—No se lo comunicaste —le dijo Belli’mar Juraviel a Pony.
—Hay momentos y lugares adecuados, pero no creo que la víspera de una batalla lo sea —repuso Pony con dureza, aunque Juraviel se había limitado a constatar un hecho y, en su tono de voz, no había habido el menor indicio acusatorio.
Pony tenía la intención de seguir hablando, sobre todo para decirle al elfo que aquel asunto no era de su incumbencia, pero un rayo partió el cielo encapotado y la alarmó. Una tardía tormenta de otoño se agitaba allá arriba, entre las nubes oscuras.
—El hijo es tanto de Elbryan como tuyo —dijo con serenidad el elfo mientras retumbaba el trueno—. Él tiene derecho a saberlo antes de que se libre la batalla.
—Se lo contaré dónde y cuándo quiera —replicó con aspereza Pony.
—¿Le has hecho saber que te propones ir a Palmaris y no a Dundalis? —inquirió Juraviel.
Pony asintió y cerró los ojos. Cuando aquella mañana Juraviel la había dejado a solas con Elbryan, le había explicado al guardabosque que necesitaba volver a Palmaris para tratar de averiguar qué había sido de Roger y para ver cómo se las apañaba Belster en El Camino de la Amistad. Le había contado que necesitaba mitigar su aflicción y que creía que la única manera de conseguirlo era desplazándose hasta allí.
Elbryan no se lo había tomado bien. Al recordar ahora su imagen —sus ojos llenos de confusión, herido y asustado por ella—, sentía una gran pena.
—¿Y le hablarás del hijo antes de irte? —insistió Juraviel.
—Entonces, abandonará la caravana de Dundalis —repuso con sarcasmo Pony—. Se olvidará de su trabajo inmediato y se dedicará a pasar el tiempo a mi lado para atender necesidades que no tengo.
Juraviel retrocedió un poquito y se envolvió la esbelta barbilla con sus finos dedos mientras la examinaba.
—Elbryan y yo pronto volveremos a estar juntos —explicó Pony con voz entonces serena y tranquilizadora.
La joven comprendía la preocupación del elfo por ella y por su relación con Elbryan. Juraviel era un buen amigo de los dos, y el hecho de verlo tan turbado le recordó a Pony que tenía que considerar con sumo cuidado aquellas decisiones tan importantes.
—El hijo no nacerá hasta que la primavera no deje paso al verano —continuó Pony—. Eso dará mucho tiempo a Elbryan…
—Más tiempo le daría si se lo contaras ahora —interrumpió Juraviel.
—No sé si mi hijo va a sobrevivir —dijo Pony.
—Considerando tu poder con las gemas, es poco probable que a esa criatura le acontezca nada malo —respondió Juraviel.
—Poder —se mofó Pony—; sí, poder para quedarme en lo alto de la sierra mientras contemplo cómo los demás pelean en las batallas.
—No infravalores la buena fama que merecen los que curan —empezó a argumentar Juraviel.
Pero Pony le había dado la espalda y apenas lo escuchaba. Ella y Elbryan tenían que mantener en secreto la utilización de las piedras mágicas, en especial entonces que había llegado la guarnición de soldados de Palmaris. Aunque la única fuerza del Estado presente en la región eran los laicos al servicio de los Hombres del Rey, Pony prudentemente había limitado el uso público de las piedras. Tarde o temprano, llegaría la noticia al lejano norte de que ella y Elbryan eran fugitivos de la Iglesia. Pony sólo utilizaba las piedras para curar a los heridos en las batallas; incluso en esos casos, disimulaba la utilización de las gemas con la aplicación de bálsamos curativos y vendajes, y acababa su trabajo empleando en secreto la hematites. Irónicamente su eficacia curativa había forzado a Pony a quedarse al margen del tumulto durante las batallas, pues el capitán Kilronney estaba convencido de que era demasiado valiosa como para exponerla a riesgos. Dado el humor de perros y su poco menos que desesperada sed de venganza, la joven no estaba precisamente contenta de su papel.
—¿Acaso mi papel es más grandioso? —preguntó el elfo—. No puedo mostrarme ante los Hombres del Rey y, por tanto, me veo relegado a la misión de explorador privado del Pájaro de la Noche antes de la batalla.
—Has estado diciendo desde que abandonamos las montañas en torno a Andur’Blough Inninness que la guerra no era asunto de los Touel’alfar —le echó en cara con dureza.
—¡Ah!, la gente pequeñita siempre anda diciendo cosas así —pronunció una voz familiar desde las sombras.
Bradwarden, el enorme centauro, entró al trote en el pequeño claro para reunirse con ellos.
—¡De hecho, nunca piensan así, pues en verdad los elfos creen que todo lo que hay en el mundo es asunto suyo!
Pony no pudo menos que corresponder a la sonrisa del centauro. Aunque Bradwarden podía ser un temible enemigo, su rostro siempre dibujaba una alegre sonrisa entre el anillo espeso de barba y cabello, negro y rizado.
—¡Ah, mi pequeña Pony! —continuó el centauro—, me parece estar oyendo tus palabras de frustración. ¡He contemplado batalla tras batalla contra hediondos enanos y trasgos, y ni siquiera he podido alzar mi palo para ayudar!
—Llevas una capa característica —dijo Juraviel secamente.
—Ya te gustaría a ti poder llevarla —repuso el centauro.
Juraviel respondió con una carcajada, les explicó que tenía que informar a Elbryan de los últimos movimientos de una banda de powris y se despidió de ellos.
—Los enanos lo están poniendo fácil esta vez —contó el centauro a Pony cuando estuvieron solos.
—¿Los has visto?
—En una cueva, en un vallecito rocoso, a unos tres kilómetros hacia el oeste de Caer Tinella —explicó Bradwarden—. Conozco bien el lugar y sé que el sitio que han elegido dispone de una sola entrada. Creo que los enanos no se han acabado de decidir sobre qué van a hacer; algunos, sin duda, piensan luchar, ya que los powris casi siempre piensan en eso, pero la mayoría cree que ya ha llegado de sobra la hora de irse a casa.
—¿Es fácil de defender la cueva? —preguntó Pony mientras dirigía sin darse cuenta la mirada hacia el oeste.
—No, si el Pájaro de la Noche los atrapa dentro —respondió el centauro—. Los enanos resistirían un asedio durante un cierto tiempo, dependiendo de las provisiones de que dispongan, pero no podrán salir de allí si el Pájaro de la Noche y los soldados se colocan enfrente del maldito agujero. No creo que los enanos piensen quedarse mucho tiempo allí y no tienen ni idea de que han sido descubiertos. Juraviel le dirá al Pájaro de la Noche que ataque antes del amanecer.
—Faltan todavía muchas horas para que amanezca —comentó Pony maliciosamente, sonriendo a Bradwarden.
El centauro correspondió a la sonrisa de Pony.
—Me parece que lo menos que podemos hacer es bloquear a esos repugnantes enanos en su agujero —asintió.
La tormenta estalló poco después del anochecer; una lluvia dominada por el viento levantaba remolinos de brumas en torno a los esqueléticos árboles y componía una escena preternatural, que las descargas de los rayos iluminaban intensamente. En plena tormenta, el espíritu de Pony era un simple remolino en la niebla que se movía con facilidad, invisible a los ojos de toda criatura mortal. Dio varias vueltas por el vallecito que Bradwarden le había indicado, e incluso entró en la cueva para averiguar cuántos powris había; comprobó que eran cuarenta y tres —un grupo más numeroso que el estimado por los exploradores— y que la afirmación de Bradwarden de que aquel lugar sólo disponía de una salida era correcta. Aquella única entrada la intrigaba y permaneció indecisa debajo del arco durante un buen rato, mientras examinaba la parte superior de la que afloraban pesadas y mal sujetas rocas. Después regresó al bosque. En el exterior sólo encontró a cinco powris, pero no le extrañó una guardia tan débil. Los enanos no esperaban que ningún ejército dispuesto a atacarlos llegara hasta allí en medio de aquella violenta tormenta.
Su espíritu se sumergió de nuevo en su cuerpo, sentado en otra cueva, a un kilómetro y medio de distancia. Bradwarden montaba guardia en la entrada, mientras Piedra Gris, el magnífico y musculoso caballo de Pony, permanecía muy tranquilo en el interior de la cueva con las orejas enderezadas.
—Podremos llegar a la entrada de la cueva sin encontrar apenas resistencia —anunció la joven.
Bradwarden se volvió al oír su voz. La descarga de un rayo estalló a lo lejos, detrás de él, y recortó por un instante su enorme y fornida silueta. Piedra Gris relinchó y se movió con nerviosismo.
—Tal vez querrás dejar aquí el caballo —observó el centauro—. Encuentra la noche un tanto caprichosa para los de su raza.
Pony se levantó y se acercó al semental, le palmeó el musculoso cuello y trató de calmarlo.
—No es un paseo muy largo —dijo.
—¡Ah!, yo te llevaré a lomos —propuso el centauro—. Ahora, cuéntame lo que has visto.
—Dos grupos de dos guardias cada uno —explicó Pony—, más dispuestos a buscar refugio que a sorprender enemigos. Ambos están a poco menos de cien metros de la cueva, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Un quinto powri está apostado en las rocas que hay encima de la entrada de la cueva.
—El ruido de la tormenta camuflará nuestros primeros ataques —dedujo Bradwarden.
—Que dirigiremos directamente hacia la entrada de la cueva sin que ni siquiera se den cuenta —dijo Pony con una sonrisa muy mordaz.
La descarga de otro rayo estalló en la noche del bosque y fue un marco adecuado para el peligroso estado de ánimo de la mujer.
El repiqueteo de cascos sonó en los oídos de los tensos centinelas powris. Hasta aquel momento los dos powris habían estado más preocupados por protegerse de la intensa lluvia que por sus deberes de vigilancia, pero entonces apretaron estrechamente sus armas —una pequeña ballesta y un martillo de guerra— y dieron la vuelta al grupo de árboles, mientras se esforzaban por ver algo en medio de la lluvia. Divisaron la parte posterior de un gran caballo, y respiraron con un poco más de tranquilidad al observar que el animal no llevaba jinete ni silla.
—Es sólo un caballo salvaje —susurró uno.
El otro alzó la ballesta.
—¡No, no le dispares! —gruñó su compañero—; sólo conseguirías herirlo, y el animal nos perseguiría largo rato. ¡Le daré un buen porrazo en la cabeza y esta misma noche comeremos carne de caballo!
Los dos powris avanzaron con cautela, hombro con hombro; sus sonrisas se iban ensanchando a medida que se acercaban a la aparentemente desprevenida criatura. No distinguían ni el cuello ni la cabeza del caballo, pues los tenía inclinados hacia adelante y metidos entre la maleza. La descarga de otro rayo partió el cielo con un resplandeciente destello, seguido inmediatamente por un tronido que sacudió el suelo.
Los dos enanos saltaron cuando, súbitamente, el centauro salió de la maleza y se desprendió de la capa que había utilizado para cubrirse la parte superior del torso.
Con una mano, Bradwarden agarró la cabeza del powri más cercano, el que tenía la ballesta, y lo levantó del suelo; luego, lo dejó caer, y mientras el enano caía, lo golpeó con su enorme palo y lo envió volando a cuatro metros de distancia.
El segundo powri reaccionó con rapidez y atacó con un martillazo dirigido a las costillas del centauro, un golpe que venció las defensas de Bradwarden y le alcanzó de pleno.
Pero el poderoso Bradwarden, muy enfurecido por haber oído que aquellos dos habían hablado de comer carne de caballo, no se alteró por el golpe. Pivotó y se colocó el palo sobre el hombro.
—¡Vas a enterarte de lo que es comer caballo, cara de trasgo! —rugió.
Entonces, el palo se precipitó hacia abajo contra la gorra rojo sangre del powri. El golpe fue tan contundente que la criatura dobló hacia adelante rodillas y tobillos con un crujido sordo. El martillo de guerra se cayó al suelo y los brazos del powri se agitaron de forma extraña repetidas veces. Después, simplemente, se le dobló el cuerpo.
Un gruñido que procedía de un lado alertó a Bradwarden de que el primer enano no estaba totalmente muerto. El centauro se disponía a acercársele, pero tuvo que detenerse y distenderse, pues los músculos del costado donde el powri le había alcanzado se le estaban poniendo tensos al hinchársele la contusión. Bradwarden temió que el golpe le hubiera fracturado una o dos costillas. Sólo entonces, al mirar hacia abajo, Bradwarden advirtió que también tenía algunas hendiduras bastante graves, de las que manaba sangre por el costado.
Aquello lo irritó al máximo. El respeto que le inspiraban los duros powris iba en aumento mientras se acercaba a su primera víctima, pues el pequeño pícaro había logrado levantarse y trataba de encontrar una posición defensiva.
Sobre la marcha, Bradwarden aplastó al enano contra el suelo y luego le dio un par de fuertes patadas en la cabeza.
Pero el enano se esforzó de nuevo por ponerse en pie.
Bradwarden estaba más divertido que preocupado. Atacó con decisión, el palo voló con rapidez y el golpe derribó al enano. El centauro remató el ataque y lo aplastó contra el suelo definitivamente.
Pony se aproximó a los dos enanos del bosque que estaban a la derecha de la entrada de la cueva de forma mucho más cautelosa. Volvió a utilizar la piedra del alma para salir de su cuerpo y averiguar dónde se encontraban. Ambos estaban apostados en ramas bajas, en sendos árboles, a unos nueve metros de distancia, tal como los había visto en su primera exploración. Dejó flotar su espíritu para asegurarse de que los powris, de momento, no tenían intención de moverse y también para inspeccionar las armas y otras pertenencias de los enanos. Se alegró al ver que ninguno disponía de ballesta: uno tenía una corta espada envainada al cinto, mientras que el otro blandía un palo.
El espíritu de Pony se apresuró a inspeccionar la zona, y luego regresó a su forma corporal. Sabía que con ayuda de las gemas podía eliminar a los dos enemigos silenciosa y eficazmente, pero no optó por tal posibilidad, pues prefirió poner en forma a Defensora. A pesar de la sugerencia de Bradwarden, había montado Piedra Gris, pero lo había dejado atado en un recóndito bosquecillo de pinos, no lejos de allí. La noche era demasiado tormentosa como para que pudiera confiar en el comportamiento del caballo, por lo que la mujer avanzaba a pie y aprovechaba el viento y los casi constantes truenos para disimular cualquier ruido.
Una vez hubo reconocido los árboles donde se hallaban los powris, se detuvo y se agachó junto a un grueso olmo. En unos instantes, distinguió las oscuras formas de los acurrucados enanos. Desenvainó Defensora, la espada mágica que había pertenecido a Connor Bildeborough. Su cruz disponía de magnetitas, piedras imán, y además, Pony tenía otra en su mano libre. Paso a paso, se acercó con gran sigilo al enano de la derecha, el que tenía la espada.
—¡Yach, vuelve a tu puesto! —gruñó el powri cuando ella estaba a menos de un metro de distancia. Obviamente, la había confundido con su compañero.
Pony acuchilló hacia delante, y Defensora se hundió profundamente en la pierna del powri.
El enano saltó al suelo, golpeando con la espada, pero Pony ya se había dado la vuelta y, blandiendo Defensora, se dirigía contra el otro powri, que acababa de saltar de su rama.
El powri atacaba con fuerza con la espada y describía con el arma violentos arcos. Pony se retiró hacia la izquierda, y Defensora sólo chocaba de vez en cuando con las furiosas oscilaciones de la corta espada del powri. A través de la piedra imán, concentró la mente en el collar alto de metal que llevaba el segundo powri. Se veía una calavera de plata en medio del cuello.
Rodeando el árbol llegaba el segundo powri; rugía de alegría y llevaba el palo alzado sobre la cabeza. También se levantó la mano de Pony, que abrió ampliamente los dedos y envió sus poderes mágicos al interior de la magnetita.
De repente, se produjo un ruido seco, y luego, otro. El enano que llevaba el palo se tambaleó hacia atrás y sus rugidos devinieron gorjeos mientras una neblina carmesí emergía de su garganta.
—¡Yach, mala bruja! —gritó el primer powri, cargando hacia adelante.
Pony se dio la vuelta. Mantenía su defensa mediante giros y quiebros; dejaba que el enano desfogara su cólera, pero detenía las evoluciones de su corta hoja con facilidad, o simplemente las esquivaba. Entonces, el powri se lanzó hacia ella con la espada cortando hacia abajo en diagonal.
Pony se pasó bruscamente Defensora a la mano izquierda y la alzó con rapidez para detener de golpe la espada del enano. Con un brusco giro de muñeca pasó su hoja por encima de la del enano y, luego, por debajo. Un segundo giro de muñeca le permitió poner la espada en línea, y entonces embistió y acuchilló al enano en el hombro. Pony volvió a pasarse la espada a la mano derecha mientras se volvía hacia la izquierda y Defensora golpeaba con dureza la hoja perseguidora del tozudo powri.
La joven se detuvo a medio giro y, de repente, avanzó hacia adelante con el pie derecho para hundir la espada en la barriga del enano. Retrocedió mientras el enano aullaba y se retorcía, y después volvió a avanzar para acuchillar con fuerza el pecho del powri. Pony controlaba la situación por completo y podría haber terminado la lucha con un apuñalamiento en la garganta o en el corazón, pero estaba disfrutando de aquel momento, estaba sacando fuera, gota a gota, todo su rencor.
Una y otra vez, la mujer clavó la espada en el powri, aunque las heridas no eran mortales. Lo había alcanzado casi una docena de veces cuando llegó Bradwarden, que conducía a Piedra Gris por las riendas.
—Acaba de una vez con él —comentó el centauro al darse cuenta del macabro juego—. Creo que voy a necesitar un poco de tu magia.
Pony echó un vistazo a su amigo. Su cólera desapareció al oír la jadeante voz del centauro y ver la roja mancha a lo largo del costado del torso humano de Bradwarden. Hundió profundamente Defensora en el pecho del powri, entre dos costillas, para que se le clavara en el corazón.
Inmediatamente, se puso a trabajar con la piedra del alma para curar a Bradwarden y comprobó, con alivio, que el centauro no estaba malherido.
—Continuemos —dijo con determinación Bradwarden, que había tomado su enorme arco y un cuadrillo que más parecía una lanza que una flecha.
Pony alzó una mano y se acercó al powri del palo que yacía al pie de un árbol cercano. Se agachó para inspeccionar el agujero pulcramente perforado en el medallón de la calavera plateada y el agujero de salida de la piedra imán en la nuca de aquel ser. Se irguió, examinó el árbol y vio que su gema voladora se había incrustado profundamente en el tronco. Con un suspiro, Pony levantó la espada y empezó a hurgar alrededor del agujero para extraer la magnetita.
—Cualquier día voy a perderla —le comentó al centauro.
Bradwarden asintió con la cabeza.
—Pero, dime —preguntó—, ¿puedes utilizar esa piedra para repeler el metal del mismo modo que la utilizas para atraerlo?
Pony miró a su amigo con curiosidad y asintió con la cabeza. Las gemas de magnetita de la empuñadura de Defensora estaban hechizadas, y Pony había utilizado su magia en ambos sentidos: tanto para atraer la hoja de un oponente y así tener la posibilidad de detenerla con rotundidad como para repeler cualquier maniobra defensiva de un enemigo.
—En ese caso, puedo ayudarte a encontrar una mejor utilización de la piedra —dijo el centauro con malicia—; pero de eso ya hablaremos otro día.
A Pony le costó varios minutos, pero al fin extrajo la piedra. Volvió a poner la capa sobre los anchos hombros de Bradwarden y el centauro camufló su torso humano y abrió la marcha. Pony montó sobre Piedra Gris y lo siguió: iba de árbol en árbol y exploraba con atención por si algún powri había oído el tumulto. Pensó en deslizarse otra vez en el interior de la hematites para explorar desde fuera de su cuerpo, pero decidió ahorrar las energías mágicas que le quedaban para utilizarlas en la entrada de la cueva con la pieza de grafito que llevaba en la mano.
Cuando el destello de un rayo iluminó la zona cercana a la entrada de la cueva, Pony y Bradwarden distinguieron al último centinela, y este también los vio a ellos. El enano salió ágilmente del afloramiento rocoso, cayó de pie y se dio la vuelta para llamar a sus compañeros.
La enorme flecha de Bradwarden alcanzó al powri en la espalda, lo alzó del suelo y lo envió volando a más de tres metros de distancia. El enano acabó chocando contra las rocas que había junto a la entrada de la cueva. El centauro ya había preparado de nuevo el arco y lo había apuntado hacia aquel oscuro agujero de la colina por si algún enemigo asomaba su asqueroso rostro.
Pony caminaba junto a él con serenidad y los brazos extendidos.
—Yach, ¿qué demonios pasa ahí afuera? —pronunció una voz en el interior.
Pony pensó en sus padres, asesinados en Dundalis; en su segunda familia, los Chilichunk, torturados hasta la muerte por los malvados jerarcas de la Iglesia. Y por encima de todo, recordó las imágenes de los cadáveres de Graevis y Pettibwa, poseídos por el demonio; revivió aquel horrible momento y se sintió otra vez enferma y asqueada. Su rabia creció y se transformó en energía mágica, que fluía de su mano hacia el grafito, lo que aumentaba el poder contenido en el seno de la piedra hasta niveles explosivos. Pony la sostuvo hasta que el aire en torno a ella empezó a vibrar a causa de la energía mágica; hasta que sus cabellos enmarañados por la lluvia empezaron a volar con violencia debido a la creciente electricidad.
Entonces, provocó una impresionante explosión de luz blanca, que estalló, a través de la entrada, en el interior de la cueva. Las ráfagas de cegadora energía instantáneamente rebotaron de un muro de piedra a otro. Los powris aullaron y gritaron de dolor. Espoleada por aquellos maravillosos sonidos, Pony provocó la descarga de otro rayo, igualmente letal.
El trueno se repitió durante varios segundos dentro de la cueva. Un powri se arrastró hasta la entrada, pero fue arrojado dentro de nuevo por una flecha del centauro.
Otros enanos se afanaron por alcanzar la salida, pero una nueva descarga de Pony los derribó.
Una y otra vez, se repitió el mágico asalto; los rayos caían en la cueva sin parar. Se oía el eco de los retumbos, mientras trozos de rocas y polvo se desprendían del saliente situado sobre la entrada.
Pony lanzó otra descarga hacia la cueva, aunque esa vez se oyeron pocos gritos en el interior. La mujer sabía que los powris supervivientes se escondían, probablemente, tumbados boca abajo detrás de las rocas. Levantó más el brazo, apuntó hacia el afloramiento rocoso y disparó con fuerza otro tremendo rayo, que chocó con las piedras sueltas; le siguió otro y, luego, un tercero, que provocaron el desplome de toda la parte frontal de la colina ante la cueva.
Unos pasos detrás de Pony, Bradwarden bajó el arco y examinó con detenimiento a su amiga. Observó que estaba a punto de perder el control; arrojaba su pena y su dolor con cada uno de los temibles rayos que lanzaba, como si la magia destructiva pudiera, en cierto modo, liberarla de los demonios que perseguían sus recuerdos.
Pero el centauro había estado muchas horas junto a Pony aquellas últimas semanas, conocía la profundidad de esos demonios y sabía que hacía falta mucho más que esa liberación de energía y de impulsos de venganza para tranquilizar a la perturbada mujer. El centauro se acercó un poco más. Si a Pony le fallaban las fuerzas y las piernas no la sostenían, Bradwarden estaría a su lado para cogerla en brazos.
—Es una hora de la mañana demasiado temprana para tan importante conversación —comentó el rey Danube Brock Ursal ante una enorme bandeja de pan tostado, mojado en una salsa de alubias y coronado con huevos escalfados.
Danube era un hombre guapo, aunque había añadido unos catorce kilos de más a su ya robusto cuerpo en los últimos tres años. Tenía el pelo y la barba de color castaño claro, cortos y bien cuidados, y sólo había una pizca de gris en las patillas; los ojos eran de color gris claro.
—Pero mi rey —protestó el abad Je’howith—, esta mañana muchos niños en Palmaris no podrán permitirse el lujo de desayunar.
El rey Danube dejó caer bruscamente las piezas de plata sobre la bandeja metálica, y los presentes, sus consejeros laicos, se agitaron nerviosamente, y algunos verbalizaron consternación e, incluso, enfado.
—La situación en Palmaris es grave, sin duda, pero me temo que exageras —repuso Constance Pemblebury, una mujer de treinta y cinco años, la más joven de los consejeros y, a menudo, la más razonable.
—Y yo me temo que tú subestimas… —empezó a contestar Je’howith, pero fue interrumpido por la cortante voz del duque Targon Bree Kalas.
—¡Buen abad, te comportas como si el barón Rochefort Bildeborough hubiese dado de comer personalmente a los niños! —protestó aquel fiero hombre—. ¿Cuántos han muerto de hambre en los tres meses que han pasado desde la muerte del barón?
A Je’howith no le sorprendió lo más mínimo que Kalas la hubiera tomado con él tan duramente; él y aquel hombre, que había sido el jefe de la famosa brigada Todo Corazón, a menudo estaban de punta, y sus relaciones, siempre tensas, habían incluso empeorado desde que el rey Danube, a pesar de las vehementes protestas de Kalas, había permitido a Je’howith disponer de un contingente de soldados Todo Corazón para la asamblea de abades de Saint Mere Abelle. No había la menor duda de que Je’howith había involucrado a aquellos soldados en las luchas por el poder en el seno de la Iglesia, algo que a Kalas, un hombre del rey, no le gustaba en absoluto.
—La ciudad ha perdido al barón, a su sobrino y al abad; los tres en cuestión de pocas semanas —argumentó Je’howith, que hablaba mirando directamente al rey, ya que la opinión que al final iba a contar era la del soberano—. Y ahora se han dado cuenta, o pronto lo harán, de que no hay heredero a la baronía, nadie que pueda continuar la dinastía y el nombre de los Bildeborough; debéis comprender que Bildeborough es un nombre querido en Palmaris. Y todo ha ocurrido inmediatamente después de una guerra que ha castigado con dureza la región. A decir de todos, en Palmaris reina una gran confusión, que no hará más que empeorar con el invierno, y eso puede comprometer la lealtad de sus gentes.
—¿A decir de quién? —replicó Kalas con aspereza—. La noticia de la muerte del barón no fue seguida más que por un absoluto silencio. Y la noticia de que no había ningún heredero definido llegó hace unos pocos días. No he oído que llegaran más mensajeros de Palmaris.
Je’howith miró al guerrero. Sus ancianos ojos brillaban peligrosamente.
—La orden abellicana tiene sus propios medios de comunicación —dijo casi en tono amenazador.
Kalas resopló con desprecio y frunció el ceño.
—La ciudad tiene problemas —prosiguió Je’howith, dirigiéndose al rey Danube—, y cada día que perdemos sin poner orden en ella crece el peligro de que caiga en la anarquía; ya se habla de saqueos en el barrio de los mercaderes, y los yatoles, los sacerdotes de Behren, que construyen sus templos paganos en los muelles, aprovecharán estos tiempos para ganar posiciones, no lo dudes.
—Así que ahí está el meollo de tus preocupaciones, abad Je’howith —le interrumpió Kalas—; temes que los yatoles de la religión del sur te roben parte de tu rebaño.
—Sí, me da miedo que eso ocurra —admitió Je’howith—, y también debe preocupar al rey de Honce el Oso.
—Pero ¿el Estado y la Iglesia no son instituciones separadas? —inquirió Kalas, antes de que el rey Danube tuviera ocasión de responder.
El rey le echó una rápida mirada, pero no protestó. Apartó la bandeja, resignado a no desayunar con tranquilidad, y cruzó las manos dejando que los dos rivales prosiguieran el debate.
—En Honce el Oso, Estado e Iglesia son hermanos en estrecha asociación —asintió Je’howith—, pero en Behren es distinto. Los sacerdotes gobiernan el reino y controlan todos los aspectos de la vida de la gente corriente; deja que esos clérigos metan mano en Palmaris, duque Kalas, y verás si tu rey sale beneficiado —acabó diciendo en un tono lleno de sarcasmo.
El duque Kalas gruñó algo en voz baja y se dio la vuelta.
—¿Qué sugieres que hagamos? —preguntó el rey Danube a Je’howith.
—Nombrar a un jefe provisional inmediatamente —repuso el abad—. Ya ha pasado demasiado tiempo, pero ahora que la cuestión de la herencia por consanguinidad está zanjada, debes actuar con urgencia.
El rey Danube echó una ojeada a los demás.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó.
—Hay muchos nobles adecuados para el cargo —repuso Kalas.
—Pero pocos, si es que hay alguno, dispuestos a ir de buen grado a Palmaris en cualquier época del año, y menos aún, ahora que se acerca el solsticio —se apresuró a añadir Constance Pemblebury.
Cuantos estaban en la habitación sabían que tenía razón. Palmaris era una ciudad dura, con un clima inhóspito y muchos más problemas que Ursal, la ciudad donde residía la corte del rey Danube y en la que los nobles que acompañaban al rey vivían entre grandes lujos. Incluso los duques, como Kalas, dejaban que sus barones gobernasen las ciudades más alejadas de la capital, mientras ellos cazaban y pescaban, comían maravillosamente y perseguían damas.
—Hay una posible alternativa —indicó Je’howith—. Se trata de un hombre de gran carisma, que, en cierta medida, ya ejerce su autoridad sobre la ciudad.
—¡Ni siquiera nos digas el nombre! —protestó Kalas, pero Je’howith no iba a dejar que lo disuadieran.
—El único orden que subsiste en Palmaris es obra de la incansable labor de Marcalo De’Unnero, el nuevo abad de Saint Precious —dijo.
—¿Acaso quieres que conceda el título de barón a un abad? —preguntó, con escepticismo, el rey Danube.
—La Iglesia dará a De’Unnero un título equivalente —explicó Je’howith—: obispo de Palmaris.
—¿Obispo? —ladró Kalas.
—Un título poco usado en estos tiempos —explicó Je’howith—, pero sin duda con precedentes; en efecto, en los primeros días del reino, el cargo de obispo era tan normal como el de barón y duque.
—¿Y cuál es la diferencia entre obispo y abad? —preguntó el rey Danube.
—El título de obispo confiere un poder equivalente al de un gobernante seglar —explicó Je’howith con suavidad.
—Pero el obispo debe rendir cuentas al padre abad, no al rey —puntualizó un evidentemente enojado Kalas. La expresión de Danube se ensombreció al considerar ese aspecto de la cuestión. A los demás, incluso a la fría Constance Pemblebury, se les pusieron los pelos de punta, y la habitación se llenó de murmullos de desaprobación.
—No —se apresuró a contestar Je’howith—; los obispos rinden cuentas al padre abad en las cuestiones de la Iglesia, pero sólo al rey en materias de Estado. Y te recomiendo encarecidamente a Marcalo De’Unnero, rey Danube. Es joven y está lleno de energía, y tal vez sea el mejor guerrero que jamás haya salido de Saint Mere Abelle, lo cual no es poco.
—Creo que el abad se ha extralimitado —observó Constance—. Con todo respeto, buen Je’howith, le pides al rey que ceda mucho poder al padre abad, pero la única razón que has argüido es la de evitar los hipotéticos inconvenientes del noble que sea destinado a la ciudad del norte.
—Lo que ofrezco al rey es la mano de un amigo en tiempos de desesperada necesidad —repuso Je’howith.
—¡Eso es ridículo! —rugió Kalas, y dirigiéndose al rey, añadió—: Yo te conseguiré un sustituto adecuado para el barón Bildeborough; tal vez, un hombre de la brigada Todo Corazón, o un miembro de la pequeña pero meritoria nobleza. A decir verdad, ya tenemos un contingente de soldados en la región comandados por un fornido guerrero.
El rey Danube miró a Je’howith y, luego, a Kalas; parecía dudar.
—Me pregunto qué es más peligroso —intervino maliciosamente Je’howith—: ¿permitir a un aliado que te ayude en tiempos de gran necesidad, o reforzar la posición de un subordinado ambicioso, alguien que, quizá, tenga la pretensión de alcanzar un puesto más elevado?
Kalas, sorprendido, gruñó y rugió sin saber qué decir. El rostro se le enrojeció vivamente y apretó con fuerza las mandíbulas: parecía al borde del colapso. Algunos de los presentes estaban igualmente angustiados, pero a Constance todo aquello la divertía cada vez más.
—Te pido que consideres las ventajas derivadas de un solo gobernante en estos tiempos de zozobra —prosiguió Je’howith con voz serena—. Si sustituyes al barón Bildeborough por otro líder desconocido, la gente de Palmaris no sabrá a qué atenerse respecto a la Iglesia ni respecto al Estado. Primero, dejemos que se encariñen con De’Unnero. Apenas lo conocen, pues lleva al frente de Saint Precious sólo una estación, e incluso durante este tiempo lo han mantenido apartado de Palmaris casi un mes los deberes de la Iglesia, sobre todo la asamblea de abades, en la cual tu brigada Todo Corazón representó un papel importante —se apresuró a destacar—. Pero la ciudad ha permanecido en relativa calma, habida cuenta de las tragedias que ha sufrido.
—Entonces, ¿propones al abad de Saint Precious sólo como líder provisional? —preguntó el rey Danube después de reflexionar durante una larga pausa.
—Tras esa fase provisional, tal vez con la vuelta del verano, podrías considerar que Palmaris, y tú mismo, estaríais mejor servidos nombrando a otra persona —explicó Je’howith—. Pero creo que te asombrará la eficiencia de Marcalo De’Unnero. Restablecerá el orden entre la gente de Palmaris y ejercerá un firme control, lo cual fortalecerá tu posición.
—¡Tonterías! —gritó el duque Kalas, adelantándose para ponerse junto a Je’howith, que estaba al lado del rey—. Mi rey, estoy seguro de que no te crees una palabra de lo que ha dicho.
—No pretendas decirme lo que creo —repuso con severidad y frialdad el rey Danube, y Kalas retrocedió uno o dos pasos.
—Debes considerar la situación en un sentido más amplio —continuó Je’howith, haciendo caso omiso de Kalas—. Las Tierras Boscosas tienen que volver a ser accesibles, tal vez reclamadas como dominio de Honce el Oso.
—Buen Je’howith —intervino Constance Pemblebury—, tenemos un tratado con Behren y Alpinador en virtud del cual las Tierras Boscosas son accesibles a los tres reinos.
—La región ha sido poblada desde hace mucho sólo por gente de Honce el Oso —respondió Je’howith—, y creo que la guerra ha cambiado la situación. Las Tierras Boscosas, podríamos decir, ahora pertenecen a trasgos y powris. Dado que seremos los que vamos a expulsarlos de esa región, deberá considerarse tierra de conquista bajo el domino del rey Danube Brock Ursal.
—Un punto de vista muy inteligente —admitió el rey—, pero peligroso.
—Con mayor razón ahora necesitas la fuerza de la Iglesia a tu lado —razonó Je’howith—, la misma Iglesia que ejerce su influencia sobre muchos bárbaros al sur de Alpinador. Nombra obispo a De’Unnero, y así la cuestión de Palmaris dejará de ser una preocupación para ti. Permite que la Iglesia abellicana admita la responsabilidad si De’Unnero fracasa y Palmaris se ve sumida en el caos; pero si el obispo triunfa en su empeño por restablecer el orden y la prosperidad, cuán sabio parecerá el rey Danube a un pueblo que lo adorará.
La cara del duque Kalas volvió a encenderse de rabia. ¿Cómo se atrevía el abad de Saint Honce a lanzarle al rey semejante anzuelo?
Pero Danube, que no era excesivamente ambicioso, aunque siempre se mostraba deseoso de aprovechar una oportunidad de expansión, ya había mordido el anzuelo. La propuesta de Je’howith, en apariencia sin riesgos para Danube, podía perfectamente ayudar a expandir el reino por el norte, e incluso en el peor de los casos, parecía eximir a Danube de toda culpa. Aquello, por encima de todo, convertía la proposición en demasiado atractiva como para rechazarla. Y Danube Brock Ursal era impetuoso, característica que Je’howith había aprendido a aprovechar desde hacía tiempo.
—Un líder provisional —declaró el rey—. Así pues, que lo sea; que la noticia de que el abad Marcalo De’Unnero ha sido nombrado obispo de Palmaris salga hoy mismo de Ursal.
Je’howith sonrió. Kalas gruñó.
—Y duque Kalas —prosiguió el rey Danube—, comunica a tu meritorio subordinado al mando de los soldados destacados en la región de Palmaris que tiene que rendir cuentas al obispo De’Unnero y que debe permanecer con él hasta que la situación en Palmaris sea segura. ¡Ahora dejadme solo! —dijo el rey de repente, agitando las manos ante sus consejeros como si fueran molestas palomas—. Me temo que mi comida ya está fría.
El abad Je’howith, que todavía sonreía, se dio la vuelta para encararse con Constance Pemblebury, que se puso a su lado y salió con él de la habitación.
—Buen trabajo —lo felicitó cuando estuvieron solos.
—Hablas como si hubiera ganado algo —protestó Je’howith—; sólo deseo servir a mi rey.
—Sólo deseas servir al padre abad —repuso Constance con una sonrisa burlona.
—Flaco servicio si el rey Danube decide que Marcalo De’Unnero no es el hombre que debe gobernar Palmaris —razonó Je’howith.
—Una decisión ardua, ya que un obispo, por ley y por tradición, sólo puede ser depuesto por acuerdo del rey y del padre abad —dijo Constance maliciosamente.
Sus palabras sobresaltaron a Je’howith, hasta que cayó en la cuenta de que la mujer no había mencionado aquella pequeña cuestión legal antes de la decisión del rey Danube.
—No temas, abad Je’howith —dijo la mujer—; sé que el equilibrio de poder se desplaza de forma inevitable después de una guerra, perdida o ganada, y soy lo bastante pragmática como para reconocer el poder de la Iglesia abellicana sobre la gente maltratada por la guerra. ¿Hay alguna familia en todas las estribaciones del norte de Honce el Oso que no haya perdido a alguno de los suyos? Y esa gente dolorida, ¡ay!, es más sensible a las vacías promesas de vida eterna que a los prácticos beneficios materiales.
—¿Promesas vacías? —comentó el abad, cuyo tono de asombro evidenció su opinión de que la mujer estaba al borde de la herejía.
Constance pasó por alto el comentario.
—Saint Mere Abelle controlará Palmaris y todas las tierras del norte, y eso no será malo para el rey Danube, habida cuenta del difícil proceso de reapertura de las Tierras Boscosas y de la elaboración de un nuevo acuerdo con los reinos vecinos, si es que llega a haberlo.
—¿Y una vez apaciguadas las Tierras Boscosas?
Constance se encogió de hombros.
—Yo no elijo ir en contra de la Iglesia —se limitó a responder.
—¿Y qué quieres por tu colaboración?
La mujer soltó una sonora carcajada.
—Las espaldas del pueblo producen suficientes beneficios como para asegurarnos una existencia lujosa a todos nosotros —dijo—. Hay un viejo dicho acerca de untar el pan con mantequilla; soy lo suficientemente sensata como para pensar que el padre abad podría ahora tener el cuchillo en la mano[1].
El rostro del abad Je’howith se iluminó con una amplia sonrisa. Comprendió que la mujer no era una aliada, pero tampoco una enemiga. Suponía que lo mismo sucedería con muchos nobles, pues eran hombres y mujeres que jamás se habían visto envueltos en ningún asunto grave antes del despertar del demonio Dáctilo. Entonces se alejó de Constance, pues necesitaba estar solo a fin de prepararse para la próxima visita espiritual del padre abad. Markwart estaría contento, pero Je’howith sabía que la situación era provisional, que algunos, como el duque Kalas, nunca aceptarían la menor ventaja para la Iglesia a expensas del rey Danube.
Sería un año interesante.
Al amanecer, la lluvia había arreciado de nuevo, pero el viento se había calmado por completo. Hacía un calor impropio de la estación, y era una ventaja, pues de otro modo el terreno habría estado cubierto por varios palmos de nieve y habría sido necesario posponer varias semanas cualquier plan de viajar en dirección sur, hacia Palmaris.
Pony y Bradwarden estaban aún junto a la cueva de los powris. No tenían la menor idea de cuántos enanos seguían con vida, pero de vez en cuando se desplazaba una roca cuando alguno de ellos trataba de salir.
Al principio, Bradwarden prestaba atención a esas tentativas, el centauro golpeaba con fuerza la roca y se reía estrepitosamente ante el chorro de maldiciones, pronunciadas con aquel peculiar acento, que llegaba hasta él.
Después, les tocó vigilar a Pony y a Juraviel, que se había reunido con sus compañeros hacía una hora. Bradwarden recorría el bosque con objeto de recoger ramitas de árboles rotas para disponer de leña menuda, y leños de mayor tamaño para conseguir un fuego prolongado.
—Mirad qué buen ejemplar he conseguido —anunció el centauro una de las veces.
Pony y Juraviel soltaron una risita, pues el poderoso centauro llegaba arrastrando un árbol que debía de medir casi siete metros.
—Muy bueno, si te propones derribar la puerta de un castillo —respondió Juraviel.
—Podría darse el caso, pero probablemente tendré que hacerlo desde dentro si los soldados me pillan aquí hablando con un tozudo elfo —comentó Bradwarden para recordarle a Juraviel que habían acordado que el elfo tenía que salir a espiar a los soldados que se acercarían al romper el día.
—Ahora voy, buen medio caballo —dijo Juraviel, que se inclinó y, luego, se internó en el bosque.
—¡Medio caballo! —gruñó Bradwarden, apilando la leña menuda a la entrada de la cueva—. ¡Pero si mi otra mitad hubiera sido de elfo, yo habría sido un medio poni!
La joven sonrió ampliamente, celebrando las amistosas bromas que siempre intercambiaban Juraviel y Bradwarden.
El centauro apartó una pesada roca y dio un salto hacia atrás cuando un cuadrillo de ballesta salió disparado por una abertura y se clavó profundamente en la leña; poco faltó para que le alcanzara en la pata delantera.
—¿Puedes ocuparte de esto? —preguntó.
Pony ya se había puesto en danza con el grafito en la mano: disparó otro rayo contra la abertura y, del interior de la cueva, surgieron gritos y maldiciones, que se fueron apagando a medida que Bradwarden taponaba el agujero con leña. Luego, el centauro se apartó y recogió algunas piedras para amontonarlas en la barricada que estaba construyendo a la entrada de la cueva.
—¿Estás segura de que podrás prenderle fuego? —preguntó a Pony por enésima vez.
La mirada de la mujer le produjo escalofríos, así que volvió al trabajo.
—El Pájaro de la Noche se acerca —dijo la voz de Juraviel minutos más tarde—. Ha encontrado a un par de los powris abatidos. Los soldados vienen detrás, pero a cierta distancia.
Bradwarden miró a Pony e hizo un gesto con la cabeza. Ella se acercó a la barricada con la serpentina y el rubí preparados. Agitó la mano para que el centauro se alejara, se sumergió en el poder de la serpentina y erigió un escudo protector, de un reluciente blanco azulado, que la envolvió por completo. Una sutil orden mágica hizo salir el rubí del escudo y lo situó encima de la luz, sobre la palma abierta de su mano. Luego, la mujer vinculó sus pensamientos, su centro mágico, a los remolinos del poder del rubí. Se tomó el tiempo necesario, envió al interior de la piedra toda la energía que le quedaba y dejó que la potencia creciera, hasta que incipientes llamas vacilaron en torno a ella.
Bradwarden y Juraviel, prudentemente, retrocedieron aún más.
Pony miró a su alrededor, eligió el extremo agujereado de un tronco de la parte baja de la barricada, dirigió su mano hacia allí y liberó la magia. Una súbita ráfaga de llamas envolvió mujer y barricada, y una violenta fuerza sacudió las rocas; la tremenda ráfaga consumió las astillas de la leña menuda que Bradwarden había preparado y lanzó haces de fuego a cada estallido de la leña amontonada.
La madera húmeda silbaba como si protestara, pero con la intensidad de la explosión el fuego prendió en ella y ardió casi toda. La lluvia, que se unió a aquel ruido silbante, caía sobre las rocas calientes y se elevaba en el denso aire, convertida en vapor.
Pony disparó otra bola de fuego y, cuando retrocedió unos pasos, penachos de humo gris ondularon en el aire; estaba segura de que también ondeaban en el interior de la cueva. Eliminó el escudo de serpentina y se guardó las dos gemas; luego, volvió a sacar el grafito, pues suponía que algunos powris en cualquier momento podrían empujar la barricada.
—Se acerca el guardabosque —les gritó desde lo alto Juraviel.
—Supongo que los powris supervivientes están atrapados en ese agujero —aventuró una voz familiar desde la hilera de árboles situada tras sus amigos.
—¿Acaso creías que nos íbamos a quedar aquí sentados toda la noche esperando que llegarais tú y esos perezosos soldados amigos tuyos? —repuso Bradwarden con un guiño mientras el guardabosque aparecía ante su vista.
El Pájaro de la Noche miró el humeante montón de escombros, las rocas destrozadas por el rayo. Luego, se volvió para fijar la vista en Pony, cuyo rubio pelo chorreaba; estaba hecha una sopa. La primera reacción del hombre fue de enfado. ¿Cómo habían podido sus amigos ir allí sin haberle dicho nada antes? ¿Cómo había podido Pony ponerse en peligro sin habérselo hecho saber? Pero Elbryan se esforzó por contemplar la situación con los ojos de Pony. La mujer estaba llena de rabia, más que él, y en las escasas ocasiones de luchar que habían tenido en las últimas semanas no había podido descargar toda su furia. Dado que Elbryan y Pony estaban fuera de la ley, ella no se atrevía a utilizar las gemas en campo abierto. Además, su pericia con las piedras curativas, en especial con la hematites, exigía que se quedara lejos del escenario de las batallas, lista para sanar discretamente al que lo necesitara.
Y al considerar la situación desde el punto de vista de Bradwarden, el guardabosque no fue menos comprensivo. El centauro había sido tratado con brutalidad —aprisionado y torturado— tras ser rescatado de las entrañas de la destruida montaña de Aida por los monjes abellicanos. Y había podido participar aún menos que Pony en las batallas, pues era fácilmente identificable; al fin y al cabo, Shamus Kilronney, aunque en cierto modo se había convertido en un amigo, era un soldado del rey.
Elbryan concentró de nuevo la atención en Pony y comprobó que, a pesar de la lluvia torrencial y de la larga noche sin dormir que sin duda había pasado, parecía más calmada que en ningún otro momento desde que habían salido de Saint Mere Abelle. Y la cólera que Elbryan sentía por la batalla particular que Pony y Bradwarden habían librado se desvaneció ante aquella realidad.
—Bueno, parece que esta vez os habéis reservado toda la diversión para vosotros —dijo con afecto.
—Bueno, creo que podrás aporrear a algunos antes de que acabe el día —soltó Bradwarden—. Y sin duda, encontraremos más cuando vayamos hacia las tierras del norte.
—Los soldados se acercan —anunció Juraviel, que estaba en lo alto de otro árbol cercano.
Hizo una seña a Bradwarden, y mientras el centauro trotaba para situarse debajo del árbol, el elfo se dejó caer sobre su ancho lomo.
—Desde luego, nos hemos divertido bastante, ¿verdad? —dijo Bradwarden con un guiño a Pony antes de internarse en el bosque.
Pony montó a Piedra Gris al mismo tiempo que Elbryan descabalgaba de Sinfonía, preparaba el arco élfico, Ala de Halcón, y le ponía una flecha. El guardabosque se situó en un lugar que le permitiera controlar cualquier posible fuga a través del montón de rocas; el humo se había espesado y buena parte de sus grises ondas penetraba en la cueva.
—¿Qué le pasó a ese? —preguntó con incredulidad Colleen Kilronney.
La sargento examinó al powri tumbado al pie del árbol y comprobó que un agujero le atravesaba el cuello. Luego, se incorporó para observar el agujero producido en el árbol y agitó la cabeza sin dar crédito a sus ojos: no podía creer que algo se hubiera incrustado tan profundamente en la dura madera de un viejo roble.
—Una ballesta, supongo —comentó uno de los soldados—. Los powris las llevan a menudo, y alguien pudo habérsela quitado a un cadáver.
Colleen se encogió de hombros. El soldado debía de tener razón, pero jamás había visto una ballesta que pudiera causar semejante impacto.
—Hay humo en el bosque —informó un explorador que se había reunido con el grupo.
Colleen se apresuró a montar en su caballo y lo espoleó para alcanzar a Shamus, que iba a la cabeza de la columna. No tardaron en llegar al claro situado frente a la cueva y encontraron al Pájaro de la Noche flexionado para disparar otra vez a través de la humeante barricada de piedras y madera. Pony estaba tranquilamente sentada en su montura a menos de siete metros.
Colleen miró a Pony de arriba abajo. Después de que hubiera encontrado al Pájaro de la Noche en la tienda de su primo, se había enterado de que el guardabosque estaba desposado, o por lo menos comprometido, con una mujer llamada Pony. «Tiene que ser esa mujer», se dijo Colleen, recordando la descripción que le había facilitado un soldado, una descripción larga y detallada, ya que el hombre se había explayado más y más explicando cómo la maravillosa Pony había sido de gran ayuda después de las batallas.
Al mirar a Pony, Colleen no se sorprendió de la actitud de aquel soldado. Pony era indiscutiblemente hermosa; tenía el pelo tupido y unos ojos brillantes y muy grandes. Y se limitaba a permanecer a un lado, observando, como si fuera un juguete, al heroico guardabosque.
—Es un adorno —susurró la guerrera en voz baja, y soltó un bufido.
—¿Cómo habéis podido encender un fuego con esta lluvia? —preguntó Shamus al Pájaro de la Noche. El capitán bajó de la silla y se le acercó.
El Pájaro de la Noche sonrió con aire bonachón.
—No he sido yo —explicó—. Se diría que un bendito rayo arrastró rocas y leños desde lo alto de la entrada de la cueva y atrapó en el interior a la mayoría de los powris. Hoy Dios está con nosotros y nos ha ofrecido su espada atronadora.
—No he visto ningún rayo —interrumpió Colleen, incrédula—. ¿Y tu Dios ha apilado con ese esmero la maleza en todas las hendiduras? ¿O es que has hecho tú todo ese trabajo en los diez minutos de ventaja que nos llevabas?
—No, y no… —empezó a contestar el guardabosque.
Pero Pony lo cortó en seco.
—Han sido unos tramperos amigos nuestros —explicó la mujer—. Vieron el rayo, creo que hace más de una hora, y aprovecharon la oportunidad para amontonar la maleza y alimentar el fuego.
—¿Y mataron en el bosque a los centinelas de los gorras sangrientas? —prosiguió Colleen.
Pony se encogió de hombros sin comprometerse.
—Encontramos aquí a los tramperos y nos contaron rápidamente su historia. Cuando les dijimos que os acercabais, nos propusieron encerrar a los powris en el agujero.
—¿Nos? —inquirió Colleen con incredulidad, mientras miraba primero al Pájaro de la Noche y después, de nuevo, a Pony.
La joven no hizo caso de la insidia.
—Unos cuarenta monstruos, dijeron, aunque no sabemos cuántos viven todavía.
—Y no se quedarán en el agujero mucho tiempo —indicó el Pájaro de la Noche—, al margen del riesgo que supone salir. Dispón a los arqueros en fila ante las rocas —propuso al capitán—, y los alcanzaremos a medida que salgan.
Shamus Kilronney hizo una señal a los arqueros para que tomaran posiciones.
—Es demasiado fácil —comentó al guardabosque.
—¿Y no es acaso el mejor modo? —repuso el Pájaro de la Noche.
Mientras pronunciaba estas palabras, tanto Shamus como él miraron a Colleen, y el guardabosque se sorprendió al ver la amenazadora expresión de la enojada mujer.
Por supuesto, Colleen Kilronney no estaba contenta con el inesperado giro que habían tomado los acontecimientos. Cuando al fin los líderes de Palmaris habían decidido enviar a alguien al norte con la noticia de la muerte del barón, Colleen se había ofrecido voluntaria de manera insistente para formar parte de la expedición. Había salido en busca de pelea, impaciente por vengar la muerte del abad Dobrinion, un amigo personal, al que ella creía que habían asesinado los enanos de las gorras sangrientas. Saltó del caballo y pasó precipitadamente ante los dos hombres para examinar la barricada.
—Podría ser que hubiera otra salida —observó, y de hecho esperaba que así fuera—. Tal vez ya hayan escapado, hayan dado un rodeo y nos estén observando desde atrás, según se puede deducir.
—No hay otra salida —dijo con firmeza el Pájaro de la Noche—. Están atrapados en la cueva, y dentro, el aire se hace cada vez más irrespirable.
—A menos que el lugar tenga ventilación —afirmó Colleen.
La mujer dio un paso atrás para mirar la colina que se cernía sobre las rocas caídas.
—Sería bastante fácil hallarla y obturarla, si así fuera —repuso el Pájaro de la Noche sin ceder ni un ápice—. Pero incluso en el supuesto de que hubiera entradas de aire, no bastarían para renovar a tiempo el ambiente cargado de humo. Los enanos se encuentran atrapados y se están asfixiando. Algunos tratarán de salir y los abatiremos; el resto morirá en la cueva.
Colleen miró con furia al Pájaro de la Noche: la cruda realidad no le gustaba ni pizca.
—Quizá no —dijo Shamus con pensativa expresión—. Una curiosa característica de esta guerra es la sorprendente ausencia de prisioneros por ambas partes.
—¿Quién podría querer hacer prisionero a un trasgo o un maloliente gorra sangrienta? —preguntó Colleen con incredulidad—. El lugar donde los encerraran apestaría.
—Los powris no han tenido ninguna misericordia con los humanos —añadió el Pájaro de la Noche.
Mientras hablaba echó un vistazo a Colleen y vio que ella también lo miraba; ambos tenían la misma mirada perpleja, pues los dos estaban sorprendidos de encontrarse en el mismo bando de un debate.
—No me refiero a misericordia —se apresuró a añadir Shamus—, sino a consideraciones prácticas. Los powris en la cueva están, sin duda, maltrechos y sin esperanzas. Según informan desde todos los rincones del reino, sólo pretenden volver a casa, y la contrapartida por permitírselo sería que nos facilitaran información interesante en relación a sus anteriores aliados.
—¡La contrapartida por permitírselo sería que darían la vuelta y, por pura diversión, se cargarían a unas cuantas personas más! —protestó con vehemencia Colleen.
Y el guardabosque, de nuevo, estuvo de acuerdo.
—¿Acaso podemos confiar en que los powris se irán? —preguntó—. Y aunque no vuelvan a atacar nuestras tierras, ¿acaso no acecharán las aguas de nuestras costas para abordar barcos indefensos?
—Pero si esos powris nos facilitan información que impida que grupos mayores causen para vengarse nuevos padecimientos en nuestro reino, merecería la pena correr el riesgo —repuso Shamus.
El Pájaro de la Noche miró a Pony. La mirada del guardabosque atrajo otras sobre ella, entre las que estaban las de Shamus y Colleen; de ese modo, Pony no tardó en tener clavados en el rostro muchos pares de ojos.
—No me importan en absoluto los powris de la cueva —dijo Pony con calma, pero también con firmeza—. Matadlos o hacedlos prisioneros; para mí, no significan nada.
—Sin duda, es una respuesta concluyente —comentó sarcásticamente Colleen.
—He visto demasiadas peleas como para preocuparme por una pequeña banda de enanos de gorras sangrientas —repuso Pony con aspereza.
Colleen Kilronney resopló despectivamente y se dio la vuelta.
Pony miró a Elbryan y le dedicó una débil pero consoladora sonrisa, y el hombre comprendió que ella ya había saciado su cólera con aquella banda.
—Bueno, Pájaro de la Noche —preguntó el capitán Kilronney—, ¿estamos de acuerdo?
—Estabas de acuerdo en ayudarme a liberar esta región de esa banda antes de regresar al sur —respondió el guardabosque—. Sea cual sea tu decisión, es cosa tuya. La pelea se ha acabado antes de que llegáramos tú y yo.
Shamus interpretó aquellas palabras como el visto bueno del guardabosque. Se dirigió hacia el montón de rocas, encontró lo que parecía ser la vía de acceso más despejada hacia la oscuridad que tenía delante, y gritó hacia el interior de la cueva ofreciendo salvar la vida de los enanos que salieran desarmados.
Durante un rato no se oyó ninguna respuesta, y Shamus mandó a algunos de sus hombres que añadieran leña menuda al humeante fuego, mientras otros permanecían detrás de las llamas haciendo ondear mantas de las sillas de montar con objeto de dirigir el humo directamente hacia la cueva.
De repente, los powris, chillando maldiciones, cargaron hacia la barricada, avanzando furiosamente entre las rocas. Algunos consiguieron abrir pasos demasiado estrechos para sus anchos cuerpos, pero perfectamente adecuados para las flechas de los arqueros; otros, por error, desplazaron rocas con tan poca fortuna que provocaron desprendimientos, y un par consiguió salir. Una tras otra, las flechas alcanzaban a los powris que lograban hacerse camino, los obligaban a reducir la marcha con una violenta sacudida e interrumpían su empecinada carga.
En un minuto, la barricada de rocas quedó de nuevo tranquila, excepto por los persistentes silbidos y las crepitaciones del fuego. Había varios powris muertos; otros, heridos, se arrastraban hacia el interior de la cueva, y un desgraciado tipejo estaba aprisionado bajo unas rocas, peligrosamente cerca de las llamas.
El capitán Shamus Kilronney repitió su propuesta y se identificó como embajador del rey de Honce el Oso, con plenos poderes para negociar en el campo de batalla.
Esa vez, la respuesta fue una petición de aclaraciones, seguida por otra petición de más garantías, antes de que los veintisiete powris restantes, con las caras ennegrecidas por el humo y abundantes heridas causadas por las rocas, las flechas y las descargas de los rayos, salieran a gatas de la cueva. Entonces, los hicieron prisioneros y los ataron firmemente.
El Pájaro de la Noche y Pony observaban todo aquello: el guardabosque tenía una expresión maliciosa, y Pony, ambigua. Sentada a horcajadas sobre su caballo, no lejos de la pareja, los sentimientos de Colleen Kilronney eran más evidentes: tenía una expresión agria y, de la garganta, le salían débiles gruñidos cada vez que una gorra sangrienta aparecía por la estrecha abertura del montón de rocas.
Enseguida, el grupo partió hacia Caer Tinella. Los powris iban totalmente rodeados por los cautelosos hombres de Kilronney. El capitán cabalgaba a la cabeza de la formación, el Pájaro de la Noche marchaba a su lado, y Colleen Kilronney no tardó en reunirse con Pony, que seguía a Elbryan.
—Parece que tus artes curativas no van a hacer falta en absoluto —dijo la mujer pelirroja a Pony en tono condescendiente.
—Me alegro siempre que eso sucede —respondió Pony con aire ausente.
Colleen espoleó al caballo y se alejó.