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Pasión por la vida

La habitación estaba a oscuras, con las cortinas corridas, pero el guardabosque pudo entrever el gris del cielo antes del amanecer entre los ribetes de encaje. De modo instintivo, alargó el brazo en busca de la reconfortante y cálida sensación del cuerpo de su amada, pero no lo encontró.

Se dio la vuelta, sorprendido. Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, se dio cuenta de que Pony no estaba en la cama ni en la habitación. Soltó un gruñido, pues no estaba habituado a dormir en ninguna cama, y mucho menos en una tan blanda, y aquella era especialmente mullida, ya que la gente de los pueblos había reservado la mejor cama de Caer Tinella para el guardabosque. Elbryan saltó de la cama, se puso en pie, se irguió y se desperezó. Se acercó a la ventana y observó que la magnífica espada de Pony no estaba junto a la suya. No obstante, no se inquietó; cuando se hubo despejado lo suficiente, no le fue difícil suponer dónde se encontraba la chica.

Al descorrer las cortinas, advirtió que era más tarde de lo que había creído. El cielo estaba cubierto por espesas nubes grises, pero dedujo que la mitad del sol ya asomaba por el horizonte. Y los días en aquella época del año eran los más cortos, ya que se encontraban en el mes de Decambria, el duodécimo y último, a menos de tres semanas del solsticio de invierno.

Una rápida ojeada al bosque situado al norte del pueblo le permitió descubrir, como suponía, la luz de una fogata. Entonces, emprendió una serie de movimientos lentos y exagerados: se tendió en el suelo y, luego, se levantó con los brazos extendidos para hacer que entrara en calor su musculoso cuerpo que sobrepasaba el metro noventa de estatura y los noventa y cinco kilos de peso. Después se vistió, se puso la capa con prontitud, deseoso de reunirse con su amada, y tomó la magnífica Tempestad, la espada forjada por los elfos, la espada del tío Mather, el distintivo de su cargo de guardabosque.

Su habitación se hallaba en el extremo norte del pueblo, tal como había solicitado, y por consiguiente, se cruzó con pocos aldeanos mientras se alejaba para internarse en el bosque, dejando atrás un corral y los restos esqueléticos de un granero, que él mismo y Juraviel habían quemado en tanto huían de los monstruos que se habían apoderado previamente de Caer Tinella.

Un espeso manto de nieve había cubierto la región sólo una semana antes, pero desde entonces el tiempo se había templado un tanto. Una niebla baja que se pegaba al suelo desdibujaba los senderos y ocultaba las ramas sin hojas. Sin embargo, el guardabosque conocía el pequeño y resguardado prado que él y Pony habían elegido para su ritual matutino: la danza de la espada de los elfos, la bi’nelle dasada.

Se acercó a la joven con sigilo, tanto para no perturbarla como para tener ocasión de observarla mientras bailaba de la forma más genuina.

Al verla, el corazón del hombre se enterneció y una cálida sensación le invadió el cuerpo.

Estaba desnuda. Sus femeninas formas se hallaban veladas tan sólo por la niebla matinal, y sus potentes músculos relucían mientras ejecutaba las perfectamente equilibradas interacciones de la bi’nelle dasada, tejiendo una maravillosa danza de armoniosa evolución. Elbryan apenas podía creer que la quisiera tanto, que el simple hecho de verla lo estremeciera y lo conmoviera de aquel modo. A la joven le había crecido considerablemente la rubia y espesa cabellera, que le llegaba casi a media espalda; parecía que la larga melena la seguía cada vez que la mujer se daba la vuelta, de la misma forma que parecía que el relucir de sus ojos azules la precedía. Empuñaba Defensora, una magnífica y esbelta espada, cuya hoja de silverel brillaba a la débil luz de la mañana o centelleaba de repente, con un fulgor anaranjado, cuando atrapaba el reflejo de la fogata que la chica había encendido cerca.

El guardabosque se agazapó para contemplarla a sus anchas; encontraba irónica la situación, pues antes había sido Pony quien lo había espiado a él cuando ejecutaba la bi’nelle dasada, durante los días en que la chica había deseado aprender las complejidades de la danza. ¡Cuánto había progresado! La admiraba por partida doble: por una parte, estaba impresionado por la belleza de sus movimientos, por el grado de armonía que había alcanzado en tan poco tiempo, y por otra parte, la admiración se basaba simplemente en la sexualidad. Él y Pony no habían tenido relaciones íntimas durante varias semanas, concretamente desde antes del fin del verano, camino de Saint Mere Abelle para rescatar a Bradwarden, cuando ella inesperadamente había roto su voto de abstinencia y lo había seducido. Elbryan había intentado repetir aquella escena apasionada en varias ocasiones desde entonces, pero Pony se había opuesto con tenacidad. En ese momento, al contemplarla, el hombre estaba poco menos que al límite de su resistencia. El atractivo de la mujer era innegable: la suavidad de la piel, la elegancia de las curvas del bien modelado cuerpo, los movimientos de las caderas, de las piernas, tan fuertes y bien formadas. Elbryan no podía imaginar a ninguna otra mujer más bella y tentadora. Se dio cuenta de que estaba respirando con más intensidad, que de repente sentía mucho calor, y aunque el día no resultaba frío para aquella estación del año, el aire, sin duda, no era precisamente caliente.

Avergonzado al darse cuenta de que estaba invadiendo la intimidad de Pony, el guardabosque barrió los lujuriosos pensamientos de su cabeza y se sumergió profundamente en la meditativa calma que le habían proporcionado los años de disciplina con los Touel’alfar. No tardó en dejar atrás a Elbryan Wyndon y en tomar la actitud serena del Pájaro de la Noche, el título guerrero que le habían otorgado los elfos.

Se desabrochó la capa y la dejó caer al suelo; luego, con calma, se despojó del resto de las ropas. Empuñó Tempestad y salió del cobijo que le habían proporcionado los arbustos. Pony estaba tan concentrada que no se dio cuenta de que se le acercaba hasta que el joven estuvo a una zancada de ella. La chica se dio la vuelta, asustada, y no correspondió con la suya a la sonrisa del hombre.

La expresión de la mujer, con las mandíbulas apretadas y la mirada fija y ardiente, cogió por sorpresa al Pájaro de la Noche. Aún se asombró más cuando Pony se movió de repente y lanzó la espada al suelo, junto al pie del hombre, con tanta energía que su punta se hundió varios centímetros en la tierra endurecida.

—Yo…, yo no quería molestarte —tartamudeó, perplejo, el guardabosque.

Él y Pony habían compartido la bi’nelle dasada durante semanas y habían ejecutado juntos la danza de la espada desde que él se la enseñó; ambos se habían ejercitado como una sola persona a fin de conseguir que sus estilos de lucha y sus movimientos se acoplaran en perfecta armonía. Además, ambos habían llegado a encontrar en la danza de la espada un sustituto de otra forma de intimidad que habían acordado conjuntamente que, por el momento, no podían compartir.

Pony no contestó, y se limitó a reducir a la mitad la distancia que los separaba y a mirarlo fijamente, mientras jadeaba y el sudor le resbalaba por el cuello y los hombros.

—Si quieres, me voy —empezó a decir el guardabosque.

Pero Pony lo cortó en seco; alargó la mano y, de repente, le agarró el cabello de la nuca, pegó su cuerpo al del hombre y le forzó a inclinar el rostro hacia abajo mientras ella se ponía de puntillas y lo inmovilizaba con un ávido beso.

El guardabosque, que todavía empuñaba Tempestad, pasó los brazos en torno a la mujer, pero sin estrecharla, pues no estaba seguro de cómo podría acabar aquello.

Pony no daba señales de desistir: a cada segundo, su beso se volvía más apasionado y ansioso. El estado meditativo había abandonado a Elbryan hacía rato; ya no era el guerrero élfico. Pero con todo, consiguió mantener su sensatez lo suficiente como para hacer que Pony retrocediera un poquito, interrumpir el beso y mirarla fijamente con aire interrogativo. Pues aunque habían proclamado abiertamente el amor que sentían el uno por el otro, aunque eran marido y mujer a los ojos de cuantos los conocían, en sus propios corazones y a los ojos de Dios —así lo creían realmente—, habían hecho votos de abstenerse de relaciones maritales por temor a que Pony, cuyas obligaciones no eran menos exigentes y peligrosas que las de Elbryan, quedara embarazada.

Elbryan iba a preguntar a Pony acerca del pacto de abstinencia, pero ella lo interrumpió con un gruñido; alargó la mano para quitarle Tempestad y lanzó la espada al suelo. Luego, se volvió hacia Elbryan y lo aprisionó con un beso profundo mientras sus manos recorrían la espalda del hombre y, después, se desplazaban más abajo.

Elbryan no tuvo fuerzas para protestar: quería mucho a Pony, la amaba intensamente. La chica, todavía aferrada a aquel beso lleno de pasión, se deslizó hacia el suelo haciendo que su amante quedara encima de ella. El guardabosque quería que aquel momento se prolongara, quería saborear la maravilla de hacer el amor con Pony, por lo que trató de hacer las cosas despacio.

Pony, bruscamente, lo hizo rodar para ponerlo boca arriba, sin soltarlo, con premura, con avidez, gruñendo de continuo. Luego se unieron, y para ellos todo se convirtió en sonido y movimiento. El asombrado Elbryan luchaba denodadamente para mantener su mente alejada de aquel tumulto, tratando de encontrar algún sentido a todo aquello. En todas las ocasiones anteriores, habían hecho el amor con ternura y calidez, mientras hablaban e intercambiaban caricias divertidas. Pero en ese momento se trataba de algo físico, incluso colérico, y los sonidos —gruñidos y rezongos— que se escapaban de los labios de Pony estaban tan llenos de rabia como de deseo. Elbryan sabía y comprendía que la joven no estaba enojada con él, sino que pretendía liberar su cólera ante todo el mundo a través de él. Eso constituyó su liberación, o su negación, de todo el horror y de toda la pena. Así pues, Elbryan permitió que ella lo condujera en la más íntima de las danzas y trató de darle lo que más necesitaba de él, tanto física como emocionalmente.

Incluso cuando hubieron acabado, envueltos en la capa de Pony y uno en los brazos del otro, permanecieron junto al fuego en silencio, sin preguntarse nada. Demasiado abrumado y demasiado fatigado por el esfuerzo físico como para hablar de la cuestión, Elbryan se quedó medio dormido y apenas se dio cuenta de que Pony se libraba de su abrazo.

Despertó sólo unos minutos después y vio a Pony sentada en el centro del pequeño prado, junto a sus armas, estrechamente envuelta en la capa de Elbryan. El guardabosque observó la mirada perdida de los ojos de la mujer y vio que una lágrima se deslizaba por su suave mejilla.

Elbryan levantó la vista hacia la grisácea vacuidad del firmamento, tan confuso como lo había estado cuando Pony lo había aprisionado con su primer beso, y advirtió que la chica todavía estaba más confusa que él. Decidió que esperaría las respuestas con paciencia, que dejaría que fuera ella la que viniera hacia él.

Cuando estuviera preparada.

Una hora más tarde, cuando Elbryan regresó a Caer Tinella, el pueblo era un hervidero de actividad. El guardabosque volvió solo, pues Pony lo había dejado en el prado sin decirle ni una palabra. Sin embargo, lo había besado con ternura, tal vez a modo de disculpa, tal vez simplemente para confirmarle que se encontraba bien. Elbryan había aceptado el beso como una explicación suficiente por el momento, ya que para él no hacía ninguna falta que la mujer se disculpara; pero al margen de lo que Pony hiciera o dijera, los temores que el hombre albergaba por ella no menguarían. Que esa mañana hubieran hecho el amor había sido necesario para Pony, la había reconfortado y la había liberado, pero el guardabosque sabía que los demonios que se hallaban en el interior de su amada no habían sido exorcizados.

Estaba preocupado por ella y se preguntaba qué más podría hacer para ayudarla mientras acudía a su cita con Tomás Gingerwart.

Aunque Elbryan llegó pronto, Tomás ya estaba esperándolo en el granero situado en el centro del pueblo que servía de lugar de reunión. Tomás era un hombre fuerte, no muy alto pero robusto y endurecido por sus muchos años de granjero. Se levantó y tendió la mano a Elbryan; el guardabosque se la estrechó y notó que era una mano ruda y vigorosa. Cayó en la cuenta de que durante todas las semanas transcurridas desde que había conocido a Tomás era la primera vez que se daban la mano. Además, en la cara de Tomás se dibujaba una sonrisa, otra rareza en un rostro habitualmente sombrío.

El guardabosque dedujo que los planes de Tomás estaban en marcha.

—¿Qué tal está el Pájaro de la Noche en este bonito día? —preguntó Tomás.

Elbryan se encogió de hombros.

—Bueno, debería adivinarlo —dijo Tomás, alegremente—. Tu hermosa compañera ha llegado al pueblo unos minutos antes que tú, y desde la misma dirección, desde el bosque del norte.

Para rematar sus palabras le dedicó un guiño, un gesto sin mala intención y en modo alguno impúdico, pero Elbryan le contestó frunciendo el entrecejo.

—La caravana ha encontrado patrocinador —declaró Tomás, después de aclararse la garganta, con objeto de cambiar de tema—. Si el año no estuviera tan avanzado, podríamos partir en unas pocas semanas.

—Debemos estar seguros de que la zarpa del invierno ya no se cierne sobre la región —contestó Elbryan.

—¿Debemos? —preguntó Tomás con una sonrisa.

Desde que Elbryan y Pony se habían reunido con él en Caer Tinella, Tomás había tratado de persuadir al Pájaro de la Noche de que se uniera a la caravana hacia las Tierras Boscosas, pero el guardabosque se había mostrado esquivo y no se había comprometido a hacer tal viaje. Tomás, educadamente, le había urgido con energía, puesto que algunos de los mercaderes patrocinadores no estaban dispuestos a entregar dinero ni suministros a menos que el guardabosque accediera a dirigir la expedición.

Elbryan contempló la esperanzada y maliciosa sonrisa en el rostro curtido por el tiempo de Tomás Gingerwart y comprendió que aquel hombre era su amigo.

—Te acompañaré —le confirmó—. Dundalis fue mi hogar, y también el de Pony, y creo que su reconstrucción nos incumbe como al que más.

—Pero ¿qué ocurrirá con tus compromisos con los Hombres del Rey? —preguntó Tomás.

No era ningún secreto que el Pájaro de la Noche colaboraba con Shamus Kilronney, capitán de la brigada de los Hombres del Rey, para garantizar la seguridad del país. Shamus y el guardabosque se habían hecho amigos, así se rumoreaba, y se decía que Pony se sentía aún más próxima a aquel hombre.

—El capitán Kilronney está convencido de que la región ya es segura —explicó Elbryan—. Ayer Pony habló con él, y a lo mejor esta mañana se reúnen de nuevo para comentar los planes del capitán acerca del regreso de la brigada al sur.

Tomás inclinó la cabeza para asentir, pero obviamente no le entusiasmó enterarse de la inminente marcha de los soldados.

—Pony está tratando de convencer al capitán para que se quede un poco más —continuó Elbryan—, tal vez todo el invierno, e incluso para que nos acompañe, en primavera, en nuestro viaje al norte. Sin duda, el rey desea reanudar el comercio con las Tierras Boscosas lo antes posible.

—Por supuesto que sí —respondió Tomás—. El mercader Comli, mi principal patrocinador, es un amigo personal del rey Danube Brock Ursal. Comli no estaría tan impaciente por ir hacia el norte si no estuviera seguro de que el rey quiere reanudar el comercio con las Tierras Boscosas.

Todo les parecía perfectamente lógico a ambos. Durante la guerra, muchos barcos de vela se habían perdido o habían sufrido daños a causa de los botes barril de los powris, y la única madera con el grosor suficiente como para sustituir los mástiles provenía de las llamadas, con razón, Tierras Boscosas, el país de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo.

—Quizás un emisario de Comli debería hablar también con el capitán Kilronney —sugirió el guardabosque.

Tomás asintió con un gesto de cabeza.

—Me ocuparé de ello —prometió—. Estoy contento de contar con el Pájaro de la Noche y con Pony para ese peligroso viaje, y toda espada adicional que podamos alistar será bien recibida. No hace falta que te explique mis temores, pues ambos sabemos que hasta ahora nadie ha precisado el alcance de la retirada del ejército del demonio Dáctilo. Podemos salir hacia el norte y encontrarnos diez mil trasgos, gigantes y powris acampados junto al camino, cantando sus canciones preñadas de crueldad y salvajismo.

Elbryan se las apañó para sonreír ante esa conjetura, pues de momento no creía en tal posibilidad. Por allí podía haber monstruos, desde luego, pero no en las proporciones aludidas por Tomás, y mucho menos con la cohesión que evidenciaba la manifestación física del demonio Dáctilo, ahora destruido.

—Sólo quisiera que Roger Descerrajador estuviera aquí y pudiera viajar con nosotros —añadió Tomás.

—Belster lo encontrará si es que ha regresado a Palmaris —le aseguró Elbryan.

Cuando el guardabosque y Pony habían pasado por Palmaris de vuelta de Saint Mere Abelle, no tan sólo habían puesto a Belster como nuevo propietario de El Camino de la Amistad, sino que también le habían encargado que encontrara a Roger y le informara de los últimos movimientos de la pareja, una vez que el joven hubiera regresado de su viaje con el barón Rochefort Bildeborough para hablar con el rey. Elbryan no dudaba de que Roger se apresuraría a reunirse con él y con Pony en Caer Tinella tan pronto como sus obligaciones con el barón hubieran terminado.

—Espero que haya regresado antes de que empiece Bafway —dijo Tomás—, pues el inicio del tercer mes indica el comienzo de nuestro viaje, a menos que el tiempo se vuelva contra nosotros. Puede ocurrir que el camino esté lo suficientemente despejado como para que él pueda reunirse con nosotros si el tiempo se mantiene.

Elbryan asintió con la cabeza advirtiendo la tensión en la cara del hombre. Tomás estaba impaciente por ir hacia el norte, lo mismo que tantos otros, pero todos daban excesiva importancia a aquel tiempo impropio de la estación. El final de Calember había dejado una nevada, pero la nieve se había fundido casi por completo durante los numerosos días mucho más templados que siguieron. Era importante —para el rey de Honce el Oso, para el barón de Palmaris, para los mercaderes y para hombres como Tomás— que si las Tierras Boscosas estaban libres de monstruos, hombres de Honce el Oso fueran los únicos en repoblarlas y en reanudar el negocio maderero. Las Tierras Boscosas constituían la única zona capaz de suministrar los troncos requeridos para los mástiles de las embarcaciones. Aunque no estaban vinculadas por un tratado a ninguno de los tres reinos —Honce el Oso, Behren y el agreste Alpinador—, las Tierras Boscosas siempre habían servido al rey y a los mercaderes de Honce el Oso, pues de allí procedían la mayoría de sus pobladores. Recientemente habían llegado rumores a Caer Tinella sobre la pretensión de los alpinadoranos de establecerse en las abandonadas Tierras Boscosas, y aunque nadie temía que ese hecho fuera a paralizar el comercio de los grandes árboles, todos se daban cuenta de que provocaría un aumento de los precios que deberían pagar los mercaderes de Honce el Oso.

Elbryan no había podido confirmar esos rumores y, de hecho, creía que se trataba simplemente de una estratagema de Comli o de algún otro temeroso mercader para conseguir que la caravana partiera antes hacia el norte. Pero el guardabosque no podía cuestionar las razones para volver al norte, y al margen de consideraciones prácticas, las había de carácter personal. Su padre, Olwan Wyndon, había ido a Dundalis para vivir en la frontera, para poner el pie en lugares donde el hombre no había estado jamás, para contemplar paisajes nunca vistos por nadie. Olwan Wyndon se había sentido muy orgulloso de su decisión de emigrar al norte y se había convertido en el jefe informal de Dundalis.

Eso había sido antes del despertar de las tinieblas.

Asimismo, en un resguardado bosquecillo cerca de Dundalis, Elbryan había encontrado la tumba de Mather, su tío fallecido tiempo ha —el guardabosque adiestrado por los elfos que le había precedido a él—, y allí había conseguido Tempestad, la espada que había pertenecido a Mather. Y en el bosque cerca de Dundalis, Elbryan había encontrado al centauro Bradwarden, un querido amigo que entonces había vuelto a él, diríase que desde la misma tumba. Y en aquel mismo bosque, Bradwarden había presentado a Elbryan al magnífico semental negro, Sinfonía, la montura del guardabosque, el amigo del guardabosque.

Sus vínculos con aquella región estaban profundamente enraizados. Sentía que volver y ayudar a reconstruir Dundalis y los otros dos pueblos era algo que le debía a su padre y a sus familiares muertos; después, los serviría como protector, como el silencioso y poco visto guardabosque que atentamente patrullaría por la espesura.

—Se ha dicho que los nuevos pobladores de las tierras del norte estarán bien recompensados —comentó Tomás.

Elbryan lo miró detenidamente y observó que se frotaba las manos. Si Tomás quería ir a las Tierras Boscosas para hacer fortuna, Elbryan sabía que se iba a llevar una gran decepción. La vida era dura. Cazar, pescar, forrajear y cuidar la granja eran actividades tan necesarias como comerciar con la madera. No, un hombre no podía instalarse en las Tierras Boscosas para hacerse rico; se instalaba allí para vivir como no podía hacerlo en ninguna otra parte, en libertad. Tomás podía hablar de «bien recompensados», pero aprendería, si es que no lo sabía ya, que el dinero del rey no sería el único origen de tales recompensas.

—Sigamos con lo práctico —comentó Elbryan—. Establecerse en Dundalis y en los otros dos pueblos dependerá de que los monstruos hayan abandonado la región. Si todavía están acampados allí, harán falta más hombres que los ochenta que piensas llevar para expulsarlos.

—Por eso mismo hemos pedido al Pájaro de la Noche que nos guíe —dijo Tomás con un guiño—, y a Pony.

—Y por eso mismo, Pony está tratando de convencer al capitán Kilronney para que se quede en Caer Tinella durante el invierno y que luego venga con nosotros —contestó Elbryan—; confiemos en que esté de acuerdo.

—Y confiemos en que él y sus soldados no sean requeridos en algún otro lugar —añadió Tomás con sinceridad.

—¡Ah, Jilseponie, qué triste estoy al ver que la luz está ausente de tus ojos!

La melódica voz que venía de arriba no asustó a Pony, puesto que ya había sospechado que Belli’mar Juraviel rondaba por allí. La mujer había decidido ir a aquella zona boscosa del sur de Caer Tinella porque le permitía ver el lejano campamento de los Hombres del Rey y también albergar alguna esperanza de encontrar al elfo, ya que Juraviel se había ausentado durante varios días con objeto de explorar los caminos del sur. Aquella mañana, después de que Pony hubiera cruzado Caer Tinella, un grupo de soldados de la guarnición de Palmaris había bajado a caballo por el camino y había pasado ante ella mientras se desplazaba silenciosamente entre las sombras de los árboles. La joven se había dado cuenta de que los jinetes iban al pueblo y se dirigían directamente al campamento de los Hombres del Rey.

—¿Cuánto tiempo van las nubes a llenar tus ojos? —preguntó Juraviel, agitando sus alas casi translúcidas para posarse en una rama situada a la altura de los ojos de la chica—. ¿Cuándo dejarás que el sol brille de nuevo en ellos para que los que estén a tu alrededor puedan gozar de sus reflejos?

—Pensaba en mi familia —respondió Pony—. Cuando perdí a mi madre y a mi padre en Dundalis, olvidé durante varios años todo lo que recordaba de ellos. No quiero que eso me ocurra con los recuerdos que tengo de Graevis y Pettibwa.

—Pero entonces eras muy joven —dijo Juraviel, para proporcionar una cierta esperanza a la angustiada mujer—, demasiado joven para comprender una tragedia semejante; por eso, dejaste que la tragedia escapara de tus pensamientos. Eras demasiado joven.

—Quizá todavía lo soy.

—Pero… —empezó a protestar el elfo.

Advirtió, sin embargo, que Pony no parpadeaba y que seguía con la mirada ausente puesta en el campamento de los Hombres del Rey. ¡Qué tristeza la de aquella joven que a sus veinticinco años había visto desaparecer a sus dos familias! Al contemplarla, Juraviel temió que la hermosa cara de la chica no volviera a recuperar su luz.

—Háblame de los soldados que salieron a caballo esta mañana —pidió, de repente, Pony al elfo.

—Son de la guarnición de Palmaris —respondió Juraviel—; cabalgaban duro. Los seguí y los vigilé con la esperanza de escuchar alguna conversación, pero no se detuvieron ni aflojaron la marcha, y no pude oír ni un simple intercambio de palabras.

Pony se mordía el labio mientras miraba con fijeza el lejano campamento, y Juraviel comprendió la preocupación de la mujer. ¿Habrían ido esos soldados a contar a los Hombres del Rey que ella y Elbryan eran unos proscritos?

—El barón Bildeborough es amigo nuestro —le recordó Juraviel—. Tu caballo y tu espada son buenas pruebas de ello, aunque no te bastara la opinión que de él tiene Roger.

—Me basta y sobra —respondió enseguida Pony.

La observación de Juraviel resultaba certera; el barón Bildeborough no era precisamente amigo de la Iglesia abellicana. Y Bildeborough había dado pruebas de una gran confianza en Roger al darle Piedra Gris y Defensora, el caballo y la espada que Roger, a su vez, había entregado a Pony.

—Esos soldados son del barón, no de la Iglesia —continuó Juraviel—. Y ahora que el barón Bildeborough ya sabe que fue un hombre de la Iglesia el que asesinó a su querido sobrino, al parecer con la bendición e, incluso, por orden de la jerarquía eclesiástica, no tomará partido por ellos contra ti ni contra Elbryan, sean cuales sean las promesas de los jerarcas de la Iglesia abellicana o las presiones del rey de Honce el Oso.

—De acuerdo —dijo Pony, y se volvió para mirar al elfo—. Pero ¿pudiste ver bien a los jinetes? ¿Es posible que Roger estuviera entre ellos?

—Eran sólo soldados —le aseguró Juraviel, y no dejó de advertir la nube que había ensombrecido el bello rostro de la chica—. Es posible que Roger no haya regresado aún de Ursal a Palmaris.

—Simplemente, abrigaba esa esperanza —respondió Pony.

—¿Tienes miedo por él? Está acompañado por un hombre poderoso —puntualizó Juraviel, pues le habían informado de que Roger había ido a Ursal con el barón Bildeborough para hablar con el rey Danube Brock Ursal en persona—. Pocos hay al oeste del Masur Delaval y al norte de Ursal que ostenten tanto poder e influencia como el barón Rochefort Bildeborough.

—Salvo, tal vez, el nuevo abad de Saint Precious.

—Pero su poder es precisamente eso: nuevo —repuso Juraviel—. En cambio, el barón Bildeborough ostenta una posición superior, ya que está arraigado en Palmaris desde hace muchos años: es el heredero de un antiguo linaje de nobles. Así pues, Roger está lo suficientemente seguro.

El argumento le pareció razonable a Pony, y su expresión se animó un tanto.

—Con todo, sigues anhelando que Roger vuelva con nosotros —prosiguió el elfo.

Pony asintió con un gesto de cabeza.

—Te gustaría que el chico acompañara a la caravana a Dundalis —dijo Juraviel.

Tenía ciertas sospechas acerca de las intenciones de Pony. Como todos los Touel’alfar, Belli’mar Juraviel gozaba del don de saber sentarse y estudiar una situación, de observar y escuchar, y después razonar sobre lo recopilado.

—Roger es un valioso aliado; tengo miedo por su seguridad y prefiero que permanezca con Elbryan hasta que haya adquirido más experiencia sobre los peligros del ancho mundo —dijo Pony con firmeza.

Pronunció aquellas palabras con calma, pero al perspicaz Juraviel no le pasó por alto que el profundo resentimiento de Pony hacia la Iglesia se había convertido en el más absoluto de los odios.

—¿Con Elbryan? —insistió el elfo—. Contigo y con él, querrás decir.

Pony se encogió de hombros sin comprometerse, y aquella respuesta indiferente no hizo más que consolidar la convicción de Juraviel de que la chica no tenía intención de ir al norte con la caravana. El elfo permitió que el silencio se prolongara un buen rato y dejó a Pony a solas con sus pensamientos y con la mirada fija en el lejano campamento.

—Debería visitar al capitán Kilronney —dijo ella, al fin.

—Quizá lo han reclamado para que vuelva a Palmaris —indicó Juraviel—. Hay pocos monstruos por aquí —añadió cuando vio la mirada perpleja de la joven—; un ejército tan poderoso como el suyo podría prestar un mejor servicio al rey en otras regiones.

—Hay un fastidioso grupo de powris al oeste que él desearía destruir antes de volver al sur —dijo Pony—. Y por encargo de Elbryan, voy a pedir al capitán Kilronney que pase el invierno en Caer Tinella y que, luego, acompañe la caravana hacia Dundalis.

—Desde luego —exclamó el elfo—. ¿Y también Jilseponie acompañará la caravana?

La brusca pregunta causó a la chica un fuerte impacto y pasaron varios segundos antes de que contestara.

—Por supuesto, Elbryan cree que irás —precisó Juraviel—. Y también lo cree Tomás Gingerwart; se lo he oído decir.

—Entonces, ¿por qué me preguntas…?

—Porque no creo que tengas intención de hacer ese viaje —explicó Juraviel—. Tus ojos miran hacia el sur. ¿No quieres regresar a tu hogar?

Pony estaba atrapada y lo sabía; incluso de forma inconsciente, volvió a mirar hacia el sur.

—Claro que tengo intención de volver a Dundalis —dijo—; donde vaya Elbryan será mi lugar.

—¿Acaso no habéis hablado del lugar que vais a compartir?

—No manipules mis palabras —lo avisó—; si decido vivir en algún otro sitio, no dudes que Elbryan me seguirá.

—¿Y qué decides?

Otra vez se encogió de hombros.

—Volveré a Dundalis, pero no con la caravana —admitió Pony.

Aunque lo había sospechado desde siempre, aquella confesión sorprendió a Juraviel.

—Volveré a Palmaris por un cierto tiempo —prosiguió Pony—. Quiero visitar a Belster O’Comely y ver cómo se maneja con El Camino de la Amistad.

—Pero tienes tiempo de ir a Palmaris y ver a Belster, y después regresar antes de la salida de la caravana —razonó Juraviel.

—Ya estoy un poco harta de tierras del norte y de peleas, por ahora —contestó de forma concluyente Pony.

—Eso tal vez sea verdad a medias —repuso el elfo.

Pony lo miró, y vio que en su cara se dibujaba una sonrisa maliciosa.

—Crees que tu lucha acaba de empezar. El padre abad de la Iglesia abellicana ha librado una guerra contra la familia de Jilseponie, y ella se propone ahora emprender una guerra contra él.

—No podría empezar… —comenzó a contestar.

—No, no puedes —la interrumpió el elfo—. ¿Te propones regresar a Saint Mere Abelle para emprender una guerra contra casi un millar de monjes adiestrados para pelear y capaces de manejar gemas mágicas? ¿O acaso vas a atacar Saint Precious y a su nuevo abad, el cual, según maese Jojonah, es el mejor guerrero jamás salido de Saint Mere Abelle? ¿Y qué ocurriría con Elbryan? —insistió el elfo mientras la seguía, ya que Pony había echado a andar—. ¿Cómo se sentirá cuando sepa que lo has abandonado, que no confías en él para emprender esa empresa que has elegido para ti misma?

—¡Basta! —le espetó Pony, encarándose con él—; no voy a abandonar a Elbryan.

—Si emprendes una guerra por tu cuenta, lo harás.

—No sabes nada de este asunto.

—En ese caso, cuéntamelo.

La simple manera de hablar de Juraviel calmó a Pony de forma considerable y le recordó que el elfo era un amigo, un verdadero amigo, alguien en quien podía confiar.

—No voy al sur a librar una guerra —explicó ella—, aunque no dudes que me he propuesto lograr que la Iglesia abellicana pague el daño que me ha hecho.

Un escalofrío recorrió el espinazo de Juraviel. Jamás había oído hablar a Pony con tanta frialdad, y no le gustaba ni pizca.

—Pero eso tendrá que esperar —continuó Pony—. Dundalis es el primer objetivo de Elbryan y Roger, si es que alguna vez vuelve. Y sé que todos nosotros debemos esperar hasta saber lo que se coció en la reunión del barón Bildeborough y el rey. Tal vez mi guerra con la Iglesia, después de todo, no será sólo cosa mía.

—Entonces, ¿por qué te vas al sur? —preguntó con calma Juraviel.

—Camino de Saint Mere Abelle, cuando pensé que íbamos a encontrar un oscuro fin o que aquella cuestión iba a resolverse por completo, seduje a Elbryan.

—Después de todo, sois marido y mujer —repuso el elfo con una sonrisa bonachona.

—Habíamos hecho un pacto de abstinencia —explicó Pony—, pues temíamos…

—Esperas un hijo —afirmó Juraviel mientras sus ojos dorados se abrían desmesuradamente.

Pony no lo negó ni con la expresión ni con una sola palabra.

—Pero a lo mejor estás equivocada —sugirió Juraviel—; de eso, sólo hace unas pocas semanas.

—Lo supe a la mañana siguiente de haber hecho el amor —le aseguró Pony—. No sé si es por mi trabajo con las gemas, con la piedra del alma en particular, o tal vez es simplemente el mismísimo milagro de la vida; el caso es que lo supe. Y todo lo que ha ocurrido, o más exactamente lo que no ha ocurrido, en las semanas posteriores ha demostrado que espero un hijo, Belli’mar Juraviel.

La sonrisa de Juraviel se amplió notablemente cuando consideró las potenciales cualidades de un hijo de semejantes padres. Su sonrisa se desvaneció, no obstante, cuando observó el ceño fruncido de Pony.

—¡Deberías estar contenta! —le dijo—. Es algo para celebrar y no para fruncir el entrecejo.

—La guerra todavía no ha terminado —dijo Pony—. Aún tenemos que recuperar Dundalis.

—Eso es un tema menor —repuso el elfo—. Y olvida tus guerras, Jilseponie Wyndon. Considera lo que llevas dentro como lo más importante para ti y para Elbryan.

Pony consiguió esbozar una sonrisa ante el nombre de Jilseponie Wyndon, pues era la primera vez que Juraviel la había llamado de aquella manera.

—No se lo digas a Elbryan —dijo—; me refiero a mis planes de ir hacia el sur, y a mi…, a nuestro hijo.

—Tiene derecho a saberlo —empezó a protestar Juraviel.

—Y lo sabrá, pero cuando yo se lo diga; no, tú.

Juraviel se inclinó en una respetuosa reverencia.

—Voy a visitar al capitán Kilronney —explicó Pony—. Veremos a qué han venido esos nuevos soldados.

Se alejó de él, y el elfo la siguió de lejos para vigilar sus movimientos desde el bosque. Si se equivocaban respecto a los nuevos soldados, si aquellos jinetes habían llegado al norte en busca de los dos proscritos, entonces Juraviel estaría junto a su amiga.

El elfo dedicó largo tiempo a considerar ese concepto: su amiga. ¿Qué pensarían la señora Dasslerond —líder de los Touel’alfar— y los demás pobladores de Caer’alfar si conocieran la profundidad de aquella verdad en el corazón de Belli’mar Juraviel? Los demás elfos habían apreciado al Pájaro de la Noche durante su estancia en el valle de los elfos, y Tuntun había llegado a sentirse muy próxima a él y a Jilseponie. Pero en todas las ocasiones anteriores: cuando Juraviel decidió ir a la montaña de Aida con sus compañeros para combatir contra el demonio Dáctilo y cuando, luego, el elfo decidió conducir a unos refugiados humanos hasta el valle de los elfos; cuando Dasslerond acogió a aquellos desgraciados humanos en el élfico lugar secreto; incluso cuando Tuntun optó por seguir la expedición a Aida y, en última instancia, sacrificar su vida; en todas aquellas ocasiones las decisiones de los elfos habían sido motivadas por razones prácticas, considerando las ventajas que de ellas iban a obtener. No obstante, en ese momento, si Elbryan y Pony se iban a ver envueltos en una batalla, se trataría de una lucha entre humanos, una lucha que no tendría nada que ver con los intereses del pueblo élfico, y la participación de Juraviel en el asunto no iba a cambiar las cosas.

Pero, con todo, iba a pelear junto a sus amigos, y moriría con sus amigos si era preciso. De hecho, la decisión del elfo de ir a Saint Mere Abelle para contribuir al rescate de Bradwarden y de los padres adoptivos de Jilseponie se había basado por completo en la amistad.

Juraviel sabía que la señora Dasslerond no aprobaría su elección, ya que el conflicto entre los amigos del elfo y la Iglesia era algo que tenían que resolver los humanos. Los actos de Juraviel tanto en aquel entonces como en ese momento no estaban de acuerdo con los principios generales de la sociedad élfica, que colocaban los intereses de los elfos por encima de todo, pues consideraban la vida de un solo elfo más valiosa que la de mil seres de otra raza, incluida la humana, a pesar de que a los elfos no les caían mal los humanos.

Pero Juraviel seguiría a Pony y, si había que pelear, estaría a su lado y moriría junto a ella.

Tan pronto como Elbryan se separó de Tomás —la charla se terminó a causa del tumulto provocado por los soldados de Palmaris al atravesar con gran estruendo Caer Tinella, a fin de reunirse con los Hombres del Rey—, se apresuró a buscar a Sinfonía y cabalgó hacia el campamento. Al igual que Pony, temía que la llegada de los soldados tuviera algo que ver con las gemas y la fuga del centauro encerrado en Saint Mere Abelle. Además, suponía que Pony ya estaría reunida con el capitán Kilronney. El guardabosque suspiró aliviado cuando se aproximó al límite del campamento y no vio señales de explosiones mágicas: si Pony hubiera estado allí y los soldados hubieran tratado de detenerla, la descarga mágica de la chica habría derribado probablemente la mitad del campamento.

—¡Hola, Pájaro de la Noche! —saludó un centinela.

Otro soldado se adelantó para tomar las riendas de Sinfonía, pero el guardabosque lo detuvo con un gesto.

—¿Quién ha llegado? —preguntó.

—Una guarnición de Palmaris —explicó el soldado—. Están hablando con el capitán Kilronney.

—¿Y con Jilseponie?

—Estoy seguro de que todavía no ha llegado —respondió el soldado.

Elbryan se adentró en el campamento con Sinfonía.

Todos cuantos se cruzaban con él lo saludaban efusivamente, hombres y mujeres cuyo respeto se había ganado durante las dos últimas semanas en el transcurso de las escaramuzas que el grupo había librado contra canallescas bandas de monstruos. Los soldados del capitán Kilronney se habían alegrado de contar con el Pájaro de la Noche —y con Jilseponie— cuando empezó la lucha. El guardabosque, a su vez, había llegado a conocer y a respetar a los soldados; si los recién llegados habían venido con la mala intención de buscarlos, a él y a Pony, la noticia todavía no se había propagado.

El alivio del guardabosque se desvaneció cuando desmontó y entró en la tienda del capitán Kilronney; tan graves eran las expresiones de Kilronney y los demás que la mano de Elbryan se le fue a la empuñadura de la espada.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el guardabosque después de un tenso momento.

Kilronney lo miró fijamente. El capitán era cinco centímetros más alto que Elbryan y tenía una constitución robusta, aunque carecía de la fuerte musculatura del fornido guardabosque. La barba y el bigote, recortados con esmero, eran de un vivo color rojo, así como el espeso pelo, y ofrecían un visible contraste con la intensidad de los ojos azules, unos ojos que en ese momento mostraban profunda tristeza y enfado, según advirtió el perspicaz Elbryan.

Shamus Kilronney miró a la jefa del contingente de Palmaris, y el guardabosque se puso tenso, poco menos que esperando un ataque.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Elbryan de nuevo.

—¿Quién es este hombre? —preguntó a su vez la jefa de la guarnición de Palmaris.

Era una mujer de complexión sólida, de más de metro setenta de estatura y con el cabello peinado en gruesas trenzas, del mismo rojo vivo que el de Kilronney. Sus ojos tenían el mismo azul brillante que los del capitán. Elbryan podría haberlos tomado por hermanos de no haber sido porque el acento de la mujer era muy semejante al dialecto rural, típico de las clases bajas, mientras que la dicción y la entonación de Shamus Kilronney eran perfectas.

—Es un aliado —explicó Kilronney—. Está al servicio de la guarnición en calidad de explorador.

—¿Un simple explorador? —comentó la mujer, y alzó las cejas mientras examinaba al fornido guardabosque.

Elbryan vio en aquella mirada sospecha y también un tanto de curiosidad.

—Sus servicios son demasiados para que ahora ni siquiera pueda empezar a enumerarlos —dijo Kilronney con impaciencia.

La mujer asintió con un gesto de cabeza.

—El barón Rochefort Bildeborough ha muerto —explicó bruscamente Kilronney.

Los ojos grises de Elbryan se abrieron desmesuradamente. Su primer pensamiento fue para Roger, pues sabía que viajaba con Bildeborough.

—Fue asesinado en el camino al sur de Palmaris —explicó la mujer con voz firme y decidida, y ocultando una gran pena, según advirtió Elbryan—. Dicen que su carruaje fue atacado por alguna bestia, probablemente un gran felino.

—¿Cuándo regresaba de Ursal? —preguntó el guardabosque.

—Iba a Ursal —corrigió la mujer.

—Pero eso ocurrió hace meses —protestó el guardabosque.

Elbryan pensó que, si la mujer decía la verdad, él y Pony habían pasado por Palmaris después del asesinato y, sin embargo, no habían oído ni una palabra sobre él.

—No creímos prioritario el viaje al norte —dijo con sequedad la mujer—; teníamos que comunicárselo antes a personas más importantes que el capitán Kilronney y su desaliñado amigo.

—¿Qué les ocurrió a sus compañeros? —inquirió el guardabosque, sin hacer caso del insulto y aceptando la explicación de la mujer por no haberles informado antes.

—Los mataron a todos —respondió la mujer.

Mil pensamientos se agolparon en la cabeza de Elbryan.

—Habían montado el campamento —indicó otro soldado—; al parecer, fueron pillados por sorpresa. El barón trató de regresar al carruaje, pero el felino lo siguió y lo destrozó.

A partir de las escuetas palabras del soldado, Elbryan empezó a sospechar de la naturaleza real de aquella bestia. Durante sus años con los Touel’alfar, estos le habían enseñado la forma de comportarse de los animales, cazadores y cazados; por allí había grandes felinos, pero quedaban muy pocos en las tierras civilizadas entre Palmaris y Ursal, y normalmente no atacaban ni mataban a un grupo de hombres. Un felino cazador podía acechar a una sola persona para proveerse de comida, e incluso podía permanecer junto a su víctima para ahuyentar a otros que trataran de quitarle la presa; pero la clave de la cuestión era la persecución del barón hasta el interior del carruaje.

—Lo vi con mis propios ojos —indicó otro soldado—. Todos ellos estaban destrozados y yacían en un charco de sangre.

—¿Y a quién mataron primero? —preguntó el guardabosque.

—Tuvo que ser a uno de los guardianes, junto a la fogata —respondió el hombre—; ni tan sólo pudo empuñar su arma antes de que el felino lo desgarrara hasta matarlo. Los demás no tuvieron ocasión de defenderse.

—¿Así que el barón fue el último en morir, en su carruaje?

El hombre asintió con la cabeza; tenía los labios apretados, como si estuviera ahogando una pena.

Todo aquello no tenía mucho sentido para Elbryan, a menos que los hubiera atacado algún animal enfermo o un grupo de felinos, lo que era muy poco probable.

—¿A cuántos se comieron? —preguntó al testigo.

—Todos estaban destrozados —dijo el hombre—; sus intestinos se hallaban desparramados por doquier. A uno de ellos se le veía el corazón por la herida abierta en el pecho. Soy incapaz de decir cuántos mordiscos propinó el felino a cada uno.

—¿Y tú crees que es necesario saberlo? —se quejó la mujer ante el capitán Kilronney.

Kilronney se volvió hacia Elbryan con una mirada de protesta, pero el guardabosque levantó la mano en un gesto que indicaba que no pensaba insistir más sobre aquel punto. Ya no lo necesitaba. Ningún felino hambriento dejaría de comer un bocado tan tentador como un corazón, ni ningún felino gastaría energías en matar fugitivos disponiendo de carne fresca para devorar. Si la descripción que el hombre había hecho de lo ocurrido era correcta, al barón no lo había matado ningún animal salvaje.

Y naturalmente aquello llevó a Elbryan a pensamientos aún más perturbadores. Había visto muchas veces las gemas en acción, había hablado largo y tendido con Avelyn de aquel tema y conocía una piedra capaz de transformar el brazo de un hombre en la garra de un animal.

—¿Conocíais a todos los hombres que estaban con el barón? —preguntó con calma el guardabosque.

—Uno de ellos era amigo suyo —contestó el testigo—. A los demás ya los había visto otras veces; sin duda, era la guardia personal del barón.

El guardabosque asintió con un gesto de cabeza.

—He oído que alguien que no era soldado viajaba con el barón Bildeborough.

—El joven —comentó la mujer—. Sí, hemos oído hablar de él.

—¿Y su cuerpo estaba en el campamento?

—No lo vi —respondió el testigo.

Aquello alivió un tanto a Elbryan, aunque no le confirmaba nada. El felino, si es que se trataba de un felino, podía haber arrastrado a Roger a otro sitio. O incluso algo más plausible: el monje, si es que se trataba de un monje, podía haber hecho prisionero a Roger, a fin de sacarle información de Pony y Elbryan.

—¿Cuál es vuestra misión? —preguntó a la jefa de Palmaris.

—Hemos venido a traer la noticia de la muerte del barón al capitán Kilronney, del mismo modo que otros han cabalgado para llevarla a los demás lugares —contestó ella.

—El fallecimiento del barón comporta importantes consecuencias para Palmaris —observó Shamus Kilronney—, en especial, por haber sucedido tan poco tiempo después del asesinato del abad Dobrinion.

—Desde comienzos de la estación, la ciudad está agitada —añadió la mujer—. El nuevo abad acaba de regresar de otro viaje a Saint Mere Abelle, una especie de asamblea de abades, sea lo que sea lo que signifique, y ahora está ocupando su cargo, y algo más, pero con cierta oposición.

El guardabosque asintió con un movimiento de cabeza al oír aquellas palabras, que confirmaban sus peores temores. Se había topado una vez con el nuevo abad de Saint Precious; pese a lo breve del encuentro, había tenido el tiempo suficiente como para darse cuenta de que De’Unnero era un hombre desagradable, lleno de furia y orgullo. La muerte de Bildeborough y la de su único heredero, Connor, sumadas a la del abad Dobrinion, habían provocado un vacío en la estructura de poder de Palmaris, un agujero que el abad De’Unnero se apresuraría a llenar. Y el hecho de que De’Unnero hubiera ido otra vez a Saint Mere Abelle para aquella asamblea hacía temer al guardabosque que el abad podría haber llevado consigo un prisionero: Roger Descerrajador.

A Elbryan le parecía que la Iglesia abellicana era un enorme monstruo negro que se alzaba para tapar la luz del sol. Analizó la expedición a Aida para luchar contra el demonio Dáctilo y su viaje a Saint Mere Abelle para rescatar a sus amigos de las garras del padre abad, y comprendió que esas dos misiones no habían sido tan distintas; en absoluto.

—¿Y tú qué misión tienes? —preguntó Elbryan a Kilronney.

El hombre exhaló un suspiro desalentado.

—Debo volver a Palmaris —dijo— para ayudar a mantener la ciudad en orden.

—Te necesitamos aquí —le recordó el guardabosque—; el invierno puede golpear con dureza a esa gente y atraer monstruos que no podrán vencer sin tu ayuda. Y también está la cuestión de la caravana que tiene que ir al norte antes del inicio de la primavera.

—¿Quién eres tú para comparar la reapertura de las Tierras Boscosas con la seguridad de Palmaris? —protestó la mujer con incredulidad.

Entre tanto, se había acercado al capitán y lo había paralizado mirándolo fija e intensamente; era una mirada que, a juicio de Elbryan, denotaba familiaridad, y eso le hizo pensar de nuevo que entre ellos podía haber alguna relación de parentesco.

El guardabosque miró a Kilronney, pero este se encogió de hombros, derrotado por la sencilla lógica de la frase de la mujer.

—¿Qué pasará con la banda de powris del oeste? —preguntó el guardabosque.

Él y el capitán habían hablado antes de sus planes relativos a una molesta banda de enanos de gorras sangrientas que no habían abandonado la región y que representaban una amenaza para cualquiera que se aventurara fuera de la zona de seguridad de Caer Tinella y Tierras Bajas.

—Nos ocuparemos enseguida de ellos —propuso Shamus Kilronney.

La mujer soldado empezó a protestar.

—Y luego, si el tiempo se mantiene y deja despejado el camino, mis hombres y yo volveremos al sur —dijo Shamus en un tono que no dejaba lugar a discusión alguna.

La mujer gruñó y se dio la vuelta para mirar con fijeza al guardabosque.

—Te presento al Pájaro de la Noche —dijo el capitán Kilronney, al fin.

El guardabosque elevó ligeramente la barbilla, pero no hizo ninguna reverencia.

—¿Pájaro de la Noche? —preguntó la mujer con expresión agria—. Un nombre extraño.

—Y ella es la sargento Colleen Kilronney, de la guardia de Palmaris —explicó Shamus.

—¿Tu hermana? —preguntó el guardabosque.

—Mi prima —contestó Shamus, molesto, en cierto modo.

—De la mejor parte de la familia —se apresuró a puntualizar Colleen, y por el tono, Elbryan no pudo discernir si hablaba en serio o no—. ¡Oh!, mi primo aprendió a hablar con la distinción y corrección de las damas de la corte de Ursal; incluso ha comido en la misma mesa que el rey.

Shamus la miró ceñudo, pero ella se limitó a dedicarle una burlona carcajada y se volvió hacia el guardabosque.

—Bueno, maese Pájaro de la Noche… —empezó a decir.

—Sólo Pájaro de la Noche —explicó el guardabosque.

—Bueno, maese Pájaro de la Noche —prosiguió Colleen sin ceder lo más mínimo—, parece que te has salido con la tuya en eso de luchar contra los gorras sangrientas. Mis soldados y yo procuraremos divertirnos; estamos un tanto inquietos por los sucesos de Palmaris y nos vendrá bien olvidar nuestras preocupaciones con los powris.

Los otros dos soldados de Palmaris asintieron con un gesto de cabeza; su expresión era severa.

—No nos queda mucho tiempo —dijo Shamus Kilronney—. El campo de batalla debe escogerse y prepararse.

—Ya decidirás el campo de batalla cuando desenvaines la espada —indicó la testaruda Colleen.

Elbryan echó un vistazo al capitán y a su prima. Entre ellos, había una intensa rivalidad, sin duda, y el guardabosque comprendió que tales sentimientos podían tener nefastas consecuencias en la batalla.

—Me enteraré de dónde han ido los powris y elegiré el terreno adecuado para el ataque —dijo, y salió de la tienda.

—Eres demasiado confiado —la oyó quejarse Elbryan.

—Nadie puede preparar mejor una estrategia de batalla que el Pájaro de la Noche —dijo Shamus.

El guardabosque sacudió la cabeza sonriendo, montó a Sinfonía y se dispuso a partir. No obstante, su diversión a costa de Colleen Kilronney duró poco, sólo hasta que volvió a considerar las amargas noticias que la mujer había traído.

Elbryan vio cómo Pony se acercaba cuando él salía del campamento y dirigió a Sinfonía al trote hacia ella.

La joven lo miró con suspicacia y descubrió que algo iba mal antes de que el hombre empezara a hablar.

—El barón Bildeborough fue asesinado por el camino, mucho antes de llegar a Ursal —le dijo Elbryan mientras desmontaba a su lado—, junto con su guardia, aunque no se ha encontrado ningún rastro de Roger entre los muertos.

—¿Otra vez los powris? —inquirió la voz de Juraviel desde los árboles con un deje sarcástico—. Sin duda es el mismo clan que asesinó al abad Dobrinion.

—Es una idea que puede encerrar más verdad de la que crees —respondió el guardabosque—. Los que encontraron al barón dicen que fue asesinado por un gran felino, y aunque así parecen indicarlo las heridas, los motivos del ataque desmienten tal suposición.

—Zarpa de tigre —espetó Pony, refiriéndose a la gema que los monjes podían usar para transformar sus extremidades en las de un gran felino.

Cerró los ojos y bajó la cabeza mientras suspiraba profundamente. Elbryan rodeó los hombros de la chica con su brazo, pues se dio cuenta de que necesitaba que la reconfortara. En efecto, cada nuevo encuentro o noticia relacionada con la Iglesia abellicana constituía una pesada losa para Pony; las impías acciones que los monjes emprendían, tan contrarias a los principios que habían guiado al querido Avelyn, no hacían más que reforzar el dolor de la joven por la pérdida de sus padres.

—Palmaris está muy agitada —dijo Elbryan, dirigiéndose a Juraviel—. El capitán Kilronney y sus soldados permanecerán poco tiempo con nosotros. Tenemos que ocuparnos de la banda powri antes de que se vayan.

—¿Y qué hacemos con Roger? —preguntó Pony—. ¿Vamos a continuar con las obligaciones que nos retienen aquí, o incluso a alejarnos más, mientras quizás él se encuentra en un terrible peligro?

Elbryan extendió las manos con expresión desesperanzada.

—No había ninguna huella de Roger entre los muertos, ni tampoco en el camino —explicó.

—Tal vez lo hayan hecho prisionero —aventuró Juraviel.

—Si lo han enviado a Saint Mere Abelle, volveré allí —declaró Pony.

El tono helado que había empleado la joven hizo que Elbryan sintiera escalofríos. Sospechaba que esa vez se proponía entrar por las puertas frontales y no dejar piedra sobre piedra a su paso.

—Si ha sido hecho prisionero, por supuesto iremos en su busca —indicó Elbryan para calmarla—. Pero no lo sabemos, y a falta de pruebas, debemos confiar en Roger y continuar con los planes previstos.

—Pero si nos vamos hacia el norte o a combatir contra los powris, ¿cómo nos enteraremos del destino de Roger? —protestó Pony.

Era un dilema, pero el guardabosque no acababa de convencerse de que debían abandonarlo todo para ir tras Roger Descerrajador. Ese hombre era un superviviente nato. Cuando Caer Tinella estuvo ocupada por los powris, Elbryan y Juraviel habían ido a rescatarlo y se habían encontrado con que ya se había escapado.

—No sé qué decirte —admitió el guardabosque—; sé que debo confiar en Roger. Si hubiese muerto en el camino, entonces no se podría hacer nada.

—¿No vengarías la muerte de un amigo? —dijo Pony, cuyas palabras tenían un tono que cortaba como el acero.

Elbryan la miró fijamente como si fuera una extraña, una persona distinta a la que había llegado a querer con tanta ternura.

Pony no pudo resistir la mirada; bajó la cabeza y suspiró de nuevo.

—Claro está que lo harías —admitió—. Tengo miedo por Roger, eso es todo.

—Podríamos enviar una nota a Belster O’Comely, a Palmaris —propuso Juraviel—. La ciudad es demasiado grande como para que nosotros deambulemos por ella tratando de localizar a Roger. Pero Belster, tan bien situado en la ciudad, podría conseguir alguna información.

—El Camino de la Amistad es una encrucijada de rumores —añadió Pony con esperanza.

—Iré a visitar a Tomás Gingerwart —propuso Elbryan— para asegurarme un buen mensajero.

—Ninguno resultaría tan fiable como yo —dijo Pony mientras el guardabosque se alejaba.

Elbryan se detuvo de golpe y cerró los ojos. Le costó un buen rato controlar su enfado. Luego, se volvió hacia ella lentamente, asombrado de que estuviera dispuesta a dar semejante paso.

—Debo ir a reunirme con Bradwarden —comentó Juraviel—. Espiaremos a los powris y os informaremos al atardecer.

El elfo se fue y dejó a la pareja, que, enfrascada en su conversación, apenas lo había oído.