras.

El padre abad interrumpió su paseo justo a un paso de Francis, y volvió lentamente su arrugada cara de anciano hacia él. Los ojos le ardían con tal intensidad que asustó a Francis y le hizo creer que Markwart le iba a asestar un golpe mortal allí mismo; la cabeza rapada del anciano y las orejas puntiagudas acentuaban el aspecto agresivo de su rostro. ¡Durante el efímero instante en que mantuvo sobre él aquella fiera mirada, Francis creyó que Markwart era capaz de hacerlo, era capaz de golpearlo hasta la muerte, y sin apenas esfuerzo!

—Hay quienes discretamente se lo preguntan; discretamente porque son cobardes, ¿sabes? —continuó Markwart reemprendiendo el paseo—. Se plantean si la súbita acción contra el herético Jojonah se hizo para defender mejor los intereses de la Iglesia; si las pruebas de la existencia de una conspiración fueron lo bastante sólidas como para decidir tan rápidamente una condena y una ejecución. He oído a más de uno murmurar si no habría sido mejor que hubiéramos conseguido una confesión completa del acusado antes de quemarlo.

Francis asintió con un movimiento de cabeza, pero tanto él como Markwart sabían que Jojonah jamás se habría confesado culpable de nada malo. El animoso anciano había admitido su complicidad para liberar a los prisioneros y había excusado su conducta tratando de volver la acusación en contra de Markwart. Pero Jojonah no hubiera confesado nunca lo que Markwart quería: que había conspirado con el hermano Avelyn para robar las gemas y asesinar a maese Siherton unos años antes. Y ambos sabían que la tan deseada conspiración, en realidad, no había sucedido jamás.

—Pero ya basta de este tema —prosiguió Markwart, agitando su brazo escuálido con vigor.

Francis comprendió que estaba ocurriendo algo importante.

—Ha habido un cambio en el equilibrio de poder —explicó Markwart.

—¿Entre los líderes de la Iglesia?

—Entre la Iglesia y el Estado. El rey Danube necesita ayuda para restablecer el orden en Palmaris. Tras la muerte del barón y de su único heredero, en la ciudad reina una gran confusión.

—Y se quedaron sin su querido abad Dobrinion —añadió Francis.

—Esta noche me estás poniendo a prueba, ¿no? —siseó Markwart, y de nuevo clavó en él aquella horrible mirada—. La gente de Palmaris tiene en el abad De’Unnero a un líder de una fortaleza que jamás habría encontrado en Dobrinion.

—Llegarán a quererlo —comentó Francis, esforzándose por eliminar el menor vestigio de sarcasmo en su voz.

—¡Llegarán a respetarlo! —corrigió Markwart—. ¡A temerlo! Comprenderán que la Iglesia, y no el rey, es la verdadera autoridad en sus vidas, en las esperanzas que tengan más allá de sus cuerpos mortales; la única oportunidad de redención y de auténtica felicidad. Marcalo De’Unnero es el hombre perfecto para enseñarles, o por lo menos para intimidarlos hasta que comprendan la verdad.

—¿Abad?

—Obispo —corrigió Markwart.

Podría haber derribado al hermano Francis con una pluma. Francis era uno de los mejores historiadores de Saint Mere Abelle y sus estudios se habían centrado desde hacía tiempo en la geografía y en la política de varias regiones del mundo conocido. Sabía lo que comportaba el título de obispo, y también sabía que semejante título no se había otorgado desde hacía más de trescientos años.

—Pareces sorprendido, hermano Francis —observó Markwart—. ¿Acaso no juzgas a Marcalo De’Unnero adecuado para ese cargo?

—No…, no es eso, padre abad —tartamudeó el monje—. Sencillamente estoy asombrado de que el rey haya cedido la segunda ciudad de Honce el Oso a la Iglesia.

La carcajada de Markwart se burló de tal reflexión.

—Por tanto, te necesito para que seas mis ojos y mis oídos en Saint Mere Abelle —dijo el padre abad.

—¿Te vas a marchar?

—Todavía no —respondió el padre abad—, pero estaré más tiempo ocupándome de otros lugares que de aquí; o sea que vigila bien al conflictivo hermano Braumin e investiga las altas y bajas de personal.

Agitó la escuálida mano hacia Francis y se volvió para reanudar el paseo. El joven monje, después de una reverencia, se apresuró a marcharse.

Las novedades lo habían dejado atónito y, mientras volvía a las salas de estudio por el mismo camino que el hermano Braumin, se esforzaba por tratar de ordenar sus ideas. Francis no había simpatizado nunca con Marcalo De’Unnero, sobre todo porque, como casi todo el mundo, sentía un miedo mortal de aquel hombre variable e impredecible. Un obispo ostentaba un gran poder; ¿llegaría De’Unnero a ser tan poderoso como para que el padre abad Markwart no pudiera controlarlo? Sacudió la cabeza y trató de alejar tan perturbadora consideración. Markwart parecía satisfecho con el curso de los acontecimientos y, de hecho, había representado un decisivo papel para propiciarlos.

Pero Francis evocó la imagen de De’Unnero después del ataque powri a Saint Mere Abelle: tenía los ojos encendidos y estaba cubierto de sangre enemiga y, en buena parte, de la que manaba de una herida recibida en el transcurso de la batalla, una batalla que él mismo había provocado al abrir las puertas del muelle por la simple razón de satisfacer su deseo de matar powris.

El monje se echó a temblar. ¿Aquella nueva situación había colocado a De’Unnero en línea directa para alcanzar el cargo de padre abad? Y si tal era el caso, ¿sobrevivirían Francis o cualquier otro igualmente leal a Markwart?

Francis advirtió, mientras se deslizaba entre las sombras de las plantas inferiores, que aquellas eran cuestiones para otro momento. Entonces, oyó los susurros de los que rezaban.

Empezaron, como siempre, con una plegaria por Jojonah y otra por Avelyn. Después, el grupo se quedó inusualmente callado. Los cuatro monjes, muy atentos y nerviosos, estaban sentados a la espera de que el hermano Braumin recomenzara el relato de la historia del Corredor del Viento y del viaje a Pimaninicuit.

Braumin comprendía su excitación y sus temores. Hablar abiertamente de Pimaninicuit, incluso en términos favorables al actual padre abad, era un grave delito; a menudo, un fatal error. Después del viaje a la isla para recoger las gemas, Pellimar, uno de los tres hermanos que quedaban, se había ido de la lengua contando sus aventuras.

No había sobrevivido al invierno.

Y entonces Braumin estaba hablándoles del viaje a aquellos cuatro; estaba, de hecho, firmando su sentencia de muerte.

Braumin se acordó de Jojonah y consideró que la posición de este ante Markwart era muy parecida a la que había mantenido Avelyn frente al demonio Dáctilo. Conjuró el recuerdo de la montaña de Aida, del brazo de Avelyn alzándose hacia el cielo en medio de aquella devastación, como si desafiara a la mismísima muerte.

Entonces, empezó el relato. Contó la historia describiendo emotivamente todos los detalles, tal como Jojonah se la había narrado a él. Comenzó con el inicio del viaje y amplió la divertida anécdota que les había explicado en la primera reunión. Braumin se había preparado bien para aquella charla tan importante y habló con orgullo de la batalla que la tripulación, y en particular los cuatro hombres de Saint Mere Abelle, había librado contra un bote barril de los powris e insistió, sobre todo, en las heroicidades de Avelyn durante la pelea.

—Cogió un rubí —dijo Braumin teatralmente mientras apretaba con fuerza el puño cerrado—, lo llenó de energía y lo lanzó, he dicho lo lanzó, por la escotilla abierta de la embarcación powri, y no liberó su poder hasta que la gema estuvo en las entrañas del bajel.

Jadeó. Se contaba que había habido un experto en gemas capaz de liberar su magia a distancia, pero se consideraba algo poco menos que imposible, en particular con una gema tan poderosa y compleja como el rubí.

—Es cierto —insistió Braumin—. Y el hermano Avelyn ni siquiera se dio cuenta del alcance de la acción. Cuando se lo contó a maese Jojonah, de regreso a Saint Mere Abelle, el padre le mandó que lo mantuviera en silencio, ya que sabía, al igual que nosotros, que esa utilización ilustraba claramente los poderes de Avelyn Desbris.

—¿Y por qué quería maese Jojonah mantenerlo en secreto? —preguntó el hermano Dellman.

—Porque semejante cambio en la utilización de una gema podía ser considerado como herético, como una ráfaga de poder inspirada por el demonio —respondió Braumin—. Maese Jojonah era lo bastante prudente como para comprender que la inercia guiaba a la Iglesia abellicana, que cualquier cosa que se saliera de lo habitual podía ser considerada una amenaza por los que se sentían inseguros de su poder.

Dejó que aquellas palabras calaran en el pensamiento del auditorio, y luego continuó contando el resto del viaje. Hablaba más bajo, pues en el tono de su voz el orgullo había sido sustituido por la melancolía. Les explicó el asesinato de un joven —cuyo nombre se había olvidado con los años— a manos del hermano Thagraine, por orden del hermano Quintall, porque el joven, de forma inexplicable, saltó del Corredor del Viento y nadó hasta la isla sagrada. Habló de nuevo de la falta de fe de Thagraine en la isla, un pecado fatal que hizo que se olvidara de refugiarse cuando empezó la lluvia de piedras, de tal modo que fue golpeado por las gemas y murió de un impacto en la cabeza, un impacto producido por la misma piedra que acabaría por destruir al demonio Dáctilo.

Después, en un tono aún más sombrío, el hermano Braumin les contó el viaje de vuelta, durante el cual poco faltó para que se produjera un motín, que fue abortado cuando el hermano Quintall destrozó al líder de los amotinados. Luego, colérico, alzó la voz para explicarles el falso pago a los del Corredor del Viento, que recibieron un oro ilusorio, obtenido mediante las gemas. Relató a continuación, con gráficas descripciones, la postrera ofensa a todo lo sagrado que representó la definitiva destrucción del Corredor del Viento y de su tripulación.

Una vez que hubo acabado, los cinco hombres permanecieron sentados en un atónito y exhausto silencio durante largo rato.

En la antesala situada al otro lado de la puerta de la habitación, el hermano Francis apenas podía permanecer quieto. Quería llamar a la puerta, precipitarse hacia Braumin y chillarle a la cara. Hacerlo estremecer y decirle que sería torturado y ejecutado por sus insensatas palabras, y que además arrastraría a los otros cuatro a una muerte igualmente horrible.

Y Francis quería cuestionar la verdad de aquella historia, descubrirles que era una completa distorsión de la realidad, una realidad que, de hecho, conocía muy poco.

No obstante, no entró, sino que se quedó tras la puerta. Le sudaban las manos mientras trataba de mantener la respiración acompasada y silenciosa con objeto de seguir oyendo el resto de la conversación. Así podría ser un testigo del padre abad cuando aquellos hombres fueran llevados a juicio.

—Este libro… —dijo el hermano Braumin, reanudando su discurso mientras sacaba el antiguo texto de un pliegue de sus abultados hábitos—, este libro lo encontró maese Jojonah en la antigua librería, no lejos de donde ahora estamos reunidos. Creo que maese Jojonah sabía que le quedaba poco tiempo en este mundo, por lo que buscó desesperadamente, entre las historias registradas, la ansiada respuesta. ¡Y la encontró! —dijo Braumin, teatralmente—, pues en este libro, tal como detalla un tal hermano Francis…

—¿Francis? —preguntó con voz casi histérica el hermano Viscenti.

—Se trata de otro Francis —lo tranquilizó el hermano Braumin—, alguien que vivió hace varios siglos.

—Sabía que no podía ser el mismo —dijo el hermano Viscenti con una risita.

—Era poco probable que nuestro querido hermano Francis hubiera escrito algo que maese Jojonah encontrara interesante —añadió, con una carcajada, el hermano Anders Castinagis.

—A menos que se tratara de una nota de suicidio —apostilló Dellman, y todos estallaron en sonoras carcajadas.

Sin embargo, el hermano Braumin los hizo callar enseguida, y volvió a retomar el tema y el libro; les explicó que en épocas pasadas los monjes de Saint Mere Abelle tripulaban su propio barco a Pimaninicuit y hablaban abierta y reverentemente de la isla. No había motines ni asesinatos. El viaje era una celebración abierta y el mayor de los gozos, y no una misión secreta de avaricia y muerte.

Los cuatro escuchaban en la habitación entre suspiros y cálidas sonrisas, satisfechos al saber que los principios en los cuales se basaba la Iglesia abellicana eran auténticos y sagrados, aunque las prácticas actuales no lo fueran.

El hermano Francis no compartía ese punto de vista ni ese entusiasmo, y no pudo conservar la calma por más tiempo. Empujó la puerta y se plantó ante ellos. Los cuatro se pusieron en pie de un salto y rodearon al intruso cuando este se precipitó hacia el hermano Braumin, de forma que las caras de ambos quedaron a pocos centímetros de distancia.

—Repugnantes palabras —gruñó Francis—. Proclamas herejías con acento reverente.

—¿Herejías? —repitió Braumin con los puños apretados a los costados como si fuera a golpear al intruso.

Hizo una seña al hermano Viscenti, y el nervioso monje, después de examinar el pasadizo, cerró la puerta suavemente.

—Herejías —repitió Francis con determinación—. Por el solo hecho de contar semejantes mentiras se puede quemar a un hombre. Por el solo hecho de escucharlas…

—¿Mentiras? —gritó Dellman, abriéndose paso entre los dos monjes más importantes—. ¡Los relatos del hermano Braumin son más auténticos que ningún otro que yo haya oído contar al padre abad o a cualquier otro padre!

—Palabras mancilladas —le espetó en la cara Francis—. Medias verdades, disimuladas bajo un manto de acontecimientos benditos.

—Entonces, ¿niegas el fatal destino del Corredor del Viento? —preguntó el hermano Braumin.

—Niego todo lo que has dicho —repuso agriamente Francis—. Eres un imbécil, hermano Braumin, al igual que tus lacayos, y jugáis a algo más peligroso de lo que jamás podáis haber imaginado.

—Te sorprendería saber lo que podemos imaginar cuantos presenciamos la ejecución de maese Jojonah —dijo el hermano Castinagis.

Pareció que esa frase, que evocaba la imagen del hombre asesinado, causaba un fuerte impacto en Francis.

—¿Por qué has venido? —inquirió el hermano Braumin.

—Para llamar imbécil a un imbécil —repuso Francis— y para avisar al imbécil que sus palabras no son tan secretas como suponía. Para avisaros a todos vosotros —exclamó teatralmente Francis, apartándose un paso de Braumin—. Vuestros actos son clamorosas herejías, y muchos oídos se tienden hacia vosotros. Recuerda bien la imagen de mae… de Jojonah, hermano Anders Castinagis, y sustituye su rostro derrotado por el tuyo.

Francis se dirigió hacia la puerta, pero vaciló, pues los demás permanecieron completamente inmóviles, preguntándose si el hermano Braumin lo dejaría marchar.

Braumin asintió con la cabeza, los demás se apartaron, dejando libre la puerta, y Francis se fue sin problemas.

—Supongo que nuestra reunión ha terminado —dijo secamente el hermano Castinagis.

El hermano Braumin lo miró; después, hizo lo propio con los otros. Quería consolarlos, confirmarles que su fe en él y en la causa que maese Jojonah le había encomendado tenía sentido.

No obstante, no pudo. No encontraba nada que pudiera borrar de sus mentes la imagen de los últimos momentos de Jojonah, nada que pudiera asegurarles que ellos no tardarían en correr el mismo infortunio. Por un instante, Braumin se preguntó sinceramente si tenía que haber dejado que Francis se marchara. Pero ¿qué podrían haber hecho? ¿Matarlo? ¿O retenerlo prisionero en las plantas inferiores de Saint Mere Abelle?

El hermano Braumin cerró los ojos y sacudió la cabeza. El hermano Francis había descubierto su secreto y la única manera de preservarlo hubiera sido matarlo. Y el buen monje sabía en el fondo de su corazón que no podían hacerlo.

—El hermano Braumin no estaba en su habitación la pasada noche después de vísperas —afirmó, con contundencia, el padre abad.

El hermano Francis asintió con la cabeza, tratando de aparentar sorpresa.

—¿Lo sabías?

—Me ordenaste que lo vigilara estrechamente —respondió Francis.

El padre abad esperó un buen rato a que Francis entrara en detalles y luego exhaló un largo suspiro de frustración.

—¿Y adónde fue? —preguntó.

—A las plantas inferiores —explicó Francis—. El hermano Braumin —prosiguió al ver la renovada acritud de la cara del padre abad— ha estado bajando allí con regularidad, generalmente a la biblioteca, donde el hereje Jojonah realizó su último trabajo.

—Y por consiguiente, también él está en vías de condenarse —comentó Markwart.

El hermano Francis le contó prácticamente todo lo que había descubierto sobre el pequeño grupo de Braumin. ¡Que se condenaran ellos mismos por sus palabras! Pero Francis tenía que admitir ante sí mismo que tenía ganas de interpelar abiertamente a Markwart sobre el Corredor del Viento para estar seguro de la verdad.

Francis se tragó la pregunta. Consideró todo lo que había ocurrido durante los últimos meses —la detención de los Chilichunk, la fría manera con que Markwart había exculpado a Francis de matar a Grady, la ejecución de Jojonah— y se dio cuenta de que no estaba preparado para conocer la verdadera historia del Corredor del Viento, ni ninguna otra por el estilo. Y también advirtió que tampoco estaba preparado para enfrentarse a su propia conciencia si revelaba todo lo que sabía de Braumin y los demás, si tenía que permanecer en la plaza del pueblo de Saint Mere Abelle y contemplar cómo Braumin y sus amigos eran devorados por las llamas.

—¿Quiénes estaban con el hermano Braumin? —preguntó, de repente, Markwart.

Francis iba a decirle que estaba solo, pero le cogió con la guardia demasiado baja y tenía un miedo excesivo de que Markwart supiera la verdad de antemano.

—El hermano Viscenti —dijo a bulto.

—No me extraña —comentó, distraído, Markwart—. Un pobre desgraciado nervioso y pequeñajo, ni siquiera entiendo cómo lo pude admitir en Saint Mere Abelle. Y el hermano Dellman, por supuesto. Lo siento por él. Me di cuenta de que Dellman prometía mucho y, por esa razón, incorporé su nombre a la lista de los monjes que viajaron a Aida.

—Tal vez ese fue nuestro error —se atrevió a insinuar Francis—; quizá Jojonah corrompió a Dellman durante el viaje.

—¿No ibas también tú en ese viaje? —preguntó sarcásticamente Markwart.

Francis alzó las manos con aire desvalido.

—¿Y quién más? —continuó preguntando Markwart—. ¿Castinagis?

—Es posible —respondió Francis—; no pude acercarme demasiado, debido a que los pasos más sigilosos resuenan en los pasadizos inferiores.

—¡Conversaciones heréticas en las entrañas de mi abadía! —observó Markwart, y fue a sentarse detrás del escritorio mientras sacudía la cabeza con disgusto—. ¿Cuán profundas son las raíces de la conspiración de Jojonah? Pero no importa —dijo en un tono de voz que pasó de la tristeza a la firme resolución. Sacó un pergamino en blanco de un cajón y extendió la mano para tomar una pluma—. El hermano Braumin y su cohorte no son más que unos insignificantes pelmazos. Puedo eliminarlos con una simple carta…

—Perdón, padre abad —le interrumpió Francis en tanto ponía una mano sobre el pergamino.

El anciano monje lo miró con expresión incrédula.

—No estoy seguro de sus palabras ni de sus intenciones —se apresuró a explicar Francis.

—Después de todo eso, ¿no te resulta obvio? —repuso Markwart.

—Creo que simplemente tratan de asimilar… —Francis vaciló, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas—… la muerte de Jojonah —dijo—. El hermano Braumin y los otros sólo conocen el lado bueno de ese hombre, que fue su mentor.

—Se diría que lo fue en muchos sentidos —repuso secamente Markwart.

—Tal vez —asintió Francis—. Pero es más probable que simplemente traten de resolver los problemas de sus almas.

El padre abad deslizó el sillón hacia atrás y se recostó en él mientras clavaba la vista en Francis.

—Opino que manifiestas una comprensión poco propia de ti —le avisó—, y que además está fuera de lugar.

—No se trata de comprensión —repuso Francis—, sino de pragmatismo: el hermano Braumin es muy conocido entre los abades y los inmaculados, y también muy querido. Todo el mundo sabe que estaba muy próximo a Jojonah. ¿Acaso no admitiste eso mismo en nuestra última conversación, cuando mencionaste que te proponías promocionarlo a padre?

—No puedo promocionar a un hereje, pero, sin duda, puedo enviarlo junto a su dios diabólico.

—Pero tal vez el hermano Braumin tan sólo necesite un poco de tiempo para reconocer la verdad —improvisó Francis, sin apenas creer en sus propias palabras.

Markwart soltó una carcajada.

—El hermano Braumin necesita reconocer la verdad pronto —dijo el padre abad, en un tono mortalmente helado—. Muy pronto.

El hermano Francis se irguió y se separó un paso del escritorio.

—Por supuesto, padre abad. Y voy a seguir controlando todos sus movimientos.

—A distancia —le ordenó el padre abad—, de forma que no lo advierta. Vamos a dejar que los herejes nos traigan algo más a nuestra red. Deseo eliminar esa mancha de Saint Mere Abelle con una sola acción, con una única demostración del auténtico poder del Dios verdadero.

Francis asintió con la cabeza e hizo una reverencia, y luego se dio la vuelta y salió de la habitación profundamente alterado. No tenía ni idea de por qué no había traicionado a Braumin y a los demás conspiradores. Ciertamente, no había creído una sola palabra de lo que le habían contado; iban por el camino de la herejía, una senda tan directa y condenatoria como la que había llevado a Jojonah a su terrible muerte.

Francis se agarró a aquella idea con fuerza y la repitió una y otra vez en su mente como una letanía que lo protegiera de otro persistente recuerdo.

Maese Jojonah lo había perdonado.