Capítulo XXI

¡La trampa abierta!

Volvamos ahora al dormitorio desocupado, vecino al de la señorita Pi, donde Chatín se había propuesto pasar parte de la noche. Se había instalado cómodamente en el amplio sofá lamentando, una vez más, que «Ciclón» no estuviera a su lado, y aguardaba ansiosamente el regreso de sir Ricardo y el profesor Hollinan.

Estaba decidido a ocultarse detrás del sofá a la menor alarma, al más leve rumor de pisadas en el corredor. Pero pasaron las horas lentamente, en un silencio absoluto, y al final se quedó dormido.

Diana también, en el cuarto vecino, se había quedado dormida, pero la señorita Pi prefirió leer un rato antes de acostarse. Ya muy tarde, bostezó, cerró el libro y apagó la vela. Estaba a punto de dormirse cuando le pareció oír un ruido. Abrió los ojos y escuchó. No, debía ser un mochuelo en el jardín.

Se quedó dormida, pero al poco rato volvió a despertar y se sentó en la cama intrigada. ¿Qué la había despertado? Escuchó con atención. Sí, era un ruido peculiar, y cada vez sonaba más fuerte. ¡Casi parecía como si golpearan en su misma habitación!

La señorita Pi no se asustaba fácilmente, pero su mano temblaba ligeramente cuando encendió de nuevo la vela. La luz despertó a Diana.

—¿Se encuentra mal, señorita Pi? —preguntó, adormilada, pensando que era medianoche, aunque en realidad llevaba poco rato durmiendo—. ¡Ooooh…! ¿Qué es esto?

—No lo sé —dijo la señorita Pi, aturdida—. Oí ruidos y…, pero no parece haber aquí nada que pueda producir semejantes golpes.

—Oh, señorita Pi, ¿no podrían ser los ruidos de los que nos habló el señor Jones? —dijo Diana—. Insistió mucho en que nos fuéramos a la otra habitación porque dijo que aquí se oían ruidos en la noche… y también la señora Jones tenía un gran empeño en que nos marcháramos de aquí.

—Sí, querida, lo recuerdo —dijo la señorita Pi—. Pero no quise tomarlos en serio. ¡Oh!, ¿has oído esto…? Es como sí alguien golpeara fuertemente contra algo.

—Sí —dijo Diana, asustada—. Y no me gusta ni pizca. ¿De dónde puede venir este alboroto?

—No tengo ni idea —dijo la señorita Pi, saltando de la cama y registrando todos los rincones con la vela. Diana se admiró de su valentía y hubiera querido imitarla.

¡Bump…! ¡Bump…! ¡Bump…!

—¡Viene del viejo arcón! —dijo Diana con un chillido.

—No, querida —dijo la señorita Pi—. Cálmate. Sabes perfectamente que en el viejo arcón no hay más que nuestras ropas.

La señorita Pi se acercó decididamente a la puerta y la abrió de par en par sosteniendo la palmatoria en alto para inspeccionar el rellano. Quería asegurarse de que no eran los niños, que algunas veces le habían hecho alguna jugarreta por la noche para asustarlas a ella y a Diana. ¡Algunas veces tenían ocurrencias bastante peregrinas!

Pero no…, en el pasillo no había nadie. Vio que la puerta del cuarto vecino estaba entreabierta y se acercó a ver. Alguien podía haberse ocultado allí.

Tuvo la sorpresa mas grande de su vida cuando vio que Chatín estaba profundamente dormido, tendido en el sofá y vestido con sus ropas de día. ¿Qué podía estar haciendo allí? Atravesó la habitación y le dio una suave sacudida. Chatín despertó enteramente aterrado, creyendo que los dos hombres le habían atrapado al fin.

—¿Por qué estás aquí, Chatín? ¿Has oído esos ruidos? —preguntó la señorita Pi, asiéndose cada vez más a la idea de que estaba viviendo una pesadilla.

—¡Ooooh! ¡Qué susto me ha dado! —dijo Chatín, incorporándose de un salto—. ¿Qué ruidos? No, no he oído nada, pero esta tarde cuando estaba descansando en su habitación oí algo. Eran unos golpes fuertes que sonaban así: ¡Bump, bump, bump!

—Exacto, esto es lo que hemos oído, Diana y yo —dijo la señorita Pi—. Ven a escucharlos, Chatín.

El niño la siguió al cuarto vecino, y ya reunidos los tres, se quedaron escuchando en silencio. Pero no oyeron nada.

—¡Qué divertido! —dijo Chatín—. Ahora se han callado. ¿Puedo dormir en este diván al pie de su cama, señorita Pi? Para… para protegerlas en caso de que ocurra algo.

La señorita Pi reprimió una sonrisa.

—Claro que sí, Chatín, pero antes cuéntame por qué estabas durmiendo en este cuarto de al lado en lugar de estar en la «roulotte» con los demás. ¿Qué ha sucedido? ¿Es que os habéis enfadado?

—No puedo decírselo todavía, señorita Pi —dijo Chatín, confuso—. Mañana lo sabrá todo.

Se acomodó en el diván, abrigado por una manta, y la señorita Pi y Diana volvieron a sus camas. Una vez apagada la vela y todo a oscuras, cada cual deseó fervientemente un sueño tranquilo, sin más perturbaciones. No se oyó nada y al poco rato los tres dormían profundamente.

Algún tiempo después Chatín se despertó nuevamente y quedó sentado en el diván frotándose los ojos. Había oído un ruido sorprendente…, tan sorprendente que pensó si estaría durmiendo todavía. Pero no…, no estaba dormido… Ahora mismo acababa de oírlo otra vez. ¡Guau, guau, guau! ¡Era «Ciclón», y estaba ladrando!

—¡Señorita Pi, oigo los ladridos de «Ciclón»! —gritó sacudiéndola para que despertara—. ¡Pero es imposible! ¡Di, despierta pronto! ¿Oyes a «Ciclón»?

Los tres estaban despiertos ahora, y escuchaban conteniendo el aliento. ¡Guau, guau, guau! Sí, decididamente, era «Ciclón». Pero ¿dónde estaba? Los ladridos sonaban muy cerca, aunque un poco sordos.

—Todo esto es sumamente misterioso —dijo la señorita Pi, inquieta—. Porque, ¿dónde puede estar «Ciclón»?

Casi en seguida sonaron golpes muy fuertes. ¡Bang, bang, bang, bang! Era exactamente como si alguien estuviera golpeando una puerta, y los golpes eran cada vez más fuertes.

—Los ruidos vienen del arcón —dijo Diana al borde del llanto.

—Apartémoslo —dijo Chatín—. Yo pensé lo mismo esta tarde cuando los oí. Ven, Di, ayúdame, y usted también, señorita Pi, es…, ¡es terriblemente pesado!

Lo era, en efecto, pero al fin consiguieron apartarlo a un lado, y… ¡en el mismo sitio que había ocupado el arcón apareció la puerta de una trampa!

—¡Cielos! ¡Miren esto! ¡No me extraña que no quisieran darles este dormitorio! —dijo Chatín—. Esta trampa debe ocultar algún secreto… para los oscuros manejos que estos hombres se traen entre manos. ¡Oigan! ¡«Ciclón» está ladrando otra vez! ¡Y ahora se oye también la voz de Nabé!

—Pero ¿quién los ha metido ahí dentro cerrando luego la trampa? —preguntó la señorita Pi, completamente desatinada—. ¡No había presenciado cosa igual en mi vida! ¿Podríamos alzar la trampa, Chatín? Oh, queridos, tengo la impresión de que estoy viviendo una auténtica pesadilla.

—Es difícil —dijo Chatín—. Haríamos mucho ruido. Pero ¡rayos!, están pegando a la trampa otra vez. Claro, no podrían abrirla teniendo encima este arcón tan pesado. ¡Eh, esperad un poco! Tiraré de esta argolla.

Aunando sus esfuerzos con Diana, lograron los dos alzar la pesada puerta.

Abajo, en la oscura caverna, todo era revuelo y consternación. Nabé y Roger se quedaron horrorizados al ver que la puerta cedía y que alguien la había abierto por el otro lado. Lo primero que pensaron fue que los dos hombres estaban allí, que los sorprenderían en la caverna, y que ya no los dejarían escapar. Corrieron hacia la escalera de cuerda y empezaron a bajarla poseídos de un pánico irracional. Pero «Ciclón» se quedó. Se puso a ladrar excitadamente cuando vio que la trampa se abría y oyó la añorada voz de Chatín.

—¡Eh! —gritó Chatín, tomando la vela de la señorita Pi y asomándose a la oscura cueva subterránea—. ¡«Ciclón»! ¿Qué rayos estás haciendo ahí completamente solo?

El perro se puso como loco, tratando de saltar hasta la trampa abierta y cayendo lastimosamente a cada intento. Nabé, Roger y «Miranda» se detuvieron al oír los delirantes ladridos de «Ciclón» y la voz de Chatín.

—¡No es posible que sea Chatín el que ha abierto la trampa! —dijo Nabé, aturdido—. ¡Pero es su voz! Pronto; regresemos a la cueva para verlo.

Subieron de nuevo la escalera… y vieron a Chatín asomado a la trampa abierta, sosteniendo una vela, y a «Ciclón» enteramente loco de contento.

—¡«Chatín»! ¿Cómo has podido llegar hasta aquí? —chilló Roger—. ¿Dónde estás?

—Estoy en el dormitorio de la señorita Pi. Debajo del cofre —gritó Chatín que, de puro excitado ya no sabía ni lo que decía—. Pero decidme, ¿cómo habéis hecho para estar bajo tierra? Cielos, esto no puede ser más que un sueño. Alcanzadme a «Ciclón» antes de que se vuelva loco del todo.

«Ciclón» fue alzado en brazos y no tardó en dar muestras de un júbilo enloquecedor. Corría por la habitación como un poseído saltando sobre las camas y ladrando a todo pulmón. «Miranda» saltó también por la trampa abierta, y el dormitorio de la señorita Pi se convirtió, a partir de entonces, en una auténtica casa de locos a causa del frenesí con que se perseguían los dos animalitos.

Nabé y Roger subieron también, ayudados por Chatín, y muy pronto se hallaron todos felizmente reunidos, riéndose a más y mejor, y satisfechos del venturoso final de su expedición nocturna.

—Bueno, y pensar que aquel «agujero largo, largo» iba directamente a este dormitorio —dijo Nabé—. Jamás hubiera soñado que comunicara con la posada…, pero naturalmente, pensándolo ahora con calma, lo comprendo muy bien. El pasadizo subía continuamente y siempre torcía hacia la izquierda, en dirección a las colinas que hay detrás del acantilado. ¡Les era muy fácil procurarse una entrada secreta! Y también se comprende perfectamente ahora por qué les interesaba a estos hombres que el señor Jones comprara la posada…, y el empeño del posadero en que no ocupáramos esta habitación. ¡Claro, aquí estaba la puerta que comunicaba con su escondrijo…! y además…

—Confieso francamente que no entiendo ni una palabra de lo que estás hablando —gimió la señorita Pi, atribulada—. ¿No podríais empezar por el principio para que os entienda?

—Oh, no se enfade con nosotros, querida señorita —dijo Chatín abrazándola—. Tenemos que confiarle un gran secreto.

Los cuatro amigos se turnaron para contar su extraordinaria historia a la asombrada señorita Pi que, a decir verdad, apenas podía darle crédito a lo que oía.

—¿Y por qué no me dijisteis nada de eso? —preguntó—. Os aseguro que no hubiéramos permanecido «ni un instante» más en esta casa.

—Precisamente por esto no se lo contamos —dijo Roger—. No queríamos marcharnos dejando este misterio sin resolver. Y ahora, confiéselo francamente, ¿valía o no la pena el quedarnos, señorita Pi?

—Sí, reconozco que ha sido una aventura realmente emocionante —dijo la señorita Pi, estremeciéndose—. No sé a qué será debido, pero siempre que estoy con vosotros, ocurren las cosas más embarazosas y extravagantes. Y desagradables.

—Pero, señorita Pi, atrapar a unos ladrones no tiene nada de desagradable —dijo Nabé—. Tengo el convencimiento de que estos dos hombres son dos pájaros de cuidado…, y los hemos desenmascarado. ¿No cree que debiéramos hacer algo en seguida?

—Pero, queridos…, ¿a medianoche? —dijo la señorita Pi—. Bien, sí, tal vez debiéramos hacerlo.

—Roger, tú y Chatín podríais subir algunos de estos paquetes aquí, al dormitorio —dijo Nabé—. Y yo bajaré sin ruido al vestíbulo para telefonear a papá. El pobre se llevará un susto mayúsculo cuando oiga el teléfono a estas horas, pero es preciso que informe inmediatamente a Scotland Yard acerca de nuestro hallazgo.

Puestos de acuerdo, Chatín fue a la «roulotte» en busca de una cuerda, la sujetó fuertemente a la argolla de hierro de la trampa, y se deslizó hasta la cueva para entregar los paquetes a Roger. Nabé bajó silenciosamente al teléfono, despertó a su asombrado padre y le contó todo lo ocurrido. Mientras hablaba, no dejó de vigilar la puerta de entrada por si regresaban los dos hombres. Pero no llegaron hasta que Nabé hubo colgado el auricular y estuvo otra vez arriba.

Al oír sus silenciosas pisadas en el vestíbulo, entró rápidamente en el dormitorio avisando a todos que se callaran, y se quedó escuchando hasta que oyó que la puerta del falso profesor y su amigo se cerraba sin ruido. Entonces salió de nuevo al pasillo, y regresó poco después con una sonrisa tan jactanciosa que la señorita Pi se sintió confusa.

—¿Qué es lo que has hecho ahora, Nabé? —preguntó.

—Casi nada —dijo Nabé—. Estos hombres dejaron la llave de su dormitorio en la parte de afuera de la cerradura, de modo que no hice más que darle suavemente la vuelta y encerrarlos dentro. Y como su ventana da justamente sobre este risco tan profundo, y no tienen por dónde escapar, tendrán que esperar a que venga la policía para abrirles la puerta, ¡porque tengo la llave en el bolsillo!

Era ya muy tarde cuando finalmente los tres muchachos, con «Ciclón» y «Miranda», decidieron irse a la «roulotte» para dormir unas horas. Diana y la señorita Pi se tendieron en la cama, pero tardaron mucho rato en dormirse, porque estuvieron hablando y hablando y hablando.

—¡Mañana será un día emocionante de veras! —dijo Diana antes de cerrar los ojos.

¡Y efectivamente, lo fue! Hacia las nueve llegaron dos coches llenos de policías, y el pobre señor Jones tuvo un susto de muerte cuando irrumpieron en su cocina.

También quedaron consternados los dos hombres cuando descubrieron que su puerta estaba cerrada con llave… y tuvieron que enfrentarse con cuatro vigorosos policías cuando finalmente fue abierta.

—¿Qué significa esto? —exclamó, enfurecido, sir Ricardo. Pero se calmó instantáneamente cuando un inspector avanzó unos pasos y le arrancó la barba postiza.

—Ah…, éste es Jorge Higgins —dijo el inspector—. Debí suponerlo. Sin barbas, te pareces más a ti mismo, Jorge.

Tú y tu compinche escogisteis dos nombres muy prestigiosos, ¿no? Bien, tendrás que acompañarnos…, y tu amigo también. Y no os preocupéis demasiado por el dinero que tenéis almacenado en la cueva. ¡Ya está a buen recaudo!

Veinte minutos más tarde, los coches de la policía habían emprendido su regreso a Londres, llevándose al falso sir Ricardo y al falso profesor…, dos temibles ladrones que la policía andaba buscando desde hacía bastante tiempo. El último en subir al coche fue…, ¡quién lo diría…!, ¡el propio señor Jones!

—Pobre señor Jones —decía más tarde su afligida esposa, dando rienda suelta a su locuacidad de costumbre—. No es malo mi Llewellyn, no tiene nada de malo. Fueron esos dos hombres los que le embaucaron con sus mentiras y sus promesas. Tentaron a mi pobre Llewellyn prestándole el dinero para comprar la posada. ¿Cómo podía sospechar él que eran unos ladrones malvados, unos hombres tan importantes como sir Ricardo y el profesor…? ¡Y cocinaba tan bien mi pobre Llewellyn!

Morgan «el Cojo» y Jim, también recibieron la visita de los policías, y desaparecieron de la pequeña aldea de Penrhyndendraith por largo, largo tiempo.

La señora Jones, deshecha en llanto, rogó a la señorita Pi que no se marcharan.

—¡No tengo dinero! —sollozaba—. Si se quedara aquí con los niños, por lo menos podríamos contar con este ingreso para ayudarnos. Si se van, ¿qué será de nosotros? Yo también sé cocinar bien. No tan magníficamente como el señor Jones, pero bastante bien. ¡Oh, señorita Pi, tenga piedad de nosotros y quédense!

—Bueno, la verdad es que no tenemos ninguna intención de marcharnos por ahora —dijo la señorita Pi—. No podemos regresar a casa de momento, y aquí estamos muy a gusto. Y lamento mucho, mucho, lo que les ha ocurrido, señora Jones. Nos quedaremos por lo menos otras dos semanas, y confío en que serán para nosotros unas auténticas vacaciones, con paz y sosiego…, ¡y sin ruidos por la noche!

Y efectivamente, fueron unos das maravillosos, con un sol radiante, cielos serenos, un mar azul y la playa solitaria y tranquila… Los niños se pasearon en barca, pescaron, se bañaron y efectuaron bellas excursiones por las montañas. Los cuatro estaban tostados como cangrejos…, y otro niño se había unido a la pandilla…, un niño muy chiquitín y tan tostado como ellos. Dafydd los seguía a todas partes como su sombra, acompañado de su ganso «Patoso»… y de su maravilloso despertador.

Toda la gente del pueblo les oía cuando bajaban a la playa. La alegre charla de los niños se mezclaba con el cloqueo del ganso, los ladridos de «Ciclón», el parloteo de «Miranda» y los fuertes timbrazos del despertador. ¡Guau, guau, guau…! ¡Chat, chat, chat…! ¡Coc, coc, coc…! ¡Ring, ring, ring!

—Alguien debiera escribir un libro acerca de estos niños y sus aventuras —solía decir la anciana señora Jones, cuando pasaban frente a su tienda.

¡Bien, señora Jones…, alguien lo ha hecho!

FIN