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El legado de Jojonah

—Hay varios hermanos prometedores, listos para alcanzar el rango de inmaculados —dijo el padre abad Dalebert Markwart al hermano Braumin Herde.

Se había reunido con el joven monje en la muralla del lado mar del imponente monasterio de Saint Mere Abelle, que dominaba desde lo alto las frías aguas de la bahía de Todos los Santos.

Braumin se dio la vuelta para encararse con el anciano y pegó un salto, asustado. El cabello de Markwart se había ido aclarando; entonces, ya había desaparecido del todo, y su cráneo estaba rasurado al cero. La cabeza calva había cambiado considerablemente el aspecto de Markwart. Las orejas parecían más largas y estrechas, casi puntiagudas, y la cara era una capa gredosa sobre una calavera. Braumin observó la posición ladeada del marchito rostro de Markwart y vio un cierto centelleo —¿la mortecina luz del mal?— en sus ojos sin vida. ¡Cuánto había envejecido!

Con todo, aún había un aura innegable de energía en torno al padre abad. Parecía más alto que Braumin Herde, y se mantenía más erguido de lo que el joven monje recordaba. Además, sus movimientos eran enérgicos, y el hermano Braumin comprendió que toda esperanza que pudiera albergar respecto a la pronta muerte del anciano era infundada. El impacto que le había causado el aspecto del padre abad no tardó en desaparecer, pero siguió examinando al anciano detenidamente, sorprendido de que Markwart se hubiera aventurado a exponerse al viento frío, pues el hermano Braumin Herde, cuya amistad con el ejecutado hereje Jojonah era conocida, no se contaba obviamente entre los favoritos del padre abad.

—Prometedores —repitió Markwart, cuando vio que sus primeras palabras no habían obtenido respuesta alguna del joven monje—. Quizás hay ahora inmaculados en Saint Mere Abelle que deberían temer que esos recién llegados a su mismo rango les adelanten en la lista para cubrir las vacantes producidas por la marcha de Marcalo De’Unnero y la muerte del hereje Jojonah.

«¡El asesinato, quieres decir!», replicó en silencio el hermano Braumin. Sólo hacía tres semanas que había ocurrido, a mitad de Calember, el undécimo mes, cuando el invierno iniciaba su asalto helado sobre la tierra. Se había convocado una asamblea de abades en Saint Mere Abelle, y el padre abad Markwart, tal como se esperaba, había aprovechado la ocasión para pedir una declaración formal con objeto de que Avelyn Desbris fuera tachado de hereje y proscrito. Maese Jojonah, mentor y amigo de Braumin, se había enfrentado a Markwart, argumentando que Avelyn, aunque había desafiado a la Iglesia y se había fugado con algunas gemas sagradas, era un hombre piadoso y no un hereje, y que, en realidad, era el padre abad Dalebert Markwart el verdadero hereje, el que había tergiversado la doctrina de la Iglesia en provecho del mal.

Jojonah había sido quemado en la pira aquella misma mañana.

Y el hermano Braumin, debido a la promesa que le hizo a su querido mentor, se había limitado a contemplar con impotencia cómo torturaban y mataban a su estimado amigo.

—¿Te has ocupado de los preparativos para la ceremonia de bienvenida a la nueva promoción? —preguntó Markwart—. Puede parecer que falta mucho, pero si este año el invierno se muestra inclemente, no podréis salir al patio para preparar la Vía de los que Sufren de Buen Grado y otras cosas necesarias.

—Sí, padre abad —contestó mecánicamente el hermano Braumin.

—Bien, hijo mío; bien —comentó Markwart en tono condescendiente.

El anciano extendió el brazo y le dio una palmada en el hombro; Braumin tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para no retroceder ante aquel contacto tan frío y sin corazón.

—Tienes grandes posibilidades, hijo mío —prosiguió el padre abad—. Con la adecuada guía, puedes sustituir a maese De’Unnero, del mismo modo que el hermano Francis sustituirá, a su vez, al condenado Jojonah.

Braumin Herde apretó los dientes y se tragó una dura respuesta. El solo hecho de pensar que el hermano Francis Dellacourt, un lacayo falto de voluntad y conspirador, sustituiría a su adorado Jojonah le molestaba profundamente.

Markwart, tratando en vano de ocultar su sonrisa, se alejó y lo dejó solo. Braumin tenía un sabor de bilis en la garganta y ahogaba los gritos que de ella salían. El monje no dudaba de la sinceridad del padre abad al indicarle que podía ser elevado al rango de padre. Esa codiciada categoría no representaría gran cosa bajo la autoridad de Markwart y sería puramente honorífica para Braumin si llegaba a alcanzarla; así, Markwart podría disipar cualquier rumor de descontento en el seno de la Iglesia abellicana. Numerosos abades y padres habían prestado mucha atención a maese Jojonah, y la forma repentina y brutal con que Markwart y el abad Je’howith de Saint Honce lo habían acusado, condenado y ejecutado había cogido a todo el mundo por sorpresa, y no pocos se mostraban preocupados. Por supuesto, cualquiera que hubiera tenido ganas de protestar habría sido silenciado por el terror: Markwart y Je’howith utilizaban soldados de la brigada Todo Corazón, la guardia de elite del mismísimo rey, como instrumentos de muerte, y pocos se atrevían a discutir en contra del padre abad de la orden abellicana en su monasterio central de Saint Mere Abelle, tal vez la mayor fortaleza del mundo.

En ese momento, Markwart estaba tratando de controlar los argumentos embrionarios, fruto de las reflexiones provocadas por aquel evento. Contaba con la sentencia contra Avelyn —eso parecía bastante seguro—; pero la que después había condenado a Jojonah parecía abierta a interpretaciones y discusiones. Promocionando al rango de padre al hermano Braumin Herde, conocido por todos como protegido de Jojonah, Markwart pretendía acallar tales argumentos.

Pero, aún a sabiendas de que su aceptación podía fortalecer a Markwart, Braumin tendría que acceder en virtud de la misma promesa que le obligó a mantenerse callado mientras su querido amigo era quemado vivo.

El monje miró con fijeza por encima de la muralla del lado mar hacia las aguas que se agitaban casi cien metros por debajo. Se sentía físicamente pequeño frente al espectáculo de la majestuosa naturaleza que se abría ante él, y también se sentía pequeño en todos los sentidos frente a las intrigas y el poder de Dalebert Markwart.

El padre abad se frotó las manos con vigor al entrar en la abadía, pero allí dentro, en el corredor de la muralla del lado mar, había muchas ventanas abiertas y el lugar ofrecía sólo una débil protección frente al viento frío. Al anciano no le importaba; aquel día estaba de muy buen humor. Lo que le había dicho al hermano Braumin Herde no dejaba de ser merecido y no era fruto solamente de la conspiración de Markwart. En efecto, a Markwart el mundo le parecía más brillante desde que la asamblea de abades le había quitado de encima al problemático Jojonah y había declarado hereje a Avelyn. Aquella sentencia, expresada en términos que dejaban claro que Avelyn y Jojonah habían conspirado desde antes del viaje de aquel a Pimaninicuit para obtener las gemas, casi había permitido al padre abad recuperar su reputación en relación con las gemas robadas. Si Markwart conseguía recuperarlas, obtendría un lugar respetable en los anales de la Iglesia abellicana, e incluso, si no lo lograba, la mayor parte de la culpa quedaría diluida.

No, su reputación estaba garantizada. Gracias al desbaratamiento de la conspiración en el seno de la Iglesia y a la derrota del demonio Dáctilo, el nombre del padre abad Dalebert Markwart, sin duda, sería pronunciado con reverencia por las futuras generaciones de monjes abellicanos.

Con paso enérgico, el anciano se apresuró a cruzar una puerta, y poco faltó para que chocara con el hermano Francis Dellacourt, que venía a toda prisa en sentido contrario. El joven monje estaba sin aliento y pareció aliviado al encontrar al padre abad.

—Traes noticias —dedujo Markwart al observar el pergamino enrollado que apretaba el monje en la mano.

Francis tuvo que recuperar el aliento; también él se asustó ante el cambio de aspecto de Markwart. Trató de disimular su desconcierto, pero parpadeaba con frecuencia y mantenía la boca parcialmente abierta.

—Supongo que serán buenas —dijo Markwart con calma mientras se pasaba la mano por la cabeza calva.

Francis tartamudeó una respuesta incomprensible. Después, simplemente asintió con la cabeza y empezó a manosear la cinta que ataba el pergamino.

—¿Se trata de la lista que te encargué que confeccionaras? —inquirió con impaciencia Markwart.

—No, padre abad; es del abad De’Unnero —respondió Francis en tanto recuperaba cierta serenidad y le entregaba el pergamino—. El mensajero dijo que se trataba de algo de la máxima importancia. Sospecho que puede tener que ver con las gemas desaparecidas.

Markwart le arrebató el pergamino, soltó la cinta, lo desenrolló y devoró las palabras que contenía. Al principio, tenía una expresión confusa, pero enseguida se le animó, y las comisuras de los labios dibujaron una perversa sonrisa.

—¿Las gemas? —preguntó Francis.

—No, hijo mío —susurró Markwart—. Ni palabra de las piedras. Parece ser que la gran ciudad de Palmaris se halla sumida en un estado de completa confusión, pues el barón Rochefort Bildeborough ha escogido el momento más inoportuno para dejar esta vida.

—¿Cómo? —preguntó el hermano Francis, ya que las palabras de Markwart no cuadraban con la presuntuosa expresión del anciano.

Desde luego, ambos sabían que Rochefort había muerto, ya que la noticia había llegado a Saint Mere Abelle mucho antes de que se reuniera la asamblea de abades.

—Parece ser que el barón de Palmaris murió en un momento muy poco oportuno para su familia —dijo, sin inmutarse, el padre abad—; han terminado de inspeccionar los archivos de Palmaris y las suposiciones del abad De’Unnero han resultado ciertas. El barón no ha dejado herederos. Es una lástima, pues, a pesar de sus frecuentes e improcedentes bravuconadas, era, según dicen todos, un hombre bueno y un gobernador sensato, tal como ha sido tradicional en la familia Bildeborough durante generaciones.

Francis trató de encontrar una respuesta, pero no la halló. Tan sólo unos días antes de saber que el barón Bildeborough había muerto, se había enterado de que Connor Bildeborough, sobrino de Rochefort y, al parecer, único heredero de la baronía, había sido asesinado al norte de la ciudad.

—Despide al mensajero del abad De’Unnero y dile que transmita que su nota ha sido recibida y comprendida —ordenó Markwart mientras se adelantaba a Francis y le hacía una señal para que lo siguiera—. ¿Y qué hay de aquella lista?

—Casi está completa, padre abad —dijo Francis tímidamente—; pero el personal de servicio que trabaja en la abadía cambia con mucha frecuencia, pues cada semana unos se van y otros son reclutados.

—¿Me vienes con excusas?

—N…, no, padre abad —tartamudeó Francis—, pero es una difícil…

—Ocúpate de los que podrían haber llegado después de mi viaje a Palmaris —precisó Markwart—, sin olvidar a los que fueron reclutados durante ese tiempo ni a los que ya habían dejado su puesto.

Luego, el padre abad echó a andar, y Francis lo siguió a un paso de distancia.

—Los dos tenemos mucho que hacer —dijo Markwart con un aire más bien severo mientras se volvía hacia Francis.

—Creí que teníamos que hablar —se disculpó Francis.

—Y eso hemos hecho —puntualizó Markwart, que se dio la vuelta y se fue.

El hermano Francis permaneció en el vestíbulo vacío durante un buen rato, herido por el brusco trato que había recibido y sorprendido por el cambio de aspecto del padre abad y por su cara de pocos amigos, casi siniestra. Aunque el padre abad había estado de buen humor en los últimos tiempos, parecía que eso no le impedía mostrarse cortante e incisivo. Francis analizó sus propios errores y trató de relativizar la cólera de Markwart, teniendo en cuenta que él no había terminado la tarea. Pero en verdad había trabajado con diligencia y sin respiro —salvo para atender al mensajero del abad De’Unnero— desde que Markwart le había encargado que confeccionara la lista.

El hermano Francis podía aceptar las duras palabras del abad. Lo que más le preocupaba era las noticias de Palmaris y la reacción del padre abad ante ellas. El barón Bildeborough, el siguiente en la creciente lista de adversarios del padre abad Markwart, ya estaba muerto, al igual que todos los rivales precedentes. ¿Pura coincidencia? ¡Y qué conveniente resultaba que no hubiera otros Bildeborough vivos para heredar la baronía!

El hermano Francis alejó tales pensamientos y se obligó a sí mismo a concentrarse en la tarea inmediata. Acto seguido, tenía que ir a las despensas para hablar con el hermano Machuso, que se ocupaba de los sirvientes de la cocina y de la limpieza. Sería un largo día.

Los hermanos Braumin Herde, Marlboro Viscenti, Holan Dellman, Anders Castinagis y Romeo Mullahy, cada uno por su lado, se dirigían al secreto oratorio preparado mucho más abajo del nivel de las salas comunes de Saint Mere Abelle, en una pequeña pieza al lado de la vieja biblioteca donde maese Jojonah había encontrado la explicación al conflicto filosófico entre el padre abad Markwart y el hermano Avelyn Desbris. Desde la semana posterior a la ejecución de maese Jojonah, los cinco monjes se habían reunido todas las noches, poco después de vísperas, para rezar en privado las plegarias.

Los cinco se sentaron en el suelo, formando un círculo en torno a un largo cirio, con las manos juntas. El hermano Braumin, como era el monje de mayor rango y les llevaba varios años a los demás, empezó las plegarias e invocó como siempre los nombres de Jojonah y Avelyn Desbris para pedir a los desaparecidos mentores guía y fuerza para el grupo. Braumin notó que tanto Castinagis como Mullahy se sentían incómodos ante la mención del nombre de Avelyn: el simple hecho de pronunciar ese nombre de un modo positivo era considerado un crimen repugnante por la Iglesia abellicana y por el Estado, ya que Avelyn había sido formalmente declarado hereje. Lo mismo podía decirse de Jojonah, pero los cinco lo habían tratado durante mucho tiempo y ninguno de ellos aceptaba el veredicto que había condenado al bondadoso padre.

Una vez acabada la plegaria, Braumin se puso en pie, miró a sus compañeros y, al fin, su vista se posó en los dos más jóvenes del grupo. En las primeras reuniones sólo habían sido tres: Herde, Viscenti y Dellman; pero fueron descubiertos durante el cuarto encuentro por los otros dos, curiosos compañeros de clase del joven Dellman. Ni Castinagis ni Mullahy, que habían presenciado la horrible ejecución de su amigo Jojonah, habían sido difíciles de convencer —no sólo para que no hablaran de las reuniones, sino también para que participaran en ellas en el futuro—; pero aunque ambos monjes parecían sinceros, ninguno de los dos había llegado a sentir verdadero entusiasmo.

—¿Comprendéis por qué nos hemos reunido aquí? —le preguntó Braumin a Mullahy.

—Para rezar —respondió el hombre.

—Dedicamos horas cada día al rezo durante nuestras obligaciones cotidianas —objetó Braumin.

—Nunca nadie reza demasiado —terció el hermano Castinagis, un monje joven, franco y enérgico.

—No quieres admitir la diferencia entre nuestras plegarias nocturnas y las diurnas —comentó Braumin, con lo que atrajo las curiosas miradas de todos los demás. Marlboro Viscenti, un hombre flaco, nervioso y con varios tics, empezó a sentirse incómodo—. El hecho de admitir diferencias filosóficas, el explícito reconocimiento de que sólo nuestras plegarias a maese Jojonah y al hermano Avelyn representan el verdadero espíritu de la Iglesia abellicana es la base de nuestras reuniones —añadió Braumin.

—¿El solo hecho de reunirnos en privado no significa que así lo admitimos? —preguntó Castinagis.

—Para los otros miembros del grupo, quizá —repuso Braumin—; pero semejante muestra de lealtad no sirve para admitir la verdad en tu propio corazón.

De nuevo, los dos interpelados miraron al hermano Braumin con expresiones de asombro. Viscenti continuaba crispado, pero el rostro del hermano Dellman mostraba una cálida sonrisa de comprensión.

—Y lo que de verdad importa es lo que está en vuestros corazones —acabó diciendo Braumin.

—Si los principios en los que se basan estas reuniones no estuvieran en nuestros corazones, ¿qué sentido tendría asistir a ellas? —preguntó Castinagis—. ¿Acaso crees que somos espías del padre abad? Porque si pretendes acusarnos…

—No, hermano Castinagis —respondió Braumin con calma—; estoy seguro de que sois leales a maese Jojonah. Su alma puede descansar en paz para siempre.

—Era un hombre bueno como no he conocido otro —dijo el hermano Mullahy.

Mullahy y Castinagis habían estado muy unidos desde que habían hecho sus votos y habían entrado en Saint Mere Abelle; pero eran muy distintos el uno del otro, tal como lo ponía de manifiesto la manera de hablar tan tímida de Mullahy, con la mirada baja y unos susurros tan débiles que los demás apenas podían oírlos.

—Porque nunca conociste al hermano Avelyn —dijo Braumin.

En ese momento, las curiosas miradas adquirieron un matiz de antagonismo, como si los dos monjes más jóvenes hubieran considerado las palabras de Braumin un guante arrojado sobre la memoria de su querido maese Jojonah.

—Lo cierto es que no han visto el lugar donde está enterrado —terció Dellman, aliviando ligeramente la tensión—; no estuvieron con nosotros en la montaña de Aida, cuando vimos el brazo momificado y extendido del hermano Avelyn Desbris, cuando sentimos aquella aura tan poderosa y beatífica.

—Ni tampoco ninguno de vosotros tuvo ocasión de hablar con maese Jojonah sobre el hermano Avelyn Desbris —añadió Braumin—. Si la hubierais tenido, comprenderíais que mis palabras no representan ningún ataque a la memoria de Jojonah, sino que, por el contrario, son la expresión de los principios que deben guiar nuestros esfuerzos, los principios que Avelyn Desbris enseñó a maese Jojonah, a todos nosotros.

Aquellas palabras disiparon el enfado, y también Castinagis inclinó la cabeza con respeto.

El hermano Braumin Herde cruzó la pequeña sala y se dirigió a un arca que había en una esquina, la misma en la que los sigilosos hermanos guardaban los cojines y el cirio, y sacó un viejo y desgastado libro.

—El delito que separó al hermano Avelyn de la orden abellicana estaba condenado por las normas de nuestra Iglesia —explicó.

—¿El asesinato de maese Siherton? —preguntó con incredulidad el hermano Castinagis, pues en el primer encuentro, el hermano Braumin se había esforzado para exonerar a Avelyn de aquella muerte.

—No —repuso, cortante, Braumin—. Nadie asesinó a maese Siherton. Ese hombre murió cuando trataba de impedir la legítima huida del hermano Avelyn.

—El hermano Avelyn actuó sólo en defensa de su propia vida —precisó el hermano Dellman.

—Me refiero a los actos de la Iglesia —explicó Braumin—; en particular, a los de maese Siherton contra el Corredor del Viento, el barco contratado por el padre abad Markwart para que embarcaran en él los cuatro hermanos elegidos, rumbo a la isla de Pimaninicuit, en el año 821 del Señor.

Los tres hermanos más jóvenes sintieron una gran curiosidad, pues la recogida de gemas no era un tema público en Saint Mere Abelle. De hecho, a nadie por debajo de la categoría de inmaculado se le decía una palabra de aquella isla ecuatorial, donde los preparadores seleccionados recogían las gemas sagradas; incluso la mayoría de los hermanos inmaculados no sabía gran cosa de aquel lugar. Todos los monjes de la Iglesia abellicana sabían que las piedras caían del cielo, que eran un don de Dios, pero los detalles no se comentaban de forma abierta en la abadía. Maese Jojonah se lo había contado a Braumin Herde, y este, a su vez, le había relatado la historia al hermano Viscenti. Entonces decidió que había llegado el momento de contársela a los demás, de confiarles lo que era, quizás, el mayor de todos los secretos.

—Pimaninicuit es el nombre dado a una lejana isla en el gran Miriánico, adonde el cielo envía las gemas sagradas —empezó a contar el hermano Braumin con aire sombrío—; tan bendito evento se produce sólo una vez cada siete generaciones, o sea, cada ciento setenta y tres años. Hemos sido bendecidos por el hecho de que eso sucediera durante nuestra vida, pero más bendito fue el hermano Avelyn, ya que resultó uno de los cuatro monjes seleccionados para viajar hasta la isla y uno de los dos preparadores elegidos para desembarcar en Pimaninicuit y ser testigos de la lluvia de piedras. Le acompañó el hermano Thagraine, al que, en la isla, le abandonó la fe y no buscó el adecuado refugio para protegerse de aquella muestra de la gloria de Dios; así que Thagraine murió aquel día por el impacto de la misma gema que el hermano Avelyn utilizó para destruir a nuestro mayor enemigo, el demonio Dáctilo.

El hermano Braumin hizo una pausa y contempló a sus compañeros. Se dio cuenta de que los estaba abrumando, pero tenían que oírlo, tenían que comprender su significado y el peligro que comportaba. Para un monje joven el solo hecho de pronunciar el nombre de Pimaninicuit constituía una violación de las reglas abellicanas y era causa de severos castigos, posiblemente excomunión o, incluso, ejecución.

—Tenéis que saber la verdad de lo que ocurrió en el viaje de vuelta a Saint Mere Abelle. Fue un regreso glorioso, a pesar de la muerte del hermano Thagraine, pues el hermano Avelyn, tan próximo a Dios, entregó a la humanidad la mayor cosecha de gemas jamás recogida en la isla, la mayor donación de gemas jamás otorgada por Dios.

Pero entonces —prosiguió, bajando la voz con solemnidad—, la gloria se convirtió en horror, el regalo de Dios devino pecado del demonio. La tripulación del Corredor del Viento zarpó de Saint Mere Abelle, de la bahía de Todos los Santos, una vez completado su trabajo y convencidos de tener en su poder la paga pactada. Pero esa paga era un truco, una ilusión causada por las piedras sagradas.

—¡Ladrones! —gritó el hermano Dellman—. ¡Ladrones entre nosotros!

—Asesinos —corrigió el hermano Braumin—, ya que el Corredor del Viento jamás salió de la bahía de Todos los Santos. El barco fue asaltado desde las murallas de la propia abadía por distintas clases de catapultas y por la magia, y fue hecho pedazos por la furia de Saint Mere Abelle. Todos los hombres a bordo fueron asesinados.

Tres rostros pálidos y con los ojos desorbitados clavaron desvalidas miradas en el hermano Braumin, mientras el hermano Viscenti, que ya había oído antes todo aquello, asentía apasionadamente con la cabeza. No obstante, el hermano Castinagis sacudía la suya como si no se creyera la historia, y parecía que el hermano Mullahy se había quedado sin aliento.

—No siempre había sucedido así —insistió el hermano Braumin, alzando en la mano el antiguo libro. Miró el cirio, que era mucho más corto que cuando había empezado la reunión—. Pero ya se nos ha acabado el tiempo —indicó—. Vamos a terminar con una postrera oración por las almas de los desaparecidos en el Corredor del Viento.

—Pero hermano Braumin… —protestó el hermano Castinagis.

—Ya es suficiente —repuso Braumin—. Y sabed que, si pillan a alguno de nosotros hablando de tales cuestiones, será torturado hasta la muerte. Para vuestra seguridad, acordaos tan sólo del cuerpo carbonizado de maese Jojonah, cuyos delitos a los ojos del padre abad Markwart eran menos graves que hablar de tales cosas.

Dicho esto, Braumin se arrodilló y empezó a rezar. Sabía que la imagen de Jojonah, una visión que había ardido en los corazones de los hermanos reunidos en la sala, los mantendría en silencio. Y también estaba convencido de que ninguno de ellos llegaría ni un segundo tarde a la siguiente reunión, que tendría lugar dos noches después.

Una reunión espiritual de otras características tenía lugar aquella misma noche, al menos en parte, en Saint Mere Abelle. «Ve dónde él y mira lo que tiene en la mente y en el corazón —le había ordenado la voz, cada vez más insistente, en el interior de la cabeza de Markwart—. Yo te mostraré el camino».

La voz había hablado, y Markwart la había escuchado. En la habitación más recóndita de sus aposentos, sentado en medio del símbolo místico consistente en una estrella que había marcado en el suelo, con un cirio en cada una de sus puntas, el padre abad Markwart apretaba con vigor una hematites, una piedra del alma, y se maravillaba al ver cómo su energía mágica se conectaba con la de la piedra, consiguiendo nuevos y mayores grados de poder.

El espíritu de Markwart no tardó en liberarse de su cuerpo y en quedar suspendido en el aire, mientras analizaba las perspectivas. Había encontrado la estrella de cinco puntas en un texto antiguo, Encantamientos de brujería. La Iglesia había prohibido aquel libro, tachado de impío durante siglos, y había quemado todos los ejemplares, salvo uno, que se conservó en la biblioteca subterránea de la abadía. Markwart creía comprender los motivos de la Iglesia: el libro guardaba la clave para acceder a un poder superior, y eso, y no la conexión con el demonio Dáctilo, había sido lo que había asustado a los jerarcas de la Iglesia. Mediante el uso combinado de la estrella de cinco puntas, de las palabras de un encantamiento contenidas en el libro y de la hematites, Markwart, con una orden, había convocado incluso la presencia de un par de demonios menores.

«Con este libro, los seres malvados del infierno serán esclavos de los poderes del bien», pensaba entonces, mientras su espíritu miraba hacia abajo, donde yacía su cuerpo con las piernas cruzadas. Echó un rápido vistazo a sus aposentos y al vacío vestíbulo exterior para cerciorarse de que la zona estaba tranquila, y después se marchó; cruzó raudo las puertas principales de la abadía y se dirigió hacia el oeste, volando kilómetros y kilómetros. En cuestión de minutos, su espíritu se encontraba sobre la ribera sur del gran Masur Delaval, a unos ciento treinta kilómetros de Saint Mere Abelle.

Sobrevoló por encima del agua con igual rapidez y facilidad, y las oscuras construcciones de Palmaris no tardaron en aparecer a su vista. El espíritu de Markwart se cernió sobre la ciudad y contempló sus edificios, fijándose especialmente en las características formas de Saint Precious; efectuó un súbito descenso hasta la abadía y atravesó la muralla de piedra. Hacía sólo un año que había estado en Saint Precious y conocía la distribución del lugar lo suficientemente bien como para localizar con facilidad los aposentos privados del nuevo abad.

No se sorprendió al encontrar a De’Unnero yendo de un lado para otro de la sala, con los puños apretados por la tensión. Estaba a punto de meterse en la cama, pues sólo llevaba una camisa de dormir, pero como siempre, parecía demasiado lleno de energía.

«Coge tu piedra del alma», le ordenó telepáticamente el espíritu de Markwart. Los monjes de la orden abellicana utilizaban la hematites para las comunicaciones rudimentarias desde hacía siglos; incluso un monje podía utilizar el cuerpo de otro, alejado de él, poseyéndolo para hablar con los que estuvieran cerca del poseído, tal como Markwart había hecho con el hermano Francis cuando este había ido a la montaña de Aida. Sin embargo, también sin la posesión, que era algo realmente brutal, podía conseguirse una cierta comunicación, aunque por lo general resultaba algo tosca, tal vez una transmisión de sensaciones. Si, por ejemplo, a la abadesa de Saint Gwendolyn le ocurría una desgracia, podía utilizar una piedra del alma para pedir ayuda a Saint Honce o a Saint Mere Abelle. Los monjes de esas abadías podían comprender que algo estaba sucediendo e incluso distinguir el origen de la comunicación y percibir espiritualmente las palabras de la abadesa. Pero Markwart, con su introspección y potencia recién descubiertas, se proponía realizar esa función al más alto nivel, y sabía que lo conseguiría.

«Coge tu piedra del alma», ordenó a De’Unnero.

Este dejó de pasear y, confuso, miró a su alrededor.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó.

El espíritu de Markwart voló hacia el abad y entró en él, pero no con demasiada profundidad, sin intención de poseerlo, sino sólo para permitir que De’Unnero percibiera su presencia con claridad.

El recién nombrado abad de Saint Precious se precipitó hacia su escritorio y, utilizando una llavecita que colgaba de la cadena que le pendía del cuello, abrió un compartimiento secreto en el interior de un cajón. Manoseó durante unos instantes, sacó una hematites y la apretó con fuerza. No tardó él también en salir de su cuerpo, y su espíritu se quedó perplejo al contemplar la nitidez de la imagen de Markwart.

«¿Qué clase de reunión es esta?», preguntó el espíritu de De’Unnero, obviamente confuso ante la sorprendente visión.

«Corriste un enorme riesgo», repuso fríamente Markwart.

«No tengo miedo de los espíritus, y, además, sabía que eras tú».

«No al venir a mi encuentro —explicó Markwart—, sino al salir al encuentro del carruaje del barón Bildeborough».

«¿Por qué hablamos de eso ahora? —inquirió De’Unnero—. El barón lleva muerto varios meses y tú sabías desde el principio, ¡tenías que saberlo!, que yo estaba implicado. Pero no me comentaste nada sobre su fallecimiento durante la asamblea de abades».

«Quizá tenía que atender otras obligaciones más urgentes —respondió Markwart—. Y la muerte de Rochefort Bildeborough ahora ha adquirido mayor relevancia».

«Eso quiere decir que has hablado con mi mensajero».

«He leído entre líneas el texto enviado por Marcalo De’Unnero —corrigió Markwart—. El barón de Palmaris fue asesinado en la carretera, sin dejar herederos. ¡Qué feliz coincidencia para el nuevo abad de Saint Precious!».

«Y para el padre abad, para quien Rochefort Bildeborough era un enemigo», repuso De’Unnero.

«¿Cómo murió?», preguntó Markwart.

Contempló cómo el espíritu de De’Unnero se relajaba. Incluso el lenguaje corporal era claramente perceptible, aunque ninguno de los dos estuviera en su cuerpo. Una sonrisa se dibujó en la cara espiritual de De’Unnero, pero no dio la menor muestra de contestar.

«Lo hiciste con la zarpa de tigre», dedujo Markwart.

«Si tú lo dices».

«Dejemos de jugar; ese asunto es demasiado importante».

«¿Igual que el de Connor Bildeborough? ¿O que el del abad Dobrinion?», repuso De’Unnero maliciosamente.

La réplica hizo retroceder un poco a Markwart, sorprendido ante la falta de respeto que mostraba De’Unnero. El padre abad había promocionado a aquel joven como abad de Saint Precious —una tarea nada fácil— porque consideraba que De’Unnero era una molesta espina clavada en el costado de Bildeborough y —algo aún más importante— un leal subordinado. Sin embargo, parecía que De’Unnero consideraba que su nueva posición de abad le convertía más en un igual a Markwart que en un subordinado, y esa actitud no le gustaba en absoluto a Markwart.

«Los mataste a ambos —atacó De’Unnero—; o los hiciste morir a manos de aquellos a quienes adiestré para que se convirtieran en hermanos Justicia».

«Supones muchas cosas».

Markwart oyó, o por lo menos advirtió, un suspiro emitido por el otro espíritu con tanta claridad como si hubiera salido del cuerpo de De’Unnero.

«No soy un imbécil, padre abad, y sobrevivo gracias a mi sentido de la observación. Al abad Dobrinion no lo mató ningún powri. El hombre que trajo los cuerpos de Connor Bildeborough y del hermano Youseff a Palmaris repitió sin cesar las descabelladas acusaciones de Connor en el sentido de que la Iglesia había asesinado a Dobrinion. ¿Acusaciones descabelladas? —repitió en tono de burla, riéndose perversamente—. Tal vez descabelladas, pero sólo para los que no hayan visto de cerca al padre abad Markwart durante los últimos meses».

«Estás pisando un terreno muy peligroso —le avisó el espíritu de Markwart—; te puedo destruir con la misma facilidad con la que te promocioné».

«Una afirmación de la que no dudo —contestó De’Unnero con sinceridad—. No deseo tu enemistad, padre abad. Eso jamás. Hablo de tan oscuros asuntos con respeto y aprobación».

Markwart hizo una pausa para meditar aquellas palabras.

«Durante los meses en que Youseff y Dandelion fueron adiestrados, te pedí que me dejaras ir en busca de las gemas robadas. Te vuelvo a decir que si De’Unnero hubiera ido en pos de ellas, ahora las piedras estarían de nuevo en Saint Mere Abelle y los proscritos que las poseen, los amigos del hereje Avelyn, yacerían muertos en tierra no consagrada».

Markwart no podía disentir. Marcalo De’Unnero era tal vez el hombre más peligroso y competente que jamás había conocido. De’Unnero tenía unos treinta y cinco años, pero contaba con la agilidad y la energía de un hombre de veinte, y eso representaba una combinación de experiencia y potencia muy difícil de hallar.

«Pero no te lo digo para criticarte —se apresuró a añadir el espíritu de De’Unnero—, sino sólo para recordártelo y para pedirte que cuentes más conmigo».

«¿Cómo en el caso de la eliminación del barón Bildeborough?».

Su interlocutor se quedó clavado, atrapado por la brusquedad de aquellas palabras.

«Me enteraré de la verdad o, por supuesto, te destruiré», proclamó Markwart.

El simple tono de sus pensamientos convertía sus palabras en una promesa, no en una amenaza. Quería comprobar si De’Unnero lo amenazaría con revelar el asesinato del abad Dobrinion y de Connor Bildeborough; si lo hacía, entonces Markwart rompería la conexión e iniciaría el proceso de liquidación de ese problema. Pero De’Unnero no estaba jugando a eso en absoluto.

«No soy tu enemigo, padre abad, sino tu súbdito —explicó el espíritu—. Un súbdito leal. Me lancé a la carretera del sur de Palmaris bajo la apariencia de un gran felino».

«¿Eres consciente del riesgo que corriste?».

«No mayor del que corriste tú —repuso De’Unnero—. Diría que fue menor, ya que el abad Dobrinion era uno de los nuestros y su asesinato podía poner a toda la Iglesia en contra de ti. El fallecimiento de Bildeborough no es de la incumbencia de la Iglesia abellicana».

«Sólo del rey», replicó Markwart con sarcasmo, pero pareció que el espíritu de De’Unnero consideraba intrascendente el comentario.

En realidad, Markwart estaba de acuerdo con el criterio de su interlocutor, pues le daba mucho más miedo el poder de la Iglesia que el del Estado.

«No hubo complicaciones —insistió De’Unnero—. No hay nada que me pueda relacionar con la muerte del barón Bildeborough, ni mucho menos que pueda vincularte a ti».

«Algo más que una pura coincidencia, murmurarán algunos —repuso Markwart—, especialmente ahora que no queda ningún Bildeborough para heredar la baronía».

«Y algunos ya están murmurando —relató De’Unnero—, y ya lo hacían antes del fallecimiento del barón. Pero sin pruebas claras y concluyentes, ¿quién se atrevería a acusar al padre abad de la Iglesia abellicana? No, deberíamos fijarnos en las ventajas que nuestros actos nos reportan en lugar de demorarnos con los riesgos».

«Las ventajas todavía están por determinar —respondió Markwart—. No sabemos a quién concederá el rey la baronía. Probablemente, a juzgar por los rumores, Danube Brock Ursal elegirá a alguien que no parezca favorable a la Iglesia para asegurar la continuidad de su poder en Palmaris».

«No estoy de acuerdo —osó argüir De’Unnero—. ¿No fue ese mismo rey quien ofreció de buen grado sus soldados de elite al abad Je’howith para la asamblea de abades?».

«A pesar de las protestas de sus consejeros seculares, sin duda —precisó Markwart—. Je’howith ha luchado mucho en Ursal para hacerse oír por el rey».

«Esa es la lucha que debe prevalecer ahora —prosiguió De’Unnero de forma terminante—, pues, con el vacío de poder del Estado en Palmaris, podría ser el momento oportuno para que la Iglesia lograra una posición más elevada en el gobierno de la ciudad».

De nuevo, el espíritu de Markwart retrocedió ligeramente.

«No sería algo sin precedentes —siguió insistiendo De’Unnero—. Palmaris no tiene barón, y pocos habrá con las credenciales suficientes para aspirar a semejante título dispuestos a abandonar Ursal para llevar una existencia menos lujosa en Palmaris; especialmente, si consideramos los rumores sobre conspiraciones y otros peligros potenciales».

¡Markwart no podía creer que aquel hombre tuviera tanta sangre fría! ¡De’Unnero trataba de sacar ventaja de cualquier escollo, y convertía en algo positivo las sospechas sobre la implicación de la Iglesia en las muertes!

«Ve a ver a Je’howith del mismo modo que me has visitado a mí —le pidió De’Unnero—. Obliguemos al rey a una alianza que expanda el poder de la Iglesia».

«Que expanda tu poder», corrigió Markwart.

«Y yo soy tu siervo, padre abad —pronunció De’Unnero antes de que Markwart hubiera acabado de pensar lo que había dicho—. Ahora, el rey no decidirá oponerse a la Iglesia; no, cuando lo más sencillo es dejar que lo ayudemos a superar las caóticas consecuencias de la guerra».

Markwart tuvo que admitir que aquello tenía sentido.

«Visitaré a Je’howith esta misma noche —asintió, pero luego cambió de tono—. No emprenderás ninguna acción decisiva en asunto alguno sin mi consentimiento —le advirtió—. Los tiempos son demasiado peligrosos y nuestras posiciones excesivamente provisionales como para que confíe en el criterio de alguien con tan poca experiencia como Marcalo De’Unnero».

«Pero en lo referente al barón Bildeborough —preguntó De’Unnero—, ¿puedo contar con tu aprobación?».

Markwart rompió la conexión de forma inmediata. Su espíritu se alejó volando de aquel lugar. Entró en su cuerpo al cabo de unos pocos minutos, mientras en su rostro se dibujaba una amplia sonrisa. Debería haberse acostado, pues un uso tan prolongado de la piedra del alma era terriblemente agotador, pero curiosamente el padre abad se sentía rejuvenecido y ávido de más información.

Por eso, en lugar de irse a la cama, envió su espíritu en dirección suroeste, hacia la única ciudad de todo Honce el Oso mayor que Palmaris. Por sus dimensiones, Saint Honce de Ursal era la segunda abadía abellicana, superada tan sólo por Saint Mere Abelle. Estaba unida al palacio real por un largo y estrecho corredor, conocido como el puente. El abad de Saint Honce ejercía tradicionalmente de consejero espiritual del rey y de la corte. Markwart conocía bien el lugar. Allí, había sido ungido como padre abad de la orden por el abad Sherman, al que sucedió el abad Dellahunt, al que a su vez sucedió el abad Je’howith. La ceremonia había sido formalizada por el rey Danube Cole Ursal, el padre del rey actual. Para Markwart no era ningún problema localizar los aposentos particulares del abad.

La respuesta de Je’howith a la intrusión espiritual, una vez que hubo dispuesto de su piedra del alma y salido de su cuerpo, fue absolutamente entusiasta.

«¡Qué maravillas podían traer al mundo semejantes comunicaciones rápidas! —exclamó su espíritu—. ¡Piensa en lo que ganaría el arte de la guerra si los capitanes pudieran comunicarse con los oficiales de campo! Piensa en…».

«Ya basta —le interrumpió el espíritu de Markwart, que sabía que las esperanzas de aquel hombre no eran más que ilusiones. ¡Sólo él era capaz de tan poderosos vuelos espirituales; ningún abad, ningún padre, ni mucho menos ningún soldado seglar!—. Tengo trabajo para ti. ¿Te has enterado de la muerte del barón Bildeborough y de que no tiene herederos?».

«Precisamente, hoy nos ha llegado la noticia —respondió Je’howith, sombríamente—. En verdad, padre abad, apenas he encontrado un momento de calma. Acabo de regresar a Ursal esta semana y ahora…».

«Entonces, sabes que ha quedado vacante ese cargo en Palmaris», lo interrumpió Markwart, poco dispuesto a perder el tiempo con el parloteo de Je’howith.

«Es un problema que agobia al rey Danube —contestó Je’howith—. El pobre hombre está al borde del colapso, me temo, aunque al fin haya ganado la guerra. Después de bastantes años de paz, estos últimos meses ha tenido que enfrentarse a muchos problemas».

«En ese caso vamos a aliviar sus preocupaciones —propuso Markwart—. Convéncele de que conceda la baronía al abad De’Unnero y de que deje que la Iglesia se ocupe de los problemas de Palmaris».

El asombro del abad se evidenció en la expresión de su forma espiritual.

«El rey Danube ni siquiera conoce a ese Marcalo De’Unnero. A decir verdad, ni siquiera yo lo conozco, salvo por la vez que me encontré con él en la asamblea de abades».

«Puedes decir que yo te lo he recomendado por su carácter y por su capacidad para gobernar Palmaris —le indicó Markwart—. Y comprende que también en ese cargo combinado de barón y abad, que en días pasados recibía el nombre de obispo, Marcalo De’Unnero responderá ante mí y ante ti; no me falles en esto».

Esa última idea fue demasiado tentadora como para pasarla por alto.

«Sin duda recuerdas que antaño la Iglesia gobernaba al lado del rey —prosiguió Markwart. El espíritu de Je’howith asentía con la cabeza y sonreía—. Convence al rey».

«Tal vez podría ir a visitar al abad De’Unnero con ayuda de la piedra del alma, tal como tú has hecho…», empezó a sugerir Je’howith, pero Markwart le cortó en seco.

«No puedes alcanzar ese nivel de claridad —le explicó con sinceridad y también con enfado, pues no creía que Je’howith pudiera conseguir aquel grado de magia—. Esa magia es mía y sólo mía. No es algo que puedas discutir ni desencadenar, aunque yo puedo acudir a ti a menudo en el futuro».

La humildad y sumisión que de nuevo asumió Je’howith satisficieron al padre abad, y en consecuencia recorrió volando los kilómetros que le separaban de Saint Mere Abelle. Una vez allí, a pesar del tremendo gasto de energía mágica, todavía seguía desvelado. Anduvo de un lado para otro de la sala durante más de una hora, mientras trataba de analizar con la debida perspectiva las nuevas sendas de poder que, de repente, parecían abrirse ante él. Precisamente aquella mañana, Markwart había pensado que su reputación en la historia de la Iglesia ya estaba fijada y que la única posibilidad de mejorarla pasaba por la recuperación de las gemas robadas. Pero entonces el asunto de las gemas casi le parecía trivial. La afirmación de De’Unnero en el sentido de que antaño la Iglesia había representado un papel de gobierno más activo era, desde luego, exacta: un rey de Honce el Oso, mucho tiempo ha, había sido ungido padre abad de la orden abellicana. Pero durante cientos de años, el equilibrio de poder en el reino se había mantenido relativamente estable entre el Estado y la Iglesia: ambas eran instituciones separadas, pero poderosas. El rey se ocupaba de las actividades materiales de su súbditos, dirigía el ejército e intervenía en las disputas con los reinos vecinos de Behren y Alpinador, pero apenas reclamaba soberanía alguna sobre los poderes de la Iglesia. En muchas estribaciones del reino, en particular en las pequeñas aldeas, la Iglesia tenía decididamente más influencia que el lejano rey, cuyo nombre completo la mayoría de los aldeanos ni siquiera conocían.

Pero en ese momento, a causa de las prudentes y acertadas acciones de Markwart en Palmaris, la eliminación de Connor Bildeborough y del abad Dobrinion, y como consecuencia de la subsiguiente muerte del barón, el equilibrio de poder en el reino podía inclinarse a favor de la Iglesia. Según las propias palabras de Je’howith, Danube Brock Ursal era débil. Si Je’howith se las apañara para arrebatarle Palmaris de las manos…

Evidentemente, ni a Markwart ni a Je’howith les quedaban muchos años de vida, pues ambos pasaban de los setenta. De forma súbita, el padre abad se sintió insatisfecho con el lugar que se había procurado en la historia de la Iglesia. De forma súbita, su ambición había aumentado considerablemente y, en su opinión, también lo había hecho la de Je’howith. Juntos podrían utilizar hombres como De’Unnero para cambiar el mundo.

El padre abad Markwart se sentía inmensamente feliz ante tales perspectivas.

No lejos de los aposentos del padre abad, el hermano Francis Dellacourt se hallaba en su habitación a la luz de una vela, mirando con fijeza su imagen reflejada en el espejo. Las oscuras sombras en torno a su cuerpo parecían el marco adecuado para aquel hombre angustiado.

Durante la mayor parte de su vida, Francis se había colocado a sí mismo en un pedestal secreto por encima del común de los mortales, por encima de cualquier otro hombre. Jamás de forma consciente se había dicho a sí mismo que era el elegido de Dios, pero se lo había creído, como si el mundo fuera, meramente, un sueño que tenía lugar para su provecho personal. Francis se había creído incapaz de pecar: era el perfecto reflejo del perfecto Dios.

Pero había asesinado a Grady Chilichunk en la carretera de Palmaris.

Había sido un accidente, pues se suponía que el golpe que debía darle en la cabeza sólo tenía que aturdirlo para impedir que siguiera faltando al respeto al padre abad. Pero al día siguiente, Grady no se despertó, y la imagen de la tierra cayendo sobre la cara abotagada y sin vida de Grady mientras Francis lo enterraba había perseguido al monje desde entonces y había hecho desaparecer bruscamente el secreto pedestal en el que se había subido.

Desde aquel infausto día todos los acontecimientos del mundo giraban de forma confusa en torno a Francis. Había visto cómo el padre abad Markwart ordenaba la tortura y ejecución de maese Jojonah, y aunque realmente nunca se había preocupado por Jojonah, Francis apenas podía creer que el castigo fuera justo.

Pero no movió ni un dedo y sirvió al padre abad como un esclavo, ya que el máximo rector de la orden abellicana no le había considerado culpable y había insistido en que Francis había actuado de forma correcta y en que el destino de Grady —y el de sus padres— había sido determinado por su propio sacrilegio. Por consiguiente, Francis se había convertido en un devoto más fervoroso de Markwart y había llegado a creer que la única forma de recuperar su pedestal era permanecer a la sombra del gran jerarca.

Y luego Markwart había mandado que sacaran a Jojonah del vestíbulo en donde se celebraba la asamblea de abades. Los soldados que arrastraban al padre lo hicieron pasar justo ante Francis, y este había mirado los ojos del condenado.

Y el padre condenado, que sabía la verdad de la muerte de Grady y que había comprendido que Francis era el responsable de la misma, lo había perdonado.

En ese momento, el joven monje no podía hacer otra cosa más que mirar fijamente las oscuras sombras que rodeaban su cuerpo mortal como si fueran manchas de su alma eterna y luchar en vano contra el amasijo confuso de remordimientos y culpas que se arremolinaban en sus pensamientos.

Su pedestal había desaparecido; había perdido la inocencia.

Había otro hombre despierto en Saint Mere Abelle a aquellas altas horas. Lavaba los platos, una tarea que normalmente hubiera tenido que estar terminada mucho antes; pero otras obligaciones —la planificación de la próxima y audaz misión de exploración— habían demorado mucho a Roger Descerrajador aquella noche. Roger había ido a la abadía después de haber sido testigo del asesinato del barón Bildeborough en la carretera al sur de Palmaris. Había corrido hacia Saint Mere Abelle con la esperanza de encontrar a Elbryan y a Pony, y en el pueblo de Saint Mere Abelle, a unos cinco kilómetros tierra adentro de la gran abadía, había sido testigo de otro asesinato: la ejecución de un hombre llamado Jojonah.

Roger era un hombre delgado, de aproximadamente un metro cincuenta y cinco centímetros de altura y con un peso no mayor que el típico de un chico de quince años. Su crecimiento se había visto alterado por una enfermedad, la misma que habían sufrido sus padres. Estaba muy familiarizado con las maneras de los pordioseros callejeros y sabía representar a la perfección el papel del pobrecito abandonado. No le fue difícil procurarse un trabajo con el generoso maese Machuso de Saint Mere Abelle, y llevaba trabajando en la abadía las tres últimas semanas. En ese tiempo, Roger había oído muchos rumores y había reunido suficiente información como para creer que maese Jojonah había ayudado a algunos intrusos que habían sacado a Bradwarden de las mazmorras del padre abad. Pero en aquel punto la historia se volvía confusa, llena de rumores contradictorios, y Roger no estaba seguro de si esos intrusos —que él sabía que eran Elbryan, Pony y Belli’mar Juraviel— habían conseguido huir, aunque sí sabía que Bradwarden ya no estaba en la abadía. Suponía que sus amigos también habían escapado, pero antes de dejar el trabajo en la abadía quería estar completamente seguro.

Creía saber dónde podía encontrar la respuesta, aunque el sólo hecho de pensar en ir a los aposentos privados de un hombre tan poderoso como Dalebert Markwart amilanaba incluso a un hombre que se había burlado de los powris en su campamento de Caer Tinella, que había derrotado a un hermano Justicia de la Iglesia abellicana, que había conseguido el apodo de Descerrajador y, lo más significativo de todo, que se había ganado el respeto del Pájaro de la Noche.